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El Elegido De Blásadath
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Libro electrónico231 páginas3 horas

El Elegido De Blásadath

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Información de este libro electrónico

Un hombre se ve endeudado y amenazado de muerte. Para solucionar el problema, precisa ir al cementerio con el fin de abrir el sepulcro de cierto personaje que, es sabido: fue enterrado con prendas valiosas. Pero a raz de esto, surge la ms terrible trama que haya vivido alguien jams.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento1 ago 2014
ISBN9781463389024
El Elegido De Blásadath
Autor

Israel Mustelier

Por la pasión sentida hacia esas singulares obras de ficción en la literatura y el suspense, ha surgido esta novela. Siempre he sido un arduo admirador de Herbert George Wells y he quedado rendido ante su arte de dar una advertencia y de predecir las cosas en lo que parece ser sólo un relato de fantasía. Por eso, desarrollando mi propio estilo, ha surgido esta novela. La primera obra que logré publicar se titula: “El elegido de Blásadath”: es una novela de ficción compuesta de dos partes. Luego viene otra novela: “Asesinos de Magog”: una historia de terror que levemente se relaciona con la anterior. Y con esta: “La marca del extranjero”, se presenta una tercera novela. Aunque el género es el mismo, nada tiene que ver con las dos que antecedieron.

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    El Elegido De Blásadath - Israel Mustelier

    El elegido

    de Blásadath

    Israel Mustelier

    Copyright © 2014 por Israel Mustelier.

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Fecha de revisión: 17/07/2014

    Palibrio LLC

    1663 Liberty Drive, Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    Gratis desde EE. UU. al 877.407.5847

    Gratis desde México al 01.800.288.2243

    Gratis desde España al 900.866.949

    Desde otro país al +1.812.671.9757

    Fax: 01.812.355.1576

    653709

    ÍNDICE

    PARTE I

    LA MALDICIÓN DEL MAGO

    I EL EXTRAÑO CASO DE HERMES

    II EL SEPULTURERO

    III UN REVÓLVER

    IV SUSPENSO A MEDIA NOCHE

    V BAJO LA MALDICIÓN

    VI LA MANO DEL ANILLO

    VII LA HORA DEL SACRIFICIO

    VIII RESURRECCIÓN

    IX LA BELLA Y LA BESTIA

    X EL MAGO ASESINO

    XI REFLEXIÓN

    XII EL USO DE LAS LLAVES

    XIII EL OTRO CUERPO

    XIV UN PRESO SIN CUERPO HUMANO

    XV LA VENGANZA

    PARTE II

    EL ROSTRO DE LA MUERTE

    I CON LA VENGANZA EN SU MANO

    II LA DESAPARICIÓN

    III LA VILLA ENTRE CURVAS

    IV EL VENENO DE LA COBRA

    V LA VIDA ES COMO LAS RUEDAS DE UN AUTO

    VI LA TRANSFERENCIA

    VII SANGRE

    VIII EL ASESINO EN LA CASA

    IX EL FILO DEL HACHA

    X INESPERADA MENTIRA

    XI EL BRILLO DEL ACERO

    XII LA MUÑECA FEA

    XIII EL ROSTRO DE LA MUERTE

    Una historia clara y verdadera, jamás debería negarse; aunque por oscura que parezca nos quite el sueño.

    LA PRESENTE OBRA está dedicada a todas aquellas personas que aman el terror, lo paranormal y la violencia.

    PARTE I

    LA MALDICIÓN DEL MAGO

    I

    EL EXTRAÑO CASO DE HERMES

    A las siete de la mañana llegué a la casa de Pedro Báez. No había pegado un ojo en toda la noche. La preocupación que tenía, me había robado el sueño; razón por la cual estaba agotado y ojeroso. Toqué suave en la puerta para no llamar la atención de algún chismoso del vecindario. Como que la puerta no se abría, volví a repetir la acción. Y entonces, impacientándome, toqué un poco más alto. Al fin la madera cedió y apareció tras la misma la cara soñolienta de mi amigo. Éste estaba despeinado y vestía su pijama. Se restregó los ojos al oírme decirle veloz:

    — Pedro, disculpa si te desperté. Necesito conversar contigo.

