Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Vida en peligro
Vida en peligro
Vida en peligro
Libro electrónico215 páginas3 horas

Vida en peligro

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Es el inicio de las vacaciones de verano, y Alina, de doce años, planea pasar su días preparando su entrada a la secundaria. Pero una mañana conoce a Ely mientras ambas espían una casa embrujada. Desde ese momento, Ely y Alina se vuelven inseparables. Al intentar develar los secretos de la misteriosa casa, descubren y experimentan los altibajos del
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 ene 2022
ISBN9786075404776
Vida en peligro
Autor

Hortensia Moreno

Hortensia Moreno (Ciudad de México) es periodista y escritora. Vida en peligro es su primer libro para Ediciones Castillo.

Relacionado con Vida en peligro

Libros electrónicos relacionados

Situaciones sociales para niños para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Vida en peligro

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Vida en peligro - Hortensia Moreno

    1

    LA CASA ABANDONADA

    Illustration

    La casa abandonada me fascinó desde la primera vez que la vi.

    Se asentaba en medio de un jardín monstruoso. Hacía meses que nadie podaba el pasto; era difícil ver a través de la tupida maleza y de unos arbustos tan altos que obstruían el camino.

    Aquella construcción había visto tiempos mejores. Ahora estaba olvidada, como detenida en el tiempo, añorando quizás alguna época anterior. No había manera de adivinar a dónde habían ido a parar los secretos, los recuerdos y los sueños de quienes habían ocupado los espacios de esa casa.

    Yo había pasado innumerables veces frente a esa esquina durante el largo proceso de la mudanza, mientrasme empeñaba, junto con mi papá y mi mamá, en la tarea de conocer el nuevo barrio y familiarizarme con él.

    Fue frente a la casa donde conocí a Eli.

    Primero pensé que era hombre. Traía puestos unos jeans y una gorra de beisbol con la visera hacia atrás; calzaba unos huaraches de suela de llanta y llevaba el cabello muy corto. Era de la misma estatura que yo y supuse que tendríamos la misma edad. Cuando me vio, se encaramó a la reja y me dijo:

    —¿Ya viste cuántos gatos?

    Me acerqué unos pasos y traté de vislumbrar algo a través del espeso follaje de la enredadera. Estaba a punto de oscurecer. Acababa de caer una lluvia temprana y el jardín despedía un fuerte olor a hierba y a tierra mojada.

    —Desde allí no vas a ver nada —agregó.

    Dudé un poco, pero la curiosidad me venció. Asenté un pie sobre la barda, me así a los barrotes y me impulsé hacia arriba. La parte delantera de mi vestido empezó a impregnarse de humedad. Pero no me importó, porque desde allí se veía mucho mejor.

    —Está abandonada, ¿verdad? —pregunté.

    —¡Hay quien dice que está embrujada! —contestó mi acompañante, soltando los barrotes y dejándose caer hacia atrás con agilidad de equilibrista.

    Yo, por miedo, traté de deslizarme, pero el vestido se me atoró en un fierro de la reja. Me raspé las rodillas en las piedras de la barda y un mechón de cabello se me atoró entre las ramas de la enredadera.

    En cuanto me vio con los dos pies en el suelo, caminó resueltamente hacia la esquina. A la vuelta, por el lado del callejón, la casa hacía un ángulo recto con la entrada principal. Me señaló un matorral al final de la barda.

    —Detrás hay otra entrada —dijo con una sonrisa sugerente.

    —¿La has abierto?

    —Todavía no. Acabo de descubrirla.

    Me acerqué al sitio señalado. Era una puerta estrecha, con un cerrojo de pasador. Estaba tapada con ramas de hiedra sin podar y el follaje de uno de los árboles del interior, pero si las hojas se hacían a un lado, se veía el pasador. En lugar de candado, tenía un alambre retorcido.

    —Ésta es la entrada del jardinero —dijo mi guía—. Es muy probable que alguien la esté usando, porque el alambre no está oxidado.

    Se acercó a la puerta y se puso a destorcerlo.

