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La distinta
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Libro electrónico236 páginas3 horas

La distinta

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Todo es silencio... Adéntrate en la historia de una joven sorda. Una novela sobre discapacidad como Yo antes de ti.

Julia, una niña normal, ve su vida transformarse cuando una enfermedad le deja la secuela de sordera. Sumida en un mundo de silencio, lucha por adaptarse a una sociedad oyente, que no comprende su condición especial.

Las crisis, la soledad y su ansia de volver a escuchar la acompañan a lo largo de su niñez y adolescencia. En su juventud, una operación de implante coclear la llena de esperanza, al devolverle en alguna forma la audición. Sin embargo, su lucha contra los estigmas, los obstáculos y la discriminación, continúa. La tenacidad de la joven la impulsa a seguir adelante, motivada por la calidez de las relaciones filiales, la amistad, y, también, el complicado amor.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 sept 2017
ISBN9788491129554
La distinta
Autor

Vera Ruiz

Vera Ruiz, es el pseudónimo tras el que se oculta la autora de La distinta, una mujer con discapacidad auditiva, adquirida en la infancia. Aprendió a desenvolverse en el mundo oyente, cursando estudios primarios, secundarios y superiores en instituciones educativas convencionales, llegando a obtener un título universitario en ingeniería. A través del personaje de Julia, la protagonista de su obra, narra sus experiencias como persona sorda, buscando concienciar a la sociedad sobre las condiciones, particularidades y necesidades especiales que tiene este sector particular de la población.

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    La distinta - Vera Ruiz

    caligrama

    Esta obra está basada en hechos reales sin embargo todos los nombres, lugares, y fechas han sido cambiados para proteger la privacidad de los afectados.

    La distinta

    Primera edición: julio 2017

    ISBN: 9788491128274

    ISBN e-book: 9788491129554

    © del texto

    Vera Ruiz

    © de esta edición

    , 2017

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Para Lourdes.

    I

    La llegada del silencio

    Ella era normal, aunque siempre fue reservada. Nunca le gustó hablar mucho. En las conversaciones en la escuela, durante los recreos, escuchaba las historias que aquellas pequeñas de segundo grado contaban. Atendía cada palabra, rodeada de sus otras compañeras. La que narraba, la extrovertida, podía hablar durante una hora entera sobre su familia, relatar una historia fantasiosa o exponer lo que ella pensaba sobre algún tema u otro, todo con la más grande naturalidad. Pero ella no, ella no era extrovertida. A cada pensamiento que se le venía mientras escuchaba la charla, seguía una reflexión interna, una opinión, una conclusión, todo dentro de su mente. Pero aquellas reflexiones nunca salían de su boca, sino que se quedaban en su cerebro, en su conversación interna, solitaria.

    Ella, Julia Ruales Ponce, era introvertida. Quizás sacó eso de su mamá, una auditora del Gobierno. El trabajo de la madre la llevaba a visitar todo tipo de organizaciones que el Estado quería investigar y controlar. Siempre formal, culta y atenta, se limitaba a mantener una relación diplomática con sus colegas. Esa era Lourdes, una mujer muy dedicada, que siempre, luego de sus labores, retiraba a Julia de la casa de la abuela y llegaba a la suya a cocinar la cena familiar. La concentración de Julia en sus juegos era tal que nunca escuchaba cuando su madre la llamaba a la mesa, entonces, Lourdes pensaba que se retraía, cuando era exactamente lo opuesto. La niña se sumía completamente en su juego, en la televisión, o en sus deberes escolares, pero luego de unas siete llamadas y la pérdida de paciencia, la madre la iba a buscar, enojada. Era necesario que su enojo se manifestara para que Julia, miedosa, obedeciera y fuera al fin a merendar.