    — ¿Qué pasa, Robe? Entra.

    Obedecí. Pedro cerró la puerta tras echarle un vistazo a la calle, estaba desierta pese a ser martes; ya era hora de que hubiese algún movimiento para ir a trabajar.

    Me senté en uno de los butacones de la sala. Pedro, permaneciendo de pie, me preguntó si quería desayunar. Al negarle con la cabeza, se sentó frente a mí en el otro butacón. Me preguntó suavemente:

    — ¿Qué te traes, Robe? ¿Problemas de nuevo con tu novia?

    — No, ya eso se rompió hace tiempo. Si hubiese sido eso, no estaría aquí molestándote.

    — Entonces tienes líos con alguien y quieres que yo te defienda, ¿no es cierto? — jaraneó él.

    — ¡Tal vez!

    — Dime, ¿a quién hay que romperle un hueso? — cerró el puño y tiró un golpe al aire.

    — No, no, a nadie. Pero el asunto es delicado. Tan delicado, que anoche no pude dormir.

    — Me estás intrigando, Robe — se impacientó Pedro.

    Fui al grano:

    — Tú sabes que ya no estoy trabajando en la cantera.

    — Sí. Tuviste problemas con el otro ingeniero. ¡No me irás a decir que sigue con su bobería!

    — No. Ya eso pasó, Pedro. Y como la vida no se detiene y el dinero hace falta, busqué una forma rápida de obtenerlo. Me puse a jugar.

    — ¿Tú estás loco, Robe? — se alteró —. ¡Te van a meter preso! — se pasó la mano por la cara lentamente y me señaló —: Estoy seguro de que perdiste.

    Afirmé. Acto seguido y notándolo curioso, le dije la cantidad. Era una cifra respetable. Sorprendido, se puso la mano en la frente mientras exclamaba:

    — ¡30 000 pesos! ¡Dime tú!… ¿Y tú pagaste todo eso?

    — Precisamente ahí está el problema. Debo 30 000 pesos y no sé de dónde sacarlos.

    Mi amigo, arrascándose en la cabeza, bajó la mirada pensativo. Hizo un gesto negativo antes de proseguir:

    — No. Yo no poseo ese dinero… ¡Es una fortuna! ¿Te han dado algún plazo para pagarlo?

    Le dije que ellos querían todo el dinero sin demora y sin acuerdos de pago. Al preguntarme sobre, ellos, le aclaré que en realidad mis acreedores eran tres. Una vez que hube mencionado sus nombres, se alteró aún más. Verdaderamente, eran gente sin escrúpulos. ¿Por qué caíste en eso, Robe?, me reprochó.

    — Este fallo tuyo te puede costar más caro de lo que crees.

    — La vida — expresé angustiado —. Me dijeron que si no pago, me van a cepillar.

    — ¿Cuándo te lo dijeron?

    — Ayer por la tarde. Tengo de plazo hasta mañana a las doce.

    Pedro se levantó del asiento y comenzó a caminar de un lado a otro con las manos agarradas tras del cuerpo. Cabizbajo, negó con la cabeza reiteradamente. De vez en cuando me miraba de reojo, sin pronunciar palabras. Tras este espacio de meditación, expresó:

    — Mi paladar no está dando tanto como para resolver los 30 000. Quizás Katty pueda ceder lo otro que falta.

    — ¿Katty?

    — Sí, Robe. Es la esposa de Wilfrido; pero esa nena está conmigo, ¡tú sabes! Si ella me da 23 000, estamos a salvo.

    — ¡Casi nada! — exclamé sin ninguna esperanza.

