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El nuevo Adán
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Libro electrónico193 páginas3 horas

El nuevo Adán

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Adán es un joven médico con una historia personal complicada que se traslada a la isla de Lanzarote, donde reside su ex mujer Violeta, para poder estar más cerca de su hijo. Allí conoce a Eva, una joven enfermera cuya vida no ha sido menos complicada, y por quien siente una inmediata atracción. En este contexto, empiezan a sucederse casos de una extraña enfermedad sin que nadie sepa las causas, al tiempo que en las calles se organizan revueltas organizadas contra las medidas laborales del Gobierno.
El nuevo Adán es una singular novela de vidas cruzadas, en la que también vemos mezclarse los géneros narrativos para dar lugar a una reflexiva radiografía tanto de la sociedad actual como de los sentimientos de aquellos individuos que la componen.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 mar 2018
ISBN9788417269289
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    El nuevo Adán - Reinaldo Bermúdez

    Adán es un joven médico con una historia personal complicada que se traslada a la isla de Lanzarote, donde reside su ex mujer Violeta, para poder estar más cerca de su hijo. Allí conoce a Eva, una joven enfermera cuya vida no ha sido menos complicada, y por quien siente una inmediata atracción. En este contexto, empiezan a sucederse casos de una extraña enfermedad sin que nadie sepa las causas, al tiempo que en las calles se organizan revueltas organizadas contra las medidas laborales del Gobierno.

    El nuevo Adán es una singular novela de vidas cruzadas, en la que también vemos mezclarse los géneros narrativos para dar lugar a una reflexiva radiografía tanto de la sociedad actual como de los sentimientos de aquellos individuos que la componen.

    El nuevo Adán

    Reinaldo Bermúdez

    www.edicionesoblicuas.com

    El nuevo Adán

    © 2018, Reinaldo Bermúdez

    © 2018, Ediciones Oblicuas

    EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

    c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª

    08870 Sitges (Barcelona)

    info@edicionesoblicuas.com

    ISBN edición ebook: 978-84-17269-28-9

    ISBN edición papel: 978-84-17269-27-2

    Primera edición: marzo de 2018

    Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

    Ilustración de cubierta: Héctor Gomila

    Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

    www.edicionesoblicuas.com

    Contenido

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    El autor

    A mis padres, que me dieron la vida.

    A mis hijos, que le dieron plenitud.

    1

    Si alguien le hubiese dicho a Adán cuando estaba estudiando medicina que terminaría trabajando para la Seguridad Social como pediatra en el Hospital General de Lanzarote, poco menos que le hubiese tenido por loco. Claro, si Adán fuese como la mayoría de nosotros, que perdemos el tiempo considerando y hasta preocupándonos por lo que los demás digan y piensen de nosotros. Al fin y al cabo, ¿qué sabía él de Lanzarote, además de tener un nombre que le evocaba aquellas fabulosas historias de caballeros que de pequeño leía en un libro que su madre le había regalado al cumplir ocho años? Poco más o menos lo mismo que la mayoría, que era una de las siete Islas Canarias, islas cuya ubicación en un recuadro por encima de Ceuta y Melilla en el viejo mapa de España de su colegio había llevado a confusión —confusión que en algunos casos aún perdura— a muchos de sus compañeros sobre su situación real. Y, sin embargo, por una de esas carambolas que tiene la vida y que algunos dan por denominar caprichos del destino, era allí donde había elegido trabajar. Y aunque no era de esos de los que pensaban mucho en el destino, tenía claro que eso que recibe tal nombre no es más que el resultado de las decisiones que vamos tomando a lo largo de la vida: si no hubiese muerto su madre no habría deseado ser médico, y si su padre no se hubiese suicidado no habría tenido que irse a vivir con su tía, y no habría visto nunca la orla de la facultad de medicina de Granada del médico del pueblo de su tía. Entonces no habría decidido estudiar en esa facultad y no habría conocido a Violeta… En fin creo que la idea ha quedado clara. Porque eso que llaman destino no es más que el lugar en el que te sitúa la vida a empujones.

