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Solo por Amor
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Libro electrónico513 páginas7 horas

Solo por Amor

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Asesino profesional, Januário nunca valoró la vida. Hasta el día en que, durante un trabajo, encuentra a una niña que, inexplicablemente, despierta en él un amor que Januário nunca imaginó que podría sentir.

En ese momento, cuando Januário vio a la cri

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 ago 2023
ISBN9781088251416
Solo por Amor

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    Solo por Amor - Mônica de Castro

    Romance Espírita

    SOLO POR AMOR

    PSICOGRAFÍA DE

    MÔNICA DE CASTRO

    POR EL ESPÍRITU

    LEONEL

    Traducción al Español:       

    J.Thomas Saldias, MSc.       

    Trujillo, Perú, Abril 2021

    Título Original en Portugués:

    SÓ POR AMOR

    © MÔNICA DE CASTRO 2008

    Revisión:

    Dianira Alegre Pacosh

    World Spiritist Institute             

    Houston, Texas, USA       
    E–mail: contact@worldspiritistinstitute.org

    MÔNICA DE CASTRO

    MÔNICA DE CASTRO nació en Rio de Janeiro, donde siempre estuvo en contacto con el Espiritismo, viviendo desde temprano los más diversos fenómenos mediúmnicos. Años más tarde, después del nacimiento de su hijo, inicio na nueva fase de su mediumnidad, desarrollando la psicografía por medio de romances dedicados a la autorreflexión y al bienestar humano.

    Con el paso de los anos, se desvinculó de los títulos religiosos y doctrinarios, pasando a aceptar como fuente de sus obras las formas de conocimiento y sabiduría que tengan como meta el despertar del hombre como el ser espiritual que es.

    A la actualidad, ha escrito más de diecisiete romances, todos dictados por el mismo espíritu Leonel. Desde el año 2000, con más de un millón y medio de ejemplares vendidos, la autora se ha dedicado a llevar al público romances esclarecedores, que estimulan a las personas a usar la inteligencia en la modificación de los valores internos, para la superación de las culpas, de los sufrimientos y el descubrimiento de una vida más iluminada y feliz.

    LEONEL

    MÔNICA DE CASTRO y LEONEL siempre estuvieran juntos. Unidos hace muchas vidas, decidieran, en esta encarnación, desarrollar el trabajo de psicografía, uniendo los dones mediúmnicos a los literarios. Ambos ya fueron escritores, de allí la sintonía perfecta y la simbiosis con la que relatan las historias pasadas en otros tiempos.

    Apenas un trabajador del invisible, como gusta caracterizarse, Leonel decidió dar continuidad a la tarea de escribir, esta vez casos reales, sacados de los relatos de espíritus con quienes mantiene contacto en el mundo espiritual. Después de la autorización de los involucrados, inspira al médium, los libros que ella psicografía, siguiendo con fidelidad, puntos importantes para la aclaración de los lectores. Algunos pasajes; sin embargo, deja a la imaginación de la autora, a fin de hacer las historias más estimulantes, imprimiéndoles mayor emoción. No obstante, nada va al público sin su aprobación, y todo requiere el debido mejoramiento moral.

    Lo que Leonel más desea con los libros que psicografía es que las personas aprendan a lidiar con sus culpas y frustraciones, a fin de desarrollar en sí mismas la capacidad innata que todo ser humano posee de ser feliz.

    En su última y breve encarnación, Leonel vivió en Inglaterra a inicios del siglo XX. Vivió los horrores de la Primera Guerra Mundial y desencarnó a los veinte años de edad. Fue también escritor en los años idos del siglo XVIII, cuya vida esta reseñada en el libro "Secretos del Alma."

    Del Traductor

    Jesus Thomas Saldias, MSc., nació en Trujillo, Perú.

    Desde los años 80's conoció la doctrina espírita gracias a su estadía en Brasil donde tuvo oportunidad de interactuar a través de médiums con el Dr. Napoleón Rodriguez Laureano, quien se convirtió en su mentor y guía espiritual.

    Posteriormente se mudó al Estado de Texas, en los Estados Unidos y se graduó en la carrera de Zootecnia en la Universidad de Texas A&M. Obtuvo también su Maestría en Ciencias de Fauna Silvestre siguiendo sus estudios de Doctorado en la misma universidad.

    Terminada su carrera académica, estableció la empresa Global Specialized Consultants LLC a través de la cual promovió el Uso Sostenible de Recursos Naturales a través de Latino América y luego fue partícipe de la formación del World Spiritist Institute, registrado en el Estado de Texas como una ONG sin fines de lucro con la finalidad de promover la divulgación de la doctrina espírita.

    Actualmente se encuentra trabajando desde Perú en la traducción de libros de varios médiums y espíritus del portugués al español, habiendo traducido más de 160 títulos, así como conduciendo el programa La Hora de los Espíritus.