    — ¡No hay peor gestión que la que no se hace! Además, para los efectos, ella es la mujer del profesor Wilfrido Gutiérrez. Quizás consiga algo, si no se puede conseguir todo.

    Mi amigo abandonó la sala para detenerse junto a un aparador que había cerca de la mesa del comedor. Abrió una de sus gavetas y extrajo una libreta y una pluma. Arrancó una hoja y entonces se sentó a la mesa. Escribió algo en el papel. Al finalizar, lo dobló en cuatro. Dejó la pluma sobre la mesa. Vino ante mí y sin sentarse, me aclaró:

    — Le escribí unas letras a Katty. Dame un tiempo a que desayune y vaya a donde Ana.

    — ¿Ana? ¿Quién es Ana? — pregunté curioso.

    — Es una amiga de Katty. Ana le lleva todas mis citas a ella. Tú sabes, para no levantar sospechas — se sonrió con picardía.

    Dejé el hogar del joven para darle tiempo a que realizara la gestión. Tampoco quería interrumpirlo en sus quehaceres. Aunque se había graduado como técnico en refrigeración, no lo estaba ejerciendo. Más bien, se hizo trabajador por cuenta propia y administraba una pequeña pizzería que había montado con otra familia, a tres cuadras de donde vivía. Sobre las doce del mediodía, yo regresaría a su hogar como él mismo me sugirió. Mientras, para matar el tiempo, me estacionaría en el parque central del pueblo. Era tanta la preocupación, que no podía estar en mi casa.

    Sentado en uno de los bancos, miraba los minutos avanzar; sus pasos eran bien lentos. A lo lejos, los automóviles iban y venían y bien cerca, alguna que otra chica bonita pasaba dirigiéndome una sonrisita o un sencillo: ¡Hola!. Ahora el reloj de la Iglesia emitió nueve campanadas. Era la hora ideal para que abriera el bar del gallego. Por eso me levanté y me fui del parque.

    A mi arribo, las puertas del bar ya estaban abiertas; pero no había clientes. Entré y me senté en la mesa más próxima a la entrada; sitio desde donde podía ver perfectamente la calle. Al instante vino un dependiente para preguntarme qué quería.

    — Una leche caliente con chocolate, por favor. Y tráigame además el periódico de hoy.

    Unos veinticinco minutos después, cuando se hubo agotado el desayuno; vi con mi rostro escondido detrás del periódico, un automóvil morado detenerse. Era un Pontiac en muy buenas condiciones. La puerta del chofer se abrió y le permitió salir a un hombre de unos treinta y cinco años de edad. Vestía con elegancia y usaba un pequeño sombrero de paño gris. Con unos grandes espejuelos oscuros ocultaba sus ojos. Cerró la puerta del auto de un tirón para venir hasta el bar. Se detuvo en la entrada y al mirar la soledad, me reparó unos segundos. Le di un leve saludo inclinando la cabeza. Se me acercó e hizo un gesto, como para indicar si podía sentarse conmigo. Enseguida consentí. Este nuevo cliente hizo su pedido y para sorpresa, me llamó por mi nombre:

    — ¿Cómo estás, Roberto Méndez?

    — ¡Bien, gracias!… ¿Usted me conoce?

    Sin responder, se quitó el sombrero y lo puso en una esquina de la mesa. Verdaderamente, su rostro era familiar. Ahora señaló serio:

    — No me irás a decir que no sabes quién soy.

    Mirándolo con detenimiento, le respondí que sí lo conocía; pero no recordaba de dónde. Tras esos espejuelos oscuros, no lograba ver su mirada.

    — Estudiamos juntos en primaria — siguió él —. Un día te fajaste conmigo porque te rompí la maleta de los libros.

    — ¡Wilfrido Gutiérrez! — exclamé refrescando la memoria y pensando en lo chico que es el mundo.

