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Los límites de la línea
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Libro electrónico510 páginas7 horas

Los límites de la línea

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1961, Berlín está dividida. Julian Niemöller vive en Berlín del Este y trabaja del lado Oeste, en donde están sus amigos y su novia. Cuando cierran la frontera, se ve obligado a tomar una decisión drástica. Años después, sus sobrinos Marthe y Florian sufren las consecuencias de cuestionar el régimen socialista. En 1989, Sybille, la menor de los Niemöller, es testigo de la caída del Muro de Berlín, de la apertura de las fronteras y descubre dolorosos secretos de su familia.
Esta novela nos muestra ágilmente tres generaciones marcadas por la guerra y por un mundo dividido en dos ideologías.
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones SM
Fecha de lanzamiento27 jul 2020
ISBN9786072439542
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    Los límites de la línea - Aline Sax

    Traducción de Maria Rosich

    UNA CIUDAD, DOS PAÍSES

    En 1945, Alemania perdió la Segunda Guerra Mundial y las potencias vencedoras se repartieron el país. Lo dividieron en cuatro zonas de ocupación: una francesa, una británica, una estadounidense y una soviética.

    La capital, Berlín, que se encontraba íntegramente en la zona soviética, fue dividida a su vez en cuatro sectores.

    Sin embargo, las potencias capitalistas tenían muchas diferencias de opinión con la Rusia comunista, y no se puede decir que precisamente colaboraran. Ambos bloques intentaban extender su influencia en Europa.

    En mayo de 1949, las zonas de ocupación occidentales se fusionaron y se creó un nuevo Estado: la República Federal Alemana (rfa). En octubre de ese mismo año, la zona soviética también se convirtió en un país independiente: la República Democrática Alemana (rda). Aunque en teoría ambas Alemanias eran independientes, en la práctica las dos seguían en la órbita de las potencias que las habían ocupado.

    La rfa era un Estado capitalista bajo la influencia de Estados Unidos. En la rda se instauró un gobierno-títere comunista. Igual que en la Unión Soviética, el modelo comunista se basaba en una estricta dictadura en la que no había lugar para ninguna oposición política.

    Desde el punto de vista económico, Alemania Occidental salió mejor parada (en parte gracias a la ayuda de los estadounidenses) que Alemania Oriental, la cual asumió la farragosa economía planificada de la Unión Soviética. Las dos Alemanias se fueron distanciando cada vez más. La prosperidad creciente de Alemania Occidental molestaba a muchos alemanes del Este.

    Los sectores occidentales de Berlín también se fusionaron. Berlín Occidental formaba parte de la rfa, mientras que la parte oriental de la ciudad pertenecía a la rda. La ciudad se convirtió en el epicentro de la Guerra Fría.

    JULIAN NIEMÖLLER

    1961

    UNO

    Por el aroma de las sábanas supe que estaba en el Oeste. En Berlín Oriental no teníamos ningún detergente que oliera a flores. Me di la vuelta y miré medio dormido hacia la ventana. Las nubes grises de la mañana se colaban por las rendijas de la cortina. Intenté separar mis sueños de los recuerdos fragmentarios que recuperaba poco a poco. La noche anterior, después del trabajo, habíamos ido al Chitchat, un club de moda al cual también iban muchos estadounidenses. Habíamos bailado. Habíamos bebido. Demasiado. Se había hecho tarde. Ya no tenía ganas de volver a cruzar la frontera.

    Había una chica… Intenté recordar su nombre. La había conocido en el Chitchat. Estaba con una amiga, a quien Walter conocía. Tenía el cabello corto y oscuro. Bailaba bien. Paula. Se llamaba Paula. Me volví a dar la vuelta con movimientos pesados. A mi lado no había nadie. Una huella en el cojín, sólo eso. Ella me había propuesto que me quedara en su casa. Vivía cerca. Hurgué más, pero no logré recordar cuándo nos habíamos ido del Chitchat ni qué habíamos hecho después. ¿Habíamos…? Noté que traía trusa y que aún llevaba los calcetines puestos. El resto de la ropa estaba esparcida por la habitación.

    Oí el clang-clang de platos y cubiertos en la cocina. Olí una vez más las sábanas y me levanté. Si no me movía demasiado deprisa, el dolor de cabeza era soportable. Sin tomarme la molestia de recoger mi ropa, crucé la cortina de cuentas hacia la cocina.

    Tuve que entrecerrar los ojos contra la luz. El ruido de tazas y cucharas, platos y cuchillos era estridente.

    —Buenos días —me dijo una voz animada.

    Volví a abrir los ojos.

    Al lado del fregadero había una chica de largos rizos rubios que me observaba con una sonrisa divertida. La ventana estaba abierta y una brisa fresca hizo que se me erizaran los vellos de los brazos y las piernas. Demasiado lento, me di cuenta de que sólo traía trusa y calcetines. Era muy tarde para esconderme.