    Muy lejos había quedado su sueño —tal vez sueño no sea la palabra exacta, pues a menudo tendemos a confundir con ambición, y Adán había aprendido desde pequeño a no esperar nada de la vida y a asumir lo que esta le iba deparando sin queja; la vida es un accidente inevitable del que no podemos escapar así que de nada sirve oponer resistencia, era esa su estoica y conformista filosofía. De esta forma no había desengaños ni decepciones. En el fondo no se trataba más que de una idea surgida sin saberlo desde ese lugar profundo donde creía haber enterrado para siempre el dolor por la muerte de su madre—; su sueño, digo, de abrir una clínica para personas con escasos recursos económicos que permitiese a la gente no tener que depender tanto de un sistema sanitario lento y deficitario. Claro que pronto comprendió que su economía también era bastante deficitaria y tuvo que arrimar aquella idea en ese rincón de la memoria donde se depositan los sueños incumplidos, esa especie de objetos perdidos que nunca pierden del todo la esperanza de que volvamos a reclamarlos. Sin embargo nunca volvía la mirada atrás con desencanto. Porque él no era de esos que decían cosas del tipo la vida nunca ha sido justa conmigo; con frases como esta suponemos la existencia de algo que está por encima de nosotros y que rige nuestros destinos y domina nuestra voluntad. Y Adán no era de esos tipos creyentes a los que les atormenta el ansia de inmortalidad, que necesitan creer, tener fe, coaccionados por ese miedo al castigo eterno. Él simplemente vive. Y eso precisamente es Dios, vida, algo que no se discute ni se necesita creer; no se trata de una idea, sino de una acción. Creer en Dios es creer en la vida: ¿de verdad consideras necesario perder parte de ese precioso acto que es la vida cuestionando su existencia? ¿Tan importante resulta saber si hay algo después de la muerte? ¡Qué estúpido es ese anhelo del hombre de querer siempre certezas! ¿Para qué tanta prisa, si es algo que tarde o temprano todos y cada uno de nosotros descubrirá…?

    Pero volvamos con Adán. Como decía nuestro amigo nunca miraba atrás, no se paraba a pensar los motivos por los que ciertas cosas ocurrían, simplemente se limitaba a contemplar lo que sucedía a su alrededor como el espectador de una obra de teatro contempla la puesta en escena: a veces se emocionaba, a veces reía, otras lloraba. Pero al caer el telón aplausos y a otra cosa.

    Solo dos veces en su vida había intervenido sobre su destino. La segunda, cuando hubo de elegir dónde quería trabajar. En cualquier otra situación no hubiese manifestado preferencia alguna por trabajar en un lugar determinado, pero ya antes incluso de haber aprobado el MIR sabía cuál quería que fuese su destino. No hay muchos que deseen dejar todo lo que conocen atrás y viajar cientos de kilómetros hacia un lugar desconocido ¿Por qué, entonces, de entre todos los lugares de la geografía española escogió Lanzarote? Porque allí era donde se había ido su ex mujer con su hijo a vivir cuando se volvió a casar. ¿Y qué cosa más natural para un padre que querer estar cerca de su hijo?

    ¿Cuál fue la primera? Pues cuando decidió ser médico. Está claro que a cualquiera de nosotros se nos ocurrirían cientos de profesiones en las que por su carácter hubiese encajado más. ¿Por qué entonces esa fijación tan temprana por ser médico sobre cualquier otra cosa?

