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Las vías
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Libro electrónico173 páginas2 horas

Las vías

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LA INFANCIA ES UNA DE LAS MEJORES EPOCAS DE NUESTRAS VIDAS O ASÍ DEBERIA DE SER.
TE INVITO A CONOCER LA HISTORIA DE RODRIGO QUE TAMBIEN ES LA MIA.
...
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 nov 2023
ISBN9788411816335
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    Las vías - Austin Roca

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Austin Roca

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-633-5

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A ti, güelita, gracias por tanto habiéndote entregado tan poco.

    Prólogo

    La infancia es una de las mejores épocas de nuestras vidas así debería de ser. Durante nuestros primeros años dependemos de nuestros padres y del círculo familiar para crear vínculos afectivos, recibir cariño, comprensión, acompañarnos y guiarnos en la dura tarea del crecimiento personal.

    Querido lector, estás ante la historia de mi vida. En ella se refleja cómo apenas tuve ese cariño tan importante por parte de mis padres, como poco a poco fui convirtiéndome primero en un niño y mas tarde en un adolescente retraído e infeliz, como nadie se dio cuenta de la deriva que iba tomando mi vida y como una horrible enfermedad entró en nuestro hogar precipitando todo esto.

    Déjame acompañarte por el tortuoso camino que he tenido que transitar al ahondar en lo más profundo de mi subconsciente, y rescartar uno a uno sentimientos y vivencias traumáticas que creía enterradas para siempre.

    .

    «Todo duele más cuando no sabes por qué te hieren».

    .

    «El acoso escolar comienza como una pequeña bola de nieve que se deja rodar y al final nadie sabe cómo detener».

    .

    CAPÍTULO 1

    Los cambios siempre son a mejor, o no

    Enjuto, bajito, tímido y gafotas, así era mi yo de nueve años a principios de septiembre de 1989, cuando mi madre me dejaba a los pies de aquel enorme portón verde de hierro donde nos agolpábamos cientos de niños y niñas en el primer día de colegio.

    Las Merceditas era un colegio concertado situado en uno de los barrios obreros de la periferia de la ciudad. Era el mismo colegio al que había acudido mi madre en la década de los setenta y al cual habían decidido mis padres que debía ir yo.

    —Verás cómo haces un montón de amigos nuevos —intentaba animarme mi madre mientras apoyaba su mano en mi hombro.

    —Pero yo ya tenía amigos, no sé por qué no puedo seguir yendo al otro cole —intenté explicarle—; además, soy el único que va en pantalones cortos y con medias, todos se van a reír de mí.

    —¡Estás guapísimo, no seas tonto! —dijo ella muy convencida de sus argumentos.

    No olvidemos que, para una madre, su hijo es el más guapo del mundo.

    Este colegio religioso tenía instaurado el uso de uniforme para todos los alumnos: falda plisada, camisa blanca y jersey azul marino para ellas y camisa blanca, jersey azul marino, pantalón gris corto o largo para ellos.

    Mi madre había decidido que su hijo iría mucho más guapo con un pantalón corto y medias hasta las rodillas.

    El más guapo no sé si sería, pero el que más frío pasaba en invierno, eso seguro.

    Se despidió de mí con un beso y yo me acerque aún más al portón. Me temblaban las rodillas. Acostumbrado a mi colegio de pueblo, aquello era como estar en otro planeta.

    Sonó la sirena atronadora y el gran portón comenzó a abrirse despacio como las enormes fauces de un monstruo marino dispuesto a engullir a los incautos que osasen acercarse a él.

    De repente empujones, golpes, codazos y cientos de gargantas gritando al unísono. Entre todo ese bullicio, me veo atrapado y arrastrado por un mar de niños que avanza sin saber muy bien hacia dónde me dirijo.

    «Ya no hay marcha atrás», pensé. Apenas veía más allá de la mochila que tenía delante. Intento buscar a mi madre entre la multitud para poder despedirme, pero solo consigo girar un poco la cabeza.

    —Adiós, mam... —La corriente es tan fuerte y yo soy aún tan bajito que ni veo ni me ven, así que me resigno y me dejo arrastrar por aquel tsunami infantil que me conduce sin remedio hacia las fauces abiertas de aquel monstruo marino.