    —¿Te gustan los huevos duros o tibios?

    —Tibios —murmuré sin pensar.

    Las mejillas me ardían, pero ella ya no me miraba. Había puesto la mesa para dos personas.

    —¿Dónde está Paula? —pregunté con voz vacilante.

    —Se fue a trabajar.

    ¿En domingo? ¿Qué tipo de trabajo tendría? No pregunté nada.

    —Yo soy Heike —sonrió ella.

    —Julian —murmuré yo.

    Sentía que necesitaba justificar mi presencia, que tenía que decir algo para no parecer un desconocido extravagante.

    En la mesa había chocolate en polvo, mermelada y mantequilla de marcas que nunca había comido. Agarré los tarros y estudié las etiquetas para hacer algo. Heike puso los huevos en hueveras y se sentó delante de mí.

    —¿Eres de ahí?

    La miré sorprendido. ¿Lo habría deducido por mi ropa interior?

    —Sí.

    Sonrió.

    —Paula tiene debilidad por los del Este.

    —¿Cómo?

    La miré aún más sorprendido. Debilidad… ¿Como quien tiene debilidad por los gatos callejeros, por ejemplo?

    Heike se rio al ver mi expresión.

    —Es comunista. Todo el mundo es igual. Sin clases ni categorías, sin ricos ni pobres. Cada cual hace el trabajo que puede y recibe lo que necesita. Siempre habla de eso.

    Resoplé y unté una rebanada de pan con una gruesa capa de mantequilla. No tenía muchas ganas de hablar de política con una berlinesa del Oeste un domingo por la mañana. Corté la rebanada de pan en tiras iguales y mojé una en mi huevo. Heike, aún sonriente, sostenía con ambas manos un tazón de café aromático.

    —Vivo en Berlín Oriental, pero trabajo en el Oeste —le expliqué con la boca llena—. Soy albañil en Reitmann e Hijo. Ayer era el cumpleaños de un compañero mío, Walter, y fuimos a celebrarlo. Paula también estaba. ¿Son amigas?

    —Primas. Yo nunca he estado en el Berlín Oriental.

    —¿Nunca? ¿Por qué no? Se llega en nada.

    —No lo sé. Nunca se me había ocurrido. Apenas hace un año que vivo en Berlín. En realidad soy de un pueblo pequeño, pero ahí no quería quedarme, así que me vine aquí y me instalé con Paula —sonreía—. Buscando la aventura, supongo. Ésta es la ciudad donde todo ocurre, ¿no?

    —La ciudad donde estallará otra guerra, debes querer decir.

    —¿Eso crees? —preguntó y me encogí de hombros, luego siguió—: ¿Crees que los soviéticos invadirán Berlín Occidental?

    —En todo caso los aliados han dejado claro que no piensan irse de aquí, aunque de hecho la ciudad entera se encuentre en el sector soviético —me metí otro trozo de pan en la boca—. Pero no me interesa la política —añadí antes de que ella me saliera con alguna réplica occidental.

    —¿Tú siempre has vivido en Berlín?

    —Sí, excepto durante la guerra. Entonces pasé una temporada con una tía abuela en el campo, aunque de eso no me acuerdo mucho.

    —A mí me encanta la ciudad —dijo Heike, sonriendo—. Coches en todas partes, peatones que van por Kurfürstendamm como si el mundo les perteneciera. Los carteles, los anuncios luminosos, las chicas que ligan con soldados estadounidenses. Es como si aquí todo el mundo fuera importante. Como si todo el mundo viviera grandes cosas. No te queda de otra que participar, y entonces tú también te sientes importante. Todo es trepidante y rápido. Como en una película.

    Me miró con aire fantasioso, sin verme en realidad.

    Bebí café para que no viera la expresión de mi cara. Cuántos clichés seguidos.

    Heike se rio brevemente.

    —Debes pensar que soy muy rara porque me gustan esas cosas. Tú llevas aquí toda la vida…

    —Para nada. Lo que describiste es lo que a todos los de Berlín Oriental les encanta de Berlín Occidental.

    —¿A todos excepto a ti? —sondeó.

    Me encogí de hombros, luego dije:

    —Tiene su atractivo, pero yo no podría vivir aquí: me abrumaría.

    —¿Así que por las noches te retiras aliviado a tu anónimo edificio de departamentos?

    Levanté los ojos del huevo.

    —Perdona, no debí decirlo así, no tenía una segunda intención —se disculpó enseguida.

    Yo seguí mirándola. Ella misma había dicho que nunca había estado en el Este. Entonces ¿por qué tenía prejuicios?

    —Perdona —repitió, más bajo.

