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El Retorno
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El Retorno

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Inglaterra, siglo XIX. Dos almas se buscan a través de los tiempos. Pero es en el Brasil de la actualidad que ese lindo amor se va a concretar...

1888. Ni la densa niebla londinense consiguió apagar el radiante intercambio de miradas entre Henry y Marg

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 jul 2023
ISBN9781088236185
El Retorno

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    El Retorno - Eliana Machado Coelho

    Romance Espírita

    EL RETORNO

    Psicografía de

    Eliana Machado Coelho

    Por el Espíritu

    Schellida

    Traducción al Español:      

    J.Thomas Saldias, MSc.      

    Trujillo, Perú, Agosto 2019
    Título Original en Portugués:
    O Retorno © Eliana Machado Coelho
    Revisión:
    Andrea Almeida Fernandez
    Cristofer S. Valdiviezo Pintado

    World Spiritist Institute      

    Houston, Texas, USA      
    E–mail: contact@worldspiritistinstitute.org
    De la Médium

    Eliana Machado Coelho nació en São Paulo, capital, un 9 de octubre. Desde pequeña, Eliana siempre estuvo en contacto con el Espiritismo, y la presencia constante del espíritu Schellida en su vida, que hasta hoy se presenta como una linda joven, delicada, sonrisa dulce y siempre amorosa, ya preanunciaba una sólida sociedad entre Eliana y la querida mentora para los trabajos que ambas realizarían juntas.

    El tiempo fue pasando. Amparada por padres amorosos, abuelos, más tarde por el esposo y la hija, Eliana, siempre con Schellida a su lado, fue trabajando. Después de años de estudio y entrenamientos en de psicografía en julio de 1997 surgió su primer libro: "Despertar para la Vida", obra que Schellida escribió en apenas veinte días. Más tarde, otros libros fueran surgiendo, entre ellos Corazones sin Destino.

    Trabajo aparte curiosidades naturales surgen sobre esta dupla (médium y espíritu) que impresiona por la belleza de los romances recibidos. Una de ellas es sobre el origen del nombre Schellida. ¿De dónde habría surgido y quién es Schellida? Eliana nos responde que ese nombre, Schellida, viene de una historia vivida entre ellas y, por ética, dejará la revelación por cuenta de la propia mentora, pues Schellida le avisó que escribirá un libro contando la principal parte de esa su trayectoria terrestre y la ligación amorosa con la médium. Por esa razón, Schellida afirmó cierta vez que, si tuviese que escribir libros utilizándose de otro médium, firmaría con nombre diferente, a fin de preservar la idoneidad del trabajador sin hacerlo pasar por cuestionamientos dudosos, situaciones embarazosas y dispensables, una vez que el nombre de un espíritu poco importa. Lo que prevalece es el contenido moral y las enseñanzas elevadas transmitidas a través de las obras confiables.

    Eliana y el espíritu Schellida cuentan con diversos libros publicados (entre ellos, los consagrados, El Derecho de Ser Feliz, Sin Reglas para Amar, Un Motivo para Vivir, Despertar para la Vida y Un Diario en el Tiempo). Otros inéditos entrarán en producción pronto, además de las obras antiguas a ser reeditadas. De esa manera, el espíritu Schellida garantiza que la tarea es extensa y hay un largo camino a ser trillado por las dos, que continuarán siempre juntas a traer enseñanzas sobre el amor en el plano espiritual, las consecuencias concretas de la Ley de la Armonización, la felicidad y las conquistas de cada uno de nosotros, pues el bien siempre vence cuando hay fe.

    Del Traductor

    Jesus Thomas Saldias, MSc., nació en Trujillo, Perú.

    Desde los años 80's conoció la doctrina espírita gracias a su estadía en Brasil donde tuvo oportunidad de interactuar a través de médiums con el Dr. Napoleón Rodriguez Laureano, quien se convirtió en su mentor y guía espiritual.

    Posteriormente se mudó al Estado de Texas, en los Estados Unidos y se graduó en la carrera de Zootecnia en la Universidad de Texas A&M. Obtuvo también su Maestría en Ciencias de Fauna Silvestre siguiendo sus estudios de Doctorado en la misma universidad.

    Terminada su carrera académica, estableció la empresa Global Specialized Consultants LLC a través de la cual promovió el Uso Sostenible de Recursos Naturales a través de Latino América y luego fue partícipe de la formación del World Spiritist Institute, registrada en el Estado de Texas como una ONG sin fines de lucro con la finalidad de promover la divulgación de la doctrina espírita.

    Actualmente se encuentra trabajando desde Peru en la traducción de libros de varios médiums y espíritus del portugués al español, así como conduciendo el programa La Hora de los Espíritus.

    EL RETORNO

    Psicografía de
    Eliana Machado Coelho
    Por el Espíritu
    Schellida

    Inglaterra, siglo XIX. Dos almas se buscan a través de los tiempos. Pero es en el Brasil de la actualidad que ese lindo amor se va a concretar...

