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Corazón
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Libro electrónico318 páginas6 horas

Corazón

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Información de este libro electrónico

Edmundo de Amicis da a Corazón la forma del diario personal de un niño, Enrique, en el que este irá anotando las experiencias que marcarán su existencia, sus deseos, y sus sentimientos más alegres y tristes. La obra se centra en el año escolar de Enrique, que vive en Turín, y quien junto a sus compañeros comenzará a asomarse a un mundo nuevo y, en ocasiones, da miedo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 feb 2014
ISBN9788446039327
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    Corazón - Edmondo De Amicis

    portada.jpg

    Akal / Básica de bolsillo / 287

    Serie Clásicos de la literarura italiana

    Edmondo de Amicis

    Corazón

    Traducción: Itziar Hernández Rodilla

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    Diseño de portada

    RAG

    Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

    Nota a la edición digital:

    Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

    Título original

    Cuore

    © Ediciones Akal, S. A., 2014

    Sector Foresta, 1

    28760 Tres Cantos

    Madrid - España

    Tel.: 918 061 996

    Fax: 918 044 028

    www.akal.com

    ISBN: 978-84-460-3932-7

    Introducción1

    Este libro está dedicado, en particular, a los niños de las escuelas elementales que tienen entre nueve y trece años, y se podría titular: Historia de un año escolar, escrita por un alumno de tercer curso en una escuela municipal italiana. Al decir escrita por un alumno de tercero, no quiero decir que él la haya escrito tal como está impresa. Él iba anotando en su cuaderno, como sabía, lo que había visto, oído, pensado en la escuela y fuera de ella; y su padre, al final del curso, escribió estas páginas sobre aquellas notas, procurando no alterar la esencia y conservar, en la medida de lo posible, las palabras del hijo. Este, además, cuatro años después, siendo ya alumno en el gimnasio, releyó el manuscrito y añadió algo suyo, valiéndose del recuerdo todavía fresco de las personas y las cosas. Leed, ahora, este libro, muchachos: espero que os guste y os haga bien.

    Edmondo de Amicis

    1 [La traducción al castellano corresponde al original de Cuore de Grandi Tascabili Economici (n.º 628, 2.ª edición, mayo de 2011), sin la introducción de Marcello D’Orta. N. de la T.]

    Octubre

    El primer día de clase

    Lunes, 17

    Hoy, primer día de clase. Han pasado en un vuelo los tres meses de vacaciones en el campo. Mi madre me llevó esta mañana a la Sección Baretti, a matricularme en el tercer curso de la elemental; yo pensaba en el campo e iba de mala gana. Las calles bullían de muchachos; las dos librerías estaban llenas de padres y madres comprando carteras, cartapacios y cuadernos, y ante la escuela se agolpaba tanta gente que el bedel y el guardia se las veían para mantener despejada la puerta. Cuando íbamos a entrar, sentí que me tocaban el hombro: era mi maestro de segundo, siempre tan alegre y con el pelo rojo alborotado, que me dijo:

    —Entonces, Enrico, ¿nos han separado para siempre?

    Bien lo sabía yo, pero ¡qué pena me dieron esas palabras! Nos costó entrar. Señoras, caballeros, mujeres del pueblo, obreros, funcionarios, abuelas, criadas, todos con los chicos de una mano y los boletines de promoción en la otra, llenaban a rebosar el vestíbulo y las escaleras, con un rumor como de entrada de teatro. Me alegré de volver a ver esa gran sala de planta baja, a la que daban las puertas de las siete aulas, donde he pasado casi todos los días durante tres años. Había gentío, las maestras iban y venían. Mi maestra de primero superior me saludó desde la puerta de su clase diciendo:

    —Enrico, tú vas al piso de arriba este año; ¡no te veré ni tan siquiera pasar! –Y me miró con tristeza.

