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Una Historia de Ayer
Una Historia de Ayer
Una Historia de Ayer
Libro electrónico496 páginas6 horas

Una Historia de Ayer

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Engañada por la pasión, Rosali se rinde a un romance oculto. Ella queda embarazada y tiene que luchar para criar a su hijo sola, a mediados del siglo XX, Río de Janeiro. Una historia atractiva, en la que las pasiones chocan, perforadas por falsos patrones de comportamiento, en un contexto social donde las apariencias dictan como estándares a mantener las apariencias y evitar escándalos, las actitudes irreflexivas terminan marcando para siempre todos los involucrados en esta historia.
En Una historia de ayer, una exitosa novela escrita por Mónica de Castro, una vida no será suficiente para el rencor, el dolor y el deseo de que la venganza se ablande y cedapaso a la comprensión, el entendimiento y la serenidad.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 ene 2023
ISBN9798215207970
Una Historia de Ayer

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    Una Historia de Ayer - Mônica de Castro

    ROMANCE ESPÍRITA

    UNA HISTORIA

    DE AYER

    MÔNICA DE CASTRO

    POR EL ESPÍRITU

    LEONEL

    Traducción al Español:      

    J.Thomas Saldias, MSc.      

    Trujillo, Perú, Agosto 2020

    Título Original en Portugués:

    UMA HISTORIA DE ONTEM
    © MÔNICA DE CASTRO

    Revisión:

    Aldair Caballero Urbano

    Houston, Texas, USA      

    E–mail: contact@worldspiritistinstitute.org

    MÔNICA DE CASTRO

    MÔNICA DE CASTRO nació en Rio de Janeiro, donde siempre estuvo en contacto con el Espiritismo, viviendo desde temprano los más diversos fenómenos mediúmnicos. Años más tarde, después del nacimiento de su hijo, inicio na nueva fase de su mediumnidad, desarrollando la psicografía por medio de romances dedicados a la autorreflexión y al bienestar humano.

    Con el paso de los anos, se desvinculó de los títulos religiosos y doctrinarios, pasando a aceptar como fuente de sus obras las formas de conocimiento y sabiduría que tengan como meta el despertar del hombre como el ser espiritual que es.

    A la actualidad, ha escrito más de diecisiete romances, todos dictados por el mismo espíritu Leonel. Desde el año 2000, con más de un millón y medio de ejemplares vendidos, la autora se ha dedicado a llevar al público romances esclarecedores, que estimulan a las personas a usar la inteligencia en la modificación de los valores internos, para la superación de las culpas, de los sufrimientos y el descubrimiento de una vida más iluminada y feliz.

    LEONEL

    MÔNICA DE CASTRO y LEONEL siempre estuvieran juntos. Unidos hace muchas vidas, decidieran, en esta encarnación, desarrollar el trabajo de psicografía, uniendo los dones mediúmnicos a los literarios. Ambos ya fueron escritores, de allí la sintonía perfecta y la simbiosis con la que relatan las historias pasadas en otros tiempos.

    Apenas un trabajador del invisible, como gusta caracterizarse, Leonel decidió dar continuidad a la tarea de escribir, esta vez casos reales, sacados de los relatos de espíritus con quienes mantiene contacto en el mundo espiritual. Después de la autorización de los involucrados, inspira al médium, los libros que ella psicografía, siguiendo con fidelidad, puntos importantes para la aclaración de los lectores. Algunos pasajes; sin embargo, deja a la imaginación de la autora, a fin de hacer las historias más estimulantes, imprimiéndoles mayor emoción. No obstante, nada va al público sin su aprobación, y todo requiere el debido mejoramiento moral.

    Lo que Leonel más desea con los libros que psicografía es que las personas aprendan a lidiar con sus culpas y frustraciones, a fin de desarrollar en sí mismas la capacidad innata que todo ser humano posee de ser feliz.

    En su última y breve encarnación, Leonel vivió en Inglaterra a inicios del siglo XX. Vivió los horrores de la Primera Guerra Mundial y desencarnó a los veinte años de edad. Fue también escritor en los años idos del siglo XVIII, cuya vida está reseñada en el libro "Secretos del Alma."

    Del Traductor

    Jesus Thomas Saldias, MSc., nació en Trujillo, Perú.

    Desde los años 80's conoció la doctrina espírita gracias a su estadía en Brasil donde tuvo oportunidad de interactuar a través de médiums con el Dr. Napoleón Rodriguez Laureano, quien se convirtió en su mentor y guía espiritual.

    Posteriormente se mudó al Estado de Texas, en los Estados Unidos y se graduó en la carrera de Zootecnia en la Universidad de Texas A&M. Obtuvo también su Maestría en Ciencias de Fauna Silvestre siguiendo sus estudios de Doctorado en la misma universidad.