    El padre de Julia, Fausto, un médico cirujano, trabajaba en un hospital, también del Gobierno, y su profesión le absorbía tanto que ocupaba todo su tiempo. La importancia de salvar vidas había desplazado por completo a su familia. Emergencias abundaban, y su obsesión por el trabajo solo le permitía ver a Julia mientras dormía. Su relación con Lourdes había acabado hace mucho, y no habría que esperar demasiado para que él por sí mismo decidiera separarse. Y aquel día llegó: un sábado, que por un milagro había tenido la oportunidad de estar en casa, se sinceró con Lourdes, y le dijo que ya no la quería. Había buscado compañía en otro lado, en el hospital donde trabajaba. Lourdes ya no significaba nada para él, y su hija Julia, al parecer, tampoco le importó suficiente para considerar luchar más por conservar la unidad de su familia. Y se fue. El divorcio fue enseguida, solicitado por él, argumentando injurias de parte de su esposa, lo que era una completa falsedad. Pero el Juez concedió la disolución de inmediato, al ser Fausto un hombre reconocido y supuestamente considerado de bien.

    Julia nunca echó de menos a su padre. Él nunca estuvo en casa, y luego del divorcio no hubo, en esencia, ninguna diferencia en su vida. Pasaba en casa de su abuela Zoila, como siempre. La anciana mujer la alimentaba y luego salían a pasear en bus, todo el recorrido hasta la última parada, y luego de regreso. A la abuela le encantaba hacer esos viajes por la ciudad acompañada de su pequeña nieta. Pronto Lourdes tuvo que dejar la cómoda casa que arrendaban cuando estaba casada, ya que sus ingresos no le eran suficientes para seguir pagando el alquiler, y aparte, los gastos de Julia: su educación, útiles escolares, transporte, alimentación. ¿Y por qué tenía ella que pagar todo? Porque el padre había formado un nuevo hogar, tenía un hijo y otro en camino. Aunque el juez le impuso una pensión de alimentación, él se había desentendido por completo de ello, y como Lourdes era una mujer pasiva, nunca reclamó. Ya mudadas a la casa de la abuela, madre e hija ocuparon un solo dormitorio, en donde colocaron las cosas que alcanzaban, y todo lo demás se embodegó y guardó en una finca de un pueblo lejano, donde vivía el abuelo.

    Pasó algún tiempo, y Julia se encontraba ya en cuarto año de escuela. Era dedicada y responsable, y obtenía buenas notas en las pruebas y exámenes. Su letra era un poco torcida, lo único que necesitaba mejorar. Tenía algunas amigas, pero siempre consideró a María como la mejor compañera, y en la que tenía más confianza. Julia era delgada, no comía toda la comida, y si lo hacía se demoraba como mínimo dos horas. Nunca tuvo gusto por la frutas, y eso inquietaba a su madre, pues pensaba que su hija no tenía suficientes vitaminas y defensas en su organismo como para contrarrestar enfermedades. El tiempo dio la razón a la progenitora, pues Julia se enfermaba con demasiada frecuencia, ya sea de gripe o infecciones en el estómago, y Lourdes coleccionaba en una carpeta un centenar de recetas emitidas por los médicos que la atendían.

    Un fin de semana de octubre de 1994, Julia, de diez años de edad, enfermó una vez más, aunque esta vez era diferente. La fiebre que tenía llegó a 39 grados centígrados, y Lourdes le aplicaba compresas de agua fría en todo su cuerpo. La bañó y recostó, pero la fiebre no cedía. —Me duele el oído—, dijo Julia. Llamaron al médico familiar, pero por desgracia éste no se encontraba en la ciudad; se había ido de viaje con su familia por el fin de semana. Lourdes decidió esperar al lunes para que el galeno atienda a su hija. A la noche del sábado, la madre estaba tan agotada, que decidió recostarse un momento, pero dejó encendida la luz, ya que debía monitorear a la niña por si empeoraba la fiebre. Sin embargo, el cansancio venció, y Lourdes se durmió toda la noche. A la madrugada del siguiente día, un domingo, la madre se levantó de golpe, fue a la cama de su hija y la revisó. Julia dormía, pero ardía en fiebre, incluso más que el día anterior. Le tomó la temperatura y se sobresaltó: 41 grados centígrados. Julia no estaba dormida, sino inconsciente. La llevaron inmediatamente al hospital más cercano.