    Desde ese momento comimos en silencio. Al parecer Heike no se atrevía a sacar ningún otro tema y yo no tenía ganas de seguir hablando del Este y el Oeste. El huevo y el café habían reducido un poco el mareo que sentía antes, pero tenía la cabeza como si la noche anterior alguien me la hubiera llenado de cemento que ahora se estuviera endureciendo. Después de un último sorbo de café, miré el reloj. Casi las once.

    —Tengo que irme: mi madre debe de estar muy preocupada porque anoche no volví a casa.

    —Báñate si quieres —propuso Heike con cautela—. Te caerá bien. La última puerta del pasillo. Te daré una toalla.

    Heike tenía razón. Los chorros calientes de la regadera me relajaron y hasta me pareció que deshacían un poco el cemento de mi cabeza. Me sequé y me vestí. Heike había recogido la mesa y había lavado los platos. En medio de la mesa había una cajita de cartón.

    —Eh… Es para ti. Para tu madre. Así quizá no se toma tan a mal que no hayas llegado a casa —dijo y sonrió con timidez.

    Tomé la cajita. Unas medias sin estrenar.

    —Paula me contó que las mujeres del… quiero decir… que las medias… que ahí no son fáciles de conseguir.

    Era verdad. Además, a mi madre le encantaban las medias occidentales. Dudé un momento… ¿Acaso mi orgullo de alemán oriental era más fuerte que la perspectiva de hacer feliz a mi madre?

    —Gracias, estará encantada —sonreí con la cajita en las manos—. ¡Y gracias por el desayuno y el baño!

    Heike sonrió, radiante.

    —No hay de qué.

    Mientras bajaba las escaleras, intenté recordar el rostro de Paula, aunque no conseguía dejar de pensar en la sonrisa de Heike. Cuando ya casi estaba en la frontera, empezó a llover. Iba tan enfrascado en mis pensamientos que, cuando descubrí a Rudi Pajillero, ya era demasiado tarde. Rudi y yo habíamos sido compañeros de clase; era un joven extraño cuyo padre era alguien importante, y el resto de chicos a menudo se metían con él. Lo llamaban Rudi Pajillero: corría el rumor de que la maestra lo había atrapado en plena labor en el baño.

    En lugar de negarlo, él hizo el ridículo gritando que su padre nos daría una lección a todos, pero éste no hizo nada y eso envalentonó a los que se reían de él. En cuarto se trasladó a Dresde, pero ahora trabajaba como guardia fronterizo y lo habían destinado a Berlín para controlar a la gente que quisiera cruzar la frontera entre Este y Oeste. Su padre había cambiado el Partido Nazi por el Comunista como si nada —aunque, según la propaganda, hacía tiempo que en la República Democrática Alemana (rda) no quedaban fascistas—, y Rudi había heredado el mismo despotismo oportunista.

    —Pasaporte —dijo en voz muy alta, como si yo no supiera lo que se esperaba de mí.

    En realidad nunca había tenido mucho trato con él, pero Rudi no hacía distinciones y creía que todos sus antiguos compañeros de clase se merecían que él se metiera con ellos. Agarró mi pasaporte y lo estudió más tiempo del necesario.

    —¿Sabes qué día es? —preguntó sin levantar la mirada.

    —Domingo —respondí con sequedad.

    Las gotas que me caían en el cuello las sentía frías. Rudi se encontraba cubierto en su caseta y no le parecía que hubiera ningún motivo para darse prisa.

    —Domingo. ¿Y qué hace un fronterizo como tú en el Oeste capitalista un domingo? ¿Acaso nuestras mujeres no son bastante buenas para ti? —yo estaba demasiado anonadado para reaccionar—. Bah, ya conozco a los de tu calaña: son unos esquiroles. Se aprovechan de nuestras rentas baratas, nuestra seguridad social y los precios bajos, y luego se van al Oeste a ganar una fortuna, pavonearse como capitalistas y cogerse a mujeres estadounidenses.

    Escupió en el suelo.

    Habría querido agarrarlo por el cuello del uniforme y soltarle que dónde me ganara o me gastara el sueldo no era asunto suyo, carajo. Era cierto que en el Oeste ganaba mucho más, porque el tipo de cambio era increíblemente favorable, pero tacharme de aprovechado… Sin embargo, no hice nada. Él andaba de servicio. Yo no quería buscarme problemas. En el Este, los trabajadores fronterizos como yo le caíamos mal a todo el mundo: la gente se lo tomaba como traición al Estado, aunque fuera un Estado que a ellos tampoco les gustara en absoluto. Si se les presentara la oportunidad, harían lo mismo.

    —¿Qué llevas en esa mochila?

    —Tres millones de dólares en billetes de diez.

    Me arrebató la mochila y abrió el cierre.

    Metí las manos en los bolsillos. La lluvia me goteaba de las cejas a los ojos.

    Rudi hurgó entre mi ropa hasta que de repente soltó la mochila, que fue a parar a un charco.

    Intenté contener la indignación.

