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Hasta que la Vida los Separe
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Libro electrónico486 páginas6 horas

Hasta que la Vida los Separe

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Información de este libro electrónico

Los intercambios de energías hablan más que palabras en el trato entre las personas, creando los vínculos de simpatía o rechazo, influyendo en nuestras elecciones de relación. Nuestras afinidades, valores psicológicos y culturales, prejuicios e intereses también interfieren en este proceso.

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IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 jul 2023
ISBN9781088237533
Hasta que la Vida los Separe

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    Hasta que la Vida los Separe - Mônica de Castro

    HASTA QUE

    LA VIDA

    LOS SEPARE

    Mônica de Castro

    Dictado por

    Leonel

    Traducción al Español:      

    J.Thomas Saldias, MSc.      

    Trujillo, Perú, Julio 2020

    Título Original en Portugués:

    ATÉ QUE A VIDA OS SEPARE © Mônica de Castro, 2006

    Revisión:

    Geraldine Ramos Urquizo

    World Spiritist Institute      

    Houston, Texas, USA      
    E–mail: contact@worldspiritistinstitute.org

    Sinopsis:

    Los intercambios de energías hablan más que palabras en el trato entre las personas, creando los vínculos de simpatía o rechazo, influyendo en nuestras elecciones de relación. Nuestras afinidades, valores psicológicos y culturales, prejuicios e intereses también interfieren en este proceso.

    En el día a día, usted escoge las amistades y puede controlar bien las diferencias, pero ¿qué pasa con las relaciones familiares, cuando la vida pone a personas en su camino con las que tendrá que relacionarse de por vida?

    ¿Qué hacer cuando amas a un niño y rechazas a otro, sumiéndote en la culpa sin encontrar explicaciones para tus sentimientos?

    La causa va más allá del simple intercambio de energías cotidianas y está oculta en problemas no resueltos de otras vidas que regresan en busca de una solución.

    No importa cuánto lo intentes, no podrás mantener a esa persona fuera de tu vida. Ella estará cerca hasta la solución. O, si lo prefiere: HASTA QUE LA VIDA LOS SEPARE.

    Zibia Gasparetto

    Al amigo Marcelo César.

    Vivir es mucho más que simplemente existir;

    Es poder compartir la vida en el vaivén de muchas vidas.

    MÔNICA DE CASTRO

    MÔNICA DE CASTRO nació en Rio de Janeiro, donde siempre estuvo en contacto con el Espiritismo, viviendo desde temprano los más diversos fenómenos mediúmnicos. Años más tarde, después del nacimiento de su hijo, inicio na nueva fase de su mediumnidad, desarrollando la psicografía por medio de romances dedicados a la autorreflexión y al bienestar humano.

    Con el paso de los anos, se desvinculó de los títulos religiosos y doctrinarios, pasando a aceptar como fuente de sus obras las formas de conocimiento y sabiduría que tengan como meta el despertar del hombre como el ser espiritual que es.

    A la actualidad, ha escrito más de diecisiete romances, todos dictados por el mismo espíritu Leonel. Desde el año 2000, con más de un millón y medio de ejemplares vendidos, la autora se ha dedicado a llevar al público romances esclarecedores, que estimulan a las personas a usar la inteligencia en la modificación de los valores internos, para la superación de las culpas, de los sufrimientos y el descubrimiento de una vida más iluminada y feliz.

    LEONEL

    MÔNICA DE CASTRO y LEONEL siempre estuvieran juntos. Unidos hace muchas vidas, decidieran, en esta encarnación, desarrollar el trabajo de psicografía, uniendo los dones mediúmnicos a los literarios. Ambos ya fueron escritores, de allí la sintonía perfecta y la simbiosis con la que relatan las historias pasadas en otros tiempos.

    Apenas un trabajador del invisible, como gusta caracterizarse, Leonel decidió dar continuidad a la tarea de escribir, esta vez casos reales, sacados de los relatos de espíritus con quienes mantiene contacto en el mundo espiritual. Después de la autorización de los involucrados, inspira al médium, los libros que ella psicografía, siguiendo con fidelidad, puntos importantes para la aclaración de los lectores. Algunos pasajes; sin embargo, deja a la imaginación de la autora, a fin de hacer las historias más estimulantes, imprimiéndoles mayor emoción. No obstante, nada va al público sin su aprobación, y todo requiere el debido mejoramiento moral.

    Lo que Leonel más desea con los libros que psicografía es que las personas aprendan a lidiar con sus culpas y frustraciones, a fin de desarrollar en sí mismas la capacidad innata que todo ser humano posee de ser feliz.