    Parotiditis, fue el diagnóstico dado por el médico de internado que estaba de turno ese domingo. Lourdes estaba desesperada, habían tardado mucho tiempo en evaluar a la niña. —La temperatura del paciente era elevada y se presentaron convulsiones—, dijo el joven doctor. Lourdes le escuchaba inmóvil, miles de ideas la atormentaban: —Podría perder a mi hija, y estúpida yo sufriendo todavía por mi divorcio. Eso no es nada comparado con lo que ahora estoy viviendo—, pensaba. —La paciente continúa inconsciente—, continuó informando el médico; —La mantendremos en observación hasta que despierte—, concluyó. Dicho esto se fue, dejando a Lourdes sentada en una banca. Más tarde llegaron más familiares de Lourdes: su madre y hermanas. —Pronto despertará—, le decían, —Duerme—. Pero Lourdes no durmió tres noches seguidas, las tres noches que Julia permaneció inconsciente.

    Al cuarto día, Julia despertó. La inflamación de la mandíbula era casi imperceptible. Parecía que se había recuperado bien. Lourdes se inclinó hacia ella, y le preguntó cómo se encontraba. Julia no vaciló en decir que se sentía bien, pero había algo en su rostro que denotaba una gran preocupación, como si estuviera asustada. Más tarde llegó su tía preferida, Ana, y fue a ella a quién Julia le confesó la gran inquietud que la atormentaba desde que despertó: —Tía Ana, no te oigo nada—, le dijo. Era tanta la ansiedad que la niña había visto en su mamá, que no se atrevió a contarle que al despertar se había dado cuenta de que no escuchaba absolutamente un solo sonido.

    En efecto, la parotiditis había dejado en Julia una secuela muy poco común, 1 en 20000 casos de esta enfermedad ocasionaban daño a los nervios auditivos y la consecuente sordera. Y lo que era más raro, había afectado a ambos oídos, cuando generalmente dañaba solo uno. Y éste fue para Julia el inicio de una vida completamente diferente. Permaneció en el hospital solamente una semana más, tiempo en el cual la visitaron varios médicos, especialmente de la especialidad de Infectología, los mismos que se reunían rodeando su cama, examinaban sus hojas de exámenes, su historia clínica, y discutían entre ellos. Julia solo los miraba expectante, sentada en el estrecho lecho del hospital, tapada con las blancas colchas. Su nueva condición le había revelado algo: podía entender algunas palabras de las conversaciones fijándose en los labios de las personas.

    La interpretación del movimiento de los labios es conocida como lectura labial, y fue el método de comunicación que aconsejó a Lourdes una experta de la casa de salud. —Con la lectura labial—, dijo la especialista, —Julia podrá comunicarse con cualquier otra persona, y no solamente con quienes usen lenguaje de señas—. Y esta decisión de que Julia adoptara la labiolectura, fue acompañada con la de mantenerla en una escuela normal, la misma escuela de monjas en donde había estudiado desde el primer grado.

    Julia volvió a clases luego de haber faltado quince días. Lourdes le igualó en sus cuadernos con su propia letra, y cada vez que la niña veía las hojas escritas por su madre, se daba cuenta de cuánto la quería y ayudaba para salir adelante. La maestra de cuarto grado la acogió en su clase con normalidad. Julia prestaba mucha atención a los labios de la profesora, descifrando las palabras que podía, y complementaba con lo que la docente escribía en el pizarrón. Las clases sin escuchar fue algo que Julia pudo afrontar, mas no así la nueva relación que tenía con sus compañeras. Al no oír, se había convertido en un ser indefenso y raro, entre todas las niñas que cuchicheaban en el patio de recreo. A veces, la miraban furtivamente, y susurraban entre ellas; pero Julia no podía cambiar este comportamiento de las otras niñas. Buscaba a María, quién era su mejor amiga, aunque durante su convalecencia en el hospital, María había conseguido nuevas mejores amigas y la reemplazó. Julia terminó pues el cuarto grado saliendo con diferentes grupos de niñas, intentando ser aceptada en alguno de ellos, pero el tiempo pasó rápido y llegó ya el fin de curso, y tiempo de vacaciones.