    ¡Kabooommm! El gran portón se cerró tras nosotros. Ese sonido retumbó en mi pequeña cabeza sin comprender hasta qué punto mi vida empezaría a cambiar para siempre.

    * * *

    —¿Y si nos mudamos a Oviedo? —Mi madre lanzó esa pregunta tanteando el terreno y esperando a ver qué decía mi padre—. Allí viven nuestros padres y nos podrían echar una mano con los niños.

    —¿Qué hacemos con el colegio? —respondió mi padre; él no lo veía tan claro en un primer momento.

    —Podemos matricular a Rodrigo en el mismo colegio al que fui yo, Las Merceditas, y hacer lo mismo con su hermana cuando termine la guardería. Un colegio de monjas siempre es garantía de buena educación —intentó convencerlo mi madre—; yo tengo muy buenos recuerdos de los años que pasé allí.

    Y así fue como de la noche a la mañana pasé de jugar con mis amigos a las chapas, las canicas, al escondite y hacer vueltas ciclistas por el pueblo a encerrarme en un piso de ochenta metros cuadrados, privado de una libertad de la que no fui consciente hasta muchos años después.

    Ese barrio para mí era un ente hostil, los coches dominaban todo y en mi bloque no había niños, aquello prometía.

    —Papá, esta casa no me gusta, no tengo amigos y no puedo salir a jugar a la calle —intenté argumentarle—, ¿por qué hemos venido a vivir aquí?

    —Ya te lo hemos explicado, Rodrigo, mamá y yo trabajamos en esta ciudad y ahora no tendremos que recorrer tantos kilómetros para ir a trabajar. Además, los abuelos están cerca y podrás verlos más a menudo.

    —¡¡Este sitio es una mierda!! —dije enfurecido y, tras dar un portazo, me encerré en la habitación que compartía con mi hermana.

    CAPÍTULO 2

    Este no es tu sitio

    —¡Alumnos de primero, por aquí, los de quinto seguidme¡—dijo una señora que me resultaba muy extraña. Llevaba una bata blanca como las profesoras de mi antiguo colegio, pero sobre la cabeza una sábana de color gris que le tapaba todo el pelo y solo dejaba asomar un pequeño mechón en la parte superior de la frente.

    Las profesoras navegaban entre el mar de niños que habían quedado atrapados tras el portón, con la agilidad con la que un pescador selecciona sus mejores capturas, ellas iban moviendo a los niños empujándolos por la cabeza de una fila a otra de entre la multitud que había en aquel patio.

    No sabía a dónde acudir, para mí todo era demasiado confuso, así que decidí esperar a ser capturado y confiar en que ese primer día pasase a la mayor velocidad posible.

    Tras la vorágine inicial, todos los alumnos fueron ubicados en sus respectivos cursos, salvo un pequeño grupo de niños, entre los que me encontraba yo.

    Dos profesoras se acercaron a nosotros.

    —¿A qué curso corresponden estos niños? —le preguntó una de ellas.

    Un levantamiento de hombros fue lo que recibió como respuesta.

    —Estos, que parecen los más pequeños, me los llevo a Infantil, estos otros a Primaria. Avisa a dirección y luego ya nos informarán del curso al que deben ir —dijo la profesora de la sábana en la cabeza.

    Y así de golpe y porrazo es como me vi en una cola rodeado de otros pequeños compañeros. Estábamos listos para subir a las clases y empezar la andadura en mi nuevo colegio.

    Las Merceditas era una institución fundada en 1942 y ocupaba una manzana completa de aquel barrio de la periferia de mi ciudad.

    Una mole de cuatro alturas, dividida en dos alas y en cuyo centro se alzaba una iglesia de grandes dimensiones. Las tres primeras plantas servían para ubicar las aulas, estancias del profesorado, comedor, gimnasio y salón de actos. En la azotea se encontraban las habitaciones de las monjas, de parte del profesorado y miembros de la congregación que, además, se encargaban del comedor y el mantenimiento del colegio.