    En su última y breve encarnación, Leonel vivió en Inglaterra a inicios del siglo XX. Vivió los horrores de la Primera Guerra Mundial y desencarnó a los veinte años de edad. Fue también escritor en los años idos del siglo XVIII, cuya vida esta reseñada en el libro "Secretos del Alma."

    Del Traductor

    Jesus Thomas Saldias, MSc., nació en Trujillo, Perú.

    Desde los años 80's conoció la doctrina espírita gracias a su estadía en Brasil donde tuvo oportunidad de interactuar a través de médiums con el Dr. Napoleón Rodriguez Laureano, quien se convirtió en su mentor y guía espiritual.

    Posteriormente se mudó al Estado de Texas, en los Estados Unidos y se graduó en la carrera de Zootecnia en la Universidad de Texas A&M. Obtuvo también su Maestría en Ciencias de Fauna Silvestre siguiendo sus estudios de Doctorado en la misma universidad.

    Terminada su carrera académica, estableció la empresa Global Specialized Consultants LLC a través de la cual promovió el Uso Sostenible de Recursos Naturales a través de Latino América y luego fue partícipe de la formación del World Spiritist Institute, registrado en el Estado de Texas como una ONG sin fines de lucro con la finalidad de promover la divulgación de la doctrina espírita.

    Actualmente se encuentra trabajando desde Perú en la traducción de libros de varios médiums y espíritus del portugués al español, habiendo traducido más de 160 títulos, así como conduciendo el programa La Hora de los Espíritus.

    CAPÍTULO 1

    Todo estaba listo para la gran ceremonia de aquella noche. Después de muchos años de dedicación y sacrificio, Pablo finalmente iba a ser reconocido por su trabajo. Su padre, Hermínio, había decidido jubilarse y pasó la presidencia de la compañía a su hijo, y había ordenado una hermosa fiesta para conmemorar la ocasión.

    Hermínio, desde temprana edad, se había dedicado al negocio del transporte. Comenzó haciendo viajes cortos con un camión alquilado y, poco a poco, fue progresando, hasta que pudo comprar su propio camión. Con tiempo y muchos ahorros, fue recolectando dinero y adquiriendo otros vehículos, hasta que consiguió una flota envidiable, transportando carga por todo el país. Los negocios prosperaron rápidamente, y Hermínio y su esposa, Dulce, vieron que sus vidas cambiaban y pronto comenzaron a ser parte de la alta sociedad en Río de Janeiro.

    Cuando nacieron los niños, su felicidad fue completa. Pablo, el mayor, pronto se interesó en los negocios de su padre y se graduó en administración de empresas, pudiendo seguir los pasos de su padre.

    Su hija, Mariana, pronto se casó con Marcos, uno de los directores de la compañía de Hermínio, y no tuvo hijos.

    Pablo estaba feliz. Su padre enriqueció por mérito propio y pudo proporcionar a la familia todas las comodidades que el dinero podía comprar. Y todo con honestidad, sin tener que engañar ni robar a nadie. Pablo se había estado preparando para ocupar el lugar de su padre durante mucho tiempo, y hoy estaba a punto de realizar su mayor sueño, convertirse en presidente de la compañía.

    Estaba frente al espejo ajustándose la corbata cuando vio a su esposa entrar en la habitación. Flávia llevaba un hermoso vestido color cereza, que contrastaba con su tez marrón claro y sus profundos ojos negros.

    Miró a su esposo en el espejo y sonrió, tocándose instintivamente su vientre. Tenía tres meses de embarazo, y ese embarazo fue motivo de gran alegría. Desde que se había casado hace casi cinco años, no había logrado concebir ni una vez. Por esta razón, se sintió satisfecha con la proximidad de la maternidad.

    Flávia caminaba hacia el armario para buscar un abrigo, pero se detuvo de repente y se dio la vuelta, en dirección a la puerta del dormitorio.

    – ¿A dónde vas? – preguntó Pablo, molesto –. Casi es la hora. No quiero llegar tarde.

    Dio medio paso desde la puerta y respondió descuidadamente:

    – No te preocupes cariño. Solo voy al baño. Sentí cólico... Creo que tengo dolor de estómago.

    – Pero ¿ahora mismo? ¡Qué mala suerte!

    Flávia no respondió y entró al baño, cerrando la puerta detrás de ella. De repente, sintió una punzada en el vientre e hizo una mueca de dolor, apretándose el vientre y se inclinó hacia adelante. En el mismo momento, sintió algo caliente correr por sus piernas y miró hacia abajo. Sobre el azulejo blanco del baño, la sangre comenzaba a extenderse. Aterrada, Flávia gritó y llamó a su esposo:

    – ¡Pablo! ¡Ayúdame! ¡Pablo, ayúdame!

