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El Derecho de Ser Feliz
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Libro electrónico522 páginas7 horas

El Derecho de Ser Feliz

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Fernando y Regina se enamoran. Él, de familia rica, de buena posición. Ella, de clase media, joven, sensible y espírita.


Pero el destino comenzará a mover sus piezas. Movido por la ambición material, Fernando decide irse a trabajar a Franci

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 jul 2023
ISBN9781088235881
El Derecho de Ser Feliz

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    El Derecho de Ser Feliz - Eliana Machado Coelho

    omance Espírita

    El Derecho de Ser Feliz

    Psicografiado por:

    Eliana Machado Coelho

    Por el Espíritu:

    Schellida

    Traducción al Español:      

    J.Thomas Saldias, MSc.      

    Trujillo, Perú, Octubre, 2019

    Título Original en Portugués:

    O Direito de Ser Feliz© Eliana Machado Coelho

    Revisión:

    Zabeli Canchari Tello

    Enzo Guevara Cavero

    World Spiritist Institute      

    Houston, Texas, USA      
    E–mail: contact@worldspiritistinstitute.org

    Sinopsis:

    Fernando y Regina se enamoran. Él, de familia rica, de buena posición. Ella, de clase media, joven, sensible y espírita.

    Pero el destino comenzará a mover sus piezas. Movido por la ambición material, Fernando decide irse a trabajar a Francia, cayendo en las redes de la seductora Lorena, una prima que vive en París. Regina se queda sola. El tiempo pasa, y ellos se separan definitivamente. Fernando se queda con Lorena; Regina se casa con Jorge. Nuevos hechos vienen a sacudir la vida de todos los personajes de esta emocionante historia...

    ¿Por qué caminos debemos seguir para no caer en las trampas que el propio descuido, la imprudencia, la traición y las ataduras de los vicios que llevan a la autodestrucción? ¿Cómo afrontar la soledad, sobre todo cuando perdemos a aquellos a quienes más amamos, y teniendo aun que enfrentar la dura realidad del cáncer?

    En El Derecho de Ser Feliz, el espíritu Schellida nos traer una vez más, con sabiduría, valiosas enseñanzas sobre temas siempre presentes en nuestro día a día. Por la psicografía de Eliana Machado Coelho, Schellida nos muestra que ser feliz depende solamente de nosotros, sin importar cuáles sean los obstáculos y los dolores enfrentados en la vida.

    De la Médium

    Eliana Machado Coelho nació en São Paulo, capital, un 9 de octubre. Desde pequeña, Eliana siempre estuvo en contacto con el Espiritismo, y la presencia constante del espíritu Schellida en su vida, que hasta hoy se presenta como una linda joven, delicada, sonrisa dulce y siempre amorosa, ya preanunciaba una sólida sociedad entre Eliana y la querida mentora para los trabajos que ambas realizarían juntas.

    El tiempo fue pasando. Amparada por padres amorosos, abuelos, más tarde por el esposo y la hija, Eliana, siempre con Schellida a su lado, fue trabajando. Después de años de estudio y entrenamientos en de psicografía en julio de 1997 surgió su primer libro: "Despertar para la Vida", obra que Schellida escribió en apenas veinte días. Más tarde, otros libros fueran surgiendo, entre ellos Corazones sin Destino.

    Trabajo aparte curiosidades naturales surgen sobre esta dupla (médium y espíritu) que impresiona por la belleza de los romances recibidos. Una de ellas es sobre el origen del nombre Schellida. ¿De dónde habría surgido y quién es Schellida? Eliana nos responde que ese nombre, Schellida, viene de una historia vivida entre ellas y, por ética, dejará la revelación por cuenta de la propia mentora, pues Schellida le avisó que escribirá un libro contando la principal parte de esa su trayectoria terrestre y la ligación amorosa con la médium. Por esa razón, Schellida afirmó cierta vez que, si tuviese que escribir libros utilizándose de otro médium, firmaría con nombre diferente, a fin de preservar la idoneidad del trabajador sin hacerlo pasar por cuestionamientos dudosos, situaciones embarazosas y dispensables, una vez que el nombre de un espíritu poco importa. Lo que prevalece es el contenido moral y las enseñanzas elevadas transmitidas a través de las obras confiables.

    Eliana y el espíritu Schellida cuentan con diversos libros publicados (entre ellos, los consagrados, El Derecho de Ser Feliz, Sin Reglas para Amar, Un Motivo para Vivir, Despertar para la Vida y Un Diario en el Tiempo). Otros inéditos entrarán en producción pronto, además de las obras antiguas a ser reeditadas. De esa manera, el espíritu Schellida garantiza que la tarea es extensa y hay un largo camino a ser trillado por las dos, que continuarán siempre juntas a traer enseñanzas sobre el amor en el plano espiritual, las consecuencias concretas de la Ley de la Armonización, la felicidad y las conquistas de cada uno de nosotros, pues el bien siempre vence cuando hay fe.

    Del Traductor

    Jesus Thomas Saldias, MSc., nació en Trujillo, Perú.