    —Pero ¿qué tenemos aquí? ¡Encima estás haciendo contrabando! —sostuvo en alto la cajita de las medias—. ¿Sabes qué pena se aplica al contrabando?

    Se inclinó hasta que su rostro quedó a cinco centímetros del mío.

    Me agaché y recogí mi mochila; todo un lado estaba empapado. Cerré la mochila con molestia. Apreté los puños hasta que los nudillos me quedaron blancos y me mordí el labio.

    —Estoy obligado a confiscarlo. Y haré un informe.

    Intentó meterse la caja en el bolsillo, con torpeza, porque aún traía mi pasaporte en la mano.

    —No lo harás, ¡porque entonces no podrías quedártelo!

    Le arrebaté el pasaporte y me fui.

    —¡Redactaré un informe! —bramó Rudi Pajillero mientras me alejaba—. ¡Puedes estar seguro, Niemöller! ¡Haré un informe!

    Su voz sonaba ronca.

    Reprimí las ganas de echarme a correr: al fin y al cabo, me dije, no me seguía. Me metí por la primera calle lateral que encontré y lancé una patada con todas mis fuerzas a un bote de la basura, que cayó con gran estrépito. Habría querido volver atrás, pegarle una buena sacudida a ese estúpido y arrastrarlo por un charco con todo y uniforme. ¿Qué derecho tenía él de…? No había ningún motivo… Contrabando… ¿Por qué se comportaba con tal altanería y siempre se metía conmigo? ¡La siguiente vez no pensaba permitir que me pisoteara de ese modo! Con esas ideas de venganza en mente, me eché a correr. La carrera me sirvió para descargar la frustración. Aquel estúpido me había arruinado el recuerdo de Heike.

    DOS

    La semana siguiente no dejé de pensar en Heike. Walter me invitó al Wannsee el domingo y añadió, guiñándome el ojo, que Paula estaría allí, en el lago. No me atreví a preguntarle si Heike también iría.

    El rugido de la moto de Walter despertó a todo el vecindario e hizo que mi padre refunfuñara malhumorado. Agarré una toalla y bajé las escaleras. Walter llevaba shorts y zapatos blancos y una playera de polo a rayas. Parecía una estrella de cine estadounidense.

    —¡Buenos días! —gritó, animado, por encima del ruido del motor.

    Lo saludé y me subí a la grupa de la moto. Hacía un muy buen día, sí. Un día ideal para cruzar todo Berlín Occidental hasta el Wannsee, a más de veinticinco kilómetros de distancia. Los guardias fronterizos nos miraron con desaprobación —parecíamos estadounidenses decadentes—, aunque pasamos sin problemas. Dejamos atrás rápidamente tiendas cerradas y casas dormidas, mientras el sol se elevaba detrás de nosotros. El motor hacía tanto ruido que ya no podíamos hablar, pero nos daba igual. Cerré los ojos y sentí el viento en el pelo. Algún día… algún día yo también me compraría una moto. Cuando el Estado me diera un departamento propio, como a mi hermano Rolf. Mi padre me lo había prohibido mientras viviera en su casa, porque le parecía decadente e innecesario. Ya tenía una bicicleta y con eso me bastaba.

    Enseguida quedó claro que no éramos los únicos que habíamos tenido la idea de ir a pasar el día a orillas del Wannsee: desde la parada del autobús, decenas de personas se dirigían a la entrada del recinto con sillas plegables, canastas de pícnic, pelotas de playa y colchones inflables bajo el brazo. El lago era un lugar muy popular entre los berlineses. Sin embargo, nosotros pasamos de largo. No se me antojaba estar en la playa con toda aquella muchedumbre y, por suerte, a Walter y a los demás tampoco. Al parecer nadie sabía de nuestro lugar favorito, una playita minúscula entre los árboles, a un par de kilómetros de distancia.

    Walter decidió estacionar la moto en la arena blanda. Heini, Ernst, Charlotte, Max y una chica a quien yo no conocía ya habían llegado, habían dejado sus mochilas por ahí y las chicas se estaban cambiando. Yo no conocía a todo el grupo. Walter me había presentado a sus amigos del Oeste, pero yo sólo me reunía con ellos si Walter me invitaba. No tenía muchos amigos más. Las amistades de la escuela se habían diluido con rapidez cuando empecé a trabajar en el Oeste, pero me daba igual. El grupo de Walter era muy agradable y no me miraba con desdén. Mientras Walter sacaba sus cosas de debajo del asiento, llegaron tres chicas más. Las tres traían shorts de mezclilla, lentes de sol grandes y sombreros de paja, de modo que parecían trillizas.

    Extendí mi toalla y empecé a desvestirme. Cuando me quité la camiseta, de repente me encontré cara a cara con una de las trillizas.

    —Hola, guapo —dijo—. ¿Por qué no me has llamado?