    Al escuchar los gritos desesperados de la mujer, Pablo dejó lo que estaba haciendo y corrió hacia el baño. Empujó la puerta y entró, justo a tiempo para atrapar a Flávia, antes que caiga al suelo, porque se había desmayado en ese mismo momento. Rápidamente la levantó y la llevó a la cama, acomodándola sobre las almohadas.

    Levantó el teléfono y llamó al médico.

    – El Dr. Feliciano no está – respondió una voz al otro lado de la línea.

    Pablo le dio las gracias y colgó el teléfono. Feliciano, seguro, ya había ido a la fiesta. Aturdido, tomó la llave del auto y llamó al ama de llaves, quien apareció poco después, sudando y sin aliento.

    – ¿Llamó, Dr. Pablo?

    – Olivia, por el amor de Dios, ayúdame aquí. Doña Flávia no se siente bien...

    Cuando Olivia vio su condición, dejó escapar un grito de sorpresa. Estaba acostada, pálida, el rojo de su vestido se mezclaba con el rojo de su sangre.

    – ¡Señor, un médico! – exclamó asombrada –. ¿Qué sucedió?

    – No sé, Olivia, y no es hora de preguntas. Ayúdame a llevarla al auto. En silencio, Olivia ayudó al jefe a levantar a Flávia y llevarla al auto.

    Pablo entró rápidamente al auto, sin decir nada. Arrancó el motor y aceleró, chirriando los neumáticos. Estaba aterrado. Iba a perderse la ceremonia, pero tenía mucho más miedo de la pérdida de su amada esposa.

    Con los golpes, Flávia se despertó, sintiendo mucho dolor en el vientre.

    – Pablo... – tartamudeó angustiada –. ¿Qué pasó? El bebé...

    – No hables, cariño. No ha de ser nada.

    – ¿A dónde me llevas?

    – Al hospital.

    – ¿Al hospital? No quiero. Quiero a mi doctor

    – Feliciano no estaba en casa. No tengo más remedio que llevarte al hospital.

    – Al ver la aprensión de la mujer, intentó tranquilizarla:

    – Tranquila, cariño. Todo estará bien.

    Flávia no dijo nada. Esperó hasta que llegaron al hospital y fuera atendida.

    Después de llevar a Flávia a la sala de emergencias, Pablo fue a buscar un teléfono. Necesitaba avisarle a alguien. Llamó al club donde se celebraría la ceremonia y pidió hablar con su padre. Le tomó un tiempo responder.

    – ¿Aló? Pablo, ¿eres tú? ¿Qué está pasando? ¿Dónde estás? Todos estamos preocupados...

    – Cálmate, papá. Voy a llegar tarde, tal vez ni siquiera pueda ir.

    – No puedes venir ¿Por qué? ¿Dónde estás?

    – Estoy en el hospital.

    – ¿Hospital? ¿Qué sucedió? – Obteniendo silencio como respuesta, preguntó:

    – ¿Fue Flávia? ¿Le pasó algo al bebé?

    Tratando de contener sus lágrimas, Pablo respondió:

    – Aun no lo sabemos...

    Colgó. No pudo seguir más. En el otro extremo de la línea, Hermínio, preocupado, continuó hablando con la máquina en silencio:

    – ¿Aló? ¡Pablo, contesta! ¿En qué hospital estás? ¡Aló! ¡Aló! – Después de colgar el teléfono, Pablo miró con tristeza al asistente que le había dado el teléfono y balbuceó:

    – Gracias...

    Se desplomó en un banco de madera contra la pared del corredor, llorando copiosamente. ¡Tantas esperanzas puestas en ese hijo! Toda la familia ya estaba celebrando su llegada. Habían comprado muebles, pintado la habitación de amarillo, preparado una canastilla con ropa cara y hermosa. ¿Y para qué? Para nada.

    Cuando Flávia anunció que estaba embarazada, después de casi cinco años de matrimonio, fue una sorpresa para todos los miembros de la familia. Finalmente, el heredero que habían estado esperando nacería. Pablo prefería un niño, para continuar con su nombre y negocios, pero una niña también sería bienvenida. Aunque Flávia no pudo tener otros hijos, éste, independientemente de su sexo, sería bienvenido en su hogar y en su corazón.

    Pablo estaba tan absorto en estos pensamientos que ni siquiera escuchó acercarse a la enfermera. Ella se detuvo frente a él, le tocó el hombro ligeramente y le preguntó:

    – ¿Eres el esposo de doña Flávia?

    Pablo la miró, como si tratara de entender lo que estaba pasando. Finalmente respondió:

    – Sí, soy yo. ¿Cómo está ella?

    – Su esposa está bien, señor. Lamentablemente, sin embargo, siento informarle que ha perdido al bebé.