    Desde los años 80's conoció la doctrina espírita gracias a su estadía en Brasil donde tuvo oportunidad de interactuar a través de médiums con el Dr. Napoleón Rodriguez Laureano, quien se convirtió en su mentor y guía espiritual.

    Posteriormente se mudó al Estado de Texas, en los Estados Unidos y se graduó en la carrera de Zootecnia en la Universidad de Texas A&M. Obtuvo también su Maestría en Ciencias de Fauna Silvestre siguiendo sus estudios de Doctorado en la misma universidad.

    Terminada su carrera académica, estableció la empresa Global Specialized Consultants LLC a través de la cual promovió el Uso Sostenible de Recursos Naturales a través de Latino América y luego fue partícipe de la formación del World Spiritist Institute, registrada en el Estado de Texas como una ONG sin fines de lucro con la finalidad de promover la divulgación de la doctrina espírita.

    Actualmente se encuentra trabajando desde Peru en la traducción de libros de varios médiums y espíritus del portugués al español, así como conduciendo el programa La Hora de los Espíritus.

    ÍNDICE

    1. PREMONICIONES

    2. RETICENTE A CREER

    3. CIRCUNSTANCIAS TRÁGICAS

    4. UN HOGAR PARA BOLIÑA

    5. ¿DÓNDE ESTÁ MI HIJO?

    6. TRANSTORNOS ESPIRITUALES

    7. ¿PENSAMIENTOS DESTRUCTIVOS  O DEPRESIÓN?

    8. LOS ELEGIDOS DE DIOS

    9. RENOVANDO LOS CONCEPTOS

    10. ACONTECIMIENTOS INESPERADOS

    11. NUEVOS PRESENTIMIENTOS

    12. UNA NUEVA VIDA

    13. CAMBIO SÚBITO

    14. EN BUSCA DE SOLUCIONES

    15.  EL REENCUENTRO

    16. PENSAMIENTOS CONVULSIONADOS

    17. LA VERDADERA PERSONALIDAD

    18. EN EL MUNDO REAL

    19. IDEAS DE PERSECUSIÓN

    20. EXIGENCIAS DE LA VIDA

    21. EXPERIENCIAS AMARGAS

    22. LA DURA REALIDAD

    23. ¿QUÉ NOS DEPARA LA VIDA?

    24. MENSAJE DE AMOR

    25. LA IMPORTANCIA DEL PERDÓN

    26.  AYUDA PROVIDENCIAL

    27. LA ENFERMEDAD DEL ALMA

    28. DÍAS DIFÍCILES

    29. ORAR ES IMPORTANTE, PERO NO LO ES TODO

    30. DEPRESIÓN – EL CÁNCER DEL ALMA

    31. DURANTE EL SUEÑO

    32. ¡LA VIDA ES SORPRENDENTE!

    1.

    PREMONICIONES

    Era el fin de una tarde fría, algo un poco inusual en la ciudad maravillosa, donde las fuertes y ocasionales lluvias mantenían a muchos en sus hogares.

    Pocos se atrevían a salir de casa, y Fernando era uno de ellos.

    Animado, como todo joven de su edad, él no se incomodaba con el tiempo y se arregló para ir a la casa de un amigo, donde también estarían otros compañeros.

    Bajando deprisa por la larga escalera que se extendía curvada en la bella y bien adornada sala de su casa, dominado por la euforia, sin rodeos, Fernando avisó a su madre:

    – Estoy yendo a casa de Renato – afirmó el joven rápidamente de manera simple y volteándose para salir.

    La madre lo detuvo a tiempo, preguntando:

    – Hijo, ¿dónde es la casa de Renato?

    – ¡Ah, mamá! Ahora no puedo explicarte; estoy con prisas, pero no te preocupes, papá sabe dónde es. ¡Chau!

    Y, antes que Lidia intentase decir algo más, el hijo, decidido, salió a la ligera.

    Lidia, que tenía en sus manos un libro de gran volumen, se quedó de pie casi en el centro de la sala, sin ninguna reacción. Algo extraño le sucedía. Un leve adormecimiento dejó sus pensamientos en blanco, y un vago presentimiento de que algo malo sucedería la dejó fría.

    De repente, el libro que sostenía pareció haber caído de sus manos para el suelo, haciéndola volver a la realidad.

    Un rápido suspiro, con un suave gemido, expresó su susto, y la bella mujer corrió en dirección a la puerta para alcanzar a Fernando.

    Saliendo de la exuberante casa, corrió por el largo balcón tropezándose con las plantas y las sillas, con el fin de poder alcanzar al hijo.

    Bajando poco a poco las gradas del balcón y llegando al garaje que estaba en un lateral de la lujosa mansión, Lidia se sintió decepcionada al ver que Fernando ya había salido con su carro.

    Una gélida sensación le recorrió el cuerpo, y como último intento ella igual se dirigió apresurada hasta los portones para intentar verlo, pero no tuvo éxito.

    Sin comprender lo que le pasaba, la mujer se estremeció. Lidia no entendía aquellos sentimientos.

    Frustrada, regresó lentamente a casa, caminando por la callecita en el interior del quintal flanqueada por un bello jardín. Fue entonces que escuchó:

    – ¿Algún problema, señora Lidia?

