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La mujer sin nombre
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Libro electrónico297 páginas4 horas

La mujer sin nombre

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Información de este libro electrónico

En Mexico hay secuestros todos los dias. Lo que hizo al mio diferente fue tener la desgracia que mi secuestrador se enamorara de mi reteniendome por dos largos anos. Ese dicho amor no me evito violaciones continuas y torturas que me llevaron a considerar el suicidio como unico escape a la maldad de su mente retorcida.

Despues de dos abortos tuve un hijo al que no pude querer hasta que el hombre que siempre me amo, supo liberarme del trauma psicologico que me impedia ser feliz y hacer feliz a los que me rodeaban. Ocho anos tuvieron que pasar para dejar atras mi pesadilla y vivir la plenitud el amor.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 ago 2022
ISBN9781662494161
La mujer sin nombre

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    La mujer sin nombre - Clementina Murillo

    La mujer sin

    nombre

    Clementina Murillo

    Derechos de autor © 2022 Clementina Murillo

    Todos los derechos reservados

    Primera Edición

    PAGE PUBLISHING

    Conneaut Lake, PA

    Primera publicación original de Page Publishing 2022

    ISBN 978-1-6624-9415-4 (Versión Impresa)

    ISBN 978-1-6624-9416-1 (Versión electrónica)

    Libro impreso en Los Estados Unidos de América

    Para qué quieres saber mi nombre,

    si yo misma quisiera olvidarlo…

    Llámame María, o Juana, o…

    Llámame como quieras tú.

    Índice

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    CAPÍTULO

    1

    Cuando me bajaron de la camioneta en la que me habían secuestrado y me quitaron la venda de los ojos, recorrí ávidamente el panorama para ver si reconocía el lugar, pero no. Las montañas y el terreno en general eran completamente desconocidos para mí.

    El hombre que ni por un momento dejó de sujetarme el brazo, me haló hacia una puerta que por estar pintada del mismo color que el muro que rodeaba la casa, no había visto. A la derecha había un pequeño, pero bien cuidado jardín con pasto muy verde y rosales de todos los colores a lo largo de tres paredes. A la izquierda había un sombreado de dos arcos que conducían a la entrada de la casa a donde me llevaron sin pérdida de tiempo.

    La sala era pequeña, con una cocina adosada en la que alcancé a ver unas sillas más altas de lo normal junto a una media pared. Por el lado izquierdo de la sala había un pasillo con dos puertas a cada lado y una ventana sin cortinas al fondo. Precisamente en la puerta que estaba junto a la ventana por el lado izquierdo fue donde me metió mi secuestrador. Por un momento traté de resistirme, pero solo logré que se enojara:

    —Si gritas o haces cualquier escándalo —me dijo—, lo único que vas a lograr es que el patrón se disguste y eso no te conviene.

    Dije con la cabeza que sí, pero no lo convencí. Me volvió a coger del brazo y acercó su cara a la mía mirándome con furia.

    —No hagas enojar al patrón nunca de ninguna manera. Cosas horribles pueden pasar —y me empujó hacia adentro apresurándose a cerrar la puerta.

    Aunque era pleno mediodía el cuarto estaba oscuro. Las cortinas de la única ventana que había estaban corridas y parecían negras. Un minuto después cuando mi vista se acostumbró a la oscuridad pude ver que el cuarto era pequeño y austero. Solo tenía una cama con sus respectivos buros y nada más. En ese cuarto no había un solo cuadro ni ningún tipo de adorno. Para colmo las cortinas… no, con la poca luz del sol que entraba vi que en realidad no eran negras sino azul marina. El cuarto era tétrico. La situación era tétrica. Consciente que estaba en inminente peligro empecé a temblar de pies a cabeza. Completamente aterrorizada fui a refugiarme en la esquina del cuarto más alejada con respecto de la cama porque sabía que ahí iba a tener lugar mi sacrificio cruento.

    Cuando se abrió la puerta unos quince minutos después, la figura de un hombre se delineó contra la luz que iluminaba el pasillo. Al encender la luz vi que se trataba del famoso narcotraficante Rebolledo, como lo llamaba todo el mundo. Yo lo había visto solo en unos carteles donde ofrecían una jugosa recompensa por su captura, pero lo reconocí enseguida. Seguro él era el patrón del que me había hablado el hombre que me secuestró y del que se decían cosas terribles. Por un instante visualicé la colcha que era blanca manchada de sangre, mi sangre.

    Al verme en tal estado de pánico, Rebolledo se quedó anonadado por un momento y luego se sonrió burlón. En una mano llevaba una botella de vino y en la otra, dos copas, las que dejó sobre un buró para poder abrir la botella y luego las llenó a medias. Después fue a sentarse en los pies de la cama con las manos apoyadas en el colchón y el tobillo izquierdo sobre la rodilla derecha.