    1888. Ni la densa niebla londinense consiguió apagar el radiante intercambio de miradas entre Henry y Margarita. El compromiso entre ellos tiene todo para salir bien. A diferencia de lo que ocurre con la bella y joven señora Rosa María y el caballero Robert, hermano de Henry. Obligada a un matrimonio de conveniencias con el riguroso Señor Gonzales, Rosa María y Robert, dos almas afines, se ven frente a un amor puro, pero imposible de realizarse. Actos crueles e inclementes les impiden a ambos experimentar la felicidad, causando muchos dolores y sufrimientos en aquella época.

    Pero todo deberá ser armonizado. Los ajustes de sentimiento son necesarios. Y es en el Brasil, en la actualidad, que todos se reencontrarán para un nuevo aprendizaje y nuevas oportunidades de reconciliación.

    En este libro, el espíritu Schellida, por intermedio de Eliana Machado Coelho, una vez más nos traer enseñanzas sublimes y elevadas a través de un bellísimo romance. Nos explica, de forma clara, las diferencias entre animismo y mediumnidad, además de esclarecernos que la verdadera felicidad es encontrada en los sentimientos nobles y dignos, proporcionándonos bendiciones y paz en el amor mayor de Dios.

    ÍNDICE

    Primera Parte

    1.- Encuentro

    2.– Religión

    3.– Conocimiento

    4.– Cultura

    5.– Premonición

    6.– Sueño

    7.– Torturas

    8.– Resignación

    9.– Amor

    10.– Renuncia

    11.– Fascinación

    12.– Lazos

    13.– Venganza

    Segunda Parte

    1.– Reencuentro

    2.– Sensibilidad

    3.– Fobia

    4.– Consecuencias

    5.– Amparo

    6.– Médiums

    7.– Desobsesión

    8.– Educación

    9.– Desequilibrio

    10.– Reconciliación

    11.– Realizaciones

    Paranormalidad, Animismo y Mediumnidad

    Primera Parte

    1.- Encuentro

    1888. La brisa soplaba húmeda y fría en la cara serena de aquel joven que contemplaba el cielo en busca de alguna estrella en el firmamento londinense que, debido a la constante neblina, obstinadamente se rehusaba a exhibirse.

    Muy cerca, la Estación Ferroviaria Victoria anunciaba con el pito estridente la partida de un tren más. Aquel sonido agudo del pito era el aviso del convoy que enrumbaría para otra parte del Reino Unido. La elegante estación fue esmeradamente diseñada y enriquecida de detalles con opacos diseños en los grandes vitrales que, además de embellecer el lujoso zaguán, también protegía a los usuarios del frío cortante de Londres.

    Asegurando el sombrero de ala corta en señal de cortesía, el joven Henry saludó a las señoras que pasaban risueñas en conversación animada. Junto a ellas, Margarita, una bella joven de mirada suave, se escapó a la prosa para observar mejor a aquel caballero.

    Al intercambiar radiante mirada, tal vez por la distracción, Margarita tropezó con una piedra sobresaliente de la calzada de la calle. Inclinándose delicadamente dejó escapar un leve gemido ante el fuerte dolor. Rápidamente, apresurando el paso al encuentro de la joven, Henry la amparó con generosidad y hasta satisfacción.

    – ¿Se lastimó? – indagó el caballero cortés y solícito.

    – Fue solamente una torcedura – explicó la joven con los ojos húmedos intentando disimular el dolor.

    Rosa María, la joven madrastra de Margarita, intervino señalando muy educada y con su suave voz:

    – Puede ser solamente una torcedura, pero con seguridad nada suave. El trastorno te desfiguró. ¡Mira! – se sorprendió.

    Solicitando permiso, Henry, con extrema delicadeza, enlazó uno de los brazos de Margarita sobre su hombre y tomándola por la cintura, la levantó con facilidad, tomándola en sus brazos. Exhibiendo firmeza, caminó hasta la plaza donde la posó sobre un banco de suaves contornos.

    Los acompañantes lo siguieran de cerca y, curiosas por la rapidez del joven muchacho, se quedaran observando atentas.

    Pidiendo permiso, Henry apartó el montón de tejido que componía el largo vestido y, asegurando gentilmente el pie que Margarita se lastimara, le quitó la botita de caño corto con botones laterales tocándole el pie para examinar y sentir alguna protuberancia.

    Con una de las rodillas en el suelo, colocó el pie de la joven en la otra que solamente flexionó para apoyar observando mejor la contusión.

    – ¡Ay...! – gimió la joven instintivamente ante el dolor, avergonzándose suavemente, agravar con expresiones.

    – No creo que sea grave, no me parece fracturado. Creo que realmente tuvo una fuerte torcedura. Intente afirmar el pie en el suelo – pidió Henry extendiendo en el piso un pañuelo que sacó rápidamente de la solapa para que la admirable joven colocase el pie sobre él.

    Luego en el primer intento, Margarita se dobló por el dolor.

    – ¡También...! – exclamó Dolores, una de las acompañantes y tía de Margarita –. ¡No mira por dónde camina!

    – Dolores – justificó Rosa María con suavidad –, la iluminación es débil. Además, que, el alto relieve de la calzada nos hace tropezar con facilidad. ¡Pondera! – acentuó la joven madrastra gentil, tomando la defensa de su entenada.

    – ¡Estamos con prisa! ¡Gonzales debe estar preocupado con ustedes! ¡Necesitamos irnos pronto! – tornó Dolores aun más irritada.

    Henry no podía oír la conversación que se hizo paralela a sus auxilios. ¡Él se encantó con aquella joven!