    Después de nuevo susto, al mirar en dirección de la voz que la sorprendió, Lidia respondió, suavemente, intentando expresarse con calma:

    – Intenté alcanzar a mi hijo, Fernando. Él pasó ahora mismo por aquí, ¿verdad, Américo?

    – En el momento en que usted fue para el portón, ya hacía unos diez minutos que él había salido.

    Lidia forzó media sonrisa, que luego se deshizo, y, entonando la voz con amabilidad, corrigió al jardinero:

    – Creo que no, Américo. Apenas conversé con él en la sala y... Bueno, él cerró la puerta y yo, inmediatamente, salí detrás de él.

    Lidia se acordó de la extraña experiencia que tuviera momentos antes, de cómo sus pensamientos se quedaran en blanco por algunos segundos hasta que el libro cayera de sus manos.

    Reflexionando rápido, ella se preguntó en pensamiento: ¿Será que me quedé parada en mi sala algunos segundos? ¿Será que no pasó más tiempo del que yo imagino? Américo dijo que Fernando ya había salido hacía diez minutos. ¡No me quedé parada en la sala tanto tiempo así!

    Mientras recordaba lo que había ocurrido, Lidia no se daba cuenta que estaba parada, en silencio, con la mirada perdida en el modesto y gentil señor que tenía el rostro arrugado y quemado por el sol.

    Con mirada generosa, Américo esperaba educadamente que la patrona diga algo.

    Cuando el hombre esbozó una sonrisa simpática y con las manos trémulas ofreció una rosa a Lidia, ella pareció despertar.

    Mecánicamente, la joven señora extendió la mano y tomó la linda flor, agradeciendo, como si estuviese susurrando.

    – Gracias.

    – Señora Lidia – dijo el jardinero esperando que la mujer levantase la mirada y, al verla encarándolo, prosiguió –, usted me parece asustada. Tome un té para calmarse y haga una oración.

    Ella sonrió con generosidad y respondió:

    – Estoy trabajando mucho, Américo. Debe ser el cansancio –. Nuevamente comenzó a llover y Lidia se vio obligada a recogerse rápidamente, despidiéndose del señor con un leve movimiento de la cabeza y bondadosa sonrisa.

    Ya bajo el abrigo de la cómoda residencia, ella se sentía insegura e insatisfecha. No había a quién pudiese confiar sus sentimientos y la experiencia que viviera.

    Varios empleados estaban en la casa, pero a estos nunca les compartiera su intimidad, sus miedos e inseguridades.

    Su suegro, Horacio, ya se encontraba en su suite y Lidia no tenía tanta libertad con él; mejor dicho, ninguna. Horacio era un hombre austero, casi arrogante, que no se fijaba en asuntos pequeños o del día a día, sólo le importaban los negocios.

    Los dos hijos más jóvenes, Kássia y Cristiano, habían viajado con su hermana.

    Su marido, un abogado de prestigio y muy influyente, así como el padre, por razones profesionales, no estaba en casa.

    Cediendo a los fuertes impulsos que dominaban su alma, Lidia fue para el cuarto y, sintiendo su cuerpo temblar, se lanzó sobre la cama, jalando las sábanas para taparse, como si en ese movimiento pudiese ahuyentar su miedo y su inseguridad.

    ¡Algo está mal! ¡Tengo ganas de llorar! ¿Qué será eso?, pensaba con angustia.

    Lidia no conciliaba sus pensamientos atormentados por un miedo, por una sensación que no comprendía y no conseguía explicar.

    Las lágrimas se hicieran presentes, y sollozos involuntarios demostraban sus más dolorosos conflictos de sentimientos. Un llanto compulsivo se apoderó de ella.

    Algún tiempo había pasado y, muy distante del barrio donde vivía, Fernando buscaba la casa de su amigo.

    Debido al desbordamiento de un canal, el joven necesitó desviarse del camino que conocía. Por no estar familiarizado con la región y también a causa de la lluvia que dificultaba la visibilidad, él se sentía perdido.

    Buscando por una calle que apenas recordaba el nombre, el joven comenzó a entrar en vías y esquinas sin saber dónde estaba.

    No había nadie a quien pudiese pedirle información, pues ya era de noche, y la lluvia y el frío inhibían a las personas a quedarse en las calles.

    Entrando en una esquina que no tenía pavimentación, el joven reclamó en voz alta:

    – ¡Diablos! ¡Calle de tierra, o, mejor dicho, de barro! ¡Otra vez!

    Hacía poco tiempo que Fernando había recibido de sus padres aquel carro que había comprado nuevo de la tienda. Era un vehículo de alta gama, y pocos jóvenes de su edad poseían un automóvil como aquel.

    La visibilidad era poca, y las condiciones de la calle, muy malas. Aun así, Fernando decidió intentarlo.

    Mucho más tarde, después de un viaje que, a pesar de ser corta, fuera agotadora, Rodolfo llegó a casa y se extrañó de ver que Lida no lo estaba esperando. Su esposa era atenta y gentil y siempre insistía en esperarlo, aun cuando llegaba de madrugada.

