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IDEA FIJA
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Libro electrónico247 páginas2 horas

IDEA FIJA

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Jorge Alfredo, adicto a los vinos baratos y la anfepramona, es un exitoso escritor fantasma que sueña con tener el mismo éxito que un escritor, a pesar de los fracasos acumulados. De niño, vio a su madre dejar a la familia por un amante y, años después, encontró a su padre muerto en la casa. A partir de entonces, aprendió a valerse por sí mismo y a dedicarse exclusivamente a su sueño, o más bien, a su obsesión: ser recordado para siempre.

Si no logra ser reconocido como uno de los mejores escritores de todos los tiempos, tiene otros planes, que van desde secuestrar un avión y derribarlo en Brasilia hasta enviar por los aires una embajada norteamericana.

Pero el solitario Jorge es optimista y cree que no tendrá que recurrir a planes alternativos. Precisamente por eso, vive rodeado de libros, encapsulado en sí mismo y teniendo a Hitler, su gato mascota, como principal compañero. Sin embargo, su vida da un vuelco cuando conoce a Polly, una chica religiosa y extremadamente seria que sueña con convertirse en científica.

Jorge está tan obsesionado que decide no escatimar esfuerzos para conquistarla. Entonces comienza a poner en práctica los planes más enfermizos que un ser humano es capaz de concebir. Pero las cosas no siempre salen según lo planeado, no siempre...

Esta ficción transgresora, que disecciona la mente perturbada de un hombre que está a punto de estallar, está llena de persecuciones, giros y excentricidades. Una pizca de ironía, dos cucharadas de acidez y media taza de humor cáustico: esta es la receta que hace de Idea Fija una obra provocativa, vertiginosa, original y, sobre todo, inolvidable...

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento26 ago 2021
ISBN9781667411156
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    IDEA FIJA - Alexandre Apolca

    Alexandre Apolca

    IDEA FIJA

    Translation: Alexandra Visbal

    Babelcube Inc.

    01

    El sol resplandecía sobre mi cabeza. Sin nubes, el cielo tenía un aire bucólico. El calor extremo y el aire seco me dejaron un poco mareado. Un hilo de sudor corrió por mi rostro. Y me arrastré un poco más para apuntar con el rifle.

    Justo cuando estaba a punto de disparar, una pequeña figura pasó cerca del objetivo.

    - ¡Mira eso! ¡Un gato! - dijo Nathaniel. - ¡Ahora si será divertido! ¡Le volaré los sesos a esa bola de pelos!

    Miré hacia un lado y vi que hablaba enserio, preparándose para disparar. A sí que rápidamente me levanté y salté encima de él. Rodamos por el césped y el arma se disparó... Se escuchó el surcar de las aves en el cielo, pero pronto reinó el silencio.

    Me levanté con un fuerte dolor en el abdomen. Nathaniel también se puso de pie y me miró como si no entendiera nada. Luego vinieron Jessica y el almirante, quienes rugieron:

    - ¡Idiotas! ¡¿Qué creen que están haciendo?! Acaso quieren matarse, ¡Váyanse de aquí!

    - ¡Fue culpa de ese idiota! Quería matar al gato - dije, pasando mi mano por mi abdomen, que, afortunadamente, solo había recibido un golpe.

    Nathaniel, que tampoco estaba herido, no dijo ni una sola palabra. El almirante iba a vociferar un poco más, pero pronto se quedó en silencio cuando vio que Nathaniel y yo ya nos habíamos entendido. Así que me despedí de todos, tomé mi rifle y me fui...

    Cuando abrí a Azulão, el apodo que le di a mi Escort de tono azul, sentí que algo me rozaba la pierna. Miré hacia abajo, era un gato blanco, probablemente el mismo que había salvado.

    Luego lo empujé con el pie, me metí en el coche, escondí el rifle en el asiento trasero y lo encendí. Pero cuando mire hacia la carretera ahí está el gatito de nuevo como si no quisiera dejarme ir. Entonces abrí la puerta y ni siquiera tuve que llamarlo, porque vino corriendo y se subió sobre mi regazo, sentándose en el asiento del pasajero.