    Hizo una mueca y enseguida me acarició el pecho con los dedos. Paula. Era Paula.

    —No tenemos teléfono.

    Me miró ladeando la cabeza. Vi que se preguntaba si era posible que en el Este no tuviéramos teléfono y que aceptaba la excusa.

    —Me alegro de que hayas venido.

    Se dio la vuelta, sacó su toalla de una de aquellas mochilas enormes y la extendió al lado de la mía. La observé mientras se tumbaba. Aún no recordaba mucho de lo ocurrido el fin de semana anterior. A mí me parecía que no había pasado nada, pero el comportamiento de Paula me hacía sospechar lo contrario.

    El resto del día Paula se comportó como si fuéramos pareja. Nadamos, jugamos futbol, nos secamos al sol… y no me perdió de vista ni un momento y me pidió cosas continuamente: que si le ponía bronceador en la espalda, que si le pasaba la mochila, que si quería ir al agua con ella, que si se me antojaba una galleta. Me hacía sentir incómodo. Yo no conseguía tranquilizarme mientras le ponía bronceador en la espalda o sentía sus brazos a mi alrededor mientras nadábamos. Hasta que no vi a Heike no entendí por qué.

    Ya estaba avanzada la tarde y Walter, Max, Paula y yo jugábamos cartas cuando Heike llegó a la playa con medio barril de petróleo lleno de comida.

    —¡El asado! —exclamó Max.

    Llenaron el barril de arena y encima colocaron madera, papel y carbón. Los chicos trabajaban con una determinación rutinaria. Se notaba que no requerían ayuda. Pusieron una rejilla encima y en menos de diez minutos la carne ya chisporroteaba. El aroma especiado de las hamburguesas me hizo darme cuenta de que, salvo un par de galletas, no había comido nada desde la mañana.

    Quienes quedaban en el agua salieron. Todo el mundo acercó las toallas y se sentó alrededor del barril. Heike preparó cuencos con lechuga, tomates y maíz. La miré, pero no vi que me prestara una atención especial. Walter trajo una cubeta con botellas de cerveza.

    Bromeamos, comimos y reímos. Heike estaba sentada enfrente de mí, al otro lado del círculo. Me comí la carne en silencio y la miré a través del aire caliente y vibrante que desprendía la parrilla. Ella notó que yo la observaba y sonrió. Ojalá hubiera estado sentada más cerca. Sin embargo, el círculo estaba lleno.

    Después de comer, el asado se convirtió en hoguera. Estaba oscureciendo, aunque la temperatura todavía era agradable. Max sacó la guitarra y tocó algunas canciones famosas de Chuck Berry y Elvis, sobre todo baladas lentas. Paula fue a tumbarse a mi lado. Me disculpé entre dientes y me levanté. No tenía ganas de actuar como tortolitos. Caminé hasta el borde del agua. La otra orilla del lago estaba en silencio. El agua era negra y las siluetas de los árboles que delineaban nuestra playa se volvían cada vez más oscuras. En algún punto lejano del lago alzó el vuelo un pájaro. Me senté en la arena y miré hacia el agua. La guitarra y las voces se convirtieron en un suave murmullo detrás de mí.

    No la oí llegar. Heike fue a sentarse a mi lado en la arena y miró hacia el agua.

    —¿No se te antoja cantar? —la miré sin saber qué decir—. ¿O no se te antoja Paula? —sonreía.

    —¡Uy! ¿Tanto se nota? —pregunté, mirándola de reojo.

    —No, qué va. Bueno, ella al menos no se ha dado cuenta.

    Soltó una risa breve y ronca.

    —Para ser sincero, no me acuerdo de lo que pasó esa noche —confesé—, aunque parece que Paula se lo tomó muy a pecho.

    Ella de seguro no quería oír los detalles.

    —No te preocupes: no pasó nada. Ella misma me lo dijo.

    ¿Se lo dijo?

    —Las mujeres hablamos de esas cosas —se rio—. Paula siempre quiere ir deprisa. Tú no te dejes presionar.

    Puso su mano sobre la mía un momento. Tenía la palma más caliente que la arena.

    —¿Qué le parecieron las medias a tu madre?

    Unos patos pasaron volando sobre el agua.

    —Muy bonitas —mentí—. Gracias de nuevo.

    ¡Demonios…! Debí darle las gracias de inmediato.

    Detrás de nosotros, Max cantaba All I Have to Do Is Dream, de los Everly Brothers. Los demás lo escuchaban en silencio. El punteado de la guitarra sonaba frágil en la oscuridad. Heike se acercó un poco, me puso la cabeza sobre el hombro y tarareó con suavidad, siguiendo la canción. Le pasé el brazo por detrás de la espalda y nos quedamos así hasta que la canción se terminó. Y cuando Max empezó otra canción más rápida y varias voces se le unieron, Heike no se movió. Lo único que se movía era su dedo, que dibujaba pequeños círculos en mi muslo. Le acaricié la parte superior del brazo con el pulgar y, cuando alzó la cara para mirarme, la besé.