    Cerró los ojos por unos segundos, reflexionando sobre todo su dolor, hasta que reunió fuerzas para hablar:

    – ¿Puedo verla?

    La enfermera sacudió la cabeza e indicó una puerta al final del pasillo, diciendo con voz comprensiva:

    – Por aquí.

    Pablo la siguió en silencio a la habitación donde Flávia estaba dormida, pálida como una muñeca de cera. Al verla tan frágil, tan insegura, sintió una tensión en su corazón y un deseo loco de sostenerla en sus brazos. La amaba profundamente, y su sufrimiento era una fuente de gran dolor. Sabía cuántas expectativas le había puesto a ese hijo, desafortunadamente en vano.

    Lentamente, se acercó a la cama y se quedó mirándola. No quería despertarla; pensó que era mejor dejarla dormir. Se estaba alejando para no molestarla cuando escuchó una voz detrás de él:

    – Pablo...

    Se volteó con lágrimas en los ojos y la miró. Flávia, en el mismo momento, comenzó a llorar, balbuceando:

    – Perdóname, querido... Fue mi culpa... ¡No debería haber hecho tanto esfuerzo, no debería!

    – Cálmate, mi amor. No fue nada. Tendremos otros hijos, ya lo verás.

    – ¡No, no! Siento que no tendré otra oportunidad.

    – No hables así. No puedes saberlo. Y todavía eres joven, solo veintitrés años.

    – ¡Pero yo lo sé! ¡Yo siento!

    En ese momento, la puerta se abrió y entró un hombre vestido de blanco. Pablo asumió que él era el médico.

    Ya era un hombre, y se acercó a la cama amablemente, tomando el pulso de Flávia.

    – ¿Cómo se siente?

    – Bueno, más o menos...

    – ¿Era tu primer hijo?

    – Sí...

    – No te dejes impresionar por lo que pasó. Hay mujeres que pierden su primer embarazo, pero luego quedan embarazadas y tienen muchos hijos.

    Flávia no dijo nada. Pensó en responder, pero pensó que era mejor quedarse callada. Era solo un médico de urgencias y nunca la volvería a ver. ¿Qué sabía él de su vida?

    – Doctor, ¿cuándo puedo llevármela? – preguntó Pablo.

    – Creo que mañana por la mañana, si todo va bien.

    – ¡Eso no! – disputó Flávia –. Me voy ahora mismo.

    – Pero no debes... –. protestó el doctor –. Perdiste mucha sangre. Será mejor que te quedes en observación.

    – El doctor tiene razón, querida – interrumpió Pablo –. Será mejor que te quedes y descanses.

    – Pero, Pablo, ¿y tu fiesta? No quiero arruinarlo todo. Esta noche debía ser tu noche.

    – No te preocupes por eso. Papá lo entenderá...

    – ¡No! – ella cortó bruscamente y miró al médico, avergonzada.

    Al darse cuenta que la pareja tenía asuntos íntimos con los que lidiar, el médico se excusó y se fue.

    – Bueno, tengo algunos pacientes para ver. Si necesitan algo, presione el timbre y una enfermera vendrá a atenderla.

    – Buenas noches.

    – Buenas noches – respondió la pareja al unísono.

    Después que se fue y cerró la puerta, Flávia estrechó la mano de Pablo y, mirándolo profundamente a los ojos, declaró:

    – Por favor, prométeme que aun no contarás nada.

    – Pero ¿por qué? Todos tendrán que saberlo algún día.

    – Yo sé, pero no ahora. Dame algo de tiempo para acostumbrarme.

    Entonces les daré las noticias yo misma.

    – No sé. Quizás sea peor.

    – Por favor, eso es todo lo que pido. No digas nada. Especialmente a mi madre.

    Sabes cuánto quería a este nieto.

    Pablo la miró dubitativo y consideró:

    – Pero ya le dije a mi papá que estabas en el hospital –.

    – Oh, no, Pablo... ¿Le dijiste que perdí al bebé?

    – No dije nada.

    Dije que aun no lo sabía –. Una sonrisa de esperanza iluminó su rostro.

    – Entonces no lo cuentes. Por favor, te lo ruego. No tengo la fuerza para enfrentarlos ahora.

    – Pero ¿qué les diré?

    – Solo di que estaba enferma, pero que ya está todo bien.

    – ¿Para qué eso? Lo descubrirán tarde o temprano.

    – Deja que sea más tarde.

    Aunque de mala gana, Pablo hizo lo que le pidió. A un gran costo, Flávia logró convencerlo que la dejara en el hospital durante la noche y se fuera al club, sin decir nada.

