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La clarinetista que no creía en Dios
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La clarinetista que no creía en Dios
Libro electrónico120 páginas1 hora

La clarinetista que no creía en Dios

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Una increíble novela-enigma planteada en dos niveles de narración: uno el de una mujer que ha recibido una agresión que la ha dejado en coma; dos, la investigación que lleva a averiguar qué le ha sucedido. Los pensamientos, recuerdos y reflexiones de nuestra protagonista, incapaz de comunicarse con el exterior, forman la mitad de un puzle que se irá completando en dos planos hasta formar un todo emocionante mucho mayor que la suma de sus partes. Una novela policiaca diferente, una prosa inolvidable.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento12 ago 2023
ISBN9788728392591
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    La clarinetista que no creía en Dios - María Luisa García-Ochoa

    La clarinetista que no creía en Dios

    Copyright ©2017, 2023 María Luisa García-Ochoa and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728392591

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

    PRÓLOGO

    La clarinetista que no creía en Dios es la primera novela de Luisa García-Ochoa, pero no su primer libro. Relatos y poemas han configurado los anteriores, con los que ha ido construyendo una voz literaria original y propia. Una voz que tiene muchas facetas, porque son muchos los temas que le interesan a Luisa y muchos los ángulos desde los que quiere mirarlos. Quiero decir, por lo que la conozco, que esa vitalidad casi siempre optimista y exuberante que transmite su persona, esa simpatía, en el sentido más griego de la palabra, no son nada ajenas a la curiosidad con la que Luisa mira el mundo —los mundos— y la vida. Y siente y vive la literatura —hacerla, escribirla— como un modo privilegiado de relacionarse con ellos, con el mundo y los mundos, y con la vida. Así que al tiempo que ensaya la construcción de su imaginario, ensaya también los lenguajes que convienen a cada tema, a cada historia, a cada género intentado. Y los quiere todos.

    Que nadie se engañe con la trama policial de esta novela policíaca tan bien resuelta, que lo es, porque en La clarinetista que no creía en Dios hay muchas cosas más. Muchas preguntas y muchas respuestas.

    Para empezar, están los dos planos de la narración. Uno, el de una mujer malherida y comatosa. Preguntarse qué pasa en el cerebro, en el pensamiento y en los sentimientos de alguien en un estado de imposible comunicación, es tema escalofriante que Luisa resuelve con naturalidad, sin tremendismos y yo diría que con una solidaridad esperanzada. El relato que transcurre en este plano de la narración sería ya suficiente para constituir una novela. Y aquí está, como un viaje sereno de la excepción a la regla, de la soledad a la comunicación. Del presente al recuerdo. Y de la extrañeza a la esperanza.

    El segundo plano es el de la investigación policial. Una impecable y realista, fragmentaria investigación policial, que va desarrollando la trama y mostrando los personajes. En paralelo al monólogo forzosamente interior de la clarinetista, el relato de las averiguaciones policiales es objetivo, directo, respetando las leyes estrictas del género. Pero los personajes, en cuatro pineladas, van cobrando cuerpo, las historias de cada uno se van configurando, y el camino a la verdad se va abriendo...

    Si hasta aquí hay una novela policíaca y algo más, no se puede olvidar la confrontación continua del texto con la cultura cuyas costumbres y mandatos, cuyas normas morales, y sus particulares vivencias, van a estar en la raíz y en el desarrollo de los hechos. La cultura judeocristiana. Y no digo más, porque lo peor que puede hacerse con una novela de intriga criminal como ésta es destripar sus razones, sus móviles o su trama... No, no quiero contarles una historia que Luisa García-Ochoa ha narrado tan bien. Ya decía más arriba que La clarinetista que no creía en Dios plantea muchas preguntas, muchas, que toca a los lectores asumir y, como puedan, responder. Que así va la vida. ¿Que si es feminista? Es feminista. ¿Que si es laica? Es laica. ¿Que si es absolutamente verosímil? Si, cada vez más. Porque es verdad que, tras la frialdad del estilo, tras su voluntaria transparencia, vemos aparecer fragmentos de vidas que nos hablan de sentimientos encontrados, de violencias constatadas, de vida, en fin.