    Lo de Adán con la medicina no fue lo que se dice un amor a primera vista. De niño, si alguien le preguntaba qué quería ser de mayor, se encogía de hombros, daba media vuelta y se marchaba. Para qué preocuparse de algo para lo que faltaban muchos años todavía por llegar. Verdaderamente no le interesaba el futuro, casi podría decirse que ni tan siquiera sentía apego —¿acaso hay algún niño que no sienta el tiempo como un interminable puñado de golosinas que rebosan de sus bolsillos llenos?— por el presente. Era como una de esas hojas que se acumulaban en el jardín de su casa y que salían volando cuando soplaba con fuerza el viento para más tarde caer en algún lugar diferente donde permanecerá hasta que se levante una nueva racha de viento. Este aire distraído que le acompañaba hizo que sus padres, que durante mucho tiempo habían esperado pacientes que su hijo volviese a la normalidad —es decir, que fuera como los demás niños y disfrutase de su infancia jugando al fútbol, subiéndose a los árboles del parque o levantando las faldas a las niñas, como si creyesen que su actitud se debiese a un acto de rebeldía o sencillamente su forma de llamar la atención— le llevasen a un psicólogo, pero el pobre hombre hubo de desistir a toda tentativa de análisis al no poder obtener del niño más que respuestas monosilábicas y una total indiferencia. Para disimular su fracaso y gracias a la coartada que le brindaban las decenas de libros que colmaban las estanterías de su gabinete de psicología sobre esa materia, les dijo a sus padres que Adán se encontraba en la fase inicial de lo que en psiquiatría se conoce como síndrome de Asperger, pero que no debían alarmarse pues con un par de sesiones más se podría lograr tal mejoría que nadie notaría diferencia alguna con los demás niños de su edad. Ni siquiera aquel especialista se daba cuenta de que Adán era un muchacho normal, de lo más curioso —pero de esa clase de curiosidad que observa sin analizar, sin preguntar— con todo lo que había a su alrededor, una telaraña entre las ramas de un rosal, un perro meando la rueda de un coche, a la vecina de enfrente en la cama con su amante mientras el marido está en el trabajo. Lo que ocurría es que funcionaba como un ordenador, que una vez procesada la información su curiosidad necesitaba nuevos estímulos, cosas diferentes y nuevas que descubrir, y todo aquello que dejaba de interesarle era desechado a la papelera de reciclaje. Era como si fuese consciente en todo momento de la brevedad de la existencia y hubiese dividido su tiempo en raciones alícuotas que destinaba por igual en cada nuevo descubrimiento.

    Sin embargo fue pasando el tiempo y Adán seguía igual. Por las noches su madre solía quedarse un rato mirándole con gesto de preocupación desde la puerta de su habitación mientras, al menos así lo creía ella, Adán dormía. Cuando por fin su madre se iba a dormir, un llanto silencioso humedecía la almohada consciente del dolor que por su culpa su madre padecía. «¿Es que quieres matar a tu madre de un disgusto?», solía recriminarle su padre —con una de esas frases que regalan los padres sin detenerse a considerar las consecuencias de su generosidad sobre el cándido corazón de un niño de siete años— los días en que su dejadez era más exagerada de lo acostumbrado. Pero no lo podía evitar, no sabía serle infiel a su naturaleza. Al menos podía evitar que su madre se preocupase más de la cuenta, y siempre que algún matón del colegio —para los que Adán era la víctima perfecta— le propinaba una paliza, recibía aquel merecido castigo —pues así lo sentía, castigo por las penas que su madre padecía y de las que él se creía responsable— sin que de su boca saliese una palabra de queja ni de sus ojos una lágrima en señal de protesta. Luego se levantaba e iba al baño del colegio a borrar cualquier huella que pudiese delatar ante los profesores y, sobre todo, ante sus padres lo ocurrido. Afortunadamente pronto se cansaron los matones de él. ¿Qué diversión puede haber en pegarle a alguien si este no se queja?

