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Sintiendo en la propia piel
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Libro electrónico455 páginas8 horas

Sintiendo en la propia piel

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Información de este libro electrónico

Nada reemplaza la experiencia. Sin embargo, cuando te apresuras a juzgar las actitudes de los demás según tus propios estándares, crees que estás en posesión de la verdad. ¡Qué ilusión! ¿Cómo saber lo que está pasando dentro de los demás? ¿Cómo evaluar las emociones que nunca sentiste? ¿Cómo saber qué va más allá de las apariencias? ¿Cómo descubrir los límites de tu resistencia y ciertas tentaciones, si nunca has sido tentado? 
La vanidad te hace creer que conoces la mejor solución para los problemas de los demás. La sabiduría de la vida trata de mostrarte el relativismo de tu juicio, trabajando tu inteligencia de varias maneras, pero si te resistes, aferrado a tus propios conceptos, pone en tu vida una situación como la que criticaste, de modo que, SINTIENDO EN LA PROPIA PIEL, puedas entender este relativismo y aprender a respetar la privacidad de los demás.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 ene 2023
ISBN9798215066188
Sintiendo en la propia piel

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    Vista previa del libro

    Sintiendo en la propia piel - Mônica de Castro

    Romance Espírita

    SINTIENDO EN LA PROPIA PIEL

    PSICOGRAFÍA DE

    MÔNICA DE CASTRO

    POR EL ESPÍRITU

    LEONEL

    Traducción al Español:      

    J.Thomas Saldias, MSc.      

    Trujillo, Perú, Junio 2020

    Título Original en Portugués:

    SENTINDO NA PRÓPRIA PELE

    © MÔNICA DE CASTRO 2002

    Revisión:

    Maricielo Huanca Prado

    World Spiritist Institute      

    Houston, Texas, USA      
    E–mail: contact@worldspiritistinstitute.org

    MÔNICA DE CASTRO

    MÔNICA DE CASTRO nació en Rio de Janeiro, donde siempre estuvo en contacto con el Espiritismo, viviendo desde temprano los más diversos fenómenos mediúmnicos. Años más tarde, después del nacimiento de su hijo, inicio na nueva fase de su mediumnidad, desarrollando la psicografía por medio de romances dedicados a la autorreflexión y al bienestar humano.

    Con el paso de los anos, se desvinculó de los títulos religiosos y doctrinarios, pasando a aceptar como fuente de sus obras las formas de conocimiento y sabiduría que tengan como meta el despertar del hombre como el ser espiritual que es.

    A la actualidad, ha escrito más de diecisiete romances, todos dictados por el mismo espíritu Leonel. Desde el año 2000, con más de un millón y medio de ejemplares vendidos, la autora se ha dedicado a llevar al público romances esclarecedores, que estimulan a las personas a usar la inteligencia en la modificación de los valores internos, para la superación de las culpas, de los sufrimientos y el descubrimiento de una vida más iluminada y feliz.

    LEONEL

    MÔNICA DE CASTRO y LEONEL siempre estuvieran juntos. Unidos hace muchas vidas, decidieran, en esta encarnación, desarrollar el trabajo de psicografía, uniendo los dones mediúmnicos a los literarios. Ambos ya fueron escritores, de allí la sintonía perfecta y la simbiosis con la que relatan las historias pasadas en otros tiempos.

    Apenas un trabajador del invisible, como gusta caracterizarse, Leonel decidió dar continuidad a la tarea de escribir, esta vez casos reales, sacados de los relatos de espíritus con quienes mantiene contacto en el mundo espiritual. Después de la autorización de los involucrados, inspira al médium, los libros que ella psicografía, siguiendo con fidelidad, puntos importantes para la aclaración de los lectores. Algunos pasajes; sin embargo, deja a la imaginación de la autora, a fin de hacer las historias más estimulantes, imprimiéndoles mayor emoción. No obstante, nada va al público sin su aprobación, y todo requiere el debido mejoramiento moral.

    Lo que Leonel más desea con los libros que psicografía es que las personas aprendan a lidiar con sus culpas y frustraciones, a fin de desarrollar en sí mismas la capacidad innata que todo ser humano posee de ser feliz.

    En su última y breve encarnación, Leonel vivió en Inglaterra a inicios del siglo XX. Vivió los horrores de la Primera Guerra Mundial y desencarnó a los veinte años de edad. Fue también escritor en los años idos del siglo XVIII, cuya vida esta reseñada en el libro "Secretos del Alma."