    Terminada su carrera académica, estableció la empresa Global Specialized Consultants LLC a través de la cual promovió el Uso Sostenible de Recursos Naturales a través de Latino América y luego fue partícipe de la formación del World Spiritist Institute, registrado en el Estado de Texas como una ONG sin fines de lucro con la finalidad de promover la divulgación de la doctrina espírita.

    Actualmente se encuentra trabajando desde Perú en la traducción de libros de varios médiums y espíritus del portugués al español, habiendo traducido más de 160 títulos, así como conduciendo el programa La Hora de los Espíritus.

    ÍNDICE

    PRÓLOGO

    PRIMERA PARTE CAPÍTULO 1

    CAPÍTULO 2

    CAPÍTULO 3

    CAPÍTULO 4

    CAPÍTULO 5

    CAPÍTULO 6

    CAPÍTULO 7

    CAPÍTULO 8

    CAPÍTULO 9

    CAPÍTULO 10

    CAPÍTULO 11

    CAPÍTULO 12

    CAPÍTULO 13

    CAPÍTULO 14

    CAPÍTULO 15

    CAPÍTULO 16

    CAPÍTULO 17

    CAPÍTULO 18

    SEGUNDA PARTE CAPÍTULO 1

    CAPÍTULO 2

    CAPÍTULO 3

    CAPÍTULO 4

    CAPÍTULO 5

    CAPÍTULO 6

    CAPÍTULO 7

    CAPÍTULO 8

    CAPÍTULO 9

    CAPÍTULO 10

    CAPÍTULO 11

    CAPÍTULO 12

    CAPÍTULO 13

    CAPÍTULO 14

    CAPÍTULO 15

    CAPÍTULO 16

    CAPÍTULO 17

    CAPÍTULO 18

    CAPÍTULO 19

    CAPÍTULO 20

    CAPÍTULO 21

    CAPÍTULO 22

    CAPÍTULO 23

    CAPÍTULO 24

    CAPÍTULO 25

    TERCERA PARTE CAPÍTULO 1

    CAPÍTULO 2

    CAPÍTULO 3

    CAPÍTULO 4

    CAPÍTULO 5

    CAPÍTULO 6

    CAPÍTULO 7

    CAPÍTULO 8

    EPÍLOGO

    Rio de Janeiro, 12 de marzo, 2000

    Una vez estuve en esta vida y aprendí del sufrimiento que no sabía cómo vivir. Luego sufrí, lloré y tuve un dolor amargo que pensé que nunca terminaría. Morí y seguí sufriendo, pensando con mis instintos, mezclando mis dolores con los dolores de mis hermanos perdidos en el Umbral. Fue terrible. Cómo sufrí y cuán largos fueron aquellos días, que parecían más bien noches interminables.

    Lloré y lloré, hasta que un día, no sé por qué, alguien me dijo que Dios existía. Estaba confundido y trastornado. Dios era demasiado para mí. ¿Imagínese si se dignara a dirigir su gran mirada hacia una criatura tan insignificante? Entonces dejé de pensar en Dios y seguí sufriendo y sufriendo. De nuevo el tiempo pasó, la oscuridad era sofocante y no podía dejar de lado esa vida... o esa muerte.

    Entonces, nuevamente, alguien me recordó que Dios existía, y lo hizo tanto, tanto, tanto, que terminé convenciéndome. Entonces pensé que no debía estar tan ocupado, tan superior, tan distante de sus hijos como para no poder dedicar una pequeña fracción de su tiempo a escucharme. Todavía medio dudoso, volví mis ojos al cielo, que desde donde estaba, era negro y solo negro, y me arriesgué a una tímida oración. Fue breve y sencilla, pero con tanta fe, con tanto sentimiento, con tanta sinceridad, que en el mismo instante la oscuridad se iluminó y apareció una persona – que más parecía un ángel iluminando y limpiando toda esa suciedad – y, sin decir nada, me sonrió y extendió su mano. Yo, temeroso, la sostuve con fuerza; o más bien, me aferré a ella, temiendo que desapareciera y me quedara allí. Pero esa mano era una amiga, y me acariciaba con un amor tan grande y puro que nunca pensé que existía. ¡Fue muy hermoso! Estaba extasiado, feliz, reconfortado.

    Lloré de nuevo, pero esta vez mis lágrimas fueron de gratitud. Me dejé llevar por ese ser tan puro, y me llevaron a un lugar de descanso y recuperación. Pasaron alguunos años más y cambié. Tuve la oportunidad de reencarnar, pero preferí quedarme aun más en la Colonia que habitaba. Todavía tenía mucho que aprender.