    – ¡¿Hey, muchacho?! – preguntó Dolores dejando exhalar los celos por verificar el interés de aquel joven por Margarita –. ¡¿Joven?! – insistió al ver que el joven no la oía.

    – ¡A sus órdenes, señora! – atendió Henry delineando una agradable sonrisa, simultáneamente al inclinar la cabeza colocándose rápidamente a su disposición.

    – ¿Cómo puede afirmar lo que ella tiene? ¿Acaso es médico?

    – ¡Aun no! – respondió él, animado –. Estoy en el quinto año de la escuela de Medicina. Fuera de eso, siempre que puedo, acompaño la atención de mi padre, respetado y experimentado doctor, que atiende en esta ciudad hace muchos años. Desde mi punto de vista, no hay fractura. No obstante, tendrá que detenerse con leve inmovilización temporal a fin de que se recupere más rápidamente. Creo que como está no podrá caminar. El dolor es agudo –. Volteándose para Margarita, indagó: – ¿Viven lejos?

    Respondiendo en lugar de la entenada, Rosa María informó por precaución:

    – ¡Un poco! Teniendo en consideración la dificultad que tendremos con Margarita en estas condiciones... ¡Ni sé qué hacer!

    Siempre prestativo, Henry se ofreció nuevamente:

    – ¡Iré a buscar un carro!

    Levantándose, después de apoyar generosamente el pie de la joven sobre la calzada, Henry salió en busca de un carruaje para que pudiese servirlas.

    En la ausencia del joven, Dolores se indignaba con lo ocurrido, insinuando que había sido a propósito por parte de Margarita.

    – Si mirase por dónde camina, eso no sucedería. ¡Parece hechizada! ¡No dejó de mirarlo por un sólo segundo!

    – ¡No es como dices, Dolores! – defendió la madrastra de la joven –. Por favor, nadie se accidenta porque quiere. ¡Ten sentido común!

    – ¡Nunca vi a nadie como tú, Rosa María! ¿Por qué justificas todo a favor de Margarita?

    – Trato de actuar con justicia, Dolores. No veo motivos para condenarla, así como lo haces. Podría yo preguntar: ¿Por qué la agredes tanto? ¡De seguro la envidia encubre para que no veas la verdad, dejando resaltar la vanidad y la incomprensión!

    – ¡Me ofendes con tales palabras, Rosa! ¿Qué es lo que quieres? ¡¿Romper nuestra amistad?! Si es así...

    Sin más palabras, Dolores se enlazó en los brazos de las otras dos jóvenes acompañantes, que eran sus hijas, pero no se pronunciaran, dando la espalda a Rosa María y Margarita, dejándolas allí mismo, sin dudarlo.

    – ¿Qué haremos? – se preocupó Margarita.

    Sin saber qué hacer, Rosa María pidió calma mientras buscaba crear alguna idea. La noche ya se acentuaba y ningún transeúnte circulaba por el lugar. Preocupada, Rosa María miraba a su alrededor. Apartándose un poco, ella caminaba de acá para allá, asegurando su largo vestido negro de finas telas que exhibía su buena clase social por los detalles en bordados caprichosos, formando pequeñas florcitas con cintitas de seda en el mismo color y, en un toque final de elegancia, del delicado sombrero caía graciosa rienda, cubriéndole la mitad del rostro.

    El fog¹ aumentaba, humedeciéndole las ropas y el sobre todo pesado de lana abotonado a la altura del cuello, desciéndole hasta abajo de la cintura.

    De repente se hacía oír a lo lejos el sonido de la fricción de las patas de los caballos con el suelo, tranquilizando el corazón de ambas. Empinándose en la punta de los pies, Rosa María se estiró tratando de ver el carruaje surgir del centro de la densa neblina. Más aliviadas, ellas asistieran al conductor a estacionarse cerca de ellas.

    Del estribo de la cabina, Henry descendió sonriente y cortés yendo en la dirección de las dos.

    El cochero aseguró la puerta afín de dejarla abierta. El joven, tomando a Margarita en sus brazos como un perfecto caballero, la acomodó en el interior del carruaje, auxiliando, en seguida, la madrastra de la joven a subir al transporte traído por él. Mientras tanto solamente después de dar orientaciones al cochero sobre la información recibidas de Rosa María que indicaba el lugar donde residían.

    En el interior del carruaje ellos no intercambiaran palabras, mientras el trote de los caballos los mecía suavemente.

    No demoró mucho y llegaran frente a galante residencia con paredes primorosamente revestidas de piedras cenizas donde grandes portales de fierro fundido, trabajados en graciosos arabescos, ornamentaban las imponentes puertas de madera maciza, flanqueadas con amplias ventanas decoradas con cortinas bien dispuestas que exhibían el primor de la fachada residencial.

    Frente a la casa, estaba un austero señor aguardando ansioso. Bien vestido, el hombre caminaba inquieto, sacando a todo momento del bolsillo del saco, el reloj que colgaba de una cadena para actualizarse precisamente del atraso.

    En la parada del carruaje, Henry descendió primero, amparó con modales educados y gentiles, la mano de Rosa María que, aceptando delicadamente la ayuda, se preocupó luego con la mirada indefinida de su esposo.