    Del Traductor

    Jesus Thomas Saldias, MSc., nació en Trujillo, Perú.

    Desde los años 80's conoció la doctrina espírita gracias a su estadía en Brasil donde tuvo oportunidad de interactuar a través de médiums con el Dr. Napoleón Rodriguez Laureano, quien se convirtió en su mentor y guía espiritual.

    Posteriormente se mudó al Estado de Texas, en los Estados Unidos y se graduó en la carrera de Zootecnia en la Universidad de Texas A&M. Obtuvo también su Maestría en Ciencias de Fauna Silvestre siguiendo sus estudios de Doctorado en la misma universidad.

    Terminada su carrera académica, estableció la empresa Global Specialized Consultants LLC a través de la cual promovió el Uso Sostenible de Recursos Naturales a través de Latino América y luego fue partícipe de la formación del World Spiritist Institute, registrado en el Estado de Texas como una ONG sin fines de lucro con la finalidad de promover la divulgación de la doctrina espírita.

    Actualmente se encuentra trabajando desde Perú en la traducción de libros de varios médiums y espíritus del portugués al español, así como conduciendo el programa "La Hora de los Espíritus."

    ÍNDICE

    CAPÍTULO 1

    CAPÍTULO 2

    CAPÍTULO 3

    CAPÍTULO 4

    CAPÍTULO 5

    CAPÍTULO 6

    CAPÍTULO 7

    CAPÍTULO 8

    CAPÍTULO 9

    CAPÍTULO 10

    CAPÍTULO 11

    CAPÍTULO 12

    CAPÍTULO 13

    CAPÍTULO 14

    CAPÍTULO 15

    CAPÍTULO 16

    CAPÍTULO 17

    CAPÍTULO 18

    CAPÍTULO 19

    CAPÍTULO 20

    CAPÍTULO 21

    CAPÍTULO 22

    CAPÍTULO 23

    CAPÍTULO 24

    CAPÍTULO 25

    CAPÍTULO 26

    CAPÍTULO 27

    CAPÍTULO 28

    CAPÍTULO 29

    CAPÍTULO 30

    CAPÍTULO 31

    CAPÍTULO 32

    CAPÍTULO 33

    CAPÍTULO 34

    CAPÍTULO 35

    CAPÍTULO 36

    CAPÍTULO 37

    CAPÍTULO 38

    CAPÍTULO 1

    Toña miró a través de la puerta abierta de la senzala con ojos empañados y tristes. Estaba confundida y asustada, sus manos temblaban mostrando las marcas que el peso de los años había impreso en su cuerpo. Sus 97 años, vividos entre el miedo y las lágrimas, ya resintieron numerosas y sucesivas luchas, sufrimiento, angustia y desesperación, la falta de amor y solidaridad que había presenciado tantas veces.

    Estaba pensando así cuando Juan, un negrito muy joven aun, apareció en la puerta y preguntó:

    – Y entonces, abuela Toña, ¿no vienes?

    Toña lo miró con asombro, sorprendida por su presencia, y respondió vacilante:

    – ¿Qué dijiste?

    Te pregunté si vas a venir. La caravana ya está lista para partir, y todos ya están reunidos en la terraza. Solo faltas tú.

    Toña miró hacia otro lado y miró hacia el horizonte, como si recordara lo que estaba sucediendo. Sí, pensó, era hora de irse. Pero, ¿a dónde ir? ¿Cómo sería su vida de ahora en adelante? Había soñado mucho con ese día...

    Soñaba con el día en que la libertad terminaría con los años de tortura y humillación. Había sido testigo de muchas luchas para alcanzar ese día. Hubo palizas y más palizas las que había presenciado a sus hermanos atados al tronco, sintiendo en la carne el extremo afilado del látigo los castigaba sin piedad. ¿Y para qué? Para terminar sus días como nacieron: prisioneros de su color, su condición de esclavos, su miseria.

    Miró a Juan y finalmente respondió:

    – Juan, ¿a dónde van todos? ¿Qué harás de ahora en adelante? – Juan, confundido, no estaba seguro de qué responder. Nunca había pensado en eso. Era joven, sano, y tampoco era un esclavo, logrado por la Ley del Vientre Libre. Incluso Toña, de casi 97 años, había estado en libertad tres años antes, cuando se promulgó la Ley Sexagenaria. Se había quedado en la hacienda por decisión propia, porque no tenía a dónde ir, para poder estar con los suyos.

    – Abuela Toña, no sé a dónde irán todos. Lo único que sé es que no quiero pasar otro minuto aquí, en este horrible lugar, donde mis padres sufrieron tanto, y tú también. Ven conmigo por favor. Todos te están esperando. ¿No te quieres ir?