    Quería llamarlo Blancanieves, pero parecía estar estudiándome con una cara poco amistosa. Luego lo cogí y comprobé su sexo; él era macho, así que le había dado una buena razón para su mal humor. Pensé por un momento y lo llamé Hitler, lo que pareció complacerlo.

    Resolviendo los pormenores, arranqué de nuevo. En pocos minutos ya estábamos en la carretera de Castelo Branco. Encendí un Derby, bajé la ventanilla y encendí la radio.

    A Hitler no parecía importarle el humo o la música a todo volumen. Tomé dos caladas más y comencé a cantar con los Sex Pistols mientras el velocímetro marcaba a ciento cincuenta kilómetros por hora.

    - Soy un anticristo. Soy anarquista...

    Así estaba la carretera: solo había arbustos a ambos lados. De vez en cuando aparecía una gasolinera, o un lugar para comer, o incluso una industria que contrastaba con el campo.

    Tenía la boca tan seca que no podía soportarlo, me detuve en el Auto Posto Garpelli. Dejé a Hitler en el coche, tiré el cigarrillo y entré en la cafetería. Como no tenían vino, pedí un Tatuí-Cola y un pan de queso, pero primero me tomé una pastilla de anfepramona.

    Nathaniel, Jessica, El almirante, yo y algunos más pertenecíamos a una célula de un grupo paramilitar llamado Força Revolucionaria Brasileira, que conocí en la Deep Web. El objetivo principal era defender los intereses nacionales a toda costa, pero la práctica era solo entrenamiento. El almirante, un ex soldado del ejército, expulsado por embriaguez y juerga, era nuestro líder. El grupo había crecido tanto que ya tenía contactos con otras organizaciones, incluso en el mundo árabe. En cuanto a mí, fui el mejor tirador de la clase, no perdí nada, ya sea que el objetivo fuese una sandía o una simple botella de cerveza.

    Pedí otro panecillo de queso y, mientras comía, pensé en el libro que estaba escribiendo, un pedido de un presentador de televisión famoso. Soy un escritor fantasma, lo que en la práctica significa firmar un documento garantizando absoluta confidencialidad, recibir la primera parte del pago, escribir un libro con todas las coordenadas definidas por el cliente, entregar el trabajo, hacer correcciones cuando sea necesario, recibir el resto del dinero y ver que el libro se publica como escrito por alguien que no incluso se haya molestado en leer el trabajo. Así de simple.

    Pedí dos piezas de pizza de atún y un vaso de leche caliente para llevar, pagué la cuenta y regresé al coche. Serví a Hitler, que devoró todo menos la masa. Así que pisé el acelerador, volviendo a Tatuí, escuchando The Doors.

    Cuando llegué a casa, ya era de noche. Metí el gato dentro de un tanque y le di un baño, por cierto, uno bonito, completo con fregonas y mucho champú. Por el ceño que hizo Hitler parecía que no le gustó mucho. Pero para vivir conmigo tendría que deshacerse de ese complejo francés que tiene todo gato.

    Después de esconder el rifle y meter a Hitler en mi cama, me fui a dedicar un tiempo a mi nueva novela, titulada Las viudas de Dostoievski. Era la historia de un grupo de mujeres cuyos maridos fueron asesinados en la guerra y encontraron en las obras de la autora un sentido para seguir viviendo y, como resultado, volvieron a tener fe en la humanidad.

    Encendí la computadora, fui a YouTube e hice clic en el video de la Octava Sinfonía de Mahler. Normalmente escribo así: escuchando música clásica. Entonces abrí el expediente y empecé a teclear... Sólo me detuve para ir al baño o tomarme una copa de vino acompañada de rodajas de salami o provolone.

    Pasaron las horas: medianoche... una... dos... tres... Y cuando me di cuenta, ¡El reloj marcaba las siete de la mañana! Los rayos del sol invadieron la habitación. De repente, sentí un mareo profundo e intenso que me hizo desmayar...