    El siguiente año, Julia entró a quinto grado, y a su nueva maestra se le ocurrió que debía unir su pupitre al de otra estudiante para que pudiera copiar los dictados. Julia obedeció, y, pegada al lado izquierdo de su compañera, inclinaba su cabeza para alcanzar a ver lo que ella escribía; luego copiaba en su cuaderno, y así lograba estar al día con todos los dictados. Primero tuvo una compañera de apoyo, luego otra. Su mejor amiga (o la que había sido su mejor amiga), María, no estuvo entre las compañeras escogidas por la maestra para ayudarla.

    Un día, eligieron a la directiva de la clase. Las dignidades eran: presidenta, secretaria y tesorera. Graciela, la maestra, solicitó a sus alumnas que nombraran aspirantes, para luego proceder a votación. Las niñas nombraron candidatas para tesorera y secretaria, los mismos que se anotaron en el pizarrón. —Ahora vamos a sugerir candidatas para presidenta—, dijo Graciela. Se dieron algunos nombres, y la profesora los anotaba. De pronto una niña dijo: —¿Y Julia? Puede ser candidata para presidenta—. Julia se dio cuenta de que la estaban nominando, volteó a ver a su compañera y luego a la maestra, y en sus labios pudo leer que decía: —No escucha—, mientras negaba la cabeza de un lado a otro. Y su nombre no fue anotado en el pizarrón. Julia nunca protestaba. Estaba resignada. Tal vez ella era incapaz de presidir un curso.

    La clase de música era a la última hora del día, y las alumnas se reunían en una sala pequeña, con bancas de madera café, dispuestas una sobre otra en forma ascendente. El profesor de música les había dado la letra impresa del himno que iban a cantar ese día, el mismo que Julia se aprendió de memoria. El maestro comenzó a tocar el piano y todas las niñas empezaron a entonar la primera estrofa. Julia, como sabía la letra, solo tenía que fijarse en los labios de sus compañeras para darse cuenta en que parte de la canción se encontraban; y entonces, ella también cantaba. Pero la profesora Graciela la estaba mirando fijamente. Julia lo notó, y de pronto la maestra le hizo un gesto de que saliera con ella de la sala. Una vez afuera, Graciela, sin decir nada más, la llevo a un pequeño patio ubicado en la parte delantera de la escuela, en donde las niñas se sentaban en bancas de cemento a esperar a que sus padres fueran a recogerlas. —Siéntate—, le dijo la educadora, —Espera aquí a que te vengan a recoger—. Y la dejó. Como todavía faltaba algún tiempo para la hora de salida de las estudiantes de primaria, en la sala había únicamente un par de niñas de pre-básica a quienes sus padres habían tardado en retirar. Julia se quedó sentada mirándolas, e imaginando como sus compañeras en la sala de música estarían entonando el himno al maestro, acompañadas por los acordes de piano del profesor.

    Terminó el quinto grado. Julia obtuvo excelentes calificaciones, y se dispuso a pasar sus segundas vacaciones sin escuchar, en silencio absoluto. Le recomendaron usar un audífono inmediatamente, por lo que se realizó las audiometrías en un instituto especializado. 85% por ciento de pérdida, fue lo que le diagnosticaron. Ese 85% era prácticamente escuchar nada. Le probaron varios modelos de audífonos, hasta que la especialista seleccionó el más adecuado. Julia miró el aparato: un audífono enorme, comparado con su pequeña oreja. Para Julia era un tormento usarlo. No escuchaba más que ruido, en lugar de las palabras que armoniosamente se distinguen con la audición natural. Lourdes le propuso buscar otro instituto donde probar modelos diferentes, y fue así como se decidieron por un aparato más pequeño, y que, según Julia, proporcionaba una sensación auditiva más armoniosa y delicada. Eso no significaba que ella entendía las palabras; solamente escuchaba ruidos. —Tienes que usar los audífonos todo el tiempo—, le dijo la especialista, —Para escuchar ruidos, y más adelante entenderás las palabras—.