    Yendo en su dirección, Henry auxiliaba a Margarita a bajar, mientras Rosa María trataba de sondear la opinión del señor, su marido, antecediendo sus demostraciones de sentimientos, una vez que lo conocía y ya sabía de sus modales un tanto rudos con respecto a episodios de este tipo.

    Impetuoso, antes de los argumentos de la esposa, el Señor Gonzales, con maneras precarias, interrogó gravemente:

    – ¡Ya era hora! ¡¿No se importó con mi preocupación?! ¡Son relajados sus cuidados, señora Rosa María!

    – Perdóneme, marido – pidió humildemente la joven señora que más parecía ser su hija –. No presumí tanta demora. Tuvimos un incidente: Margarita se lastimó y no conseguía caminar. El joven caballero propuso ayudarnos y sólo entonces conseguimos medios de transportarnos hasta aquí.

    Henry, un tanto aprensivo, teniendo a la vista la recepción nada gentil, paró sin reacción aguardando la oportunidad para las debidas presentaciones.

    Caminando cerca del carruaje, el Señor Gonzales reclamaba:

    – ¡Ya advertí! Tenemos nuestros propios medios de transporte. ¡No deberían caminar a solas y sin los cuidados de que disponemos!

    Más suave, dirigiéndose a la hija paralizada junto a la puerta del conductor, preguntó con generosidad paterna, impecable:

    – ¿Qué pasó, Margarita?

    Descalza, la joven levantó ligeramente el vestido, exhibiéndole el lugar lastimado que mal podría ser visto con aquella luminosidad.

    – No consigo caminar – alegó Margarita con voz suave, casi llorosa –. Me lastimé sin querer. Rosa María no tuvo culpa por nuestro retraso.

    Poco importándose con la presencia de Henry, el Señor Gonzales se aproximó de la hija, le aseguró la mano e inclinándose intentó examinarla más de cerca. Al conducirla, amparándola por el brazo, Margarita se inclinó por el dolor agudo que la castigó sin piedad. De repente, Henry aseguró a la joven con delicados cuidados, pues ella casi cayó.

    Corpulento, el Señor Gonzales estudió una forma de cargar a la hija en brazos, pero, viéndose desarreglado y jadeante, solicitó:

    – ¡Rosa María, llame a un criado!

    Por la primera vez desde que llegó, Henry se manifestó atento como siempre:

    – Perdóneme, señor. Si me permite, puedo llevarla para adentro de su casa.

    Aturdido e indeciso, con gesto singular, el Señor Gonzales permitió ante la educación del joven:

    – ¡Con cuidado!  – aun pidió el padre.

    – ¡Ciertamente! – afirmó el joven caballero, satisfecho.

    Tomando nuevamente a Margarita en sus brazos, cuidadosamente Henry entró en la residencia de los Gonzales prestando los más suaves y gentiles encargos a la joven accidentada.

    – Colóquela aquí – solicitó Rosa María, indicando un diván que adornaba una de las salas donde se exhibía excelente buen gusto, a observarse los cuadros valiosos colgando de las paredes en tono claro, contrastando con los colores oscuros de los gruesos tapetes de no tan menor valor. Se podían notar lindos floreros de porcelana con flores frescas y aromatizadas, además de los adornos de cristales que enriquecían los muebles y mostraban el lujo de la noble residencia.

    Aun inquieto, el Señor Gonzales dirigiéndose a la joven esposa, indagando en tonalidad media de voz:

    – ¿De quién se trata? – preguntó apuntando al joven con una señal singular.

    Instante en que una angustia se instaló en el pecho de Rosa María que no sabía responder ni el nombre del joven. Ciertamente no encontraría, tan rápido, explicaciones satisfactorias que contentasen a su esposo. ¿Cómo ella había aceptado estar con alguien que hasta el nombre ignoraba?

    Después de acomodar a Margarita en el diván, socorriendo a Rosa María, Henry rápidamente y sin proporcionar más constreñimientos a la joven señora, se presentó:

    – ¡Soy Henry Russel a su disposición! – inclinando medio cuerpo, en gesto cortés, bien a la costumbre de la época.

    El Señor Gonzales retribuyó la presentación y el saludo, luego direccionando la preocupación hacia la hija:

    – ¡Necesitamos llamar a un médico, Rosa María! – intimó el señor.

    – Mande a un criado de confianza, en nuestra diligencia, a la casa de un doctor. Quiero que Margarita sea atendida hoy mismo.

    – ¡Si me permite, señor! – interfirió Henry, nuevamente –. Mi padre puede venir a atenderla.

    – ¿Quién es su padre, hijo? – tornó el señor.

    – El doctor David Russel, respetado médico, desde hace tiempo, en esta ciudad.

    – No conozco muchos por aquí... Somos oriundos de Madrid, España. Pasamos por Francia, residimos en París por cinco años y nos mudamos para Londres hace menos de un año.

    – ¡Si usted me lo permite, daré órdenes al cochero para que lo traiga cuanto antes! – insistió Henry.

    El Señor Gonzales se quedó pensativo, pero, al observar mejor al simpático muchacho, que se trataba de alguien con buen linaje, concluyó por sus trajes y esmero exhibido sin orgullo.