    La anciana lo miró con ternura y comprensión, y respondió con una voz ahogada por las lágrimas, que comenzaban a deslizarse lentamente por sus mejillas.

    – Hijo mío, durante mucho tiempo no quería otra cosa más que irme de aquí y nunca volver. Pero ahora... no lo sé.

    – ¿Cómo puedes decir eso? Nunca fuiste feliz aquí.

    – Este es el mundo que me fue ofrecido por Dios, y no recuerdo ningún otro. ¿Qué será de mí allá afuera? ¿No sufriré más? Estoy sola, no tengo a nadie, ni hijos, ni hermanos, nada...

    – No digas eso. Nos tienes a todos. Somos tu gente, tu familia. ¿Cómo puedes pensar que estás sola?

    – Es mucha amabilidad de tu parte, Juan, pero no quiero ser un obstáculo en la vida de nadie. Sé que soy vieja, no veo bien, ya no puedo trabajar. Sería una carga para cualquiera de ustedes. Además, no sé qué nos espera al otro lado de estas montañas.

    – ¡Libertad, abuela Toña, la libertad anhelada!

    – ¿Lo será, Juan? ¿Romper las cadenas de hierro será suficiente para sacarnos del cautiverio? Si dejamos de ser esclavos, seguiremos siendo negros y pobres. Y a los blancos no les gustan los negros. ¿Cómo sobreviviremos en un mundo dominado por los blancos?

    – Estás siendo muy dura. Piensa en aquellos que pelearon para que podamos ser libres. Si hay muchos blancos malos, ciertamente también hay buenos. De lo contrario, seguiríamos siendo esclavos.

    – Quizás tengas razón, no lo sé...

    – Tú solo tienes miedo, es natural. Básicamente, todos lo tenemos. Pero tenemos que luchar contra este miedo. Nosotros también somos personas. ¿No crees que merecemos nuestro lugar en el mundo, como cualquier otra persona?

    Toña no respondió. Cerró los ojos y siguió llorando suavemente. ¿Él tendría razón? Era necesario luchar, y la lucha aun no había terminado. Puede que se haya ganado la primera etapa, pero aun quedaba la lucha contra los prejuicios. Sí, aunque liberados, necesitaban que ser aceptados por los blancos como iguales, como hermanos, hijos del mismo Dios. ¿Lo lograrían?

    Al abrir sus ojos, Juan ya no estaba allí. ¿Se había ido? ¿Habría renunciado a convencerla y se habría marchado, temiendo que lo abandonaran? No. Toña conocía a su gente. Ciertamente, Juan, al ver que no había logrado convencerla, salió a buscar ayuda.

    Mirando a través de la puerta abierta, Toña vio la gran casa a lo lejos. Las puertas y ventanas cerradas parecían como si nadie viviera allí. Incluso la chimenea, que siempre expulsaba el delicioso humo de la estufa, parecía tener vida. Era como si todos estuvieran dormidos o ausentes. Nadie... Nadie apareció para despedirse o desearles suerte. Era de esperarse. De todos los habitantes de la casa, solo a Luciano y Clarissa les importaba. Aunque eran bisnietos de Licurgo, no se parecían en nada a él. Incluso se sorprendió que los dos no se hubieran venido a despedirse. Sin embargo, de repente los vio cruzar el patio, acompañados por el negrito Juan, que había estado señalando y señalando a la senzala. Poco después, los tres aparecieron en la puerta, y Clarissa, toda dulce, saludó:

    – Entonces, abuela Toña, ¿cómo estás?

    – Estoy bien, mi niña, gracias.

    – ¿No te vas? Añadió Luciano –. Todos los demás ya están listos.

    – Ya sé, ya sé. Solo falto yo, ¿verdad?

    – Parece que sí.

    – ¿Por qué tienes tanta prisa por deshacerte de mí?

    – Ahora, abuela Toña, qué tontería – censuró Clarissa –. Simplemente no entendemos por qué no quieres ir. Todos los esclavos, quiero decir los ex esclavos, están en el mayor revuelo para irse.

    – Es verdad. Todos están en la puerta de la hacienda, listos para partir, esperándote. ¿Qué estás esperando?

    – No sé... –. tartamudeó –... me temo que... creo... que no quiero... ir ...

    – ¿Ven? – Interrumpió Juan –. ¿No dije? Ella se niega a ir, entenderás...