    Vino el dependiente y puso sobre la mesa dos sándwiches y dos cervezas. Wilfrido me otorgó uno. Le di las gracias, pero negué diciendo que ya había desayunado.

    — ¡Vamos! ¡No te hagas y cógelo! — era fuerte en sus decisiones —. Se ve que tienes hambre aún — y al notar que yo no hacía nada, agregó —: Si no lo quieres, vótalo.

    También me dio la otra cerveza. Él comenzó a desayunar sin darme importancia. En poco tiempo se bebió su botella y pidió otra. Para no hacer un desaire, al fin acepté su obsequio.

    — ¿A qué te dedicas? — me preguntó.

    — Soy ingeniero. Trabajo en las canteras de La Sierra — mentí para no entrar en detalles.

    — Si la cosa es así, te felicito. Malo es cuando no hay entrada. La mente comienza a divagar y a veces vienen malos pensamientos.

    — ¿Y tú no estás trabajando, Wilfrido? Hoy es martes…

    — Sí, hoy es martes — me interrumpió con cierta grosería. Comienzo a las dos. Imparto clases de Química en La Capital.

    — ¿Y aún así estás bebiendo? — le señalé.

    — ¡No malgastes tu tiempo en corregirme, Roberto Méndez! Sólo son dos cervezas. Pero… ¿Y tú por qué no estás en La Sierra ahora? — preguntó con desconfianza.

    — Estoy de vacaciones — me defendí. Él no tenía por qué saber mis problemas.

    — Pues si estás de vacaciones, trata de llenar tu cerebro con cosas buenas. No sea que te de por hacer, lo que están haciendo muchos.

    — ¿Y qué es lo que están haciendo muchos?

    Wilfrido se quitó las gafas y clavó sus negros ojos en los míos. Era como si comenzara un desafío: Te miro para que veas que no te temo. Levantó la diestra hasta su boca y se puso la yema del dedo índice de forma vertical sobre los labios; al liberarlos de nuevo, me aclaró:

    — Muchos se entretienen, por ejemplo, en jugar por dinero.

    ¡Magnífica coincidencia! Haciéndome el ingenuo, le pregunté:

    — ¿Y realmente es tan malo jugar por dinero?

    — Tú bien lo sabes, Roberto Méndez. Lo de menos es que termines preso. Podrías perder la vida. Precisamente, la semana pasada mataron al hermano de un conocido mío. Se endeudó y no podía pagar.

    Consumimos los sándwiches hasta dejar los platos vacíos. Luego hubo un silencio. Sin saberlo, Wilfrido me había lastimado la herida. Él tenía razón, cuando se trata de dinero, la gente es capaz de todo. Pensando en las amenazas que hube recibido el día anterior por parte de mis acreedores, oí al profesor Gutiérrez romper el silencio:

    — ¿Qué nuevas hay de Hermes? ¿No mejora? — me señaló el periódico puesto a un lado de la mesa. Lo tomó en sus manos y empezó a hojearlo. Le pregunté quién era Hermes. Y entonces él, al percibir que yo realmente no sabía, me respondió —: Hermes de La Campa. ¿Tú lees poco, verdad? Esta persona, Hermes de La Campa, es el hijo del difunto Minos. ¿Tampoco sabes quién fue el mago Minos?

    — Sí, del mago Minos se ha hablado mucho. Pero para ser sincero, no creo nada de lo que se dice.

    — Pues concordamos en algo, Roberto Méndez — Wilfrido dejó nuevamente el periódico donde estaba. Dijo más —: Sólo una cosa es cierta, según mi suegro: Minos fue enterrado con oro. Con bastante oro.

    — ¿Lo crees?

    — Sí. Mi suegro Matías es uno de los sepultureros de este pueblo y precisamente fue él quien le dio sepultura a Minos. El mago fue enterrado lleno de cadenas de oro, con sortijas y con pulseras. Dice mi…

    — ¿Y si eso fuese verdad, a cuánto valor ascendería todo ese oro? — interrogué avivando un interés.