    —¿Qué estás haciendo? —pregunté con ansiedad.

    —Voy a abrirla. ¿A poco te da miedo entrar?

    —¿Miedo? No, para nada, pero ya se está haciendo de noche y… —el alambre cedía. Yo miraba alternativamente hacia la esquina y hacia el fondo del callejón. No había nadie—. ¿Y si te cachan? —añadí, cada vez más nerviosa.

    —Querrás decir, si nos cachan —contestó.

    Antes de que pudiera responderle, había logrado quitar el alambre. El pasador corrió sin esfuerzo y, cuando la empujó, la puerta rechinó sobre sus goznes.

    —¡Mira! —exclamó mi acompañante, señalando el interior del jardín.

    No pude vencer la curiosidad y me asomé.

    De pronto, unas manos heladas se posaron en mi cuello. Sentí tal oleada de terror que casi me caigo al suelo. Pegué un grito espantoso y a continuación escuché una ruidosa carcajada.

    —¡Qué pesado eres! —le grité.

    —¡Ay, tú! ¿No aguantas ni una bromita?

    —¡No! —contesté llena de ira—. Eres un estúpido.

    —¿Yo, estúpido? —preguntó, y empezó a reírse con entusiasmo.

    —¡Sí, un estúpido, un tarado! —dije apartándome de la puerta—. ¡Y deja de reírte, porque yo no le veo el chiste!

    —¿Cómo no me voy a reír? —respondió entre carcajadas, mientras cerraba la puerta y volvía a colocar el alambre en el pasador.

    Me alejé por la banqueta con pasos apresurados. Su risa resonaba en mis oídos y me encolerizaba cada vez más, hasta que me detuve y le pregunté a gritos:

    —¿De qué te ríes?

    —¡De que no lo hayas notado!

    —¿Qué cosa?

    —¡Pues que no soy estúpido, sino estúpida, si acaso es que lo soy!

    Entonces la miré bien.

    —¡Eres mujer! —dije al darme cuenta.

    —Pues sí. Tú también, ¿no?

    —Sí —respondí avergonzada, y me sentí con la obligación de ofrecerle una disculpa—: perdón…

    —No te preocupes, estoy acostumbrada.

    —¿Y cómo dices que te llamas?

    —Me llamo Elia, pero todos me dicen Eli. ¿Y tú?

    —Mónica —contesté más tranquila, pues ya se me había pasado el berrinche.

    —¿Vives por aquí? Nunca te había visto.

    —Es que nos acabamos de mudar.

    —¿En qué escuela vas?

    —En una horrible, que está muy lejos, pero ya hice el examen de admisión para la secundaria que está aquí a la vuelta.

    —¿En serio? ¡Yo también!

    —Ah, qué bien… —respondí sin saber qué más agregar—. Bueno, ya me tengo que ir.

    —Pero nos vemos mañana, ¿no?

    Antes de que pudiera contestar, Eli se me adelantó:

    —Podemos vernos temprano, antes de la comida, para que no te regañen.

    —Está bien —respondí encogiéndome de hombros.

    Eli se dio la media vuelta y se dirigió hacia la esquina. Yo me eché a correr hacia mi casa lo más rápido que pude. Estaba segura de que me esperaba una tremenda regañiza. Había dicho que sólo iba a dar una vuelta y ya era de noche. Me aguardaban un par de gritos de mi papá, y quizás hasta un castigo. Mi mamá, por su parte, me diría por enésima vez que así no se podía confiar en mí.

    No sé por qué iba sonriendo.

    2

    UN RETO Y UNA PROMESA

    Illustration

    Eran las vacaciones de Semana Santa, y yo me había propuesto dedicar esos días a estudiar para mis exámenes finales, pero el olor a pintura y a cemento fresco del nuevo departamento me lo impedían.