    Usando un terno de casimir inglés, muy bien planchado, y botas pulidas, Henry poseía una elegancia natural que completaba armoniosamente su buen porte, inspirando confianza en todos, principalmente por la eximia educación.

    Más amable, el padre de Margarita, cuidadoso y preocupado, habló sin presunción:

    – ¿Acompaña a su padre mientras este consulta?

    – ¡Sí, señor! – confirmó Henry –. Cuando estoy en la ciudad, claro. Estudio medicina hace cinco años, pronto me estaré graduando.

    – ¿Dónde estudia, joven? – arguyó el Señor Gonzales con aire curioso y muy interesado.

    – ¡En la Universidad de Oxford! Uno de los grandes centros culturales del Reino Unido y de todo el mundo.

    Asintiendo con la cabeza lentamente, el anfitrión confesó:

    – No sé muy bien donde queda Oxford, a pesar de conocer, de cierta forma, su país. No obstante, haya oído hablar mucho de esa ciudad, no me recuerdo haber pasado por ella.

    – La ciudad de Oxford se sitúa en la planicie del curso superior del rio Támesis. Queda a cien kilómetros al noreste de Londres. Considerando las obras públicas que vienen siendo realizadas, el rio Támesis ofrece navegabilidad de Oxford hasta la desembocadura.

    – ¡El rio Támesis! ¿El que baña Londres? Perdóneme la ignorancia, soy un hombre rudo.

    – No tengo nada a perdonar, señor. Pero sí, el rio que nos baña es el Támesis. Él nace en las colinas de Cotswold, pasa por seis condados ingleses en el recorrido de su largo curso antes de desaguar en el Mar del Norte, luego después de cortar Londres.

    – ¡Pero las aguas de ese rio son un verdadero desagüe! – reclamó el padre de Margarita, frunciendo el semblante repugnado.

    – Hace cerca de treinta años, el rio Támesis viene siendo contaminado principalmente cercano y después de dos condados que desaguan en su lecho caudaloso, todos los detritus industriales y residenciales. Motivo de la mortandad de los peces y la impureza del agua.

    Desafortunadamente, el rio Támesis es nuestra fuente principal de abastecimiento. Eso es un peligro constante – lamentó Henry –. Pestes y epidemias pueden asolar en cualquier instante esta ciudad.

    – ¿Cuando viene a Londres, navega por él?

    – Hasta cerca del segundo condado, sí. De allí en adelante, el olor, tanto como el paisaje, en nada me agrada. Tomo, para el resto del camino, el tren a vapor.

    El Señor Gonzales encontró interesantes las instrucciones del joven, per necesitó interrumpir la clase:

    – Agradezco sus explicaciones, hijo. Pero preocupémonos ahora con Margarita.

    – ¡Cómo no! – se sorprendió el joven que percibió alargarse la conversación.

    Henry tomó la iniciativa y dio órdenes al cochero que esperaba en el carruaje para retornar con su padre. Antes de la llegada del doctor David Russel, padre de Henry, ellos aun intercambiaron informaciones sobre la más rica y famosa ciudad del mundo en aquellos tiempos: Londres.

    Observando el interés del Señor Gonzales por aquella capital, Henry no economizó sus conocimientos. Mientras que el padre de la joven, estando impresionado con el muchacho, no inhibió sus curiosidades:

    – ¡Me gusta mucho esta ciudad, mi joven amigo! – afirmó el Señor Gonzales –. No tengo por ella solamente intereses financieros que la expansión del comercio marítimo nos proporciona a los negocios, por yo ser emprendedor, ¿entiende? No solamente Inglaterra, pero todo el Reino Unido, ¡me encanta! Me preocupo con la atención que dio, hace unos momentos, al rio Támesis por el hecho de que estamos tan cercanos a él y expuestos a pestes y epidemias. ¿Qué puede añadir a eso para esclarecerme mejor?

    – Debemos admitir – justificó Henry –, que Londres es la ciudad más rica del mundo y también la más poblada. Eso es de larga data. Vea, no podemos concebir Londres como ella es hoy sin el rio Támesis que, desde el Mar del Norte, donde desemboca, constituye importante arteria fluvial para nuestras industrias, debido a su estuario.

    – ¿Estu... es... qué? No estoy acostumbrado a los términos de su idioma, amigo. Desde muchacho siempre viajé y, de cierta forma, domino el inglés, el francés y el italiano. Eso debido a la compañía de mi padre que me hacía, desde temprano, integrarme con palabras no usuales en el día a día. Entretanto algunas veces me veo en dificultades. Hábleme de modo que pueda entender con facilidad, pues el tenor de ese asunto me interesa mucho.

    – Estuario... déjeme ver... – reflexionó el joven Henry, animado en esclarecer e impresionar –. Estuario es la parte del rio o mar que invade tierra adentro como un brazo, así formando el puerto de Londres, indispensable a nuestro comercio y, ¡por qué no decirlo, al comercio de todo el Reino Unido de la Gran Bretaña, una vez que él alcanza el corazón de Inglaterra! – Henry hizo una breve pausa, intentando reconocer las impresiones de su interlocutor, después prosiguió: – No obstante, el rio Támesis tenga su nivel fluvial regular, ya tuvimos registradas grandes inundaciones cuando las lluvias prolongadas y el brusco derretimiento de la nieve coinciden con la marea alta, lo que, literalmente hablando, inunda el centro de Londres lo cual ya está prácticamente al nivel del mar –. Sin tregua, prosiguió: – ¡Como usted ya debe haber oído hablar, en los años de 1664 y 1665 una pandemia mató a más de 75,000 londinenses! La peste epidémica nos asoló, principalmente por la superpoblación que aquí se aglomeraba en busca de ofertas, empleos y mejor calidad de vida.