    Mi mano sostuvo el pomo de la puerta. Desde adentro, había una agradable música rusa. Miré a mí alrededor y vi que los muebles eran viejos, muy viejos, con siglos de antigüedad. Era una casa extraña y me pregunté qué estaba pasando. ¿Sería un sueño? Sin pensarlo dos veces, giré el pomo y entré a la habitación. Vi a un anciano, de espaldas, inclinado sobre la mesa. De repente, él, que tenía una barba gigantesca y vestía un abrigo militar, se volvió hacia mí.

    - ¡Siéntate! Juguemos un pequeño juego - dijo, esparciendo las cartas sobre la mesa. Entonces lo reconocí, era Dostoievski.

    - ¿De verdad es usted, Fyodor? ¿Aún vive?

    - El secreto de la existencia humana radica no solo en vivir, sino también en saber para qué se vive.

    02

    Me desperté viendo el teclado de la computadora empapado en baba. Me quede dormido escribiendo, lo cual no era tan inusual. Ya era mediodía. Entonces me di una ducha y comencé a limpiar el piso, el baño, el techo, en fin, lo limpié todo, absolutamente todo, como lo hacía todos los días. Incluso Hitler se unió al baile y se dio otra ducha.

    Agotado, decidí tomarme el resto del día libre. Así que salté frente al televisor, me estiré en el sofá y comencé a ver La máscara.

    Trabajar escribiendo para otros no era tan malo desde el punto de vista laboral y económico ya que mis ingresos eran bastante buenos y no tenía un horario que cumplir. Pero, aun así, me sentía terrible porque era como si me estuviera prostituyendo, vendiendo mi cerebro en lugar de mi cuerpo.

    He trabajado como repartidor de periódicos, panadero e incluso agente de bienes raíces, todo sin el menor éxito. Cambiaba de trabajo como me cambiaba de ropa. Entonces, un día, me encontré con un anuncio en el periódico en el que un coronel retirado buscaba a alguien para escribir sus memorias. Así que me ofrecí como voluntario, tomé el examen, pasé y fui contratado. A partir de ese momento comencé a buscar otras obras del mismo género y, quizás por escasez, logré conseguir casi todas. Hice de todo: trabajos de pregrado, tesis, guiones, biografías, novelas. Con el tiempo, llegó el reconocimiento: gente famosa empezó a buscarme. Así que empecé a rechazar algunas obras y a centrarme más en las obras literarias. Y, como resultado, gané el Jabuti tres veces en la categoría de mejor novela, pero lamentablemente la fama estaba en la cuenta de mis clientes.

    En la pantalla del televisor se veía a la Mascara bailando ¡Oye Pachuco! con una rubia en Coco Bongo.

    Desde niño me apasionaron los libros y soñaba con convertirme en un gran escritor. Escribí cinco novelas y publiqué solo dos, ambas pagando por ellas, que no tuvieron el menor éxito. Las negativas de las editoriales, por e-mails, fueron tantas que decidí imprimirlas y ponerlas en marcos que empezaron a decorar las paredes de la habitación.

    Este contraste entre ser un escritor fantasma exitoso y uno fracasado fue irónico e incluso cómico. Me hizo creer que el mundo literario era como el mundo real, algo hecho de apariencias, solo eso: apariencias...

    De repente sonó el timbre de la puerta, La máscara dijo ¡Que alguien me abrace! Y Hitler soltó un gemido de sorpresa. Así que me levanté y fui a la puerta. Era Zé da Cova, el vecino.

    - Jorginho, ya tengo la medicina - dijo, entregándome el frasco. - ¿Y ahí? ¿Recibiste los folletos?