    Me moría de ganas de cambiarme de escuela y, para lograrlo, tenía que estudiar. Llevaba desde preescolar en el mismo colegio, pero ahora nos quedaba demasiado lejos. El trayecto de ida y de regreso me tomaba entre una y dos horas cada día. Estaba harta del transporte escolar, pero, sobre todo, estaba cansada de la escuela. Quería conocer gente nueva e ir a una escuela grande, donde no me conociera todo el mundo.

    Llevaba meses intentando convencer a mi papá y a mi mamá: quería ir a la secundaria de la colonia, que quedaba a un par de cuadras de nuestro nuevo departamento. Pero había un problema: mi padre no quería que yo estudiara en una escuela oficial. Cada vez que lo discutíamos, él me decía:

    —¿Qué tiene de malo tu colegio?

    —Está muy lejos, papá, y es muy chiquito.

    —Es mejor que sea chiquito.

    —¡Pero llevo toda la vida en la misma escuela! Ya me harté de todo el mundo.

    —¿También de tus compañeritas?

    —¡Sobre todo de ellas!

    —Pues a mí me parecen de lo más encantadoras y bien educadas.

    —Sí, pero son tontas, son aburridas.

    —Serán lo que tú quieras. Yo no quiero que vayas a una secundaria pública.

    —¡Pero si tú estudiaste en una!

    —Precisamente por eso: las conozco desde dentro. Esas escuelas están llenas de pelafustanes, y estoy completamente seguro de que tú te volverías su amiga de inmediato.

    Con mi madre era más fácil hablar del tema y poco a poco la había ido convenciendo. Ella entendía mi aburrimiento. Se compadecía de mí por las largas horas que pasaba en el autobús, atravesando la ciudad mañana y tarde.

    Compartía mis ganas de llegar a un lugar nuevo, de conocer gente distinta, de hacer amigas. Fue ella quien sugirió la solución: si acababa sexto con un promedio de más de nueve, podría cambiarme de escuela. Sólo así había conseguido que me dejaran presentar el examen de admisión para entrar en la nueva secundaria.

    Mi papá había cedido porque estaba seguro de que no lo lograría. Contaba con eso. Y tenía toda la razón, porque yo, en lugar de estudiar, sólo pensaba en la casa abandonada. Había pasado buena parte de la noche anterior tratando de imaginar cómo sería su interior, y mi deseo de explorarla era cada vez más intenso. De pronto me acordé de Eli. ¿Estaría esperándome como había prometido? Dejé el libro abierto sobre la cama y le dije a mi mamá que saldría un rato a tomar aire.

    Cuando llegué a la casa abandonada, me asomé por entre los barrotes de la reja. Entonces oí una voz familiar detrás de mí:

    —¿Qué no te dije ayer que por allí no se ve gran cosa?

    —¡Hola! —saludé a Eli y me bajé de un salto.

    —¿Sabes qué es lo que más me extraña? —dijo ella—, que ayer había varios gatos y hoy no veo ninguno.

    —A lo mejor están adentro —aventuré.

    —Entonces debe de haber alguna manera de meterse —respondió con un gesto sugerente.

    Sin otro comentario, nos dirigimos hacia la puerta lateral. Eli desató el alambre y entramos en el jardín como dos ladronas. Luego, como Eli se empeñaba en entrar en la casa, fuimos a inspeccionar la puerta principal. Tenía tres cerrojos, todos con la llave echada. Rodeamos la construcción y revisamos la puerta trasera que daba a la cocina. La chapa estaba oxidada por la humedad, y tan cerrada como las otras. Examinamos todas y cada una de las ventanas. Las cerraduras estaban aseguradas por dentro.

    —Tiene que haber una llave escondida en alguna parte —dijo Eli.