    El Director estaba rodeado de mujeres angustiadas porque ya no había plaza para sus hijos, y me pareció que tenía la barba un poco más cana que el año pasado. Encontré a los chicos más altos, más gordos. En la planta baja, donde ya se había hecho el reparto, había niños de primero inferior que no querían entrar en clase y se plantaban como potrillos: tenían que meterlos a la fuerza y algunos escapaban de los pupitres; otros, al ver a sus familiares irse, se echaban a llorar, y aquellos tenían que volver a consolarlos o recogerlos, y las maestras se desesperaban. A mi hermano pequeño le tocó la clase de la señorita Delcati; a mí, con el señor Perboni, arriba, en el primer piso. A las diez estábamos todos en clase: cincuenta y cuatro; apenas quince o dieciséis de mis compañeros de segundo, entre ellos Derossi, que gana siempre el primer premio. ¡Me parecía tan pequeña y triste la escuela al pensar en los bosques y las montañas en las que había pasado el verano! También recordaba a mi maestro de segundo, tan bueno, que siempre se reía con nosotros y era tan bajito que parecía un compañero, y me pesaba no verlo ya ahí, con el pelo rojo alborotado. Nuestro maestro es alto, sin barba, con el pelo gris y largo, y tiene una arruga recta en la frente; su voz es profunda, nos mira con atención, uno tras otro, como para leer nuestro pensamiento, y no se ríe nunca. Yo me decía: «Y este es el primer día. Todavía nueve meses. Cuántas tareas, cuántos exámenes mensuales, cuánto trabajo todavía». A la salida, tenía verdaderas ganas de ver a mi madre y corrí a besarle la mano. Y ella me dijo:

    —¡Ánimo, Enrico! Estudiaremos juntos.

    Y volví a casa contento. Pero ya no tengo a mi maestro, el de la sonrisa amable y alegre, y la escuela ya no me parece tan buena como antes.

    Nuestro maestro

    Martes, 18

    También me gusta el nuevo maestro después de esta mañana. A la hora de entrar en clase, mientras él estaba ya sentado en su sitio, se asomaba de vez en cuando a la puerta del aula alguno de sus alumnos del año pasado, para saludarlo; se asomaban al pasar y lo saludaban: «Buenos días, señor Perboni»; algunos entraban, le acariciaban la mano y escapaban. Se veía que le tenían cariño y que habrían querido volver con él. Él les respondía: «Buenos días», y estrechaba las manos que le tendían, pero no miraba a ninguno; saludaba serio, con su arruga recta en la frente, vuelto a la ventana y mirando el tejado de la casa de delante; y, en vez de alegrarse de los saludos, parecía sufrirlos. Después nos miraba, uno tras otro, atento. Dictando, comenzó a pasear entre los pupitres y, al ver a un chico con la cara toda roja de granitos, dejó de dictar, se la tomó entre las manos y lo miró; le preguntó qué le pasaba y le puso una mano en la frente para ver si tenía fiebre. Entretanto, un chico detrás de él se subió al banco y se puso a hacer el payaso. El maestro se volvió de pronto; el chico volvió a sentarse de golpe y allí se quedó, cabizbajo, esperando el castigo. El maestro le puso una mano en la cabeza y le dijo:

    —No vuelvas a hacerlo.

    Nada más. Volvió a su escritorio y terminó de dictar. Nos miró un momento en silencio y dijo despacio, con su voz profunda pero amable:

    —Escuchad. Tenemos que pasar un año juntos. Intentemos pasarlo bien. Estudiad y sed buenos. No tengo familia. Mi familia sois vosotros. El año pasado todavía tenía a mi madre, pero ha muerto y me he quedado solo. No os tengo más que a vosotros en el mundo, ningún otro afecto, ningún otro pensamien­to que vosotros. Debéis ser mis hijos. Yo os quiero y vosotros tenéis que quererme. No deseo castigar a nadie. Demostradme que tenéis corazón; nuestra clase será una familia y vosotros, mi consuelo y mi orgullo. No os pido que me deis vuestra palabra; estoy seguro de que, en vuestro corazón, ya me habéis dicho que sí. Y os lo agradezco.

    En ese momento, entró el bedel a avisar del final de las clases. Salimos todos de nuestros pupitres muy callados. El niño que se había subido al banco se acercó al maestro y le dijo con voz temblorosa:

    —Señor maestro, perdóneme.

    El maestro le besó en la frente y le dijo:

    —Puedes irte, hijo mío.

    Una desgracia

    Viernes, 21

    El año ha comenzado con una desgracia. Yendo a la escuela, esta mañana, repetía a mi padre las palabras del maestro, cuando vimos la calle llena de gente, que se agolpaba ante la puerta de la Sección. Mi padre dijo enseguida:

    —Una desgracia. El año comienza mal.