    – Cálmate, Juan – aseguró Luciano – y déjalo todo en nuestras manos. Adelante. Pronto ella estará contigo.

    Juan se alejó y Luciano miró a Toña con un aire de profunda admiración.

    Suavemente sosteniendo sus manos, preguntó:

    – ¿No quieres decirnos qué está pasando? Pensamos que estarías contenta con la abolición; sin embargo, te encontramos aquí, lloriqueando, negándose a acompañar a los suyos. ¿Qué paso?

    Toña con los ojos bañados en lágrimas, estrechó la mano de Luciano y comenzó a llorar compulsivamente, diciendo entre sollozos:

    – ¡Oh señoziño, usted no entiende! Es demasiado joven para entender.

    – Te equivocas, Toña. Entiendo muy bien. Sabes cuánto Clarissa y yo luchamos por tu libertad, incluso contra los deseos de mi abuelo y mi padre.

    – Es verdad, abuela Toña – concordó la joven –. Siempre estuvimos de tu lado.

    – Sí, lo sé, y estoy muy agradecida por eso. Pero esa libertad ya no es para mí. Es para los más jóvenes, que todavía tienen esperanza en sus corazones. La libertad que espero hoy es otra, y no me la puedes dar.

    – ¿Qué quieres decir? ¿Qué libertad es esa?

    – Es la libertad del alma, que solo Dios puede otorgar.

    – No hables así abuela Toña, me pones triste.

    – No te pongas así, niña. También eres muy joven y tienes toda una vida para vivir. Disfruta tu vida; yo ya disfruté de la mía.

    – Qué tontería – respondió Luciano –. Todavía puedes disfrutar este pedacito de la vida y disfrutar tus últimos días en libertad. ¿No sería bueno?

    – Sí lo sería. Pero no muy lejos de aquí. Ya no tengo fuerzas para eso.

    – Bien...

    – Por favor déjame quedarme.

    – Me gustaría mucho, pero no puedo. Papá ya no quiere más negros aquí. Dijo que, si quieren irse, se irán, pero que nadie podrá quedarse en sus tierras. Eso es lo que él dijo.

    – ¡Oh! ¡Dios mío, Dios mío! Te ruego que no me dejes. Siento que, si me voy, no viviré lo suficiente para completar el viaje. Y me gustaría terminar mis días aquí, con seguridad, donde siempre he vivido.

    – ¿Aunque sea lejos de los tuyos?

    – Aunque esté lejos de los míos. Ellos tienen sus propias vidas. No tengo derecho a pedirles que se queden.

    – No lo sé. Papá se enfurecería.

    – Y ahora, Luciano ¿qué es eso? ¿Ahora tienes miedo a papá?

    – Por favor, señoziño, pregúntale – suplicó Toña –. No molestaré a nadie. Me quedaré quieta aquí en mi rincón. Por favor...

    Luciano estaba confundido. A pesar que quería dejarla quedarse, temía que su padre no lo aprobara. Clarissa; sin embargo, decidió terminar la discusión.

    – Muy bien, Luciano. Abuela Toña puede quedarse. Deja a papá conmigo, sabré cómo convencerlo.

    Miró dudoso a su hermana, pero finalmente accedió:

    – Está bien, habla con él entonces.

    – Lo haré ahora.

    Clarissa se fue y regresó después de casi una hora, con el permiso para que Toña se quedara. El padre finalmente estuvo de acuerdo después que Clarissa le recordara que la vieja esclava había sido la niñera de todos los niños allí, incluida ella misma. Entonces, aunque de mala gana, el viejo Fortunato finalmente estuvo de acuerdo. No por gratitud a la ex esclava, sino por complacer a la niña Clarissa, que era la favorita en el corazón de su padre.

    – Muy bien – dijo, tan pronto como regresó a la senzala –, todo estaba resuelto. Papá estuvo de acuerdo.

    – ¡Oh! ¡Bendita sea siñáziña! Muchas gracias, Dios te pagará el doble.

    – Pero ¿qué es eso, abuela Toña? No es necesario agradecer, no.

    – ¿Como lo conseguiste? – preguntó Luciano, lleno de curiosidad – ¡Y tan rápido!

    – Bueno, hermanito, tengo mis métodos. Conozco a papá y sé qué armas usar con él.

    – Pues vamos. Lo importante es que lo hiciste.

    – Sí, y ahora tenemos que avisar a los demás que la abuela Toña no irá. Papá dijo que podía quedarse en la habitación de los esclavos de adentro.