    A partir de entonces, me quedé y comencé a buscar a alguien con quien comunicarme para escribir. Y te encontré. No es que te haya encontrado por casualidad. Absolutamente no, ya te conocía, pero el lugar, el tiempo, aun no te lo puedo revelar. Con el tiempo lo sabrás todo. Pero ahora no. Mantén la calma y aquieta la impaciencia y la ansiedad. Sé feliz de saber que existo y felicítate por tener la oportunidad de compartir todas estas experiencias que hemos tenido: las tuyas y las mías, en esta vida y en otras. Con el tiempo te acostumbrarás, así como yo me estoy acostumbrando.

    Bueno, recibí permiso para inspirarte en esta novela, una novela que has anhelado por mucho tiempo. La historia es real, pero se sitúa en una época y lugar en diferentes de aquellos en los que realmente sucedió. Los nombres... algunos son los mismos, otros son ficticios. En el fondo, sabes de quién estoy hablando. En vida fui un escritor, no de esos famosos, sino de los bohemios, que pierden la vida entre la bebida y los versos románticos, que nadie leerá jamás. ¿Ves cómo tenemos muchas afinidades?

    No te preocupes por mí, por saber mi nombre. Sabes que los nombres no tienen importancia, y cambian de la misma manera que nosotros cambiamos la ropa carnal. Son efímeros y solo sirven para identificarnos y, a veces, individualizarnos, pero no demuestran ni definen lo que realmente somos. Sin embargo, como deseas saberlo, te dictaré uno con el que puedas invocarme y a través del cual puedas conocerme:

    Leonel

    PRÓLOGO

    Hacía frío, mucho frío. Contra la voluntad del viento, dobló la esquina, tratando de esconder su rostro en la capa que, obstinadamente, insistía en dar paso a la nieve que le helaba los músculos. En silencio, entró en el castillo, penetrando por un pasaje lateral, casi invisible detrás de los arbustos de hiedra. Con pasos rápidos y asustados, siguió los oscuros corredores, buscando andar por los rincones más aislados y secretos del castillo, evitando el encuentro con personas indeseables.

    Ante una enorme puerta de hierro, se detuvo y escuchó. Silencio. Lentamente, empujó la pesada puerta y entró en la habitación al otro lado de la pared, luego la cerró para ocultar el pasaje secreto detrás de la enorme estantería. Caminando con precaución, se dirigió a una enorme mesa de cedro, deteniéndose frente a un hombre, todavía joven, quien, absorto en la lectura, al principio no se percató de su entrada. De repente, movido más por la intuición que por el oído, dejó de leer y la miró sombríamente, quien, lívida, lo miraba con admiración.

    – ¿Qué haces aquí? – Preguntó –. ¿No te dije que no vinieras sin mí llamada? ¿Alguien la vio entrar?

    Se levantó apresuradamente y fue a la puerta para ver si alguien había notado su presencia. Pero, dada la hora tardía, todos ya estaban dormidos, excepto él, entretenido como si estuviera leyendo.

    – No, mi señor. Nadie me vio entrar. La nieve cae despiadadamente y nadie se atreve a salir con un tiempo como este.

    – Entonces, ¿qué viniste a hacer aquí?

    – Pedirle ayuda – dijo mientras se quitaba la capa, descubriendo el vientre, ya bien abultado –. Ya no puedo seguir así. No tengo recursos, ni siquiera ropa para vestir al pequeño. ¿Qué hacer? Usted me prometió ayuda, pero hasta ahora no ha hecho nada por mí, por nosotros, por nuestro hijo.

    El hombre, bastante irritado, comenzó a enojarse, haciendo que la joven se encogiera y estallara en un grito lleno de resentimiento.

    – No puede tratarme así – se quejó –. No hice nada para merecer tal desprecio, sino amarlo. Por usted abandoné a mi familia, mi hogar. Mi padre me dio la espalda, avergonzado de ver a su hija deshonrada, sin marido. Me acusa de ser mundana, no quiere verme.

    Asustado, el hombre preguntó, tratando de mostrar un afecto que no tenía.

    – ¿Le dijiste quién es el padre del niño?

    – No. Hice lo que me pidió y no le revelé nada a nadie, aunque sospecha de usted... Francamente, no sé cuánto tiempo podré guardar este secreto –. Ella lo miró con cierta malicia, lo que implica que no estaba dispuesta a soportar, sola, una carga tan pesada –. Hasta ahora no le he dicho nada a nadie. Sin embargo, si no me ayuda, ¿cómo viviré? Ya dije que mi padre me dio la espalda, me echó de la casa.

    El hombre, seguro que esa mujer, tarde o temprano, acabaría contando la verdad a todos, disimuló su voz y respondió:

    – Cuando me conociste, ya sabías que estaba casado y que, dada mi posición, no podría asumir abiertamente este romance.