    Actualmente, como podemos ver, experimentamos un aumento poblacional creciente, pues, desde los siglos XVII y XVIII, nos vimos disminuidos por las epidemias por los movimientos de divulgación y orientación que concientizaban a la población a adoptar hábitos de higiene. Eso disminuyó la mortalidad y, teniendo en cuenta la manutención de la tasa de natalidad tradicional, hoy se da, no solo en Londres, más en todo el país, una explosión demográfica. Y cierto que, desde el siglo XVIII, la revolución industrial permitió la orientación sobre una alimentación más adecuada, dándonos una calidad de vida mucho mejor. Pero con tanta gente rodeándonos, ¿cómo encararíamos hoy la misma epidemia que ocurrió en los años 1664 y 1665? Ella alcanzó gran número de muertos por la sobrepoblación. En aquella época el número de habitantes en Londres no llegaba cerca de lo que tenemos ahora. Por eso podemos decir que sería una verdadera catástrofe si un pequeño foco de peste se instalase en Londres y, coincidentemente, el Támesis, ya tan infectado con la polución, se desbordase con el derretimiento de la nieve o de las lluvias constantes.

    El rio Támesis nos sirve mucho, pero una inundación con las condiciones orgánicas actuales de ese rio, con esta ciudad tan poblada, una epidemia sería una desgracia para todos nosotros. Como usted mismo dijo, él es un desagüe a cielo abierto.

    – ¡Interesante! Nunca pensé en eso.

    La llegada del doctor David Russel los interrumpió.

    Toda la atención se volvió nuevamente para Margarita que apreciaba el asunto, así como al joven expositor, sin manifestarse.

    El doctor David Russel fue conducido por uno de los empleados de la casa hasta la sala donde todos estaban.

    Acompañado de su otro hijo mayor, Robert, el médico educadamente direccionó la mirada indagadora al hijo Henry, que comprendió inmediatamente la gesticulación y, levantándose, trató de hacer las debidas presentaciones de sus familiares, así como detallar al padre el accidente ocurrido con Margarita, lo que generó la necesidad de sus cuidados.

    Con los nobles pulidos modales de un verdadero caballero londinense, auténtico del siglo XIX, el doctor David Russel se puso a examinar a su paciente.

    Mientras todos, muy atenciosos, rodeaban a Margarita, mientras tanto Robert, hermano de Henry, espiaba, sin percibir, los detalles de la lujosa morada. No conteniendo la curiosidad, él se apartó de todos y se puso a mirar minuciosamente los pormenores más delicados.

    Vagando la mirada, él dejó que sus pasos siguiesen su contemplación, admirado con tantos detalles menudos en los brillos, adornos y cortinas.

    Se encontró con los cuadros y principalmente con el gran carillón² español.

    Tal artefacto era colocado como destacándose en el centro de una de las paredes más notables a la visión.

    Se detuvo junto al piano de cola, abierto, y arriesgó algunas notas de romántica melodía, tan en moda en aquella época: un lindo Nocturno de Chopin, un músico polaco que trataba de transferir los matices de todos los sentimientos de su alma y corazón para la música compuesta y ejecutada por él con magistral desenvoltura.

    Atraída por el sonido de las notas pulsadas, Rosa María se direccionó hasta la suntuosa sala de estar donde Robert se encontraba, sorprendiéndolo con esta pregunta:

    – ¡¿Le gusta la música?! – se expresó con satisfacción y sonrisa.

    Viéndolo sobresaltarse por el susto, Rosa María luego se disculpó:

    – ¡Perdóneme! No tuve la intención...

    – Soy yo quien debe disculpas – retribuyó Robert, educadamente.

    – No debería invadir la residencia ajena sin invitación, ojeando los detalles. Respondiendo a su pregunta: sí, me gusta mucho la música, principalmente las románticas y suaves, que elevan el alma y dan a nuestra imaginación un transporte inexpresable a la verdadera armonía y bienestar.

    – ¡Concuerdo totalmente! – se animó Rosa María que casi no encontraba con quien compartir sus conocimientos sobre arte y música.

    Roberto, muy admirado por ser un profundo conocedor, indagó:

    – ¿A quién pertenece este piano? ¡Él es de una excelente procedencia, fabricado por un artesano de primera! ¡Se esmeró en cada detalle como si el instrumento fuese el único y el último, o confeccionado especialmente para que lo toque un eximio artista! Su apariencia es noble y clásica. ¡Y el sonido...! ¡Muy bien afinado!

    Inhibida, teniendo a la vista el súbito entusiasmo del caballero, la joven señora informó:

    – Fue un regalo de mi padre por uno de mis cumpleaños, hace cierto tiempo, claro. Me gustaría mucho que Margarita se interesase por él, ¡pero es una ilusión! A ella realmente la gusta oír. ¡Ah...! eso sí.