    Toña lloró de gratitud. Los muchachos eran muy dedicados y amorosos con ella, y eso era un consuelo para su cansado corazón.

    Los amigos de Toña recibieron la noticia con cierta tristeza, pero finalmente aceptaron su decisión. Después de todo, ella tenía razón. Ya era vieja, y el viaje podría ser demasiado doloroso para ella. Sin mencionar que, efectivamente, sería una carga para los demás, que tendrían que preocuparse por su salud y bienestar. Estaba agradecida con la niña Clarissa y al señoziño Luciano quien la acogió con tanto cariño y, tras despedirse, se fueron, sin llevar en sus almas, ni la más mínima muestra de pena ni anhelo de la hacienda de San Jerónimo.

    Después de ser instalada cómodamente en la pequeña habitación que había sido reservada para ella, Clarissa y Luciano, que la tenían en la más alta estima, comenzaron a mimarla diariamente. Un día, cuando hablaron de los viejos tiempos, Luciano preguntó:

    – Abuela Toña, ¿por qué no nos cuentas tu historia?

    – Ahora ustedes ya conocen mi historia. ¿Entonces no la vieron?

    – No, no. Nunca nos contaste cómo llegaste aquí. ¿Por qué no nos cuentas todo?

    – ¿Y por qué esta pequeña curiosidad ahora?

    – No lo sé. De repente recordé que el próximo mes cumplirás 97 años, y creo que debe haber mucho que contar.

    – Hum. Yo no sé.

    – Vamos abuela Toña – dijo Clarissa entusiasmada –. Creo que sería emocionante.

    – Quizás. O tal vez te aburrirás.

    ¿Y por qué no intentarlo? Quizás nos interese mucho.

    Bueno, si así es como quieren no me cuesta nada. Por el contrario, me hará bien recordar...

    Vámonos, cuenta pronto

    Toña parecía vagar la mirada, como si buscara algo perdido en el horizonte. Miró al cielo y al sol, que estaba directamente sobre su cabeza, y recordó cuando estaba allí, siendo todavía una niña, de apenas nueve años, traída de África en un barco de esclavos, junto a docenas de los suyos. Lentamente, volvió sus ojos húmedos hacia Luciano y Clarissa y comenzó a contar toda su historia, desde el día en que fue vendida a los blancos portugueses, hace muchos, muchos años...

    CAPÍTULO 2

    El mes de enero fue tórrido, y los niños trataron de combatir el calor lo mejor que pudieron jugando en el agua. Toña se rio a carcajadas, arrojando agua en la cara de sus amigos, saltando y buceando como un pez asustadizo. Tenía solo nueve años y llevaba una vida tranquila en el pequeño pueblo angoleño donde vivía a orillas del río Cunene. En ese momento se llamaba Mudima, nombre dado a la hoja del limonero, porque a la sombra de ese árbol nació la hija de una esclava capturada a un pueblo rival. Después de la muerte de la madre, comenzó a vivir en la casa de sus amos y, con el tiempo, adquirió la apariencia de una hija y comenzó a llamarlos, incluso, padres.

    Mudima estaba estirada en la arena, con los ojos cerrados para protegerse del sol, cuando su hermana mayor la sacudió bruscamente y había venido a decirle que su padre había enviado a buscarla. Algo molesta, se levantó y siguió a su hermana, sin decir nada, segura que su padre le tenía reservada alguna tarea aburrida. Sin embargo, al entrar en su choza encontró allí, además de sus padres, el anciano mayor hablando y gesticulando con un hombre blanco a quien nunca había visto. De hecho, Mudima nunca antes había visto a un hombre blanco, y eso la sorprendió.

    La madre lloraba suavemente, mirándola disimuladamente, mientras que el anciano y su padre parecían hacer algún tipo de trato con el hombre blanco. Después de unos minutos, el padre la llamó a una esquina y le ordenó que recogiera sus cosas; viajaría lejos, al extranjero, en compañía del hombre blanco. Sin comprender muy bien, Mudima intentó protestar, pero su padre le ordenó que se callara y obedeciera; eran órdenes del jefe de la tribu.

    Pero Mudima no quería obedecer. Tenía miedo, no quería irse. Después de todo, aunque ella no era su verdadera hija, esos eran los únicos padres que había conocido, y no estaba dispuesta a abandonarlos de esa manera. Llamó a su madre y le preguntó qué estaba pasando. ¿Por qué me tengo que ir? ¿A dónde iré? ¿Quién era ese extraño de piel descolorida que parecía estar al mando allí?