    — ¡Quién sabe! Dice mi suegro, que por sus cálculos habría unos… 50 000.

    — ¡Contra! — exclamé dándole un puñetazo a la mesa. En ese instante sentí un ápice de esperanza —. ¡Por una cifra así, sería capaz de profanar la tumba!

    Wilfrido me miró fijamente de nuevo. Se extrajo una cajetilla de cigarros del bolsillo del pantalón. También consultó la hora con un reloj de pared que había cerca de nosotros. Extrajo un ejemplar de la cajetilla y me lo ofreció. Al instante le hice saber que no fumaba. Lo tomó para sí y al ponerlo en sus labios, le dio candela. Inhaló profundo. Luego retiró el cigarro de su boca para decirme serio: No digas tonterías. Yo me sonreí y con el fin de mantener viva la plática, pregunté sobre Hermes de La Campa; hasta ese entonces, jamás oí sobre él. Wilfrido me comunicó que el hijo del difunto mago había enfermado gravemente y su enfermedad era un caso curioso. Tal era así, que La Prensa le estaba dando publicidad desde hacía unas semanas.

    — Hermes de La Campa apareció una mañana sobre la tumba de su difunto padre, en el cementerio de este pueblo. Según el otro hombre que lo acompañaba, se proponían trasladar los restos del mago para otra ciudad. La maniobra la realizarían de noche, ya que por cuestiones religiosas, no debían hacerlo de día.

    — ¿Magia negra?

    — ¡Quién sabe! Este hombre dejó solo a Hermes unos instantes para ir a su camioneta. Cuando regresó, Hermes no estaba en su sitio. Lo buscó durante mucho tiempo en vano. Se tuvo que marchar del cementerio solo. Pero al hijo de Minos lo hallaron al aclarar, sobre la tumba, dormía profundamente. Al despertarlo, se supo que ahora se comportaba como un animal. No hablaba, sólo emitía gruñidos y algo curioso: caminaba en cuatro patas. Lo internaron en el hospital de San Antonio, donde lo atienden los mejores especialistas sin obtener alguna pista favorable. Es como si su cerebro humano sufriera una brusca metamorfosis. Muchos expertos concuerdan en que Hermes tuvo que haber visto algo extraordinario esa noche; algo bien fuerte como para dejarlo en esas condiciones.

    — ¡Curioso! — exclamé pensativo —. ¿Será una coincidencia?

    — Dice la gente que se trata de la maldición del mago.

    — ¿Y qué tú opinas, Wilfrido?

    — Soy demasiado astuto para aceptar que haya tal maldición. Lo que sí aseguro es que, tras esto que le ha sucedido a Hermes, a nadie le entrará el deseo de ponerse una de las cadenas del mago.

    — ¿Y si yo te dijera que estoy dispuesto a profanar la tumba, lo creerías?

    — No… No lo creería, Roberto Méndez — se sonrió.

    — ¿Quieres hacer una apuesta, Wilfrido? — pregunté bien serio —. Por una buena suma me atrevería.

    Me miró unos instantes y soltó una larga bocanada. Se puso el sombrero diciendo convencido:

    — ¡No lo harás!

    — ¿Cuánto apuestas? — pregunté con vivo interés.

    — 10 000. ¿Te parece bien?

    — ¡Claro que por 10 000 no lo hago! — afirmé dando un golpecito sobre la mesa —. Pero si apuestas un poco más… Digamos, 30 000; esta misma noche lo hago.

    Mi contrario se volvió a poner el dedo verticalmente sobre los labios, mirándome admirado por tanta disposición. Aceptó. Yo quise aclarar un aspecto:

    — Sólo mi temor es que no exista tal oro y así usted crea, señor Gutiérrez, que yo no conquisté la tumba.

    Se quitó de la mano izquierda un precioso anillo de oro

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