    —Si sabes para qué estás aquí, ¿no?

    «Claro, no soy estúpida», pensé. Pero no pude decir nada. Solo lo miraba con ojos como platos.

    —¿Eres virgen?

    Todavía no podía hablar. Solo atiné a decir que sí con la cabeza y con un sonido gutural. Pensé en repetir el sí más alto y más claro, pero no lo hice. No sé por qué, pero no lo hice.

    —No deberías estar tan asustada. Te aseguro que no es tan terrible. Es más, si pones de tu parte hasta lo podrías disfrutar.

    Por supuesto que era terrible perder la virginidad. Se lo había escuchado tantas veces a mis amigas que a su vez se lo había oído a otras mujeres. ¿Qué sabía él? ¿Qué sabían los hombres a los que solo les interesa su placer? Se puso de pie y fue por las copas.

    —Esto es un muy buen relajante. Toma.

    Yo sabía que no. En la fiesta de quince años de mi amiga Clara, cuando ya todos los invitados se habían ido, nos instó a nuestra amiga Itzel y a mí a seguir tomando, ya que íbamos a pasar la noche en su casa. Fue una experiencia desastrosa. Aparte que sabía horrible me quemó la garganta de tal manera que no podía respirar y sentía que me ahogaba. ¿Cómo podría volver a intentarlo?

    —Te advierto que de todos modos va a pasar.

    Dejó mi supuesta copa en el buró y se tomó la suya de un solo trago.

    —Te advierto también que para estas cosas no tengo mucha paciencia.

    Con el tiempo aprendería que ni para eso ni para muchas otras cosas. Con las manos en la cintura y el ceño fruncido me ordenó que me acercara. Haciendo un esfuerzo di el primer paso y luego el otro.

    —Quítate la ropa y acuéstate.

    Por el tono, comprendí que no tenía opción. Rápidamente me saqué el vestido y me acosté con los pies estirados y los brazos cruzados en el regazo.

    —Quítate todo.

    No lo miraba porque tenía la cara virada, pero obedecí al instante. Extrañamente no sentía vergüenza. Yo que nunca me había desnudado ni frente a mis amigas por pudor, ahora no me importaba que un total desconocido me viera como Dios me echó al mundo. Supongo que mi mente estaba más preocupada por el inminente dolor que le esperaba a mi cuerpo que por cualquier otra cosa. La fama que tenía este hombre me hacía sospechar que cosas terribles podrían pasar sin que yo pudiera hacer nada para evitarlas. Pretender eso era como pedir que no saliera el sol.

    El dolor no fue tan tremendo como yo esperaba ni sucedieron esas cosas terribles que tanto temía. El acto en sí solo duró unos minutos y luego se desplomó sobre mí. Su peso contundente me ahogaba, pero no me atreví a decir nada. Afortunadamente, un minuto después, se deslizó y quedó acostado boca arriba empezando a roncar casi enseguida. Durmió durante unos diez minutos en los que no me atreví a mover un solo dedo.

    —Qué suerte tuviste. Estaba desesperado por una virgencita y por eso no duré, pero te aseguro que soy un toro en la cama.

    No dije nada. A mí qué me importaba que fuera un toro o lo que quisiera ser. Yo esperaba irme de esa casa ese mismo día y no volverlo a ver nunca.

    —Es más, ¿por qué no te lo demuestro ahora mismo?

    Demasiado pronto; tuve que tragarme mis palabras. Mejor dicho, mis pensamientos. Ahora si me importaba que fuera un toro porque me besaba y acariciaba de formas que yo ni sabía que existían y que me daban repulsión. En más de una ocasión estuve a punto de patearlo para que se apartara de mí, pero tenía grabados en la mente las palabras de mi secuestrador cuando me dijo que no debía hacerlo enojar por nada.

    Esta vez durmió por alrededor de una hora en la que mi mente se volvió un torbellino de preguntas: ¿Cuándo se despertara me volvería a violar? ¿Sería peor? ¿Debería defenderme, aunque me matara? De pronto se incorporó y me sobresalté. No pude evitar soltar un pequeño grito que a su vez lo sobresaltó a él. Me miró con desdén y sin decir nada recogió su ropa y se metió al baño. Sin perder un segundo, aunque me dolía todo el cuerpo me levanté y me vestí. En cuanto lo vi salir le solté la pregunta mirándolo fijo:

    —¿Ya me puedo ir?