    Antes de subir a su cuarto, por ser ordenado, el marido de Lidia insistió en ir primero a su oficina para dejar los documentos que trajera consigo.

    Frente a una gran mesa, al sacar de su maletín algunos papeles, el hombre se dispuso a examinarlos.

    Observando algunas curiosidades que serían importantes para la defensa de una nueva causa, Rodolfo se distrajo y no avisó a la esposa sobre su llegada.

    Después de que transcurrieran más de tres cuartos de hora, él escuchó un grito de pánico.

    – ¡¡¡Lidia!!! – exclamó él al reconocer la voz de la esposa, momento en que, subió apresurado hacia la suite a fin de ver lo que le pasaba.

    – ¡Lidia! ¿Qué pasó? – preguntó afligido.

    Muy pálida, la mujer estaba sentada en el borde de la cama, con la respiración jadeante y lágrimas corriendo por el rostro.

    Acomodándose al lado de la esposa, Rodolfo le alisó los cabellos, jalándola con ternura para darle un abrazo.

    Suaves toques en la puerta del cuarto, entreabierta, anunciaran la llegada del señor Horacio, que también oyera el grito de la nuera y quería saber lo que pasaba.

    – ¿Qué sucedió? – se interesó el padre de Rodolfo –. ¿Está todo bien?

    Abrazada al marido, Lidia intentaba esconder el rostro, mientras Rodolfo explicaba de manera sencilla lo que creía que había ocurrido.

    – Lidia tuvo una pesadilla. Fue eso, papá.

    El hombre, serio, casi sesudo, se quedó observándolos por algunos segundos; no dijo nada más, retirándose enseguida.

    Frente al llanto afligido que comenzó a brotar, Rodolfo pidió de manera amorosa:

    – Calma. Trata de calmarte –. Haciendo el intento de levantarse, él informó: – Voy a buscar agua con azúcar para...

    – ¡No...! Qué–da–te con–mi–go – pidió Lidia, con la voz entrecortada por los sollozos.

    – Sólo tuviste un sueño, Lidia.

    – No, no fue eso... –. Aun con la voz casi embargada, ella le contó al marido todo lo que ocurriera en la tarde de aquel día.

    Él la escuchó con paciencia, pero no sabía qué decir.

    – Fue algo muy fuerte, Rodolfo – contó la esposa –. Sentí una sensación gélida, un escalofrío raro. Fue como si la muerte hubiese pasado por mí.

    Lidia estaba notoriamente perturbada.

    El esposo la miraba incrédulo. Él nunca la viera perder el control de sus emociones. Su mujer no era persona que mistifica situaciones o sentimientos. Debería haber sido algo realmente muy fuerte para impresionarla tanto.

    Lidia amaba a sus hijos, era cariñosa, siempre presente, pero su atención y cuidados para con ellos nunca fuera obsesivo., Siempre fue una persona racional, científica.

    Tratando de hablar con bondad, mostrándose comprensivo, al acariciarle el rostro con cariño, Rodolfo argumentó:

    – Lidia, tranquilízate. No vamos a pensar en tragedias. Estás cansada. Trabajamos mucho últimamente. Las investigaciones para ganar la causa de las Empresas Mattoso te costaron mucha dedicación, desgaste físico y emocional. Yo sé que es eso, vi cuánto te empeñaste.

    – Y el sueño que tuve hace poco, ¿cómo se explica? ¡Mi hijo me pedía auxilio!

    – Te dormiste preocupada con él. Probablemente ese fue el motivo del sueño.

    La mirada de Lidia era piadosa, transmitiendo una expresión indefinidamente angustiosa.

    – Él dijo que tú sabías dónde queda la casa de Renato – dijo ella.

    – Sí, yo lo llevé allá una o dos veces para un trabajo de la universidad.

    Con los ojos nublados por las lágrimas obstinadas que se hacían, Lidia, le pidió, casi implorando:

    – ¿Vamos hasta allá?

    Rodolfo reflexionó un poco, se acercó más a la mujer, le acarició el rostro y el cabello, preguntando con cariño:

    – ¿Será necesario? ¿No vamos a avergonzar a nuestro hijo?

    La mujer guardó silencio. Una dolorosa angustia le apretaba el pecho.

    Ella buscó en el abrazo con Rodolfo un consuelo, una comodidad para aliviar aquellos sentimientos que la martirizaban tanto.

    Las horas pasaban y cada minuto sin noticias del hijo dejaba a aquella madre más afligida.

    Ella esperó que su marido se acostase y durmiese para poder levantarse y caminar por la casa.

    Era casi la una de la mañana cuando Rodolfo se despertó y sintió la falta de la esposa.

    Decidido, fue a buscarla.

    Al bajar por las escaleras, pudo verla sentada en una poltrona mirando por el gran cristal, donde se podía ver parte del balcón, del jardín y de la entrada del garaje.

    – ¡Mira, Lidia! ¡Eso ya es demasiado!

    – Rodolfo, sucedió algo. Yo lo siento -. Rodolfo se aproximó de la mujer, y respiró profundamente mientras reflexionaba lo que iba a decir.

    Antes que dijese algo, el teléfono sonó. Él se volteó, atendió y se identificó, mientras Lidia lo encaraba con los ojos bien abiertos y gestos afligidos frotándose las delicadas manos.