    – Pero dijo que me amaba y que me cuidaría...

    – ¿Y no he estado haciendo eso? ¿No te proporcioné un techo, no te envío comida cada semana?

    – Solo me dio una tosca cabaña perdida en medio del bosque. La ropa ya no me sirve, y la comida parece sobras de su mesa. Y ya no viene a verme, no te importa el bebé, que ni siquiera tiene una canastilla. Después de todo, usted es el padre, tiene responsabilidades. Si no quieres asumirlas por el bien, me veré obligada a hacer mis propios arreglos. Estoy segura que el obispo...

    El hombre, visiblemente enfurecido, le dio una fuerte bofetada en la cara y gritó, mientras el enrojecimiento se extendía sobre el pálido rostro de la joven:

    – ¿Mi hijo? ¿Cómo te atreves a desafiarme, soy un conde?

    La joven, llorando desconsoladamente, respondió, entre humilde y temerosa:

    – Perdóneme. Es la desesperación la que me hace hacer esto. Nunca me atrevería a levantar cualquier sospecha sobre su noble carácter. Pero ¿qué hacer? ¿Qué hacer con el niño, un niño que ni siquiera quería? No tengo recursos, no tengo nada ni nadie, solo a usted. ¡Por favor no me deje!

    La mujer estaba fuera de control y comenzó a alzar la voz, quebrada por los sollozos, sentidos y desesperados.

    – ¡Cálmate, por el amor de Dios! Encontraré una solución –. Por unos segundos permaneció en silencio, hasta que, con una sonrisa indescifrable en sus labios, concluyó:

    – No te preocupes. En dos días, a medianoche, vuelve aquí y todo se resolverá.

    – ¿Cómo? ¿Qué quiere hacer?

    – Déjame todo a mí. Las cosas se organizarán de la mejor manera posible. ¿O acaso no confías en mí?

    – Confío ciegamente. Solo tengo miedo...

    – Bueno, no tengas miedo. Estoy aquí y te protegeré. Ahora vete y déjame en paz. Necesito organizar mis pensamientos y hacer algunos arreglos.

    Después de dos días, la mujer regresó a la hora señalada, sola y llena de esperanza.

    – Ven – ordenó el conde sin demora.

    Dejaron el castillo a escondidas y tomaron un carruaje sin ningún adorno, que les esperaba escondido entre los árboles. Continuaron en silencio, cubiertos por las sombras, y se detuvieron aproximadamente una hora después en las puertas de una abadía enorme y sobria. Aun sin decir una palabra, entraron por un pasadizo secreto, acompañados de una monja, y bajaron al subterráneo del convento. La monja los dejó cuando llegaron a una cámara tenuemente iluminada con paredes de piedra, que más bien parecía un calabozo, donde, en el centro, se veía una especie de camilla estaba cubierta por una sábana sucia y gruesa. Adentro, la abadesa ya los estaba esperando, acompañado de un hombre con una apariencia seria y hostil, que no ocultaba su nerviosismo.

    – Mi querido conde – dijo el hombre –, ya era hora. Démonos prisa con esto, ya estoy impaciente.

    – Cálmate – respondió él, tomando su brazo –. Sé ser generoso con los amigos, especialmente con aquellos que me sirven fielmente.

    La joven, sin entender lo que estaba pasando, miró a su alrededor y preguntó:

    – ¿Qué pasa, mi señor? ¿Quiénes son esas personas? ¿Qué estamos haciendo aquí?

    – Tómalo con calma, querida – habló la abadesa cariñosamente –. Estás entre amigos.

    Sígueme.

    La abadesa condujo a la joven a la camilla y la hizo acostarse boca arriba. De una manera suave y relajante, le acarició el pelo, transmitiéndole palabras de consuelo y seguridad.

    – No te preocupes Todo terminará bien. Verás que cuando hayamos terminado, podrás continuar con tu vida como si nada hubiera pasado. Olvidarás lo que pasó e incluso podrás casarte. ¿Quién sabe? O, si lo prefieres, puedes quedarte aquí y dedicar tu vida a Dios.

    – Pero... – tartamudeó la joven– No entiendo. ¿Terminar qué? ¿Olvidar qué? Por favor, mi señor, explíqueme qué está pasando.

    – ¡Silencio! – Ordenó el conde –. Basta de lloriqueos y preguntas. ¿No entiendes lo que está a punto de suceder? Este hombre es cirujano, te examinará y nos liberará a ti y a mí de esta carga indeseable. Ese niño no puede nacer. Será mi ruina. No te preocupes. El médico tiene experiencia y luego, serás recompensada.