    Entramos con mucho esfuerzo. El vestíbulo estaba lleno de padres y chicos, a los que los maestros no conseguían meter en las clases, y todos miraban hacia el despacho del Director, y se oía decir:

    —¡Pobre muchacho! ¡Pobre Robetti!

    Por encima de las cabezas, al fondo de la sala llena de gente, se veía el casco de un guardia y la calva del Director; después, entró un señor con sombrero de copa, y todos dijeron:

    —Es el médico.

    Mi padre preguntó a un maestro:

    —¿Qué ha sucedido?

    —Una rueda le ha pasado sobre el pie –contestó.

    —Le ha roto el pie –dijo otro.

    Era un chico de segundo que, viniendo a la escuela por la calle Dora Grossa, al ver a un niño de primero inferior que se había escapado de su madre caer en medio de la calle, a pocos pasos de un ómnibus que se le acercaba, había corrido valiente, lo había cogido y puesto a salvo; pero, al no retirar el pie con suficiente rapidez, la rueda del ómnibus le había pasado por encima. Es hijo de un capitán de Artillería. Mientras nos contaban esto, una señora entró en el vestíbulo como una loca, abriéndose paso entre la gente: era la madre de Robetti, a la que habían mandado llamar; otra señora se apresuró a su encuentro y le echó los brazos al cuello sollozando: era la madre del niño salvado. Las dos entraron aprisa en el despacho y se oyó un grito desesperado:

    —¡Oh, Giulio mío! ¡Mi niño!

    En ese momento, se paró un coche ante la puerta y, poco después, apareció el Director llevando en brazos al chico, que apoyaba la cabeza en su hombro, con la cara blanca y los ojos cerrados. Todos se quedaron callados: se oían los sollozos de la madre. El Director se paró un momento, pálido, y levantó un poco al muchacho con los brazos para mostrarlo a la gente. Y, entonces, maestros y maestras, padres, alumnos, susurraron todos a una:

    —¡Bravo, Robetti! ¡Bravo! Pobre niño. –Y le mandaron besos.

    Las maestras y los chicos que le rodeaban le besaron las manos y los brazos. Él abrió los ojos y dijo:

    —¡Mi cartapacio!

    La madre del pequeño salvado se lo mostró llorando y le dijo:

    —Ya te lo llevo yo, angelito, te lo llevo yo.

    Mientras, sostenía a la madre del herido, que se cubría la cara con las manos. Salieron y acomodaron al chico en el coche, que se marchó. Y todos volvimos a entrar en la escuela, en silencio.

    El muchacho calabrés

    Sábado, 22

    Ayer por la tarde, mientras el maestro nos daba noticias del pobre Robetti, que tendrá que caminar un tiempo con muletas, entró el Director con un recién matriculado, un chico de cara muy morena, con el pelo negro, los ojos grandes y negros, las cejas pobladas y juntas sobre la frente; todo vestido de oscuro, con un cinturón de cuero negro en torno a la cintura. El Director, después de decirle algo al oído al maestro, se fue, dejando allí al niño, que nos miraba con esos ojazos negros, como asustado. Entonces, el maestro le cogió una mano y dijo a la clase:

    —Debéis estar contentos. Hoy entra en la escuela un pequeño italiano nacido en Regio de Calabria, a más de quinientas millas¹ de aquí. Quered a vuestro hermano venido de lejos. Ha nacido en una tierra gloriosa, que ha dado a Italia hombres ilustres, y le sigue dando trabajadores fuertes y valientes soldados; es una de las más hermosas regiones de nuestra patria, donde hay grandes bosques y altas montañas, habitadas por un pueblo lleno de ingenio y coraje. Queredle de forma que no note que está lejos de la ciudad en la que nació; hacedle ver que un chico italiano encuentra hermanos en cualquier escuela italiana a la que vaya a parar.

    Dicho esto, se levantó y señaló en el mapa mural de Italia el punto en el que está Regio de Calabria. Después llamó alto:

    —¡Ernesto Derossi! –El que siempre consigue el primer premio.

    Derossi se puso en pie.

    —¡Ven aquí! –dijo el maestro.

    Derossi salió del pupitre y fue a ponerse junto al escritorio, de cara al calabrés.

