La muchacha de los ojos de papel
Por Ilaria Tuti
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Espinoso caso que debe resolver la comisaria Teresa Battaglia, que lucha contra sus propios demonios y sus enfermedades.Uno de los gemelos Schwartz ha desaparecido. Al otro lo encuentran rondando como vagabundo en una carretera. Lleva a la espalda una mochila con una carga macabra.
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La muchacha de los ojos de papel - Ilaria Tuti
Traducido por Guillermina Cuevas Mesa
La muchacha de los ojos de papel
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Escrito por Ilaria Tuti
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Copyright © 2019 Ilaria Tuti
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Traducido por Guillermina Cuevas Mesa
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Diseño de portada © 2019 Ilaria Tuti
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La muchacha de los ojos de papel
por Ilaria Tuti
Y cada muerte es el principio de un relato
.
El cazador de la oscuridad, Donato Carrisi
1
Un pie delante del otro por la línea blanca que delimitaba los carriles, kilómetro tras kilómetro.
Horas llevaban los talones desnudos golpeando el asfalto como insensibles cascarones callosos. Pasos cortos que agolpados uno con otro marcaban el rumbo, impulsaban hacia adelante el delgado cuerpo.
Los autos pasaban volando. El aire desplazado rozaba el costado del hombre pero él permanecía indiferente, incluso cuando la grava, cual proyectiles, le golpeaba los talones. No levantaba la mirada clavada en el asfalto que lo llevaba hacia el sur.
Con los Alpes a la espalda proseguía por la carretera estatal que serpenteaba entre el Canal del Ferro. En el áspero valle las escarpadas paredes descendían como quintas majestuosas hasta encontrar un río de aguas transparentes. Las tierras bajas eran una lengua estrecha que se asentaba entre las montañas, pirámides naturales que despuntaban del terreno plano.
El aliento del invierno soplaba sin piedad. Quemaba las manos y las orejas; pegaba los pantalones a las delgadas piernas y cual vela hinchaba la camiseta. El hombre no vestía nada más.
A cada paso la mochila le golpeaba los omóplatos como una mano que marca el ritmo. En ella llevaba todo lo que quedaba de su vida, además del símbolo de lo que la había destruido.
Cuando la patrulla se le acercó, el hombre no bajó la velocidad. La patrulla seguía sus pasos. Un agente había bajado la ventanilla y le hablaba en italiano. El tono de las preguntas era cada vez más insistente, pero él no respondía. El conductor dio un volantazo y le cerró el paso. Los dos policías descendieron, le ordenaron detenerse.
Entonces, él obedeció. El viaje terminaba ahí.
Se percató de que las voces se aceleraban. Levantó la mirada y los vio empuñando el arma. Solo entonces se dio cuenta de que estaba sucio.
2
Teresa Battaglia había despertado sobresaltada, con la sensación de no haber oído el despertador. Pasaron varios segundos antes de que recordara que era su día libre. La vibración del celular que gruñía en el buró había interrumpido su sueño a las siete de la mañana.
Quejándose, había levantado de la cama el trasero, cargando en la espalda el peso de sus cincuenta y siete años. Se había vestido de prisa, sin siquiera abrir las persianas.
La ciudad seguía dormitando. Udine no tenía prisa por despertar y en las calles no pasaba casi nadie. La atravesó en bicicleta. Cada que pedaleaba, el fleco pintado de rojo le llegaba a los ojos, sutiles mechones que ardían con las tonalidades del magma al tocarlos los rayos del sol.
Teresa maldecía el aroma a café tostado y a cuernitos recién salidos del horno proveniente de los cafés del centro porque hacía crecer la debilidad que protestaba en su estómago vacío. Ese día tendría que conformarse con la meada química de la máquina de bebidas del segundo piso.
Llegó agotada a la comisaría. Se bajó de la bicicleta y sin mediar palabra la dejó con dos agentes imberbes que, antes de reconocerla, la