    Zé era un ex sepulturero, jubilado por edad, que vivía solo porque sus hijos estudiaban en el extranjero y su esposa había muerto de cáncer. Adicto a los cigarrillos, al coqueteo y también a los bailes mayores, pasaba la mayor parte de su tiempo libre leyendo novelas de detectives. Llegamos a un acuerdo: le di libros y me dio frascos de anfepramona, que le recetó un médico. Yo podía conseguir la medicina por otros medios, al igual que él podía conseguir los libros por otras manos, pero mantuvimos el trato para tener una razón para reunirnos y charlar.

    03

    Hacía frío en la trastienda. La cuerda, que colgaba de la viga, se balanceaba, ahora a la derecha, ahora a la izquierda... Y me senté allí, recordando el día en que encontré a mi padre colgando de la misma cuerda: estaba colgado allí, con su mejor traje, con una erección y una amplia sonrisa forzada. Su presencia en la habitación era tan fuerte que me hizo retroceder a la época en que todavía era un niño...

    Mi mamá era peor que una perra. Mientras mi padre trabajaba, ella recibía hombres en casa. No sabía si cobraba, pero había varios, a veces más de uno a la vez. Después de unos años, empezó a dejar la puerta abierta, pero no me asomaba porque tenía miedo de esos gemidos y malas palabras. Sin embargo, la perra empezó a obligarme a verla meterse con otros hombres, hasta el punto de encerrarme en la habitación con ellos. Y si no miraba, decía que me echaría pimienta a los ojos. Así que obedecí porque solía cumplir sus promesas.

    La putita desvergonzada era diabólica, hacía todo lo que le pedían y algo más. Varias veces se convirtió en relleno en medio de un sándwich de hombres desnudos. Ella, mientras se dejaba, me lanzó sus ojos lascivos, burlándose de mí. También gimió y dijo cosas malas como si estuvieran dirigidas exclusivamente a mí. Solo tenía cinco años cuando empezó todo. Me sentía disgustado con eso. Todo parecía muy indecente, muy depravado, muy sucio...

    Un día, ella, desnuda, se me acercó y me susurró: Ven, enséñame que eres un hombrecito de verdad y chúpame... Cuando me acerqué, me agarró del pelo y me frotó la cara contra sus genitales. ¡Yo estaba en shock! Si me hicieras besar a un ratón, no me sentiría tan disgustado como ese día. Así que me dejó solo y volvió a la cama con su amante, pero antes me dijo: ¡Mira cómo no te gusta, maricón! Pon esto en tu cabeza: cuando seas grande, ¡serás una mujercita! Entonces, aprende de mí cómo satisfacer a un hombre en la cama...

    Le conté todo a mi padre, pero solo logré enojarlo. No solo no me creyó, me dio una bofetada en la cara. Hablando de agresiones, las suyas fueron leves en comparación con la perra, a la que le encantaba quemarme con una plancha, por eso comencé a tener cicatrices permanentes en la espalda y el brazo. También le gustaba humillarme delante de los profesores y mis compañeros. A menudo me llamaba pedazo de mierda o maricón, decía que lamentaba no haber tenido un aborto y decía categóricamente que bailaría una samba encima de mi ataúd cuando yo muriera. En ese momento, ni siquiera sabía qué era la samba.

    Cuando tenía unos doce años, vi a mi madre cargando maletas en un coche de lujo. Entonces le pregunté si viajaría y me respondió que iba a donar algo de ropa al asilo de ancianos. Pero la perra nunca volvió. Dijeron que se mudó con un anciano rico en Alphaville. Mi padre, al enterarse de que su esposa se había escapado, cayó en una profunda depresión. Más aún cuando supo, por boca de amigos y vecinos, que ella realmente recibía hombres en casa. Entonces él, ahora jubilado, dejó su trabajo como vigilante nocturno en la Destilería Simões y comenzó a cuidarme. Nos entendimos bien. Él, a pesar de evitar conversaciones profundas y muestras de afecto, me amaba, de eso no tenía dudas.

    Cuando cumplí dieciséis años, obtuve la emancipación como regalo de mi padre. Unos días después lo encontré muerto en la casa. Luego, un abogado se acercó a mí y me dijo que heredaría

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