    Sin percibirlo, amante del arte y de la música, Robert dejó que su entusiasmo lo dominase y, en un impulso, habló expresando un brillo en la mirada, ansioso en el deseo personal:

    – ¡Me gustaría oírla tocar!

    En ese instante, se escuchó la voz alterada del Señor Gonzales llegando hasta aquel recinto.

    – ¡Rosa María! ¡¡¡Necesito de usted, mujer!!!

    Con delicado gesto de cortesía, la joven señora pidió permiso antes de retirarse apresuradamente para atender la solicitud de su esposo.

    Robert desvarió en la mente la idea de poder contemplar una bella melodía tocada en aquel piano, pues imaginaba ser agradable poblar los pensamientos de sueños con indeleble melodía ejecutada por tan graciosas manos.

    Sin darle más importancia a los pensamientos, el caballero fue compelido a retornar a la otra sala donde todos se reunían para los cuidados con Margarita.

    2.– Religión

    Atendiendo al llamado del marido, Rosa María verificó que necesitaba dar órdenes en la cocina, pues los visitantes, por insistencia del Señor Gonzales, aceptaran la invitación para cenar.

    Era una forma como el padre de Margarita demostraba que estaba satisfecho y agradecido con los cuidados cariñosos prestados por los servicios médicos para con su hija.

    Luego después, en medio de la conversación animada entre los moradores de la casa y los invitados, el mayordomo, educadamente entrenado, vino a anunciarles que la cena estaba lista para ser servida en el salón.

    La pareja compuesta por Rosa María y el Señor Gonzales tomaran la delantera, indicando el camino para el comedor. El doctor David Russel y su hijo Robert los siguieran, lado a lado, mientras Henry ayudaba a Margarita, que presentaba dificultad debido a la inmovilización de su pie hecho por el experimentado médico. La joven necesitó de alguien para ayudarla a llegar a su lugar en la mesa.

    El lugar reservado para las comidas exhibía mucha refinación.

    La gran mesa era adornada con fino mantel de lino beige bien claro, resaltando delicados bordados en alto relieve en un tono levemente más fuerte, formando graciosos ramitos de flores. La vajilla de plata, muy bien decorada por los propios alimentos que serían servidos, mostraban arte.

    Los platos de porcelana inglesa y los cubiertos fueran impecablemente dispuestos en los lugares que serían ocupados por cada uno. De esta manera: en las puntas de la mesa, los dueños de casa; a la derecha de la señora, el doctor David Russel; a la izquierda Robert, y Henry frente a Margarita.

    Candelabros de plata brillaban a la luz de las velas, completando la rica mesa de cenar de los Gonzales.

    Una criada, bien integrada, les servía con destreza, acompañada de cerca por solícito mayordomo, imagen perfecta de un gentleman³, tan al gusto de las costumbres inglesas que el Señor Gonzales trataba de asimilar.

    En el transcurso de la conversación que siguiera, el doctor David Russel comentó:

    – Perdone mi curiosidad, pero es difícil no notar el acento francés que la señora Rosa María presenta. ¿Acaso vivió en Francia o convivió mucho con franceses?

    Tímidamente la joven señora respondió:

    – Soy francesa. Y esa es la razón de mi acento.

    Disculpándose nuevamente, el doctor Russel preguntó:

    – Es interesante el nombre Rosa María en una francesa –. Después de pequeña pausa, añadió: – Observando mejor veo que vuestros trazos fisionómicos corresponden a las características de aquel pueblo.

    Aclarando la situación, el Señor Gonzales, con sus maneras un poco rudas, pero intentando ser gentil, señaló:

    – El nombre real de mi esposa es Rose Marie. Pero no me gusta el idioma francés o pronunciar donde tenga que adoptar maneras delicadas. Por esa razón, desde que nos casamos, la llamo de Rosa María. ¡Me siento mejor así!

    A causa de ese asunto, en que la espontaneidad del Señor Gonzales, no medía la indelicadeza de referirse de esa manera al idioma francés, nadie percibió la alegría que Margarita dejaba trasparecer y el brillo de la mirada dirigida a Henry, que correspondía de la misma manera cuando se miraban durante la cena.

    Después de la misma, todos fueran a la sala de estar para los licores y también a tolerar el desagradable puro del Señor Gonzales.

    No demoró mucho y, por insistencia de Margarita, Rosa María tuvo que ejecutar una música al piano.

    Frente a la propuesta de la joven, Robert fue el primero en incentivar el hecho. Él estaba muy deseoso para apreciar una melodía. Su corazón latía fuerte mientras oía la música encantadora que la joven señora tocaba tan bien, pareciendo transportar su alma gentil para las puntas de los dedos al hacer vibrar cada tecla del piano.

    Las horas pasaran alegres para todos, pero por lo avanzado de la noche, el doctor David Russel consideró bien retirarse con los hijos, no olvidándose de recomendar a su paciente, seguir rigurosamente las instrucciones en cuanto a las compresas y fricciones con la preparación pastosa que le recetó.

    Todos se despidieran amablemente, pero no resistiendo Henry pidió permiso al Señor Gonzales para volver al día siguiente a fin de visitar a Margarita y saber de su mejoría. Tal solicitud del joven llenó los pensamientos de la joven de expectativas y sueños románticos.