    Se paró en seco como si lo último que esperara fuera que le dirigiera la palabra. Una risa burlona me laceró el corazón porque mataba mis esperanzas que me dejara ir. Me habló mientras se dirigía a la puerta:

    —Yo te aviso, pero no quiero que me vuelvas a preguntar —ya con el pomo de la chapa en la mano se volvió a mirarme—: De todos modos, no lo pienso discutir contigo.

    ¿Y de qué se reía? Su carcajada estrepitosa me caló hondo y me hizo sentir humillada. Cuando su risa y sus pasos se desvanecieron me senté en la cama a esperar. ¿Esperar qué? No sabía, pero era lo único que podía hacer. Quería llorar, pero las lágrimas no acudían a mis ojos. Algo me oprimía el pecho que no me dejaba reaccionar. Lo hice cuando vi las manchas de sangre sobre la colcha blanca y de las cuales no me había percatado. Un gemido prolongado, pero callado me cortó la respiración y luego solo dejé que las lágrimas fluyeran pensando en Evelio, mi novio. Ya no le podría dar el regalo de mi virginidad ni descubrir con él los misterios del amor carnal que unen más a las parejas que se aman.

    La imagen de mi violador desplazó la de Evelio. José Antonio Rebolledo Mares era un hombre de unos cuarenta y cinco años, un metro setenta y cinco de estatura, blanco y de ojos y cabello cafés. Físicamente no era feo, pero sí de sentimientos como lo acababa de demostrar. Qué lejos estaba de saber que lo que conocía de él hasta ese momento era solo un atisbo de lo que me esperaba aunque lo sospechaba. Se decía de él que traficaba con estupefacientes, que asesinaba sin piedad y que secuestraba jovencitas para violarlas. A mí lo único que me constaba era lo último, pero no necesitaba más para aborrecerlo desde ya, ¿y mis papás? Seguramente estarían pasando el día más angustiante de sus vidas al saber que había caído en las garras de un desalmado. En un impulso corrí hasta la puerta y traté de abrirla, pero estaba cerrada con llave. Pensé en pedir a gritos que me abrieran, pero de nuevo recordé que no debía hacer nada que enojara al patrón. Entonces hice lo único que podía hacer: Sentarme a esperar.

    Empezaba a ocultarse el sol cuando una mujer me llevó comida. Sin saludar ni mirarme dejó la bandeja en el piso apenas entrar, y de igual manera se fue. Llevé la bandeja a la cama y comí un poco. Si iba a estar en esa casa uno o varios días lo mejor era que me alimentara. Cuando terminé dejé la bandeja junto a la puerta y regresé a sentarme, pero esta vez lo hice recargada en la cabecera de la cama. Poco después me quedé dormida.

    No volví a ver a Rebolledo hasta cinco días después. Fueron cinco días horribles en los que sentía que me iba a volver loca. El encierro y el silencio imperante me desquiciaban. La mujer que me llevaba la comida no me hablaba y yo no me atrevía a preguntarle nada. Para colmo de males la ventana estaba averiada y solo subía un poco. Era mediados de junio y el calor era sofocante.

    Serían las tres de la mañana cuando oí los motores de las camionetas apagándose y portezuelos cerrándose. Sabiendo lo que me esperaba ya no me pude dormir. Estaba saliendo el sol cuando la mujer entró con una bolsa en la mano.

    —El patrón te manda esto para que te cambies y te bañes.

    No se movió ni dejó de mirarme. Entonces comprendí que debía hacerlo ya. Mirándola con odio fui a coger la bolsa de su mano y cerré la puerta del baño con estrépito para demostrarle mi enojo. Después de desvestirme y antes de meterme en la regadera vi que había en la bolsa: Era una bata roja tan corta y transparente que difícilmente me iba a tapar nada. Asqueada la tiré al piso y me metí a bañar.

    Cuando salí ya habían cambiado las sabanas y se habían llevado la colcha manchada de sangre que yo había dejado en el piso hecha montón el siguiente día. No acababa de desenredarme el cabello cuando llegó la sirvienta (si lavaba y cocinaba, deduje era la sirvienta). Como siempre dejó la bandeja de la comida en el piso, pero no se fue.

    —Dame tu ropa para lavarla.

    —Está en el baño. Puede pasar por ella.

    —No, no puedo. Haz el favor de traerla tú.

    No sabía por qué, pero odiaba a esa mujer.

    —¿Por qué no puede?, que yo sepa no está ni coja ni manca.

    —Ni tú tampoco. Haz lo que te dice —era Rebolledo y sonaba enojado.

    Sin chistar fui por la ropa y se la entregué a la mujer que, sin chistar tampoco, se fue.