    TRES

    Toda la semana floté con el recuerdo de aquel domingo. Intenté quitarme a Paula de la cabeza. Era una cobardía de mi parte esquivarla, pero ¿cómo podía explicárselo? Ella en realidad me presionaba. ¿O es que me daba miedo encontrarme con Heike? ¿Había sido el buen rollo, la hoguera, aquella noche tan plácida? ¿Había bebido demasiado?

    Walter me dio un golpecito mientras recogíamos las últimas paletas.

    —Creo que tienes visita —sonrió.

    Al lado de la valla del astillero estaba Heike con shorts de mezclilla y blusa blanca.

    Me acerqué a ella con torpeza. ¿Cómo debía saludarla? ¿Hola y listo? ¿Darle un beso?

    Ella se me adelantó: se lanzó a mi cuello y me besó en los labios. Noté los ojos de Walter en mi espalda.

    —Hola —dijo Heike, animada—. ¿Terminaste por hoy?

    Miré hacia atrás. Walter me indicó con un gesto que podía irme. —Sí, ahora mismo.

    —Bien, podemos irnos. En el City pasan una buena película.

    Sonreía.

    Estupefacto, me dejé llevar. El City era uno de los cines fronterizos en los que vendían los boletos más baratos a los berlineses del Este. Pasaban películas estadounidenses que nunca llegaban a la República Democrática Alemana (rda) o películas europeas que allí estaban disponibles con antelación. Antes de la película pasaban el noticiario semanal, desde el punto de vista occidental. Yo era demasiado orgulloso para pagar el precio del Este; saqué mis marcos occidentales y compré dos boletos. No sé de qué trataba la película ni cómo se titulaba, pero recuerdo el suave tacto del brazo de Heike en el apoyabrazos. Aquella noche no crucé la frontera hasta muy tarde.

    No era extraño ni incómodo; era como si nos conociéramos y lleváramos juntos muchos años. Heike pasaba al astillero e íbamos a comer algo por la ciudad o a un bar con Walter y los demás. No hablábamos de política ni del Este ni del Oeste. Hablábamos de películas, de música, de nuestras bebidas favoritas y de lo que nos gustaría hacer. En muchas cosas estábamos de acuerdo.

    Heike trabajaba como mecanógrafa en una gran empresa que vendía muebles. Ella hacía los pedidos. Era divertido oírla desfogarse acerca de la colega insoportable que se sentaba delante de ella y acerca de su jefe, quien no paraba de gastarle bromas denigrantes a las mujeres que trabajaban para él. Cada vez que me reía con sus historias, se olvidaba de lo enojada que estaba y ella también se echaba a reír. Nos inventábamos decenas de maneras de ridiculizar a su jefe.

    Mientras tanto, Paula se había fijado en otro chico y ya no pensaba en mí. Cuando ella visitaba a su nuevo amor, yo iba a casa de Heike. Ella cocinaba para mí y me preparaba el desayuno.

    Al cabo de un tiempo llegó la pregunta inevitable:

    —¿Cuándo nos veremos en tu casa? ¿Cuándo me llevarás a conocer el Este?

    Me di cuenta de que siempre estábamos en su lado de la frontera. Y recordé algo que había dicho cuando nos conocimos: que nunca había estado en Berlín Oriental.

    CUATRO

    Cuando Walter apagó su radio portátil, supe que el trabajo había terminado por ese día. En lugar de quedarme a platicar un rato, me encerré en la furgoneta del jefe de obra y me cambié lo más rápido posible. Me había traído mis Levi’s auténticos y mi camisa blanca. Era un día especial. Quería que paseara con el Julian más elegante, aunque eso nos hiciera llamar mucho la atención al otro lado de la frontera. No me importaba. Me puse los zapatos de color rojo vivo occidentales y metí la ropa de trabajo y el calzado de seguridad en mi mochila deportiva. Me despedí de Walter, quien todavía andaba recogiendo cosas por el muelle, y me fui. El sol brillaba y yo silbé una melodía de Elvis que acababa de escuchar en la radio.

    Paula no estaba en casa, de lo cual me alegré. Cuando llegué arriba, Heike me esperaba en la puerta de su departamento. Llevaba una falda ancha y chamarra corta, se había recogido el pelo y se había pintado los labios como si fuéramos a salir de verdad. Tenía un aire como de una Marilyn Monroe joven.

    —¿Lista para una visita al paraíso socialista?

    Vi que una duda asomaba en su mirada, pero sonrió y me alargó el brazo. Se lo tomé como un verdadero caballero y bajamos las escaleras. Una vez fuera, me soltó de nuevo.