    Mientras ella miraba intensamente la puerta principal, yo me acerqué a un cobertizo que estaba al fondo del jardín y traté de abrirlo. La puerta estaba atorada. En cuanto oyó el ruido, Eli se acercó a ayudarme. Entre las dos jalamos la puerta con todas nuestras fuerzas hasta que arrancamos el picaporte y logramos abrirla. El cobertizo no tenía ventanas, pero la luz que entró por la puerta iluminó un montón de cachivaches. En un extremo había una vieja mesa de madera llena de trastos, con tres cajones cerrados. Eli se abalanzó a abrirlos y lo primero que encontró fue un alacrán enorme que caminó por su mano a toda velocidad. Eli sacudió los dos brazos con energía y el bicho salió volando hacia el jardín. Me quedé paralizada durante unos segundos, pero en cuanto recuperé el aliento, salí disparada del cobertizo. Eli me siguió.

    En el jardín, a plena luz del día, nos reímos a carcajadas del susto y de nosotras mismas. Cerramos la puerta del cobertizo y husmeamos alrededor del jardín durante un rato. Junto a la barda, encontramos los medidores de energía eléctrica, que estaban apagados. Entonces nos sentamos en la orilla de la fuente.

    —¿No te has aburrido? —dije al cabo de un rato—. Mejor te invito a mi casa a comer.

    —Bueno —respondió encogiéndose de hombros. Me sorprendió que aceptara tan rápido y, aún más, que no tuviera que avisarle a nadie.

    Caminamos platicando hasta la puerta de mi edificio. Descubrí que no solamente compartíamos nuestra fascinación por la casa abandonada, sino que, además, casi éramos vecinas. Eli vivía con su madre y su abuela en un edificio muy cerca de mi casa.

    Cuando entramos en el departamento, mi mamá estaba en la cocina, así que le grité desde el pasillo que ya estaba en casa y que había invitado a alguien a comer.

    En realidad, nunca antes había hecho eso; hasta entonces, siempre avisaba antes de llevar a una amiga a casa. Mi madre se asomó por la mirilla de la puerta y me llamó a la cocina para interrogarme.

    —¿Se puede saber quién es ese niño? —preguntó con voz muy queda.

    —No es niño, mamá, es niña.

    —¿Y me puedes decir de dónde la sacaste? —preguntó todavía más quedito.

    —La conocí ayer. ¿Se puede quedar a comer con nosotras?

    —Pero, ¿dónde vive? ¿Quién es su mamá? ¿En qué escuela estudia? —dijo con voz casi inaudible.

    —Ay, mamá, ¿por qué no se lo preguntas tú? —dije y abrí la puerta de la cocina—. Oye, Eli, mi mamá te quiere conocer.

    —Buenas tardes, señora —dijo Eli con una amplia sonrisa.

    —Buenas tardes —respondió mi madre, mirando a mi nueva amiga de arriba abajo.

    —Entonces, ¿qué?, ¿sí podemos invitarla a comer? —insistí.

    —Mira, jovencita, tú y yo vamos a hablar muy seriamente… pero más tarde —contestó mi madre con ese tono de voz con que indicaba que me estaba pasando de la raya; luego se dirigió a Eli—: ¿no tienes que pedir permiso para quedarte a comer?

    —Sí, claro, ¿me permite usar su teléfono?

    Cuando mi amiga se comunicó con su mamá, la mía le pidió el auricular y nuestras madres estuvieron hablando durante un rato. Antes de colgar, intercambiaron nombres, apellidos, teléfonos y direcciones. Sólo entonces nos sentamos a la mesa.

    Mientras comíamos, mi mamá interrogó a Eli acerca de su familia, y mi amiga nos contó que su mamá trabajaba en una oficina que conseguía fondos para proteger la selva y cuidar el medio ambiente. También nos platicó que su papá no vivía con ellas y que su abuela era una señora muy simpática.

    Cuando por fin nos fuimos a mi cuarto, noté que Eli estaba muy inquieta. Cerró la puerta después de cierto titubeo, y me encaró muy seria:

    —Lo he estado pensando y… bueno, creo que puedo confiar en ti. ¿Estarías dispuesta a ir en la noche? —preguntó con gravedad.

    —¿A dónde?

    —¿Cómo que a dónde? ¡A la casa!

    Me quedé callada unos instantes y sentí que un escalofrío me recorría la espalda.

    —¡No me van a dejar ir! —dije, y, en

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1