    Luego, ella escuchó al marido decir:

    – Sí, yo sé dónde queda. Vamos para allá. Gracias.

    Sin rodeos, Rodolfo la miró serio y le dijo:

    – Fernando está en el hospital. Tuvo un accidente.

    2.

    RETICENTE A CREER

    Ya en el hospital, al lado del hijo, Lidia y Rodolfo conversaron con el médico que atendió al joven.

    – Él no tiene ninguna fractura – explicaba el médico –, excepto un lindo hematoma y un corte en la frente. Su desmayo se debió a un fuerte golpe en la cabeza, y recomiendo que se quede en observación hasta mañana –. Mirando al joven, completó con una sonrisa irónica: – Aunque él diga que puede caminar y que se siente bien, será mejor que se quede aquí.

    Comprobando las condiciones del hospital público, Rodolfo decidió de manera educada:

    – Doctor, prefiero llevar a mi hijo a casa. Tengo condiciones y puedo llamar al médico de la familia, usted me entiende, ¿verdad?

    Sin demorarse, el médico aceptó:

    – Claro, sí le entiendo. Sin embargo, necesito que alguien se responsabilice por su alta hospitalaria. No puedo, en un caso como este, simplemente liberar al paciente.

    – De acuerdo. Haremos como debe hacerse – afirmó el padre.

    Al llegar a casa, el señor Horacio, que no sabía lo que ocurrió, extrañó el movimiento, una vez que el médico de la familia acompañaba a la pareja, junto con su nieto quien estaba muy sucio y lastimado.

    El joven fue llevado para el cuarto para bañarse y ser examinado nuevamente por el médico, mientras Rodolfo le explicaba al padre lo que había sucedido.

    Luego, todos rodeaban a Fernando, que se sentía mareado y adolorido.

    – Pero, ¿cómo es que te pasó esto? – preguntó el abuelo, casi interrogándolo.

    – Tuve que desviarme del camino que conocía porque un canal se había desbordado – explicaba el muchacho en un tono suave de voz suave y bajo, aparentemente sin querer contar, una vez más, aquella historia. Me metí en una y otra calle; sentía que estaba perdido. Acabé entrando en una calle que no era asfaltada y al frente había una bajada, un barranco – exageró Fernando –, ¡que parecía jalar el carro! No pude parar. El carro se deslizó solito hasta chocar con el muro. Me quedé aturdido, pues me golpeé la cabeza con el parabrisas. Cuando intenté salir del carro, me caí al suelo y me desmayé.

    – ¿Quién te ayudó? – preguntó, de modo austero, el señor Horacio.

    – La calle casi no tenía casas. El muro era de una empresa. Los vigilantes se incomodaron con los ladridos impertinentes de los perros y fueron a ver lo que estaba sucediendo, a pesar de que llovía mucho. Ellos le dijeron a los policías que había un perro del lado de afuera de la empresa que me rodeaba en el suelo y corría hasta el portón, pareciendo querer llamar la atención, y eso hizo que los otros perros, allá adentro, se pusiesen como locos. Luego ellos me vieron y llamaron a la policía. Fue eso.

    El abuelo de Fernando frunció el ceño, demostrándose insatisfecho con lo ocurrido y alertó:

    – Necesitas tener más cuidado. Tienes que ser más precavido y mirar por dónde andas.

    El joven estaba inconforme, no quería ser advertido. Lidia, solícita y amorosa, cubrió al hijo para abrigarlo y le recomendó cariñosa:

    – Ahora descansa. Voy a preparar algo de comer y recoger el medicamento que el chofer ya debe haber traído.

    El médico, que estaba de salida, hizo algunas recomendaciones y luego se fue.

    Mucho más tarde, al verse a solas con la esposa, Rodolfo preguntó:

    – ¿Fue un presentimiento aquel conjunto de sensaciones que te dejó angustiada?

    Lidia le ofreció media sonrisa, bajó la mirada repleta de dudas y no dijo nada.

    Intrigado, Rodolfo se aproximó, tomándola delicadamente por el hombro y preguntó:

    – ¿Qué pasó, Lidia? ¿Qué me estás escondiendo?

    La esposa guardó silencio. Su corazón estaba envuelto en malos presagios, dudas e inseguridad.

    – ¿Qué es lo que tienes? – insistió él.

    – No lo sé. Siento una opresión en el pecho; es como si no hubiese terminado.

    – ... no hubiese terminado ¿qué?

    – Sabes aquella angustia, aquel mal presagio. No dejé de sentirlos. Aun ahora, viendo a nuestro hijo con seguridad, sé que algo está mal.

    Soltándola, pareciendo estar ahora insatisfecho con la creencia de la esposa, menos amoroso Rodolfo suspiró profundamente y argumentó firme:

    – Lidia, nunca fuiste una persona que se dejara influenciar por la espiritualidad, por lo sobrenatural o cosas así. Sabes que a mí no me gusta eso.