    Sin embargo, su madre no dejó de llorar, hasta que, al no poder soportarlo más, se alejó de Mudima, corriendo locamente hacia el terreiro.

    Hatillo listo, el padre la tomó de la mano y la arrastró hacia la puerta. Aterrorizada, Mudima comenzó a gritar y patear. No lo entendía. ¿Por qué la enviaban lejos? ¿Fue porque era una esclava? Pero no fue justo. Había vivido allí, en esa familia, toda su vida, y amaba a todos como sus padres y hermanos. Pensaba que ellos también la amaban, y ella se sentía devastada por ese rechazo. Finalmente, la madre, carcomida por el dolor, corrió hacia ella y le dijo con lágrimas en los ojos:

    – Mudima, hija mía, yo te amo mucho. Sin embargo, no había nada que pudiera hacer, porque el jefe de la tribu te vendió al hombre blanco que viste en nuestra tienda.

    – ¿Vendida? ¿Qué quieres decir?

    – Te cambio por un puñado de tabaco y aguardiente.

    – Pero ¿cómo? – Estaba confundida y asustada –. ¿Qué es lo que hice?

    – No hiciste nada. Pero ella eres una esclava aquí, y el jefe te dijo que fueras vendida. El hombre blanco te compró junto con algunos jóvenes que también fueron esclavizados. Lo siento, pero no puedo hacer nada. Solo recuerda que nosotros te amamos como si fueras nuestra, y estaremos orando a nuestros inkinces1 para que te protejan.

    (1)      N.A.: Deidades africanas de Angola y Congo, que representan las fuerzas de la naturaleza.

    – Pero mamá, no quiero ir, ¡no quiero!

    El comerciante llegó con una especie de collar en las manos y apartó a la madre de su camino, se la puso en el cuello a Mudima y salió tirando de ella. Ella, aterrorizada, pateó cada vez más, dejando caer al suelo el bulto con su ropa, que el hombre pateó.

    – No necesitarás estos trapos – dijo con desprecio –. Ahora sígueme y cállate, si no quieres ser golpeada.

    Sin embargo, Mudima sin entender el idioma del hombre blanco, gritó en voz alta y estiró los brazos en un gesto suplicante, rogándole a su madre que la salvara. El traficante, cansado de ese alboroto, apretó el collar alrededor de su cuello con fuerza que casi la ahoga, tirándola violentamente. La niña cayó al suelo y comenzó a jadear, y el hombre, despiadado, la arrastró por la tierra áspera, mientras ella intentababa desesperadamente agarrarse del collar para evitar que se ahorcase.

    Y así se fue Mudima, llorando y sollozando, en los ojos impresos todo el dolor que sintió en ese momento: el dolor del abandono, la humillación, el desprecio... La madre, ante su impotencia, se quedó allí llorando, apoyada por los fuertes brazos del esposo, mirando con horror la partida de la niña que había criado y amado como una hija.

    En poco tiempo, Mudima se unió al resto del grupo, formado por hombres jóvenes y robustos, todos atados por el cuello. La niña lloraba sin cesar, llamando a su madre en todo momento. No podía creer que estuviera sucediendo. Debe haber sido el trabajo de alguna horrible pesadilla, de la que pronto despertaría. Pero no. Todo era demasiado real. En silencio, pensó en su madre Kaitumbá, diosa del mar, pidiéndole protección mientras cruzaba el océano.

    Al avistar la nave, Mudima se desesperó. Nunca antes había viajado por mar, y el miedo a lo desconocido la hizo detenerse ante esa horrible vista. Pero ella era la última en la fila, la única niña en el grupo, y el tirón de quienes la precedieron la hizo arrastrarse de nuevo. Entre lágrimas, sostuvo el collar y gritó:

    – No quiero ir, ¡no quiero! ¡Quiero a mi madre! Por favor, quiero a mi mami...

    Sin embargo, el comerciante, al ver que Mudima seguía llorando y pateando, perturbando la línea, fue a donde estaba y le dio un latigazo en la espalda, haciéndola gritar de dolor.

    – ¡Cállate, miserable! – Rugió el hombre enfurecido –. ¡De lo contrario te mataré aquí mismo!

    Mudima, sin entender las palabras; comprendió significado, y ella se encogió, siguiendo a la tropa con los ojos fijos en el suelo y la espalda ardiendo como una herida en llamas. El chico del frente, compasivo, se volvió hacia ella y le habló en voz baja:

    – Cálmate niña, y no grites más. No sirve de nada llamar a tu madre, ella no puede ayudarte. De ahora en adelante, no tienes madre, no tienes a nadie más. Te vas y nunca volverás.