    La joven guardó silencio. Quizás tenía razón. ¿Por qué continuar con eso, dejar que venga al mundo un niño que no quería, enterrar su vida y la de su señor en el fango de la vergüenza y el escándalo? Además, había prometido recompensarla. Con el dinero podría irse, olvidar todo eso y comenzar de nuevo en alguna parte.

    El médico comenzó a trabajar en ella. Él separó sus piernas sin vergüenza e introdujo sus dedos en su vagina. Después de unos segundos, en los que la joven no pudo ocultar su vergüenza, retiró la mano y llamó al conde a una esquina:

    – Creo que no es aconsejable intentar extraer el feto. El embarazo ya es muy avanzado y existen riesgos para la madre.

    – No importa – respondió el conde –. Deshazte de ese niño de todos modos. Si la madre no resiste, bueno... Será una pena, pero no podemos hacer nada. Además, todavía es muy joven y debe tener la fuerza para soportar el dolor y las consecuencias.

    La solución fue proceder con la cirugía que, en ese momento, sería un parto, seguido de la muerte del bebé. Manipulando instrumentos quirúrgicos precarios, el médico trató de sacar al feto de casi seis meses de gestación del útero materno. Fue un fracaso Inconscientemente unido al instinto de supervivencia, el bebé evadía los dispositivos, hasta que los instrumentos lograron fijarse en su pequeño cuerpo y el cirujano lo jaló, quitándole el tronco sin una de sus extremidades superiores. El niño llegó al mundo con vida y jadeó por unos segundos, muriendo poco después y dejando el brazo cortado en el útero de la madre. Tal violencia desencadenó una hemorragia grave, y el médico, atónito, no sabía qué hacer para extraer el brazo del niño del útero materno.

    – ¡Por el amor de Dios! Ella rogó, sintiendo un dolor terrible –. ¡Sálvenme! ¡No quiero morir, tengo miedo! ¡Sálvenme! ¡Sálvenme!

    – Jesús... – evocó la abadesa, cubierto de temor.

    Bañada en sangre, la joven aullaba como un animal herido, a punto de morir, y los presentes, asustados, entraron en pánico, al ver cerca el final de la paciente. Esta última, trastornada por el dolor, la indignación y el odio, comenzó a acusar al conde, a la abadesa y al cirujano de asesino, creyendo que había, entre ellos, un complot para matarla a ella y al niño. Los tres, aterrorizados, permanecieron inmóviles, mirando a la joven desangrarse, sin poder hacer nada. Y ella, todavía en un último suspiro, unió fuerzas y gritó, haciendo temblar a los presentes ante la carga de odio contenida en sus palabras:

    – Malditos sean, todos ustedes que tramaron cobardemente mi fin y el de mi hijo. Juro que no encontrarán paz mientras vivan, porque mi alma, que creo que es eterna, no descansará hasta que haya completado la terrible venganza que conspiraré contra ustedes. ¡Que los demonios del infierno los maldigan a todos! Y que mi odio, al igual que el de mi hijo, recaiga en sus conciencias, trayendo a sus vidas solo enfermedades, miseria e infelicidad, por lo siglos de los siglos...

    Y así, llevando en su corazón el odio irracional y el deseo de venganza, cerró los ojos para siempre, dejando a las tres figuras entre asombradas y confundidas, cada una reflexionando sobre los hechos que ocurrieron esa noche.

    Para la abadesa, acostumbrada a abandonar el subterráneo del convento para tales eventos, las palabras de la mujer moribunda resonaban como una maldición. Ya había presenciado muchos abortos y se compadecía de la desesperación de esa joven, casi una niña, lamentando haber estado de acuerdo tan a menudo con esas muertes infantiles, a cambio de los favores que los nobles le concedían tan amablemente.

    Para el cirujano, que pensaba que solo estaba ejerciendo su profesión, esas palabras le hicieron reflexionar sobre el valor de la vida, y sintió una punzada de pesar en su corazón. La ambición desenfrenada; sin embargo, reemplazó la advertencia de la conciencia, y se eximió de toda responsabilidad alegando que solo era un instrumento al servicio del conde, a quien había advertido sobre los riesgos de esa operación. Él fue el único responsable de la muerte de la joven.

    Para el conde, las palabras de aquella que una vez había tomado como amante lo asustaron en un primer momento, llevándolo a temer ser perseguido por ella o por algún tipo de maldición. Sin embargo, después de un tiempo, la vida volvió a la normalidad y ya no se preocupaba por la joven, sintiéndose incluso aliviado de estar libre de esa molestia.

    La joven, a su vez, perdida en la oscuridad de los mundos inferiores, se asoció con espíritus ignorantes y quedó atrapada en la ilusión del mal, alimentando en su corazón el odio y el deseo de venganza, no solo por el conde, el médico y la abadesa, sino también por el pequeño abortado. Hasta que la vida trajo nuevas oportunidades, y se inició otra jornada...