    —Come mientras me baño.

    No me había percatado que la bandeja de la comida ahora estaba en la cama. Seguramente Rebolledo le ordenó que la pusiera ahí en lo que fui por la ropa.

    No pude pasar alimento. En anticipación al mal rato, ahora me dolía el estómago y tenía mal sabor de boca.

    —¿Por qué no comiste?

    Rebolledo iba envuelto en una toalla de la cintura para abajo, eso significaba que estaba desnudo y empecé a temblar. Aunque hacía grandes esfuerzos por disimular mi miedo, no creo que lo logré.

    —Iba a hacerlo ahora mismo.

    —¡No! Déjalo para después.

    Su grito me congeló y creo que hasta dejé de respirar. Impacientado puso la bandeja en uno de los buros. Dejó caer la toalla en el piso y se acostó boca arriba ya con el pene erecto. Yo estaba petrificada.

    —¿Qué esperas?

    Iba a sacarme la bata, pero me volvió a gritar:

    —No te la quites. ¿Para qué crees que te la traje?

    Se incorporó y me haló por una muñeca. Me sentó a ahorcajadas sobre él y me gritó que me moviera, lo que hice torpemente porque sentía bastante dolor. Me tomó por la cintura y empezó a bajarme y subirme con toda la fuerza que era capaz sin importarle mis muecas de sufrimiento.

    No duró mucho. Desde que entró me di cuenta de que estaba cansado y no me equivoqué. En menos de cinco minutos ya roncaba suavemente junto a mí. Tratando de no moverme mucho intenté salirme de la cama. Casi logré poner un pie en el piso cuando sentí su mano rodear mi brazo y darme un tirón que casi me disloca el hombro. El dolor me hizo gritar, pero quede sofocada cuando me dio un puñetazo en pleno pecho para que me callara y no interrumpiera su sueño.

    Esta vez durmió casi hasta mediodía. Fueron alrededor de cinco horas que me parecieron una tortura porque no me atrevía a mover un solo dedo para no ganarme otro puñetazo que me robara el aliento. Cuando se despertó se volvió a mirarme, pero yo no despegué la vista de la pared. Apenas cerró la puerta un lamento acudió a mi garganta y lloré amargamente por un buen rato. A pesar de que era completamente imposible por la peligrosidad de Rebolledo, en un momento dado me sorprendí llamando a Evelio y pidiéndole que viniera a rescatarme.

    Precisamente un día antes que me secuestraran nos habíamos peleado y terminado, pero no me preocupé en lo más mínimo. En los tres años que llevábamos de novios habíamos terminado varias veces, pero nunca se pasaban más de dos o tres días sin que volviera a pedirme perdón. Yo me hacía un poco del rogar, pero terminaba haciendo las paces y asunto olvidado hasta que nos peleábamos de nuevo. El pleito fue por lo mismo de siempre: Él quería que nos casáramos ya y yo me negaba. Cómo podría si solo tenía dieciocho años. Él también era un niño de apenas veinte. ¿Qué sabíamos de responsabilidades y compromiso? Por lo menos yo, nada.

    Ese día no probé alimento. Simple y sencillamente no podía. Odiaba a ese hombre con todas las fuerzas de mi corazón y cualquier cosa que viniera de él me daba náuseas. Con mucha más razón comida que seguro era comprada con dinero sucio.

    Sería las nueve de la noche cuando Rebolledo volvió, esta vez se tomó su tiempo para violarme y lo hizo con cierto grado de sodomía que me tenía aterrorizada, pero a él le daba exactamente lo mismo. Por momentos parecía que ni fijaba la vista en lo que hacía. Parecía transportado a otro mundo donde ni él existía.

    Llevaba alrededor de una hora dormido cuando uno de sus hombres lo llamó:

    —Patrón. Ya es hora de irnos.

    En un santiamén Rebolledo se vistió y salió del cuarto. Al ratito oí que encendían los motores y se iban. De nuevo no regresó hasta el quinto día.

    CAPÍTULO

    2

    Así se pasaron tres semanas y yo seguía sin escuchar las anheladas palabras que me dieran mi libertad. Los días que Rebolledo no estaba me la pasaba caminando alrededor de la cama, espiando por la ventana, aunque solo pudiera ver el muro y una angosta franja de cielo, y durmiendo. Afortunadamente las lluvias habían llegado y me entretenía escuchando su sonido y el de los truenos, aunque me asustaron un poco. Sin embargo, a veces era tal mi desesperación por el encierro y por no hablar con nadie que me descubrí halándome el cabello y arañándome los brazos.