    – ¿Qué quieres decir? No entiendo.

    – No entiendes porque eres muy joven todavía. Pero nos están llevando a un país lejano, del que ya oí hablar.

    Antes de ser capturado por tu pueblo, el jefe de mi tribu, que también hizo esclavos, vendió a innumerables jóvenes para ser traficados a ese país. Ahora es mi turno...

    Mudima no respondió. Tenía demasiado miedo para decir algo. En silencio, siguió a la tropa, su mente girando para hacerse innumerables preguntas. Solo había hombres allí, ella era la única niña y una mujer. No entendía por qué, entre tantos otros, había sido elegida para ser enviada en ese viaje sin retorno. Sintió que los hombres también tenían miedo, pero continuó, aceptando con dignidad el destino que les había sido reservado. Sin embargo, cuando cruzaron el puente que conducía a la nave, dudaron con temor, sintiendo en sus corazones que se iban no solo al exilio, sino al infierno. Mudima, tratando de ganar valor, unió fuerzas y comenzó a cantar suavemente, con una voz entrecortada, casi como un lamento:

    "E mikaíá, Selumbanda selomina

    Demama e o mikaiá, selukó...

    Selomina demama e, o mikaiá e...²"

    (2)      N.A. "Mares profundos, que guardan el Arte Mágico / El encuentro de la luz es de mi Madre, / De los mares profundos. / ¡El encuentro de la luz es madre, de los mares profundos!"

    Pronto ella fue seguida por los demás, quienes buscaron en la diosa del agua salada en busca de fuerzas para continuar aquel viaje de la muerte. El mar estaba sereno y la luz del sol golpeaba las olas, brillando como si Kaitumbá derramara su mirada cristalina llena de brillantes lágrimas dedicadas a sus hijos que se marchaban. Al principio, los hombres blancos trataron de evitar el canto, pero el sonido de esa dulce melodía, combinada con esas desconocidas y enigmáticas palabras, los hizo retroceder y consentir en la canción, incluso muchos de ellos balanceaban sus cuerpos al ritmo de la música.

    Al subir a bordo los esclavos, fueron arrojados al sótano de la nave, donde estaban encadenados tan juntos que era difícil moverse e incluso respirar. Mudima también estaba encadenada junto con los demás, y había tantos hombres allí que era imposible especificar su número. Ella reconoció a muchos de su tribu, pero había otros de tribus vecinas y otros de más lejos.

    El viaje fue un tormento. Al principio, a pesar del calor y el poco espacio, los negros soportaban bien el cruce, pero más tarde, cuando comenzó a prolongarse debido a los vientos y las tormentas tropicales, muchos comenzaron a enfermarse. A Mudima le dolía el estómago, tenía la garganta seca y lloraba por agua. Pero la comida que se servía en el barco era escasa e impasable, y el agua sabía mal, como si estuviera sucia. El hambre aumentaba todos los días, y la falta de higiene facilitó la propagación de epidemias. Mudima vio como muchos de los hombres sucumbían a la pleste o caían postrados, víctimas del banzo3. Ella misma pensó que moriría, ya que con frecuencia experimentaba náuseas y dolores de cabeza. Pero, inexplicablemente, su cuerpo de niña logró sobrevivir a los ataques infecciosos.

    (3)      N.A.: Síntoma agudo de la enfermedad del sueño.

    Al desembarcar en el puerto de Río de Janeiro, Mudima estaba delgada y débil, su piel demacrada denunciando el maltrato y la falta de luz solar. Después de un breve descanso, los hombres fueron llevados al mercado de esclavos para ser subastados, pero Mudima, sin saber por qué, fue encadenada y atada a un carro, comenzando así un nuevo y largo viaje, esta vez por tierra. A pesar de todo, ella estaba asombrada. La belleza natural de ese país le encantaba y, de no ser por la trágica situación en la que se encontraba, se habría deleitado con la exuberancia de los paisajes que lo rodeaban.

    Sentados en el carro, dos hombres blancos conversaban. Mudima no conocía al conductor, pero podía reconocer en el otro a su verdugo, el mismo hombre que la había atado y azotado en su lejano país. Los dos estaban hablando, y ella, por mucho que lo intentó, no pudo entender nada de lo que decían.

    – Bueno – dijo Manuel, el comerciante – ahora ve si puedes hacerlo. El Sr. Licurgo me encargó personalmente que trajera a esta negrita allí. Dijo que es para la hija.