    Cuando llegó al salón, eran más de las diez y muchos de los invitados ya se habían ido. Hermínio tenía la intención de entregar una placa simbólica, que representaba la transferencia de la presidencia, pero solo pronunció un breve discurso, disculpándose con los presentes por la ausencia de su hijo. Solo dijo que su nuera se sentía mal y que había tenido que llevarla a un hospital.

    Cuando llegó Pablo, Feliciano fue el primero en verlo. Corrió a su encuentro, exclamando asustado:

    – ¡Pablo! ¡Gracias a Dios! Nos moríamos de preocupación. ¿Cómo está Flávia?

    – Ella está bien ahora.

    – ¿Por qué no mandaste llamarme?

    – Llamé a tu casa, pero tú no estabas.

    – ¡Pablo, hijo mío! – Era Dulce, quien llegaba a toda prisa –. ¿Qué pasó? ¿Dónde está Flávia?

    En poco tiempo, Pablo se encontró rodeado de familiares y amigos, todos queriendo saber lo que había sucedido. En pocas palabras, les dijo que Flávia se había sentido un ligero malestar y tuvo que ser llevada de urgencia, pero que ya estaba bien, descansando en casa. El médico del hospital, a pesar de haberla dado de alta, le había aconsejado mantener reposo, para no poner en peligro la vida del bebé.

    – Iré a verla de inmediato – dijo Feliciano, determinado. Pablo lo tomó del brazo y tartamudeó:

    – No... No será necesario... Ella está bien... Ella pidió no ser molestada.

    – Pero, Pablo – dijo Dulce indignada –. ¿Dónde se ha visto tal cosa?

    ¡Feliciano es su doctor!

    – Lo sé, pero pidió decirles a todos que ya está bien y que le gustaría descansar. Mañana iremos a su consultorio, doctor.

    Feliciano se encogió de hombros y agregó:

    – Depende de ustedes.

    – Pero iré a verla – dijo Inés, la madre de Flávia –. ¿Dónde has visto a una hija rechazar la compañía de su madre?

    – Doña Inés, entienda: Flávia solo descansa. Tenga la seguridad que mañana la llevaré personalmente a su casa.

    Con gran esfuerzo, logró convencerla.

    Pablo se quedó en el club por otras dos horas. La cena ya había sido servida, y fue con su padre a firmar los papeles que lo legitimaban como el nuevo presidente de la compañía, que tenía como nombre Vía Láctea Transportes. Una corporación bien fundada, con acciones al alza en el mercado, y con el sesenta por ciento aun en manos de la familia Lopes Mandarino. Su familia.

    Al día siguiente, Flávia salió del hospital muy temprano, en compañía de Pablo. Iban en silencio, meditando sobre su frustración, tratando de creer las palabras del doctor: ella era joven, podría tener otros hijos.

    Cuando llegaron a casa, Olivia todavía estaba dormida. Otra media hora y estaría despierta. Pablo fue con Flávia hasta el dormitorio y la acomodó en la cama, tumbándose a su lado y quedándose dormido poco después. Estaba exhausto y no había dormido en toda la noche.

    Alrededor de las ocho en punto, se despertó y miró su reloj. Era tarde, pero no tenía ganas de levantarse.

    Se quedó tumbado en la cama, escuchando la suave respiración de la mujer, quien dormía tranquilamente, hasta que escuchó un ligero golpe en la puerta.

    Suspiró, se levantó y fue a abrir. Era Olivia, que venía a saber de los patrones. Cuando se fue a la cama, era demasiado tarde y todavía no habían regresado.

    – ¡Gracias al Padre que llegaron! – exclamó, con las manos cruzadas en oración –. ¡Recé mucho a Dios por doña Flávia!

    – Gracias Olivia.

    – ¿Cómo está la patrona?

    – Bien, está durmiendo.

    – ¿Y el bebé?

    – El bebé se ve genial.

    – ¡Bendito sea! – añadió, levantando sus manos hacia el cielo.

    – ¿Llegaron ahora?

    – No, anoche. Estabas durmiendo y no queríamos despertarte. Olivia sacudió la cabeza y preguntó amablemente:

    – ¿Quiere que le traiga el desayuno?

    – Gracias. Solo una taza de café.

    Después que ella se fue, Pablo levantó el teléfono de la mesita de noche y pidió una llamada a la oficina de Feliciano.

    – ¿Aló? ¿Feliciano?

    – Pablo? ¿Cómo estás mi amigo? ¿Y Flávia?

    – Está bien. Lo peor ya pasó.

    – ¿Vas a traerla aquí hoy?

    – No creo que sea necesario. Ella ya está mejor y no siente nada. Como dije, fue solo una indisposición.

    – ¿No crees que es mejor que la examine? Por la seguridad de ella y el bebé.