    PRIMERA

    PARTE

    CAPÍTULO 1

    El sol estaba alto cuando Rosali se despertó. La noche en vela, cuidando a su abuela enferma, la había hecho perder la noción del tiempo y dormir hasta más tarde. Asustada, se levantó y fue a buscar a su madre.

    – Buenos días – saludó ella, después de un largo bostezo.

    – Buenos días – respondió la madre, dándole una sonrisa.

    – Dormí demasiado ¿Por qué no me despertaste antes?

    – La noche anterior fue agotadora para todos, y pensé que era mejor dejarte dormir un poco más. Después de todo, todavía eres una niña.

    – Vamos mamá. Ya soy una jovencita. Tengo casi dieciséis años.

    – Lo sé hija. Aun así...

    De repente, la conversación fue interrumpida por gemidos provenientes del piso de arriba, y Rosali se adelantó corriendo, dejando a su madre parada en el mismo lugar.

    – ¿Qué pasó abuela? – Preguntó, tan pronto como entró en la habitación –. ¿Te sientes bien?

    La abuela, mostrando cierto agotamiento, respondió en un susurro:

    – No tengo nada. Solo tengo sed.

    Rosali fue a buscar un poco de agua fresca y, apoyando la taza en sus labios, la ayudó a tomar el refrescante líquido.

    – Gracias. Me siento mejor ahora. ¿Dónde está todo el mundo?

    – Mamá está en la cocina y papá ya fue a la tienda con Alfredo.

    El padre de Rosali, Osvaldo Mendonça, era dueño de una pequeña tienda agrícola, una reliquia familiar. Casado con Helena, tuvieron dos hijos: Alfredo, ahora de diecinueve años, y Rosali, ya a punto de tener dieciséis primaveras. Un hombre rígido, de pocas palabras, siempre estaba atento a los valores morales y las buenas costumbres. Era un conservador, indignado con el rumbo que había tomado el Imperio, permitiéndose caer en el nombre de una república establecida sin derramar una gota de sangre de hombres valientes y heroicos.

    Adepto del respeto ilimitado, que a veces rayaba en el despotismo, no admitía contradicciones en su hogar. Su palabra era siempre la última, y no podía ser cuestionada en sus decisiones, aunque a veces se dejaba llevar por los mimos y las mañas de Helena y su hija, a quienes consideraba frágiles y siempre requerían atención. Mantenía a sus hijos bajo constante vigilancia, especialmente a Rosali, que comenzaba a mostrar cierta tendencia al libertinaje, ya que una vez la había sorprendido lanzando miradas significativas al hijo mayor de un vecino. Desde entonces, le había prohibido salir sola, solo en compañía de su madre, abuela o prima Elisa, hija de una hermana de su esposa, dos años mayor que Rosali y una joven de total confianza.

    Helena, acostumbrada a la sumisión de la mujer, rara vez se atrevía a discutir las órdenes de su esposo y no tenía voluntad propia, actuando de acuerdo con los deseos de Osvaldo. Vivía para cuidar el hogar, como era costumbre en esa época, y no cuestionaba sus métodos de educación, aunque a veces los consideraba demasiado rígidos. Se vestía según el gusto de su marido, cocinaba solo los platos que a él le gustaban, haciendo todo lo posible para complacerlo.

    Alfredo, joven e idealista, quería ser médico, pero su padre se lo impidió, para quien estudiar era el lujo de los ricos. Sería más útil ayudando a cuidar la tienda, que algún día se las arreglaría a gerenciar solo.

    Rosali, por otro lado, hermosa y encantadora, había mostrado una sensualidad exacerbada desde una edad temprana, aunque todavía no era consciente de su poder seductor sobre los hombres. Donde quiera que fuera, era el blanco de la atención del sexo opuesto, e incluso las mujeres la miraban con cierto aire de envidia. Alegre y extrovertida, hablaba con todos, se reía de todo y soñaba en casarse con un hombre rico y guapo que le proporcionara una vida lujosa y cómoda. Con buen corazón, ayudaba a su madre con las tareas domésticas y disfrutaba de la buena lectura, devorando las novelas que su prima Elisa le prestaba regularmente.

    Elisa, por otro lado, era una chica tranquila y reservada, tal vez por su apariencia no muy atractiva. No es que fuera fea. Pero estaba lejos de tener la impresionante belleza de Rosali.

    Su abuela, Maria del Socorro, la madre de Osvaldo, era una mujer extraordinaria. Tenía la mirada serena de aquellos que alimentan el corazón con sentimientos nobles y la mente con pensamientos edificantes. Amorosa y comprensiva, estaba dotada de una sensibilidad fantástica, que utilizaba, incluso sin saber ni percibir, para guiar la conducta de sus semejantes.