    Durante esas tres semanas tuve mucho tiempo para pensar y se me ocurrió que, si Rebolledo y sus hombres se iban por días, cabía la posibilidad que me pudiera escapar. Era obvio que solo la sirvienta se quedaba porque la casa caía en un silencio mortal que solo era interrumpido cuando la empleada llegaba a dejarme la comida. Una vez, cuando abrió, yo estaba parada junto a la puerta. Al verme, totalmente aterrada volvió a cerrar sin dejar la comida. Eso me dio la certeza que si tenía tanto miedo era porque la posibilidad de escaparme era muy real y si me escapaba, Rebolledo quién sabe qué le haría.

    Animada por ese pensamiento corrí a la ventana a ver qué era lo que impedía que se abriera completamente, y casi grito de la alegría cuando descubrí que tenía un clavo a cada lado. Los clavos no estaban completamente metidos y si encontraba algo con qué sacarlos era una mujer libre. Pasé un buen rato buscando algo que me sirviera, pero fue en vano. No encontré nada ni en el cuarto ni en el baño. La única solución era… sí, la cuchara o el tenedor que la empleada me llevaba con la comida. El problema era que, si Rebolledo volvía al cuarto al quinto día como siempre, llegaría al día siguiente que ya era el quinto. No me desanimé. Rebolledo solo se quedaba un día y aunque ese día fuera de perros para mí, lo sobreviviría. Cuando se fueran yo iría prácticamente siguiéndoles los pasos rumbo a mi libertad. Debía escaparme el mismo día que se fueran para tener tiempo de ir a mi casa y de ahí a la capital del estado donde tenía un tío, o a Estados Unidos donde también tenía parientes. La idea era que mis papás vieran que estaba bien, pero sería solo por unos minutos. Después… la Sirvienta volvió con la comida y gustosamente me comí todo. Si iba a correr (porque tenía que correr) tal vez por muchos kilómetros, tendría que estar fuerte para resistir. Los cubiertos parecían resistentes y seguro me servían. Más valía que me sirvieran, si no estaba perdida. También podía ser que Rebolledo me dejara ir. Ojalá.

    —¿Quieres salir un rato al jardín?

    No lo podía creer. ¿Rebolledo invitándome a dejar mi encierro? ¿Había oído bien?

    —¿Quieres o no?

    Que pregunta más estúpida. ¿Quién que lleva tres semanas sin ver el cielo ni respirar aire puro porque está encerrada no quiere dejar su cautiverio, aunque sea un rato como dijo él?

    —Sí, sí quiero.

    Solo salir del cuarto me significaba un mundo diferente porque cambiaba de panorama visual. Eran dos paredes que me conducían a algo. A una esperanza quizá. Sin embargo, la figura de ese hombre cruel caminando frente a mí me recordaba que no era así. Que salir un momento era solo un pequeño oasis en medio del desierto.

    Apenas llegar a la sala, el resplandor del sol que entraba por la enorme ventana me lastimó la vista y tuve que cerrar los ojos por un momento. Dos pasos antes de llegar a la puerta, se hizo a un lado y con la mano me indicó que saliera. Apenas poner un pie afuera sentí deseos de llorar. El cielo tenía el azul más hermoso que había visto en mi vida. Pequeñas nubes blancas que poco a poco crecerían y se tornarían negras hasta convertirse en nubarrones que soltarían un diluvio, lo adornaban. Lo sabía porque siempre era así. Cielo despejado y esplendoroso y lluvias torrenciales alrededor de las cuatro de la tarde. El césped verdísimo y los rosales en todo su esplendor también tocaron mis fibras más sensibles. Me senté bajo el árbol de espaldas a la casa porque estaba segura de que me vigilaban de cerca. La puerta del muro estaba a unos pasos, pero como si estuviera a mil kilómetros. No tenía ni la más mínima oportunidad de abrirla e irme. Aunque estuviera sin llave, me atraparían en un santiamén porque seguro afuera estaban los hombres de Rebolledo alertas a cualquier evento.

    Mientras acariciaba el césped con la palma de la mano se me ocurrió que a esa hora mi mamá y alguno de mis hermanos estarían con mi papá en el campo. Era la hora del almuerzo y todos los días ella y uno de nosotros le llevábamos sus alimentos. Lo acompañábamos a comer mientras conversábamos de cosas simples y reíamos con gusto por el simple hecho de estar juntos también. Ahora mis lágrimas se estrellaban con el césped y me alegré de estar de espaldas a la casa para que nadie me viera llorar.

    Más o menos una hora después salió la empleada decirme que debía regresar a mi cuarto. Quise gritarle que ella no era nadie para darme órdenes, pero intuí que sus órdenes eran las de Rebolledo y más

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