    Nos dirigimos a la frontera dando un rodeo, porque no quería encontrarme con Rudi Pajillero. ¡No me dejaría humillar delante de Heike! Cuando llegamos a la frontera, noté que aguantaba la respiración. Los soldados hicieron su trabajo a conciencia. Nos pidieron los pasaportes, compararon las fotos con nuestros rostros y nos los devolvieron sin decir una palabra.

    —¿Me deja ver su mochila? —pidió el soldado.

    Heike me miró con los ojos como platos. Yo extendí la mochila al soldado y tarareé con suavidad la melodía que tenía en la cabeza. El soldado me observó con desconfianza, pero cerró la mochila.

    —Todo en orden: pasa —gruñó.

    Después de cruzar, Heike me agarró la mano.

    —¡Ésa era una canción de Elvis!

    Apreté el paso. Había preparado con mucho cuidado la ruta que seguiríamos. Quería mostrarle Alexanderplatz, la plaza central de Berlín Oriental. Había incluido en la ruta todo lo que podría impresionarla. Sin embargo, mientras caminaba a su lado por las calles y los barrios que se suponía que nos llevarían a esos lugares de interés, me di cuenta de lo pobres que se verían en comparación con las calles tan concurridas y los bulevares con luces de neón del Oeste.

    Y lo lóbrega que resultaría el resto de la ciudad. En cuanto salías de las calles principales, te metías en barrios ruinosos con paredes en las que no quedaba ni rastro de pintura. Entre casas habitadas había ruinas con los agujeros y los escombros de la guerra. Las malas hierbas crecían entre las piedras. La gente usaba ropa anticuada.

    Cuando llegamos a la plaza Gendarmenmarkt, de repente la vi con sus ojos. A mí siempre me había impresionado la iglesia francesa; la gran columnata y el campanario redondo transmitían una grandeza antigua que ya no solía verse. Esta vez me di cuenta de que el techo tenía agujeros y de que había estatuas mancas y descabezadas. Encogí la espalda. ¿Qué quería enseñarle en realidad?

    Fuimos llegando a las partes más nuevas de la ciudad. Heike se mostró muy cortés, observó las estatuas de Stalin y de los otros líderes comunistas, y admiró formalmente los rascacielos socialistas y los edificios construidos recientemente. Ignoró con amabilidad las largas colas y los escaparates vacíos de las tiendas. No frunció el ceño al ver las consignas comunistas. Aun así, no podía quitarme la sensación de que la estaba decepcionando, así que hui hacia el parque. Los árboles, las bancas y la vegetación eran los mismos en todos los sistemas políticos.

    Respiré aliviado. En el Volkspark de Friedrichshain la gente paseaba con carritos, los niños jugaban futbol y había chicas sentadas en el pasto, riéndose. La Fuente de los Cuentos de Hadas incluso tenía agua y era la cereza del pastel de la escena. Observamos las distintas figuras de cuento que flanqueaban la fuente.

    —¿Cuál es tu cuento de hadas favorito, Julian? —preguntó Heike de repente.

    Nunca lo había pensado. Sin embargo, Heike sí. La bella durmiente. Su abuela también tenía una rueca. Y de los cuentos pasamos a las abuelas y al aroma de las galletas de canela y las noches de invierno y otras historias infantiles. Platicamos y nos reímos y se me olvidó la ciudad que nos rodeaba, así como mi fallido intento de convencer a Heike de que este país también tenía algo hermoso que ofrecer.

    >Cuando empezó a anochecer, nos levantamos. Le había prometido a mi madre que llevaría a Heike a cenar a casa. No había sido idea mía, pero no quería decepcionar a mi madre. Heike estaba nerviosa. Mientras subíamos las escaleras, se alisó la falda tres veces. Yo le hice un gesto de ánimo con la cabeza y deseé que mi padre fuera capaz de contenerse un poco. No llegamos ni cinco minutos tarde, aunque él ya nos esperaba sentado a la mesa.

    Heike lo saludó con educación. Él gruñó algo en respuesta. Mi madre salió de la cocina secándose las manos en el delantal. Ella también estaba nerviosa.

    Se había esforzado. Había hecho un guiso y se había superado a sí misma. Heike la felicitó. Nunca había visto a mi madre ruborizarse. El resto de la conversación resultó forzado. Como sea, mi padre no la sometió a ningún interrogatorio y mi hermana Franziska respondió a las preguntas de Heike.

    —Soy miembro de la Juventud Libre Alemana (jla). El objetivo de la jla es profundizar nuestra amistad con la Unión Soviética y apoyar a los pueblos del mundo en la lucha contra el sistema imperialista.

    Yo puse los ojos en blanco, pero Heike sonrió, asintió con la cabeza y pasó por alto el tono arrogante y pomposo de mi hermana. Busqué desesperado otro tema de conversación, aunque no se me ocurría nada. Del tiempo ya habíamos hablado.