    – Agradezco la preocupación, pero ella no está dispuesta a salir. Está un poco cansada.

    – Si gustas, puedo pasar por tu casa más tarde.

    Al escuchar la voz de su marido, Flávia se despertó, se frotó los ojos y se recostó en la cama, lanzándole una mirada suplicante.

    – Está bien entonces. Te lo agradezco.

    Pablo colgó el teléfono y miró a Flávia, quien preguntó:

    – ¿Era Feliciano? ¿Qué le dijiste?

    – Nada. Pero él quiere verte.

    – ¡No lo permitiré!

    – Flávia, deja esta locura. Pronto todos lo sabrán. ¿Crees que puedes ocultarle eso a tu médico?

    – Por eso no quiero verlo.

    – Pero él vendrá aquí más tarde.

    – Encuentra una manera de deshacerte de él.

    – No puedo hacer eso. Déjalo venir, que te examine.

    – ¿Enloqueciste?

    – Flávia, por favor...

    – ¡He dicho que no! – Hizo una pausa y consideró:

    – Está bien. Lo dejaré examinarme... superficialmente. Sin examen ginecológico.

    Pablo respiró hondo y no dijo nada. Olivia llegó con la bandeja y la colocó sobre la mesa, feliz de ver a su patrona ya despierta.

    – Entonces, doña Flávia, ¿te sientes bien?

    – Estoy bien, Olivia, gracias.

    – Si necesita algo, solo llame. Estaré en la cocina.

    – Gracias Olivia.

    Más tarde, cuando llegó Feliciano, Flávia disfrazó su debilidad y cansancio, se empolvó el rostro y se mostró alegre y dispuesta, haciendo todo lo posible para no dar a conocer que había perdido al bebé.

    Ella le permitió medir la presión y la temperatura, pero cuando él quiso examinar su vientre, Flávia saltó de la cama y corrió hacia el baño. Cerró la puerta y fingió vomitar. Luego regresó a la habitación con la mano sobre su vientre, limpiándose la boca y diciendo en broma:

    – Cosas de mujeres embarazadas...

    Feliciano todavía intentó que volviera al examen, pero Flávia lo disimuló y fue a la cocina.

    – Te preocupas demasiado – dijo ella juguetonamente.

    – Cosas de doctores...

    Pablo no se atrevió a mirarlo. Feliciano se encogió de hombros y siguió a Pablo a la sala de estar, donde Olivia les sirvió café.

    Habló unos minutos más y se fue. Tan pronto como se fue, Flávia regresó corriendo a la habitación y se arrojó sobre la cama, llorando sin parar. Por mucho que lo intentó, Pablo no pudo animarla.

    Los días fueron pasando y Flávia se sentía cada vez más triste. No salía, no comía correctamente, no hablaba con nadie, solo con su madre. A pesar de todo, no tenía el coraje de decirle la verdad, e Inés no podía entender la razón de todo ese desánimo.

    Hasta que un día, Pablo, no aguantando más, tuvo una idea.

    – Estuve pensando.

    – Creo que sería bueno para nosotros hacer un viaje.

    – ¿Viaje? ¿Ahora? ¿Y la compañía? Acabas de asumir la presidencia. No puedes alejarte.

    – Ya hablé con papá. No me he tomado vacaciones en años. Le dije que estoy muy cansado y que necesito descansar.

    – Pero... pero... ¿Qué pasa con la presidencia de la empresa?

    – Marcos puede tomar mi lugar y ocuparse de todo hasta que regrese. Sabes cuánto confío en él.

    – ¿Y Marcos estuvo de acuerdo?

    – Sí. Mi cuñado, una persona de total confianza.

    – ¿Y tu padre?

    – Al principio se mostró reacio. Pero también terminó aceptando.

    – Un viaje... Tal vez sea una buena idea alejarse de todo y de todos.

    – Fue lo que pensé. Y luego puedes escribir, diciendo que perdiste al bebé en el viaje. Creo que será menos doloroso.

    – ¿Crees que me haría bien? – Él asintió. Ella preguntó:

    – ¿Y a dónde iremos?

    – Pensé en visitar Europa.

    – ¿Europa? No sé. Han estado hablando sobre la guerra allí.

    – No creo en eso. Son solo rumores. Por favor, Flávia, vamos. No soporto más verte con esta depresión.

    Ella consideró la hipótesis por un momento. Aunque no estaba de humor para nada, un viaje serviría bien a sus propósitos. Escribiría una carta a la familia tan pronto como partieran, contando la pérdida del bebé, y no necesitaría estar en casa para presenciar la frustración de los familiares. Cuando regresara, habría pasado mucho tiempo y no la acusarían de nada más.