    —Como primero de la clase –le dijo el maestro–, da un abrazo de bienvenida, en nombre de todos, al nuevo compañero: el abrazo del hijo del Piamonte al hijo de Calabria.

    Derossi abrazó al calabrés, diciendo con su voz clara:

    —¡Bienvenido! –Y le besó las mejillas con ímpetu.

    Todos aplaudimos.

    —¡Silencio! –gritó el maestro–. No se aplaude en la escuela.

    Pero se veía que estaba contento. Y también el calabrés lo estaba. El maestro le dijo dónde debía sentarse y lo acompañó a su sitio. Después añadió:

    —Recordad bien lo que os digo. Para que esto pudiese suceder, que un chico calabrés se encontrase como en casa en Turín y un niño de Turín, como en la suya en Regio de Calabria, nuestro país luchó durante cincuenta años, y murieron treinta mil italianos. Debéis respetaros y quereros, y quien entre vosotros ofenda a este compañero porque no ha nacido en nuestra provincia será indigno de volver a levantar la vista del suelo al paso de la bandera tricolor.

    Apenas se hubo sentado el calabrés, sus vecinos de banco le regalaron plumas y una estampa, y otro chico le mandó desde la última fila un sello filatélico de Suecia.

    Mis compañeros

    Martes, 25

    El chico que mandó el sello sueco al calabrés es el que más me gusta de todos: se llama Garrone, es el mayor de la clase, tiene casi catorce años, la cabeza grande, los hombros anchos; es bueno, se le ve al sonreír, pero parece que esté siempre pensando, como un hombre. Ya conozco a muchos de mis compañeros. Otro que también me gusta se llama Coretti y lleva un jersey color chocolate y una gorra de pelo de gato; siempre alegre, es hijo de un minorista de leña que fue soldado en la guerra de 1866, en el batallón del príncipe Humberto, y del que dicen que tiene tres medallas. Está el pequeño Nelli, un pobre jorobadito, menudo y con la cara flaca. Hay uno muy bien vestido que siempre se sacude las pelusillas de la ropa, se llama Votini. En el banco delante del mío, hay un chico al que llaman el Albañilito porque su padre es albañil; tiene la cara redonda como una manzana, una nariz de patata y la habilidad particular de saber imitar el hocico de una liebre, y todos le piden que lo haga y ríen; lleva un gorrito de trapo, que guarda arrebujado en el bolsillo, como si fuese un pañuelo. Junto al Albañilito está Garoffi, uno alto y delgado, con nariz aguileña y los ojos muy pequeñitos, que anda siempre comerciando con plumas, estampas y cajitas de cerillas, y se escribe la lección en las uñas para leerla a escondidas. También hay un señorito, Carlo Nobis, que parece muy soberbio, y se sienta entre dos chicos que me resultan simpáticos: el hijo de un herrero, ensacado en una chaqueta que le llega a las rodillas, tan pálido que parece enfermo, y que tiene siempre un aire asustado y no ríe nunca; y uno con el pelo rojo y un brazo muerto, que lleva en cabestrillo: su padre se ha ido a América y su madre vende hortalizas por la calle. Es también un tipo curioso mi vecino de la izquierda –Stardi–, pequeño y achaparrado, sin cuello, un gruñón que no habla con nadie y parece entender poco, pero que está atento al maestro sin pestañear, con la frente arrugada y los dientes apretados; y, si le preguntan cuando el maestro habla, la primera y la segunda vez no responde, y la tercera da una patada. Y tiene al lado a un caradura mezquino, uno que se llama Franti y que ya fue expulsado de otra Sección. Hay también dos hermanos, vestidos igual, que se parecen como dos gotas de agua, y llevan los dos un sombrerito a la calabresa, con una pluma de faisán. Pero el más hermoso de todos, el más listo, que será el primero seguro también este año, es Derossi; y el maestro, que ya lo sabe, le pregunta siempre. Yo, sin embargo, aprecio a Precossi, el hijo del herrero, el de la chaqueta larga que parece un enfermito; dicen que su padre le pega; es muy tímido y cada vez que pregunta o toca a alguno, dice: «Perdona», y mira con los ojos bondadosos y tristes. Pero Garrone es el más grande y el más bueno.