    —¿Un poco más de guisado? —preguntó mi madre.

    —Por favor. Gracias, está riquísimo —dijo Heike, cortés—. Me recuerda un poco al stew irlandés. Si alguna vez va a Irlanda… —se calló de repente.

    Mi madre nunca iría a Irlanda a probar el stew.

    —Estuvimos en el Volkspark —dije yo para enfriar el asunto—. Había bastante gente.

    Heike se me sumó enseguida:

    —Y qué fuente tan bonita, con todas esas figuras de cuento de hadas.

    —Sí, es verdad.

    Nos quedamos en silencio. Todos mirábamos el plato mientras repasábamos mentalmente los temas de los que podíamos hablar, aunque ninguno parecía apropiado.

    El silencio no se rompió hasta que todos terminamos de comer y mi madre empezó a recoger la mesa. Llamaron a la puerta. Me levanté y fui a abrir. Era la señora Schulze, nuestra vecina. Había perdido a sus tres hijos y a su marido durante la guerra. Después del régimen nazi se había convertido en una comunista ferviente. Sólo escuchaba Radio rda y repetía todo lo que predicaban como si se le hubiera ocurrido a ella.

    Antes de que pudiera preguntar nada, decidí acompañar a Heike a su casa. Estaba dispuesto a aguantar el sermón de mi padre por haberme ido tan deprisa. No hacía falta que la señora Schulze supiera que yo salía con una chica del Oeste; ya me dispensaba un trato bastante denigrante. Además, no había traído a Heike allí para exponerla una y otra vez a la arrogancia comunista.

    —Qué ropa tan peculiar lleva esa chica —atrapé al vuelo antes de cerrar la puerta detrás de nosotros.

    No fuimos a la frontera. Paseamos por mi ciudad mientras el sol se ponía en la ciudad de Heike. Había renunciado a mostrarle cosas. Ya no miraba las calles con sus ojos; la miraba a ella con mis ojos. No decíamos mucho, pero caminábamos de la mano. Ella tembló y yo le pasé una mano por los hombros. Sin embargo, cuando empezó a refrescar todavía más propuso irse a casa.

    Nos despedimos en los límites de la línea. La besé.

    —Fue una tarde fantástica, Julian.

    Fruncí el ceño. ¿La ciudad tan fea? ¿La conversación a trompicones? ¿La arrogancia de Franziska?

    —Ahora te entiendo mejor —quise protestar, pero me puso un dedo en los labios—. Ya sé que tú no eres así, que no compartes las ideas de Franziska y que no te sientes cómodo en tu país. Sin embargo, formas parte de él. Y me pareció muy valeroso de tu parte que me lo hayas mostrado. Fue muy… honesto. Gracias —dijo con amabilidad y me dio un beso suave en la mejilla.

    CINCO

    Cuando sonó el timbre, miré el despertador con un ojo. Llegaban demasiado temprano. No nos iríamos a la dacha, nuestra casita en los bosques de las afueras de la ciudad, hasta las diez. Gruñí y me di la vuelta. Herman, mi cuñado, siempre llegaba demasiado pronto. Me cubrí la cabeza con la sábana, pero ya oía los pasos rápidos de Marthe y Florian por el pasillo.

    —¡Hola, abuela! —gritó Marthe—. ¡Hoy es mi cumpleaños!

    Como si no lo supiéramos. El día anterior Heike y yo la habíamos llevado al zoológico y se había pasado el rato diciendo a todo el mundo:

    —¡Mañana cumplo todos estos años! —levantando cuatro dedos al aire.

    La puerta principal se cerró. Gudrun, mi hermana mayor, dijo algo. Sonaba consternada, aunque no entendí qué decía. Y Herman también hablaba en voz alta, para ser él. ¿Qué ocurría?

    Cuando entré en la sala, mi padre estaba sentado junto a la radio. Mi madre, Gudrun y Herman se hallaban de pie a su alrededor, escuchando. Ni siquiera me oyeron entrar; miraban tensos la radio como si al observar el aparato con detenimiento pudieran obtener más información del locutor, quien iba a media frase y no entendí de qué hablaba. Mi padre le cambió a la estación estadounidense.

    —… y la población de Berlín espera que los aliados actúen ante el gobierno soviético —decía la voz del alcalde de Berlín Occidental.

    —¿Qué pasa? —pregunté.

    —Cerraron la frontera.

    —¿Cerraron la frontera? ¿Por qué?

    Gudrun se encogió de hombros:

    —Eso es lo que todo el mundo dice, que cerraron la frontera. Pusieron una alambrada. Nadie puede pasar.

    —¿Durante cuánto tiempo?

    —No lo dicen. ¿Para siempre?

    ¿Cómo era posible? ¿Por qué? ¿Cómo? Apenas el día anterior habíamos cruzado la frontera dos

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