    La esposa no quería lastimarlo, pero decidió revelar cuestiones más íntimas que la incomodaban en los últimos tiempos y, con ternura en la voz, preguntó:

    – Mi amor, ¿ya pensaste alguna vez por qué tenemos esta condición social? ¿Por qué vivimos bien? ¿Por qué tenemos tres hijos lindos, perfectos? ¿Ya pensaste en lo que debemos enseñarles, no solo sobre la vida material, pero, sobre todo, sobre la moral?

    Tranquilo, como siempre, pero satisfecho y escéptico, Rodolfo concluyó rápidamente:

    – Lidia, tenemos esta condición social porque yo estudié mucho y aún vengo estudiando para mantenerme actualizado. Sabes cuánto me desgasto y lucho en el trabajo. Vivimos bien porque no somos ociosos, no vivimos divirtiéndonos como algunos que no tienen responsabilidades, no se esfuerzan, no piensan en el futuro, llenan la casa de hijos y después le echan la culpa al gobierno.

    Tenemos tres hijos porque somos conscientes, planeamos nuestras vidas. Sabemos que, donde comen tres, si llegan uno o dos más, la comida tiene que ser dividida. Solamente los pobres de razonamiento dicen: donde come uno, comen dos. ¡Eso es una tontería! La comida dentro de casa solo se multiplica cuando se tiene dinero; si no lo tuviesen, el hambre, las peleas y las desgracias comienzan a suceder.

    Nuestros hijos tienen estudios. Les enseñamos que sin estudios no somos nada en la vida. Les mostramos que debemos tener perseverancia, objetivos sólidos, estables y planificar la vida. Les enseñamos que las alegrías temporales no nos dan frutos en el futuro. Yo les explico que fumar, beber y el juego son verdaderos perjuicios para la salud y para el bolsillo. Eso es moral.

    Caminando despacio de un lado para otro en la oficina, él continuó:

    – Mi padre consiguió esta casa con mucho esfuerzo y economía. Si no fuese su lucha y trabajo, viviríamos en un barrio pobre y con mucha miseria –. Mirándola a los ojos, Rodolfo concluyó: – Yo me preocupo de enseñarles a mis hijos la realidad de la vida. Quiero que ellos vivan bien.

    En aquel instante, Rodolfo se mostró como un hombre que Lidia no conocía.

    – Pero, mi amor... – intentó decir la esposa. Interrumpiéndola, aun de manera educada, el marido reforzó:

    – Lidia, yo te amo mucho. Sé que me conoces muy bien. No me gusta lo que no puedo ver ni tocar de alguna manera. Siempre te ofrecí todo aquí en casa. Te daría el mundo si pudiese, pero no me fuerces a la religiosidad.

    – ¿Tú no crees en Dios?

    – Creo, pero de la siguiente manera: Alguien nos creó. Y a ese, todos le dan el nombre de Dios. Creo también que Dios es tan inteligente que no le importa mi vida, y por eso no emito opiniones para lo que sucede en el mundo en términos de desastres naturales. Cumplo con mis obligaciones, no vivo pidiéndole nada y sobrevivo muy bien. Para mí, eso es suficiente; esas preocupaciones no van conmigo.

    Aproximándose más de la esposa, él le tocó el hombro y la jaló para un abrazo, al cual ella accedió mecánicamente. Luego, Rodolfo le pidió en un tono más educado, casi arrepentido, disculpas por estar usando palabras tan duras.

    – No me gustaría escucharte hablar más sobre presentimientos o espiritualidad.

    – Yo no dije nada sobre espiritualidad.

    – Por ahora. Yo sé que así se comienza. Ya conoces mi historia.

    Lidia guardó silencio. De cierta manera, ella se sentía subyugada por vivir en condiciones tan dependientes.

    Se sintió lastimada con las opiniones del marido, pero no expresaba sus sentimientos ni sus ideas; eso era como un castigo, un tributo, un pago por las condiciones lujosas en las que vivía.

    Era terrible refrenar, reprimir las necesidades íntimas de exponer sus creencias, sus opiniones religiosas.

    Lidia amaba a Rodolfo y por su amor soportaba todo.

    Horas después, cuando se encontraba a solas con el hijo, Lidia le informó:

    – Nando, tus amigos llamaron. Querían hablar contigo, pero les dije que estabas durmiendo y les conté sobre el accidente.

    – ¿Quién era? ¿Renato?

    – Sí, él mismo. Quería saber por qué no fuiste a su casa anoche. Él me pareció muy sorprendido y preocupado. Dijo que, si puede, vendrá aquí más tarde.

    – ¡Qué bueno! – dijo el joven Fernando, sonriendo satisfecho.

    Luego; sin embargo, miró a su madre y le pidió: – Mamá, ven acá, siéntate.

    Lidia se aproximó al hijo y, al sentarse, tomó su mano entre las suyas mientras lo miraba con ternura, esperando que hablase.

    Frente al silencio prolongado, ella sonrió con generosidad y preguntó:

    – ¿Qué pasó, Nando? ¿Algún problema? – Después de sonreír, él afirmó:

    – Es bueno estar en casa, mamá. Me quedé tan asustado anoche. Sabes, después de golpearme la cabeza, me sentí muy mareado – contaba el joven, con la mirada perdida, como si viese nuevamente lo que sucedió.