    Un arranque de generosidad

    Miércoles, 26

    Y se dio precisamente a conocer esta mañana, Garrone. Cuando entré en clase –un poco tarde porque me había parado mi maestra de primero superior para preguntarme a qué hora podía venir a casa a visitarnos–, el maestro todavía no había llegado, y tres o cuatro chicos atormentaban al pobre Crossi, el pelirrojo que tiene un brazo muerto y cuya madre vende hortalizas. Le pinchaban con reglas, le tiraban a la cara peladuras de castañas y le llamaban tullido y monstruo, imitándolo con el brazo en cabestrillo. Y él, sentado solo al final del banco, apagado, los escuchaba mirando a uno y otro con ojos suplicantes para que lo dejasen en paz. Pero los otros se burlaban cada vez más y él comenzó a temblar y a ponerse rojo de la rabia. De repente, Franti, esa mala persona, se subió a un banco y, fingiendo llevar dos cestos en los brazos, remedó a la madre de Crossi cuando venía a esperar a su hijo a la puerta, porque ahora está mala. Muchos se echaron a reír a carcajadas. Entonces, Crossi perdió la paciencia y, agarrando un tintero, se lo arrojó a la cabeza con todas sus fuerzas; pero Franti se agachó y el tintero fue a dar contra el pecho del maestro que entraba.

    Todos escaparon a su sitio y se callaron, atemorizados.

    El maestro, pálido, subió a su tarima y con voz alterada preguntó:

    —¿Quién ha sido?

    Nadie contestó.

    El maestro gritó otra vez, alzando aún más la voz:

    —¿Quién?

    Entonces, Garrone, apiadado del pobre Crossi, se puso en pie de un golpe y dijo con resolución:

    —He sido yo.

    El maestro le miró, miró a los alumnos asombrados y dijo con voz tranquila:

    —No, no has sido tú. –Y, después de un momento–: El culpable no recibirá castigo. Que se ponga en pie.

    Crossi se levantó y dijo llorando:

    —Me estaban pegando y me insultaban, he perdido la cabeza, he tirado…

    —Siéntate –dijo el maestro–. Que se levanten quienes lo han provocado.

    Se levantaron cuatro, cabizbajos.

    —Vosotros –dijo el maestro– habéis insultado a un compañero que no os provocaba, os habéis burlado de un desgraciado, perseguido a un débil que no se puede defender. Habéis cometido una de las acciones más bajas, más vergonzosas, con las que se pueda manchar una criatura humana. ¡Cobardes!

    Dicho esto, descendió entre los pupitres, puso una mano bajo la barbilla de Garrone, que miraba al suelo, y le hizo alzar la cara, le miró a los ojos y le dijo:

    —Eres un alma noble.

    Garrone, aprovechando el momento, musitó no sé qué al oído del maestro; y este, volviéndose a los cuatro culpables, dijo bruscamente:

    —Os perdono.

    Mi maestra de primero superior

    Jueves, 27

    Mi maestra ha mantenido su promesa, ha venido hoy a casa, en el momento en que estaba a punto de salir con mi madre para llevar ropa blanca a una mujer pobre que aparecía en la Gaceta. Hacía un año que no nos visitaba. Todos le hemos hecho fiestas. Es la misma de siempre, pequeña, con su velo verde en torno al sombrero, vestida sencilla y mal peinada, sin tiempo para atusarse; pero un poco más descolorida que el año pasado, con algunas canas y siempre tosiendo. Mi madre se lo ha dicho:

    —¿Y la salud, querida maestra? No se cuida lo suficiente.

    —¡Bah!, no importa –ha contestado, con una sonrisa a la vez alegre y melancólica.

    —Habla demasiado alto –ha añadido mi madre–. Se esfuerza demasiado con sus chicos.