    El lenguaje es directo y jugoso. No se permite Luisa García-Ochoa algunos recursos literarios que ha ensayado con éxito tanto en su poesía como en sus cuentos, precisamente en función de la eficacia narrativa. Si bien, en ese plano monologado, el tono tiene cierta carga lírica, puesta seguramente por la lectora —yo, en mi caso— y por el contexto: son recuerdos, recuperación de recuerdos que reconstruyen un pasado en busca de un presente y, lo que es más importante, de un incierto futuro. Y la estructura, el montaje alterno, es exactamente la que conviene a la historia narrada, en la que es tan importante lo que pasa en la cabeza incomunicada de la protagonista, como lo que va ocurriendo en el esclarecimiento de los hechos. La dosificación cuidadísima de estos dos planos, la complementariedad natural de esos dos lenguajes, es, en fin, el secreto de que se lea del tirón, de que no baje el interés ni un minuto, de que sea una novela sencillamente recomendable. Muy recomendable.

    Rosa Pereda

    Madrid, Julio de 2016

    A mi amiga Rosa del Rio, que tampoco creía en Dios

    LA CLARINETISTA QUE NO CREÍA EN DIOS

    La civilización no suprime la barbarie, la perfecciona.

    Voltaire

    Las dos ambulancias volaban por la calles de Madrid con sus estrepitosas y desesperadas alarmas, sorteando un tráfico vespertino de un día invernal que ya oscurecía.

    Los sanitarios esperaban ante la puerta de urgencias del hospital, lo estipulado como protocolo en casos de vida o muerte. Las dos camillas fueron engullidas velozmente por las puertas batientes.

    Estaban avisados de la mala situación de uno de los heridos, se desconocía el tiempo que llevaban inconscientes y, aunque las primeras actuaciones solucionaron la permeabilidad de las vías respiratorias y función cardiovascular, había que evaluar rápidamente las posibles lesiones cerebrales que sufrían. El tiempo era oro para poder aplicar una recuperación adecuada. Urgía un diagnóstico que estipulara el grado de gravedad y las posibilidades no sólo de salvarles la vida, sino de un restablecimiento total.

    Sin poderse mover, ni mirar, su mente, quizá su subconsciente, seguía viviendo. Su postración le transmitía un extraño estado de tranquilidad con el que se conformaba, casi como si hubiera sido su decisión. Desconocía el lugar, el tiempo y la causa. Aceptando que las cosas son como son. Una vez más tenía que dar una larga cambiada para torear la vida, incluso la muerte. Sintió un desasosiego interno, un miedo sin precedentes.

    Se acordó de su madre. Murió de un ataque de pena, por pertenecer a esa cultura judeocristiana, que siempre busca la perfección. La apariencia es mucho más importante que la conciencia, aunque ellos hablen tanto de ella.

    El corazón muere, a veces, lentamente. Comparte las esperanzas hasta que un día se nublan, hasta que no queda nada.

    Ella pensaba que esto es lo que le había sucedido a su madre.

    Todos sus pasos habían ido encaminados a romper con una tradición que le habían ido inculcando desde niña. Cuando tan solo tenía ocho años y decidió que iba a hacer la primera comunión, por la única razón de que el resto de sus compañeros la hacían, en las clases de catequesis le preguntaron quién era Dios y contestó que era un señor que estaba en todas partes y que hacía milagros. La respuesta fue dada con poca convicción y el sacerdote se quedó mirándola, esperaba que dijera algo más. La verdad es que no sabía mucho más, las clases de religión en un colegio seglar se limitan a enseñar una moral básica de buen vivir y a unas lecturas de la Biblia que nadie entiende muy bien. Quizás, no estaban a la altura de esas creencias. Lo que es cierto es que no hacía falta ninguna autoridad divina para saber lo que es bueno o malo.

    Su madre, que nunca practicó la religión, no sabía contestar a las preguntas que le hacía y que no se atrevía a plantear en clase. Sobre todo en lo inherente al Espíritu Santo y la Inmaculada Concepción.

    Estaba en un mar de dudas y más que preguntas

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