    – Tuve un fuerte impulso de salir del carro, pero fue peor. No conseguí mantenerme de pie y luego me caí al suelo, enlodado. Después de algunos minutos recobré los sentidos, pero no conseguía reaccionar, levantarme –. Después de una breve pausa, prosiguió: – Comencé a acordarme de Dios, preguntándome a mí mismo si Él me oía en aquel instante. Le pedí Su ayuda y... – Fernando sonrió y completó: – Cuando vi a aquel perrito cerca de mí, lamiendo mi rostro, me pregunté: ¿Será que esta es la ayuda que merezco de Dios?

    Lidia no lo interrumpió, y, después de algunos segundos, el hijo continuó:

    – Yo no sabía lo que estaba hablando y jamás creí que aquel perro pudiese llamar la atención de alguien para ayudarme. ¿Será que eso fue ayuda de Dios?

    La mujer se quedó pensativa, pero luego respondió:

    – Dios actúa de diferentes maneras en nuestras vidas, hijo mío. Tal vez el animalito sea más sensible y obedezca a... – Lidia perdió la hilación de las palabras, pero por fin completó su idea: – Vamos a decir que para el perrito sea más fácil obedecer a una especie de inspiración, pues, por ser irracional, él no pregunta ¿por qué? y termina siguiendo sus instintos.

    – ¿Y tú crees en eso?

    – Claro, sí creo. No tengo otra explicación. No tengo conocimiento, pero creo que es lo más lógico.

    – Después de haberme despertado del desmayo, aun estaba en el suelo, solo que no conseguía reaccionar. Sentí una sacudida en la columna, algo que adormecía mis piernas. Me sentía muy mal y...

    – Y... – preguntó la mamá frente al silencio que se hizo. Fernando la miró serio, después reveló con algo de emoción en la voz.

    – Yo me acordé de la abuelita.

    – ¿Mi mamá? – preguntó Lidia, mostrándose sorprendida.

    – Sí, me acordé de la abuelita Amelia.

    – Tú eras pequeño cuando ella falleció, ¡tenías ocho años! – Se admiró la madre, que luego preguntó: – Hace trece años. ¿Tú aun te acuerdas?

    – Tengo fuertes recuerdos. Me acuerdo de cuando ella me enseñaba a rezar, solo que mi papá no podía enterarse. Me acuerdo que cuando ella hacía aquellos dulces, nos contaba historias, nos leía...

    Fernando mostrara un rostro sereno, dejando la mirada perdida y los labios expresando una suave sonrisa, como si aquellos recuerdos le proveyesen de sentimientos y sensaciones agradables.

    Sorprendida y sin percibir que sacaba al hijo de aquel éxtasis, la madre confesó:

    – En los últimos días me he acordado mucho de mi madre –. Con los ojos con lágrimas que casi caían, Lidia, emocionada, reveló: – Anoche yo quería tenerla conmigo. Después sentí como si ella me estuviese abrazando, yo...

    La voz de la joven señora se embargó y la hizo callarse. Fernando estaba sorprendido; nunca vio a su mamá hablar de su abuela de aquella manera.

    Acariciándole la mano y el brazo, el joven pidió:

    – Calma, mamá. No te pongas así.

    Tomando aliento, tratando de recomponerse al secar las lágrimas que se obstinaban en caer, Lidia advirtió:

    – No comentes esto con tu papá. Él es un hombre muy bueno, pero... Tú sabes.

    Suaves toques en la puerta del cuarto hicieron responder a Fernando:

    – ¡Pase!

    Era Eunice, la empleada, informando de la llegada de dos amigos del joven.

    Lidia fue a recibirlos y, desde la grada de la escalera, les pidió que los dos jóvenes subiesen, mientras los esperaba con una sonrisa.

    Era Renato, acompañado de su hermana, Regina. Los hermanos formaban una pareja alegre y despreocupada; no obstante, educada.

    Bien vestida, la joven poseía un encanto en la mirada, algo profundo, inexplicable.

    Después de las presentaciones, fueron hasta el cuarto del amigo.

    Los jóvenes se fijaron en un asunto, y, después de servirles un refrigerio a todos, Lidia se sentó para conversar con Regina.

    – Desde anoche estamos preocupados con Fernando, íbamos a telefonear, pero mi mamá creyó que ya era tarde, que iríamos a incomodar.

    – Mientras tanto yo – comentó Lidia – quería ir hasta su casa para saber de mi hijo. No sé lo que sucedió conmigo, sentí una angustia, un miedo. No había motivo, pero yo sentía que algo malo podría suceder o estar sucediendo.

    – Las madres acostumbran sentir lo que sucede con los hijos. Es como una transmisión de pensamientos, de sentimientos para los cuales no encontramos palabras para explicar lo que experimentamos.

    – ¡Exactamente! – concordó Lidia –. Anoche yo no conseguía decir lo que estaba mal, pero sabía que algo estaba sucediendo. Pero sabes, Regina, aun viéndolo aquí, ahora, siento algo indefinido. Un miedo, como si no todo estuviese bien.

    – Perdone mi pregunta, pero, ¿usted tiene alguna religión?