    – Así es – dijo al fin –. Haremos el viaje. Cuanto más nos hayamos ido, mejor.

    – ¡Excelente querida! Voy a organizar pasaportes y boletos ahora mismo. ¡Quiero visitar todo!

    – ¿Cuánto tiempo nos iremos?

    – No sé. Dos meses, tres... El tiempo que consideremos necesario.

    Quince días después, se fueron a Europa. Comenzaron su viaje por Londres. Desde allí, cruzarían el canal Dela Mancha e irían a Francia, donde tomarían el tren y continuarían hacia España y Portugal, regresando nuevamente hacia Italia y Suiza. Y dependiendo de la situación, también visitarían Austria, Alemania y los Países Bajos, y solo entonces regresarían. Sería un viaje maravilloso. E inolvidable también.

    CAPÍTULO 2

    Flávia llevaba una semana en Londres y todavía no había decidido escribirle a la familia. Varias veces, sostuvo el bolígrafo y miró el brillo del papel, preguntándose por dónde empezar. Pensó, pensó y terminó rindiéndose, distraída con cualquier cosa que Pablo le mostraba.

    Otras veces, decidida, garabateaba las primeras líneas, pero nunca fue más allá del ¿cómo estás? Por aquí todo es maravilloso... Por mucho que lo intentó, no tuvo el coraje de terminar con los sueños de la familia. Ella era hija única, y su madre siempre había soñado con un nieto. De la familia de Pablo, ella era la mayor esperanza. El esposo de su cuñada, Marcos, había tenido paperas cuando era niño, y era poco probable que pudiera tener hijos. Mariana aun no había quedado embarazada, y todos se resignaron a la esterilidad del muchacho.

    La misma vacilación se repitió en París, Madrid, Lisboa y en todos los lugares por donde iban. Pablo siempre le preguntaba por qué aun no había escrito a la familia, amenazando con escribirles él mismo, pero Flávia le rogaba que no lo hiciera. Pablo no entendía esa renuencia. Ni siquiera Flávia lo entendía. Todo lo que sabía, o más bien sentía, era que todavía no estaba lista para destruir sus sueños de esta manera.

    Pasaron los meses y continuaron viajando por el Viejo Continente, sin que ella decidiera contar lo sucedido. Estaban en Stuttgart, Alemania, y Flávia ya estaba comenzando a extrañar su hogar, al igual que Pablo, que ansiaba reanudar sus negocios al mando de la compañía.

    En ese momento, la situación en Europa no era muy alentadora. Alemania, bajo la presidencia de Adolf Hitler, había sido asumida por el Partido Nazi, que estableció un gobierno totalitario, extendiendo el terror político y controlando el ejército. Se estableció el odio a los judíos, al socialismo y al capitalismo, que los alemanes culparon por su rendición en la Gran Guerra y por las pesadas cargas impuestas por el Tratado de Versalles.

    La persecución de judíos y comunistas había comenzado hacía mucho tiempo, e innumerables personas fueron llevadas a campos de concentración y luego siendo exterminadas. En su ascenso internacional, Hitler ya había anexado Austria, Checoslovaquia y Albania al Tercer Reich, ahora volviéndose hacia Polonia.

    Fue en este clima de inestabilidad que Pablo y Flávia llegaron a Alemania. Las amenazas de guerra resonaban cada vez más fuerte, y la persecución de los judíos se intensificó aun más. Aparte de eso, Flávia ya no quería quedarse en el Viejo Mundo.

    – Pablo, cariño – dijo ella –. Ya no quiero continuar este viaje. Han pasado casi seis meses desde que salimos de Brasil...

    – Hace casi seis meses que debiste decir la verdad y no lo hiciste. ¿Cómo esperas llegar ahora? Según mis cálculos, el bebé ya debería haber nacido.

    – Lo sé, cariño, perdóname...

    Ella comenzó a llorar y Pablo se calmó.

    – No llores. No quiero hacerte daño, pero me preocupo. En todas las cartas de mamá, ella pregunta por ti y el bebé, y me veo obligado a decir que están bien.

    – ¿Y qué vamos a hacer ahora?

    – Digamos la verdad. Les escribiré y les diré que perdiste al bebé y que no tuvimos el coraje de hablar. No hay otra manera.

    – ¡No, por favor, no hagas eso!

    – No sirve de nada. Lo siento, pero es por tu propio bien.

    A pesar de las protestas de la mujer, Pablo se sentó en su escritorio y le escribió una larga carta a su padre, contándole todo lo que había sucedido desde ese día cuando Flávia había sido ingresada en el hospital y había llegado tarde a la ceremonia de inauguración en su nuevo puesto en la empresa. Le contó sobre los temores de la mujer, su profunda tristeza, sus esperanzas de quedar embarazada nuevamente. Eso no había sucedido, como se esperaba, y ya era amomento de regresar. Le pedí que le diera la noticia al resto de la familia y rogaba a todos que lo entendieran. Que no acusaran a Flávia ni le pidan que rindiera cuentas de nada. Ella había sido la víctima más grande y ya había sufrido demasiado.