    Todo esto empezaría a cambiar el día que su madre enfermó. Tenía entonces once años y como cualquier niño a esa edad, y más cuando, como Adán, se es un poco introvertido, el centro de todo su pequeño y seguro mundo infantil era su madre. Y aunque su padre se esforzaba por aparentar que no pasaba nada y que su madre pronto se pondría bien, a Adán no se le escapaba el brillo de desesperación que desprendían los ojos de su padre, brillo que delataban todavía más los restos de unas lágrimas mal enjugadas. Adán comprendía que las cosas no iban bien, a pesar de que todo el mundo se empeñaba en engañarle. Hasta su propia madre, que cada vez que iba a visitarla al hospital terminaba agotada de intentar camuflar bajo una forzada sonrisa su precario estado de salud. Sin embargo a él no le pasaba inadvertido cómo, desde que su madre fue ingresada, había ido palideciendo el color de sus mejillas, de continuo tan encendido, y hasta sus ojos, siempre tan alegres, parecían ahora mirar sin vida, o más bien volverle la cara a la vida. Su madre se consumía en la cama de aquel hospital, y de algún modo lo presentía. Presentimiento que pasó a confirmarse durante una de sus visitas cuando su madre, dejando a un lado su esforzado buen humor, le habló con cierta solemnidad.

    «Adán, mamá está enferma y los médicos no saben cuánto tiempo tendré que estar en esta cama, así que debes ser un niño fuerte, y además, debes ayudar a tu padre y portarte bien. Debes hacer todo lo que te diga y no molestarle en nada. ¿Me lo prometes?».

    «Sí, mamá».

    «Buen chico. Tu padre no es tan fuerte como tú y va a necesitar todo tu cariño para sobreponerse si me llegase a pasar algo».

    «¿Por qué dices eso mamá? ¿Es que te vas a morir como la abuela?». Su abuela había muerto cuando Adán tenía nueve años, y su madre, en lugar de inventarse alguna explicación azucarada como hacen otras madres porque creen que así protegen la inocencia de sus hijos amortiguando la gravedad que ellas le presumen a la muerte, le había hablado de la muerte como algo ineludible y de lo que no debía tener miedo. Solo has de temer el vivir una vida incompleta, le había dicho.

    «Puede ser que sí Adán. Pero si llegase a pasar, no debes ponerte triste por eso. Recuerdas lo que te dije cuando se murió la abuela, ¿verdad? La vida es un juguete que nos prestan, y debemos saber que un día debemos devolverlo. Así que lo que debemos hacer es disfrutar de ese regalo mientras sea nuestro. Algunas cosas no se pueden cambiar, y de nada sirve patalear como un niño pequeño, ¿comprendes?».

    «Sí». Su respuesta, casi imperceptible por esa sensación de ahogo que produce en las personas el paroxismo de la tristeza, llamó la atención de su madre por su categórica certeza.

    Dos meses después su madre moriría de leucemia sin que los médicos pudiesen hacer nada. A partir de ese momento Adán se fue encerrando aún más en sí mismo, apenas salía de su habitación salvo para ir a clase. Era como si el niño hubiese muerto junto con su madre; en su lugar había quedado un prematuro hombrecito con una única fijación, estudiar duro para sacar las mejores notas y lograr una beca que le permitiese estudiar medicina, como si algo dentro de él creyese que en verdad su madre había muerto por culpa suya y esa fuera la única manera de redimirse. Cuando Adán volvió al colegio después del luto, los profesores no podían creerse aquel cambio que advirtieron enseguida, y se regocijaban satisfechos de que por fin aquel muchacho hubiese abandonado el mundo individual y hermético en el que había vivido hasta entonces y se comportara como se esperaba de él, lo que en términos de docencia se traduce en ser disciplinado en clase y estudioso en los exámenes, aunque para ello hubiese tenido que ocurrir aquella desgracia. Lo que nadie advirtió es que desde ese mismo día en sus ojos se grabó una mirada seria y adulta, sombría, el estigma que marca a aquellos que, como Adán, traspasan la frontera de la niñez a la adultez demasiado pronto.

    También su padre experimentó un cambio tras la muerte de su mujer, si bien su cambio fue mucho más visible, al igual que las huellas de aquel cambio, sobre todo en el cuerpo de su hijo. A partir del fatídico día su carácter se volvió mucho más huraño y agresivo, y sus visitas a los bares se hicieron diarias. Al principio empezó a ir a los bares después del trabajo, refugio cobarde que su debilidad le hacía buscar para combatir su pérdida. Fue tanto

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