    La madre de Julia se propuso incentivar a su hija a colocarse el audífono apenas se levantara. Desde los primeros días, la sacó fuera de casa para que pudiera escuchar más cantidad de sonidos. Salieron a la ciudad, a la avenida más grande, y el ruido del tráfico, los buses, los autos y los pitos de claxon, se amplificaban a los oídos de Julia a través de los audífonos. Esto le provocaba una sensación molesta, al punto que sentía que su cabeza estaba a punto de estallar. Su madre le hablaba, y ella entendía lo que le estaba diciendo, pero no porque la escuchara, sino porque leía sus labios. Y era una suerte que la persona a la que Julia más entendía era a su progenitora. Los labios perfectamente formados de Lourdes facilitaban una excelente comprensión de sus movimientos, y, además, la madre había aprendido a hablar pausadamente para que Julia alcanzara a comprender todas las palabras.

    En casa, la abuela no contribuyó grandemente a que Julia se acostumbrase a llevar puestos los audífonos. Más bien, la intimidó, avisando a cuanta visita llegaba que la niña ya estaba usando sus nuevos aparatos auditivos, y los familiares iban al cuarto de Julia a verla e inspeccionarla. Julia se sentía como en un zoológico, estaba tranquila viendo la televisión o jugando, cuando de pronto se asomaba un familiar. —¿Julia, me oyes?—, decía su tío alzando la voz. Julia negaba con la cabeza. Las experiencias con los ruidos entorpecedores en medio de la ciudad, y la actitud de sus parientes en casa hicieron que la niña nunca se adaptara a llevar puestos los audífonos, en ningún lugar. El silencio le había seducido, y ahora lo valoraba.

    Luego de dos meses de vacaciones, Julia regresó a la escuela. Ese año culminaría el sexto y último grado. La profesora nueva continuó con el método de unir el pupitre de la niña al de una compañera. La escogida para ayudarla fue Estefanía, una niña preciosa de ojos verdes, mientras que María, su ex mejor amiga, era ahora casi una extraña para ella. Julia entendía bastante lo que hablaba Estefanía, la comprendía casi como a su madre. Pero la maestra de ese año, Mercedes, estaba empeñada en que la niña solo la atendiese a ella y no regresase a ver a su compañera de al lado, Estefanía, a quien entendía mejor. —Se ha acostumbrado a Estefanía—, decía la maestra Mercedes; y ambas, Mercedes y Estefanía, negaban con la cabeza en señal de recriminación. No fue hasta que Julia fue adulta, cuando se dio cuenta de que tenía razón al adaptarse mejor a entender la forma de hablar de ciertas personas. No todos gesticulamos igual, y era realmente difícil comprender la conversación cuando una persona hablaba con los labios muy cerrados, tenía bigote, o susurraba. Pero la maestra Mercedes no estaba al tanto de nada de esto.

    Un día tuvieron un examen que consistía en un dictado de palabras de lengua española. Julia también tenía que rendir la prueba, pero no entendía las palabras que Mercedes pronunciaba. —Díctele—, le dijo Mercedes a otra alumna. La otra niña dictó las palabras a Julia, y ella escribió lo que entendía. Muchas palabras estaban mal, eran completamente diferentes a las que su compañera pronunciaba. Julia no pudo alcanzar la máxima nota por esta prueba. Pero, ¿quién la entendía? Nadie. Nadie en la clase era sorda como ella, y nadie, nadie sabía lo que era estar sumida en absoluto silencio, con la presión de un examen de dictado oral, viendo los labios de la compañera, que gesticulaba rápidamente, indolente al esfuerzo de Julia por comprender todo y sacar siempre la mejor nota. —Ayúdenme a calificar estos exámenes—, dijo Mercedes a otras niñas, pero a Julia la ignoró. No había podido entender el dictado. Una desgracia.

    Aun con todo esto, la maestra era consciente de que Julia era muy capaz, pues a pesar de las trabas que se le presentaban, sacaba excelentes notas. La docente tuvo la osadía de pedirle ayuda para los trabajos de su hija —Ayúdame a hacer este deber de religión Julia, es de mi hija y no entendemos. Tú eres inteligente, sabes—, le decía, y así Julia tenía que responder preguntas de Catequesis en un cuadernillo, dibujar y resolver sopas de letras. Todo para la hija de la profesora. Además, Mercedes consideró que Julia era apta para participar en la presentación del libro leído de ese año. La niña tuvo que hacer un largo ensayo sobre un libro que le había cautivado: La Cabaña del tío Tom, de Harriet Beecher Stowe; y luego,

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