    Eso es verdad, siempre se oye su voz. Me acuerdo de cuando iba a clase con ella: habla todo el tiempo, habla para que los chicos no se distraigan, y no se sienta ni un momento. Estaba seguro de que vendría, porque no olvida nunca a sus alumnos; recuerda sus nombres durante años; los días de examen mensual, corre a preguntar al Director qué notas han tenido; los espera a la salida y hace que le enseñen las redacciones para ver si han hecho progresos; y muchos todavía vienen a verla desde el gimnasio, ya con pantalón largo y reloj. Hoy volvía toda jadeante de la Pinacoteca, adonde había llevado a sus alumnos, como otros años, que cada jueves los llevaba a un museo y se lo explicaba todo. Pobre maestra, está más delgada aún. Pero sigue vivaracha, se acalora cuando habla de la escuela. Ha querido volver a ver la cama en la que me vio tan enfermo hace dos años y que ahora es de mi hermano; la ha mirado un rato, sin poder hablar. Ha tenido que irse pronto para ir a ver a un niño de su clase, hijo de un guarnicionero, enfermo de rubeola; y tenía además un montón de páginas que corregir, toda una tarde de trabajo, y aún que dar una clase privada de aritmética, a una tendera, al anochecer.

    —Bueno, Enrico –me ha dicho al irse–, ¿todavía quieres a tu maestra, ahora que resuelves problemas difíciles y escribes redacciones largas?

    Me ha dado un beso y ha añadido, desde abajo de la escalera:

    —¡No te olvides de mí!, ¿eh, Enrico?

    ¡Ay!, mi buena maestra, no te olvidaré nunca, ¡nunca! Incluso cuando sea mayor, me acordaré todavía de ti, e iré a verte entre tus chicos; y, cada vez que pase cerca de una escuela y oiga a una maestra, me parecerá oír tu voz, y me vendrán a la mente los dos años que pasé en tu clase, donde aprendí tantas cosas, donde te vi tantas veces enferma y cansada, pero siempre atenta, siempre indulgente, desesperada cuando uno cogía un mal vicio en los dedos al escribir, temblorosa cuando los inspectores te preguntaban, feliz cuando lo hacíamos bien, buena siempre y amorosa como una madre. Nunca, nunca te olvidaré, maestra.

    En una buhardilla

    Viernes, 28

    Ayer por la tarde, con mi madre y mi hermana Silvia, fuimos a llevar la ropa blanca a la mujer pobre que salía en el periódico: yo llevaba el paquete, Silvia el periódico con las iniciales del nombre y la dirección. Subimos hasta el último piso de una casa alta, a un pasillo largo, donde había muchas puertas. Mi madre llamó a la última: nos abrió una mujer todavía joven, rubia y macilenta, que en el momento me pareció haber visto ya otras veces, con ese mismísimo pañuelo azul turquí que llevaba en la cabeza.

    —¿Es usted la del periódico, tal y cual? –preguntó mi madre.

    —Sí, señora, yo soy.

    —Bien, le hemos traído algo de ropa blanca.

    Y aquella a agradecérselo y a bendecirla, que no acababa nunca. Yo, mientras tanto, vi en un rincón de la habitación desnuda y oscura a un chico arrodillado ante una sillita, con la espalda vuelta hacia nosotros, que parecía escribir: y eso era lo que hacía, con el papel sobre la silla y el tintero en el suelo. ¿Cómo hacía para escribir tan a oscuras? Mientras me preguntaba yo esto, mira que reconozco de pronto el pelo rojo y la chaqueta de fustán de Crossi, el hijo de la verdulera, el del brazo muerto. Se lo dije bajito a mi madre mientras la mujer guardaba la ropa.

    —¡Calla! –respondió mi madre–. Puede ser que se avergüence de ver la caridad que haces a su mamá; no le digas nada.

    Pero, en aquel momento, Crossi se dio la vuelta, me quedé de piedra, él sonrió y, entonces, mi madre me dio un empujoncito para que corriese a abrazarlo. Lo abracé, se levantó y me dio la mano.

    —Aquí me tiene –decía, mientras tanto, su madre a la mía–: sola con el niño, mi marido en América desde hace seis años y yo, además, enferma, que no puedo ya ir con la verdura a ganarme algún dinero. No nos ha quedado siquiera una mesita para mi pobre Luigino, donde pueda hacer sus tareas. Cuando teníamos un banco abajo, en el portal, al menos podía escribir sobre el banco; ahora se lo han llevado. Ni siquiera tiene un poco de luz para estudiar sin arruinarse los ojos. Y gracias que lo puedo mandar a la escuela, que el ayuntamiento le da los libros y cuadernos. Pobre Luigino, ¡con lo que le gustaría a él estudiar! ¡Ay, pobre de mí!

    Mi

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