    El patio se dividía en dos, en la parte de abajo estaban tanto las canchas de fútbol como las de baloncesto y era el destinado a los cursos de Primaria y BUP. Ascendiendo unas escaleras se llegaba a otro pequeño patio, el que utilizaban los niños de Infantil, y en esa zona del colegio es en la que me encontraba yo en ese momento.

    —Hola, me llamo Jorge.

    —Yo Rodrigo —dije.

    —¿Jugamos al pilla-pilla? —le pregunté.

    Así de sencillo es como comienzan las amistades cuando uno es un niño, no hace falta nada más. Saltamos a los columpios y empezamos a escalar por aquella estructura metálica oxidada y desconchada, que seguro que era la misma en la que había jugado mi madre cuando venía al colegio.

    Jorge y yo estábamos en el curso equivocado, pero eso aún no lo sabíamos. Habían pasado al menos dos horas desde que habíamos entrado al colegio por primera vez y todavía nadie se había percatado de que no nos encontrábamos en el curso correcto.

    Tras el recreo regresamos a la clase, estaba llena de dibujos, con mesas circulares donde nos sentábamos por grupos y donde había colores, cuentos e infinidad de cosas que estimulaban a un niño con tan solo verlas. Me recordaba a la clase de mi antiguo colegio.

    Me encontraba enfrascado realizando una tarea de escritura cuando la puerta de la clase se abrió y tras ella apareció otra profesora, joven, esbelta y con voz dulce que se dirigió a la clase.

    —Rodrigo y Jorge, por favor recoged vuestras cosas y acompañadme. —Aquella profesora había aparecido para llevarnos a algún otro sitio.

    —¿A dónde nos llevan? —pregunté algo confuso.

    No entendía nada, así que recogí mi pequeña mochila y acompañé a la profesora que nos conduciría a un lugar que marcaría para siempre mi estancia en el colegio.

    Fuimos guiados por la profesora a través de los pasillos, bajamos y subimos escaleras dejando atrás la colorida y alegre zona de Infantil para dirigirnos a otra ala, una menos amable para los niños en la que todas las paredes tenían cuadros de imágenes religiosas, algo que era la primera vez que veía, y si nunca has visto a un señor clavado a una madera, pues sí, impresiona bastante.

    La zona a la que nos llevaban era la que estaba destinada a los niños de Primaria y cursos superiores. El acceso era diferente al de los niños más pequeños del colegio, todo era más sobrio, más lóbrego y para mí era como estar visitando las entrañas de una casa encantada.

    Encaramos el que sería el pasillo donde estaba nuestra clase. Largo, muy largo, casi infinito. Los zapatos de la profesora retumbaban en el silencio y su acelerado paso no ayudaba a que mi corazón dejara de latir desbocado a punto de salírseme por la boca. Una boca seca como el esparto, uno de los primeros síntomas que me acompañarían a lo largo de mi vida adulta: cuando estoy nervioso, la lengua se me pega al paladar y apenas puedo articular palabra.

    Llegamos al final, sobre la puerta un pequeño cartel rezaba «3º B»; la joven profesora giró el picaporte y entramos en la clase.

    —Buenos días, madre Marga, estos dos niños pertenecen a este curso, han pasado toda la mañana en Infantil y por fin hemos conseguido ubicarlos en la clase que les corresponde —dijo con voz firme.

    Me sorprendió mucho que la llamase «madre», «¿serán madre e hija?», pensé aún sorprendido por la curiosa forma de vestir de una parte de las profesoras del colegio. Porque allí solo había mujeres, unas con sábanas en la cabeza y otras sin ellas, con la excepción del profesor de gimnasia, ese era el único hombre de Las Merceditas.

    Antes de aquel día yo jamás había tenido contacto con una monja, no recuerdo que mis padres me explicasen a qué clase de colegio iba a ir y qué tipo de educación recibiría. Yo estaba acostumbrado a un colegio público de pueblo, el cambio iba a ser radical, no estaba preparado y de eso ya me di cuenta el primer día.

    Jorge y yo nos situamos sobre una tarima elevada que cubría todo el ancho de la clase, sobre ella estaba la mesa de la profesora y una pizarra que era imposible abarcar con la mirada

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