    Terminó de escribir la carta, selló el sobre y se lo guardó en el bolsillo del abrigo. Más tarde, cuando salían a almorzar, enviaría la carta y todo terminaría. Luego empacarían sus maletas y regresarían a Brasil. Ya habían tomado demasiado tiempo en ese viaje y era hora de reanudar sus actividades.

    Al ver la mirada de disgusto de la mujer, Pablo se sentó a su lado en la cama, la tomó de la mano y habló suavemente:

    – No estés triste, cariño. Es mejor así...

    Él le sostuvo la barbilla con la punta de los dedos y se preparó para besarla, cuando un gran ruido surgió desde el medio de la calle. Pablo y Flávia se levantaron asombrados y corrieron hacia la ventana. Estaban en una habitación en el tercer piso, y allí abajo, la gente corría de un lado a otro, gritando y agitando las manos, como si estuvieran perdidos.

    – ¿Qué están diciendo? – preguntó Flávia, aprensiva –. No entiendo una palabra.

    – No sé... –. dijo Pablo, inseguro –. No lo entiendo bien.

    Prestó atención, tratando de entender lo que estaba pasando. No hablaba bien el alemán y tenía dificultades para comprender lo que esas personas decían.

    – ¿Y entonces? – dijo Flávia, ansiosa.

    – No estoy seguro. Pero parece que Hitler invadió Polonia.

    Flávia lo miró con asombro. Fue el 1 de septiembre, el día de la invasión alemana de Polonia, fecha en la que estalló la Segunda Guerra Mundial.

    – ¡Dios mío! – Exclamó Flávia asustada, sofocando un grito de terror –. ¿Y ahora?

    – No sé. Pero lo mejor que tenemos que hacer es salir de aquí lo antes posible.

    Tomaremos el primer tren a Suiza.

    Más que rápidamente, corrieron a hacer las maletas. No eran alemanes ni judíos, pero no sabían qué les podía pasar. Eran extranjeros, y el odio de Hitler también podía volverse contra ellos.

    Llegaron a la estación de tren dos horas después y estaban parados en la estación, esperando la llegada del tren que los llevaría de regreso a Suiza. La carta, olvidada en el bolsillo del abrigo de Pablo, nunca había sido enviada, y él se había olvidado por completo de ella. Tenía miedo, porque esas acciones bélicas representaban una amenaza desconocida, y no tenía la menor intención de sufrir en un país extranjero.

    El tren ya estaba llegando, y cientos de personas se estaban preparando para abordar. Flávia se levantó del banco en el que estaba sentada, tomó la maletita y agarró el brazo de su esposo.

    Estaban esperando que el tren se detuviera para abordar cuando escucharon un nuevo ruido. Parecían asustados y vieron a una mujer corriendo en su dirección, llevando en brazos lo que parecía ser un bulto de ropa. Detrás de ella, se escucharon los pitidos de los guardias, separados de ella por la multitud de personas que se amontonaban en la estación.

    Ellos estaban un poco lejos de la multitud, más cerca de los últimos vagones. Al verlos, la mujer corrió hacia ellos y comenzó a hablar algo en alemán extendiendo el pequeño paquete de paños a Flávia. Pablo, sin comprender lo que esa mujer quería y temiendo que pudiera causarles algún tipo de problema, la empujó violentamente, pero se volvió hacia Flávia con los ojos llenos de lágrimas, hablando apresuradamente y extendiéndole nuevamente el paquetito. La mujer parecía estar fuera de sí. Lloraba y hablaba con profunda angustia, como si suplicara algo. Su desesperación era clara, y Flávia podía entender la súplica en su tono.

    Flávia estaba confundida y aturdida. No entendía una palabra de lo que decía la mujer, pero estaba visiblemente desesperada, aterrorizada por algo. Pablo estaba a punto de empujarla nuevamente cuando escucharon un lloriqueo algo ahogado. Instintivamente, Flávia tomó el brazo de su esposo y retiró las telas, descubriendo la cara de un recién nacido, rosado y de ojos azules como dos cuentas.

    Eso la sorprendió mucho, y su primer gesto fue extender la mano para recoger al niño. Sin entender lo que la mujer decía, él entendió todo. Era judía y estaba huyendo de los guardias, con su hijo en su regazo, y quería dárselo. Darle el hijo para salvarlo de la muerte. Rápidamente, Flávia cogió a la

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