    – ¿Para su hija? – Respondió el otro, indignado –. Pero ¿por qué?

    – Dijo que es el cumpleaños de la niña, tendrá diez años y quería darle un regalo nuevo. Y ella eligió a una negrita.

    – Aun así, no entiendo. No creo que se pueda justificar un viaje tan largo solo para traer a una negrita. ¿Por qué no le dio un perro, o quizás unas muñecas?

    – Creo que quería regalarle una muñeca que camina y habla... –. respondió con ironía. Jorge se echó a reír y agregó:

    – De todos modos, ¿no tendría una negrita de la hacienda, cría de la casa?

    – No sé. Pero creo que es porque Licurgo nos ordena vender a la mayoría de los hijos de esclavos cuando alcanzan en promedio tres años. Él dice que es más barato comprar esclavos adultos y productivos que alimentar a niños que aun no tienen la fuerza para trabajar. Entonces, nada mejor que una nueva chica negra, solo para hacerle compañía a su hija.

    – ¡Cuál! Esto solo lo puede ser obra de gente rica, que no tienen nada que hacer con su dinero. En fin, vamos.

    Era marzo y las fuertes lluvias anunciaban el final del verano. Fue entonces cuando, de repente, una fuerte tormenta cayó sobre la cabeza de Mudima, que permaneció atada a la carreta, mientras los hombres se acurrucaban debajo de la lona.

    ¿No crees que deberíamos poner a la negrita dentro de la carreta? – preguntó Jorge.

    – ¿Para qué?

    – Ella puede contagiarse de gripe, no lo sé.

    – Vamos Jorge. Desa ya sobrevivió al tumbeiro4, puede soportar un poco de lluvia.

    (4)      N.T. Navío negrero de pequeño porte.

    Jorge; sin embargo, un poco más humano, se compadeció de Mudima e insistió con su amigo:

    – Por favor, Manuel, para, ¿quieres? Deja que la pequeña se acomode en la carreta. Después de todo, debe estar cansada y hambrienta.

    Manuel de mala gana, terminó cediendo a la presión del otro. Entonces se detuvieron, y Jorge ayudó a Mudima a subir a la carreta, le dio agua fresca y un trozo de carne seca, así como una manta sucia y rota. La niña le agradeció con una mirada, comió y bebió, luego se acostó entre algunos sacos de comida arrojados al piso del carruaje. Pronto se quedó dormida, su corazón ya extrañaba su tierra natal. Mudima se sintió extremadamente sola y rezó, pidiéndole a sus inkices que se apiaden de su alma y fueran a buscarla... Ya no quería vivir.

    Al llegar a la granja de San Jerónimo, Mudima pronto fue llevada directamente al jefe, el Sr. Licurgo, quien la analizó como si fuera un animal. Date la vuelta, muévete allí, toca por un lado, aprieta por el otro, abre la boca para ver tus dientes. Después de unos minutos, Licurgo miró a Manuel y lo elogió:

    – Muy bien, Sr. Manuel. Veo que hiciste bien el trabajo que te encargué. La negrita se ve saludable, aunque un poco delgada.

    – Bueno Licurgo – agregó Manuel –, es que el cruce no es el más fácil, ya sabes. Sin embargo, hice lo que pude para traerla intacta. Unos días de descanso, con una alimentación adecuada, sin duda aumentarán la fuerza de la negrita.

    – Sí, sí. Ahora vamos, liquidemos nuestras cuentas, tengo mucho que hacer – dijo y sacó una pequeña bolsa de cuero del bolsillo de su chaleco, que le tendió a Manuel –. Aquí están, 80 000 reales, según lo acordado.

    Manuel, con los ojos llenos de codicia, recogió la bolsa y comprobó el peso, pareciendo satisfecho con el resultado.

    – Bueno – concluyó – fue un placer trabajar para usted, Licurgo. Si es necesario, solo mándeme llamar.

    – Está bien, adiós entonces.

    – Adiós, y buena suerte con la negrita.

    Después que Manuel se fue, Mudima se quedó sola en la habitación con ese hombre grande y de aspecto hostil. Aunque ella no entendía nada de lo que dijo, pudo darse cuenta por sus gestos que era una persona poderosa, grosera e intolerante, y que no estaba dispuesto a perder el tiempo tratándola con cortesía. Sorprendida, bajó los ojos y estaba a punto de llorar cuando escuchó la voz retumbante del hombre penetrar en sus oídos:

    – ¡Josefa! ¡Josefa! ¡Ven aquí de inmediato!

    Poco después, Josefa apareció en la puerta

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