    – Sí. Quiero decir, no.

    Ambas rieron, y luego Lidia, explicó:

    – Fui educada en las costumbres de la Iglesia Católica Apostólica Romana. Seguí esa doctrina hasta que me casé. Hoy no voy más a la iglesia, pero tengo mucha fe y hago mis oraciones.

    – Es importante tener fe. Creer en Dios y hacer oraciones en esos momentos de inseguridad. Rece y pida a Dios para que le alivie su corazón oprimido. Pídale que la envuelva, que le de fuerzas. Después, dedíquese a trabajos alegres, productivos. Creo que usted no debería aferrarse a sentimientos de angustia y miedo. Eso nos impide que seamos fuertes.

    – Pero es tan difícil librarse de pensamientos perturbadores como esos.

    – Si no lo intenta, si no hace oraciones a Dios, será peor –. Lidia sonrió al afirmar:

    – Tengo mucho que agradecer a Dios porque mi hijo está bien.

    – Es importante que agradezcamos por el bien que nos sucede; eso nos une más a Dios. Generalmente nos acordamos de Él solamente en los momentos difíciles.

    – Realmente es así.

    La conversación siguió un poco más hasta que Regina llamó a su hermano para que se retirasen. Sin embargo, Lidia, observando que el hijo estaba muy animado, hasta pareciendo más dispuesto y recuperado con la presencia de sus amigos, llamó a la joven para que la acompañase, diciendo que deberían dejarlos conversar un poco más.

    Para complacer a la anfitriona, Regina aceptó y, cuando estaba en la sala, admiró:

    – ¡Qué casa linda tienen! ¡Qué buen gusto!

    – Gracias. En verdad, le pertenece a mi suegro. Cuando me casé con Rodolfo, él prefirió vivir aquí, ya que también comparte el estudio de abogados con su padre.

    – ¿Su esposo tiene más hermanos?

    – Sí. Dos hermanos, solo que no viven en el Brasil. Uno es químico y vive en Suiza. La otra está casada con un italiano, dueño de un astillero. Ellos viven en Francia. Ninguno de ellos piensa en regresar para acá.

    Sin que Lidia pudiese percibirlo, la joven levantó las cejas en admiración, pero luego se recompuso.

    Sin pretensiones, la mamá de Fernando reveló:

    – Soy de familia humilde. Conocí a Rodolfo cuando comencé a trabajar en el estudio de su padre como mecanógrafa –. Después de sonreír, ella contó: – Nos enamoramos y nos casamos. Fue tan rápido que ni lo creí. Cuando desperté me vi aquí, en esta casa.

    – ¡Vivir aquí debe ser un cuento de hadas! – exclamó la joven, pasando los ojos por toda la sala.

    Lidia sonrió y discretamente mencionó:

    – Ni tanto, hija. Ni tanto. Para vivir bien en medio de la riqueza, lo que extrañé mucho, necesitamos de...

    La aproximación de Renato y Fernando en lo alto de la escalera interrumpió el asunto entre ambas.

    – Hijo, ¿no es mejor que te acuestes?

    – Me quedé acostado todo el día, mamá – respondió el joven, mientras descendía lentamente por las escaleras –. Tengo que caminar un poco –. Al llegar cerca a la madre, preguntó: – A propósito, ¿la tía no debería haber llegado ya de Angra?

    – Sí, ya. Hablé con ella por la mañana, apenas llegamos del hospital, y sus planes eran regresar al inicio de la noche. Está a tiempo.

    Volteándose hacia su hermano, Regina dijo:

    – ¡Vámonos!

    – Sí, vamos – concordó Renato.

    – ¡Es temprano! – dijo Lidia, que había gustado de la compañía de los jóvenes.

    – No, señora Lidia – respondió Regina –, necesito estudiar. Tengo examen la semana que viene, y Renato va a acabar golpeado por la enamorada – bromeó la joven, sonriente.

    Volteándose hacia su amigo, Renato afirmó:

    – Entonces, mañana, sin falta, voy hasta allá contigo –. Fernando sonrió y reveló frente a la mirada curiosa de Regina y de su madre:

    – Le pedí a Renato para que vaya conmigo hasta el lugar del accidente para intentar encontrar al perrito que me ayudó.

    Animada, Regina sonrió al pedir:

    – ¡¿Puedo ir?!

    – ¡Claro! – accedió el amigo –. Vamos todos –. Lidia sonrió con el entusiasmo de los jóvenes.

    Luego ellos se despidieron y se retiraron.

    Lidia había simpatizado con los amigos de su hijo, entendiendo por qué Fernando hablaba sobre ellos con frecuencia. Ahora, se sentía feliz al saber que el hijo estaba en buena compañía, pues en los últimos tiempos, con la excusa de estudiar junto a Renato, Fernando no se apartaba, por muchos días, de la casa del amigo y conversaba mucho con su madre.

    Lidia sonrió íntimamente, pues comenzó a creer que, en verdad, su hijo podría estar interesado en Regina, una bella morena, muy simpática y educada. Pero decidió no preguntar nada. Sabría esperar.

    3.

    CIRCUNSTANCIAS

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