    La experiencia de vida del Señor Gonzales, sumada a su astucia, le hizo identificar inmediatamente las intenciones del joven muchacho para con su hija.

    Moldeando un semblante compasivo y agradable, él concordó con la visita, una vez que observó en Henry virtudes indispensables para un pretendiente de su gusto.

    Con la salida de los invitados, la familia Gonzales se recogió para dormir.

    En el cuarto de Margarita, muy bien decorado al estilo inglés de la época, Rosa María y una criada auxiliaban a la joven a cambiarse para dormir.

    Muy bien acomodada, envuelta en las mantas calientes, Margarita se extendía en la lujosa cama con de un dosel⁴ rosa claro, en seda, todo recogido, amarrados con pliegues y lazos, decoraban el lecho principesco.

    Los ojos de la joven brillaban mientras sus pensamientos se deslumbraban con los recuerdos de Henry, al punto que ella ni se incomodaba más con la herida.

    Rosa María, percibiendo el encantamiento de su entenada, aprovechó la salida de la empleada y, con satisfacción, aguzó aun más la imaginación de la joven. Sentándose en la cama de Margarita, observándola mientras le alisaba los largos cabellos, deshaciéndole las trenzas y colocándolas en el frente del cuerpo, desde su regazo hasta próximo de la cintura, sonriente comentó:

    – ¡Henry también se quedó encantado contigo, Margarita!

    – ¡¡¡¿Realmente lo crees?!!! – dudó la joven deseosa de una confirmación.

    – ¡Es evidente que sí! ¡Creo que hasta tu padre lo percibió!

    – ¡¿Papá?!

    – ¡Sí, claro! Lo miré muy bien cuando Henry solicitó permiso para retornar aquí mañana – se rio de manera graciosa.

    – Pero, papá...

    Tomándole la delantera de la palabra, Rosa María le cortó y argumentó:

    – ¡Si hubo concesión de parte del Señor Gonzales, es lógico que él simpatizó con el joven y aprobó su comportamiento!

    En la sonrisa de Margarita se podía notar la estampa de los sueños que acompañan los pensamientos de las jóvenes casaderas⁵.

    Rosa María, llamándola a la realidad, la despertó de su sueño.

    – ¿Te gustó, no es así? – dijo la madrastra.

    – Ni lo imaginas, Rosa María. ¡¡¡Ni lo imaginas!!! – suspirando profundo, habló encantada: – Nunca tuve oportunidad de conocer a alguien así, tan inteligente, delicado, fino...

    – ... ¡Educado! ¡Solícito! ¡Atento! ¡Cortés! ¡Pulido! ¡Un verdadero caballero londinense! – añadió Rosa María a los predicamentos que Margarita ya había resaltado.

    – ¡¿Rosa, será...?!

    – ¿Será, qué...? – cuestionó Rosa María con una sonrisa un tanto pícara pareciendo tan soñadora como la joven, pero forjó una mirada inquieta para intrigar la ansiedad de su entenada a la cual consideraba más que una hermana.

    – ¡Aaaahhh! Ya sabes... – dijo con gesto mimado.

    – ¡No! No lo sé, Margarita. ¡¡¡Dímelo!!! ¡Vamos! – exclamó Rosa María.

    – ¡¿Será que yo le agradé?!

    – ¡Que pregunta boba, Margarita! Si Henry no estuviese interesado en ti, ¿para qué vendría aquí mañana? – En ese punto de la conversación, Rosa María engrosó la voz remedando y caricaturizando la severidad del padre de la joven diciendo: – ¡Ah! ¡¡¡Henry vendrá aquí mañana para encarar al viejo Gonzales nuevamente porque se encontró con su bigote!!!

    Ambas rieran gustosamente y Margarita reflexionó:

    – ¡Es verdad! ¡Ah...! – suspiró esperanzada. Vagando los pensamientos, se detuvo frente a nuevos planes, afirmando:

    – ¡Mañana quiero estar linda! ¡¿Me ayudas a escoger un vestido?! ¡¿Qué tal aquel azul de corpiño bordado?!

    – ¡¿Aquel rematado con cintas francesas, regalado por mí?! – respondió la madrastra con cierto encanto para resaltar su participación en la belleza de la ropa.

    – ¡¡¡Sí!!! ¡¡¡Claro!!!

    – ¡En la cintura, amarraremos una gran cinta y un bello lazo que completará la elegancia de la joven doncella! – exclamó Rosa María como si soñase en conjunto.

    – ¡¿Y en el cabello, Rosa?! – preguntó la joven ansiosa para no olvidar ningún detalle.

    – ¡Yo misma providenciaré ese arreglo! Tranquilízate, Margarita – afirmó generosa.

    – ¡Ah! ¡Dime! ¿Cómo será...? ¡¿Ya tienes una idea?! – se agitó Margarita impulsiva.

    – Un arreglo adornado con mimosas miosotas azules, para combinar con el color de tu ropa – reveló la madrastra con natural delicadeza, describiendo, imaginándolo listo –. Mañana temprano iré a encargar esa confección a una florista de los alrededores que conocí la semana pasada. ¡Ah! Ella tiene manos de hada para ese trabaja y de inigualable buen gusto – esclareció Rosa María dando más vida a los sueños

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