    Rosali acomodaba las almohadas de su abuela cuando escuchó sonar el timbre.

    – ¿Quién será a esta hora? – Preguntó la anciana.

    – Debe ser Elisa. Nos pusimos de acuerdo para dar un paseo y tomar un refresco en la pastelería.

    – ¿Antes del almuerzo?

    – ¿Qué tiene? No me quitará el hambre.

    Con un beso, Rosali se despidió y bajó corriendo las escaleras. La prima estaba en la cocina, conversando con Helena, y ambas se fueron después. En el camino, Elisa comentó:

    – Estoy deseando que llegue mi cumpleaños. Papá me prometió una buena fiesta este año, para celebrar mis dieciocho años.

    – Faltan casi dos meses.

    – Yo sé. Pero ya me estoy preparando. Mamá me va a hacer un hermoso vestido. Papá prometió hacer una fiesta en la granja Andaraí. El almuerzo se servirá al aire libre, y en la noche... en la noche, el gran baile. ¡Será un éxito!

    – Incluso ya estoy ansiosa. Me muero de ganas poder bailar libremente. Quien sabe, tal vez conozca a un chico guapo y rico.

    – Deja de soñar, Rosali. Solo los viejos amigos estarán presentes. Solo mi primo Alberto, hijo del hermano de un papá, será nuevo este año.

    – Alberto, Alberto... Creo que he oído hablar de ese nombre.

    – Claro que sí. Todavía éramos niños cuando se fue a Coímbra para terminar tus estudios Y después de casi ocho años, regresa graduado en Medicina.

    Rosali, visiblemente interesada, sin saber las razones por las cuales, al escuchar ese nombre, su corazón se aceleró, preguntó:

    – No recuerdo muy bien su rostro. ¿Cuántos años tiene él ahora?

    – Hum... déjame ver. Debe tener veinticuatro años.

    – ¿Es bonito?

    – No sé, Rosali, hace mucho que no lo veo.

    En ese momento, llegaron a la panadería, y las chicas se distrajeron con los refrescos y golosinas que adornaban las vitrinas. Aunque ya no mencionaron el tema, Rosali no pudo sacar a Alberto de su cabeza. No dejaba de pensar en él, ansiosa por volver a ver esa cara, casi perdida en los recuerdos de la infancia.

    De vuelta a la casa, el recuerdo remoto del primo de Elisa todavía la perseguía. Rosali entró en el dormitorio y se asomó a la ventana para ahuyentar el calor. Fue entonces cuando la puerta se abrió, y María del Socorro entró lentamente, sentándose al borde de la cama y atrayendo la atención de Rosali.

    – ¿Puedo saber qué piensa el corazón de mi nieta? – Preguntó cariñosamente

    Rosali se volteó y abrazó a su abuela, por quien sentía un afecto genuino y desinteresado.

    – Nada especial. Solo soñaba con la fiesta de cumpleaños de Elisa. Parece que será maravillosa.

    – ¡Ah! Sí, la fiesta de Elisa.

    – Voy a pedirle a mamá que me haga un vestido nuevo. El baile, de noche, es prometedor...

    – ¿Qué promete?

    Rosali volvió a reír y miró a su abuela.

    – No puedo esconderte nada, ¿eh? Es el primo de Elisa, Alberto, que vino de Europa después de ocho años.

    – Alberto. Lo recuerdo bien. Un chico guapo e inteligente, algo arrogante. Una vez escuché un comentario de la madre de Elisa que se había metido en problemas allí, coqueteando abiertamente con la joven esposa de un noble de Lisboa. Su padre, un escritor influyente en Portugal, logró, después de presentar muchas excusas, deshacer el malentendido, alegando que el interés de los jóvenes se limitaba a una preferencia literaria en común, y que el supuesto coqueteo no sería más que un chisme celoso, que deseaba empañar su imagen de médico prometedor. El noble aceptó las disculpas y olvidó lo que había sucedido, tal vez temeroso de perder a su esposa, a quien sus casi sesenta años no podrían recuperar.

    Aunque Rosali notó un cierto tono de advertencia en las palabras de su abuela, no le prestó atención ni hizo ningún comentario. Esperó a que su abuela se fuera y fue en busca de su padre. Osvaldo tenía la cabeza gacha, su atención puesta en los libros de contabilidad que había traído de la tienda, cuando Rosali entró en la habitación y comenzó a preguntar:

    – Papá, ¿sería posible que me dieras un corte de tela para que mamá me cosiera un nuevo vestido para el baile de cumpleaños de Elisa?

    El padre miró a su hija dubitativo, y después de unos momentos, respondió:

    – ¿No tienes ninguno que te sirva?

    – Por favor, papá. No se trata de eso. La fiesta será especial y no tengo nada a la altura para usar.

    – Yo no sé. Los tiempos son difíciles y no podemos desperdiciar...

    – Pero papá, son solo unos pocos metros de tela. Además, que dirá la gente, ¿has visto a la hija de un comerciante de tela mal vestida?

    – Ella tiene razón, Osvaldo – interrumpió Helena quien, en ese momento, acababa de entrar, acompañado de Alfredo –. ¿Qué dirán los demás? Después de todo, tienes una tienda y un taller de costura. Sería imperdonable que su familia viniera a la fiesta con ropa vieja y gastada. Creo que todos merecemos ropa nueva.

    Osvaldo miró a la mujer. Cuando estaba a punto de hablar, Alfredo lo interrumpió:

    – No todos, papá. No me importa ir al baile con lo que tengo. Rosali es la única que piensa en estas futilidades.

    Rosali le lanzó una mirada. ¿Por qué su hermano siempre tenía que darle a su padre una razón para complacerlo? Era un adulador, eso era. Estaba a punto de devolver el golpe cuando Helena, conciliadora como siempre, intervino:

    – Eres un niño y no entiendes estas cosas, Alfredo. Tu hermana ya es una jovencita y necesita cosas que no son necesarias para ti. Es natural que quiera vestirse adecuadamente. Después de todo, la vanidad es femenina, e incluso tú, Osvaldo, no me hubieras mirado si no hubiera estado bonita en ese baile donde nos conocimos. ¿Recuerdas?

    Osvaldo miró a su esposa, ya derrotado, sopesando sus palabras, y finalmente estuvo de acuerdo:

    – Está bien. Es aconsejable que al menos las mujeres se vistan con elegancia. El padre de Elisa es un hombre rico y culto, y sus amigos son miembros de una buena sociedad. No quiero que digan que somos pobres o que soy un tacaño.

    – ¡Gracias, papá! – Exclamó Rosali, dándole un beso en la mejilla, que lo dejó sonrojado

    Feliz de la vida, Rosali salió corriendo de la habitación y fue a contarle la noticia a su abuela, no sin antes hacer una mueca discreta a Alfredo, que permaneció inmóvil, cavilando dentro de él una pequeña envidia de su hermana, que siempre terminaba obteniendo lo que quería.

    * * *

    María del Socorro se despertó sobresaltada. Creyó haber escuchado un grito que provenía de la habitación de su nieta. En silencio, se dirigió allí, abrió la puerta muy lentamente y miró. Rosali dormía tranquilamente. Sin embargo, algo parecía estar mal. Miró en todas las direcciones, pero no pudo ver nada inusual.

    – Realmente debo estar senil – pensó –. Aquí no hay nada.

    Estaba a punto de retirarse cuando un repentino escalofrío la atravesó. Inmediatamente, se volteó y vio, claramente, una forma oscura que se inclinaba sobre el cuerpo de Rosali. Sin entenderlo, pensó que era alguien que se había escabullido por allí. Iba a gritar, llamando a su hijo, cuando la figura, dándole la espalda, desapareció, dejando una masa oscura alrededor de Rosali, colgando en el aire a unos centímetros por encima de su garganta. Al mismo tiempo, la niña inhaló con dificultad, se ahogó y tosió, sintiéndose sofocada. Abrió los ojos, sorprendida, y encontró a su abuela parada allí.

    – Abuela – exclamó –. ¿Qué paso? ¿Qué estás haciendo ahí?

    – Nada. Me pareció oír un ruido en tu habitación y vine a verte. Debo haber soñado. Para no asustarla, María del Socorro ocultó su terrible visión, y Rosali dijo confundida:

    – Tuve un sueño extraño. Soñé con la sombra de un hombre que me acusaba de asesina y trató de apretarme la garganta. Fue realmente raro. Incluso sentí sus manos alrededor de mi cuello y desperté ahogada. ¿Qué significa eso?

    – No sé. Una pesadilla, tal vez. Sin embargo...

    – Sin embargo...

    – No estoy segura. Pero creo que debemos rezar a Dios para que nos proteja. ¿Has dicho tus oraciones?

    Rosali, algo avergonzada, confesó:

    – No he rezado en mucho tiempo.

    – Entonces te aconsejo que comiences de nuevo. Reza a Dios fervientemente para que no seas víctima de ningún espíritu de las tinieblas.

    – ¿Espíritu de las tinieblas? ¿Crees en estas tonterías?

    – No creo ni desacredito.

    María del Socorro, recordando esa figura, estaba convencida que alguna alma del otro mundo

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