    PRÓLOGO

    Un silencio cálido e incómodo se cernía sobre la cálida noche del interior. A lo lejos, entre los árboles secos y los arbustos espinosos, algunos búhos ululaban silenciosamente, golpeado por esa ola de calor nocturno. Más allá, un arroyo casi seco corría contra las piedras de las orillas, haciendo resonar el murmullo de dolor de la mañana.

    Hacía un tiempo que no llovía y toda la naturaleza sufría esa sequía.

    La noche; sin embargo, estaba silenciosa. De vez en cuando, una mofeta más asustada atravesaba los palos, haciéndolos estallar bajo sus patas como fuego crepitando en la madera seca. Intercalados con el vuelo de las zarigüeyas, se escucharon pasos cautelosos y muy bien dirigidos.

    Januário avanzaba lentamente a través del bosque escaso. Rostro duro y austero, palpó la pistola en la cintura y se secó el sudor de la frente. Con la otra mano apretó la lata de queroseno que llevaba y continuó con un suspiro. Ya se estaba poniendo viejo. Iba a cumplir cincuenta años, ya no era un niño. Ese sería su último trabajo, le diría al coronel Agustín que ya estaba en hora de retirarse. Lo que había ahorrado a lo largo de su vida era suficiente para que él y Antônia llevaran una vida tranquila y sin preocupaciones.

    El coronel Agustín siempre lo recompensaba bien por sus servicios e incluso le permitió saquear las casas y granjas más ricas, antes de quemarlas. Joyas y platería, todo cayó en sus manos, objetos valiosos que Januário vendía y guardaba todo el dinero en la caja fuerte que había instalado detrás de la pared de su habitación. Aunque pareciera extraño, la mujer, Antônia, no hizo preguntas y se contentó con las excusas que le dio Januário: esos fueron objetos que recibió el coronel Agustín en pago de algunas deudas y se los dio.

    Mansamente, se acercó a la cabaña y miró dentro, a través de las rendijas de la puerta apenas cerrada. La habitación estaba vacía y oscura, y forzó el picaporte de la puerta. Zé Mário había bajado y trabado la cerradura desde el interior y no podía entrar.

    Maldita cabra – pensó. Ciertamente, ya sospechaba lo que estaba a punto de suceder. Tratando de no hacer ruido, Januário dejó caer la lata cerca de la puerta y siguió dando vueltas por la casa, tratando de no hacer ruido.

    Probó la primera ventana y nada. Estaba cerrada y difícilmente podría abrirla sin hacer ruido. Pasó a la segunda. También estaba cerrada, pero la aldaba que corría hacia adentro era visible desde el exterior, porque la parte donde se juntaban las dos bandas de la ventana era muy irregular, produciendo un hueco que dejaba varias piezas abiertas en la madera.

    Sacó el machete del cinturón y lo deslizó por el hueco, subiendo con él muy lentamente, hasta que la hoja tocó la aldaba. Con la lengua entre los dientes, empujó hacia arriba lo más tranquilamente posible. La cerradura cedió, levantándose junto con el cuchillo. Rápida y silenciosamente, Januário empujó la ventana y volvió a guardarse el machete en el cinturón. Limpiándose la frente de nuevo, puso las manos en el alféizar. Cuerpo delgado y ágil, no hizo falta mucho esfuerzo para saltar. En unos segundos, se vio a sí mismo dentro de la pequeña y tosca sala de Zé Mário. Miró a su alrededor, reconociendo el entorno, tratando de acostumbrar sus ojos a la penumbra. Tan pronto como identificó el lugar, caminó por la habitación, evitando los pocos muebles casi apilados en el cubículo. Vio la cocina al frente y, al otro lado, una puerta entreabierta. Solo podría ser allí. Eran las únicas habitaciones de la casa y no había ningún otro lugar a donde ir.

    De puntillas, fue allí. En el más profundo silencio, empujó la puerta, que se abrió sin hacer ruido, y entró en la pequeña habitación. Sin pensar en nada se acercó a la cama. Zé Mário y su esposa, Edilene, dormían profundamente. A su lado, el rifle de dos disparos estaba en posición de ataque, justo al alcance de su mano.

    El tonto todavía pensaba que tendría tiempo para pasar la mano por el arma y defenderse.

    Januário no perdió el tiempo. Sacó su arma y apuntó justo en la cabeza de Zé Mário. Apretó el gatillo, pero su mano comenzó a temblar y el sudor corrió por su frente nuevamente. Se secó la cara de nuevo, respiró hondo y apuntó de nuevo. Ese sería su último trabajo, no tenía dudas. La era avanzaba y ya no contaba con la mano firme y segura de otros tiempos. Resolvió terminar con eso. Quería irse lo antes posible y volver a los brazos de su Antônia.

    ¿Qué diría Antônia si se enterara de cómo se ganaba la vida? ¿Ella era tan ingenua como para pensar que y solo trabajaba para el coronel Agustín como su capataz y guardaespaldas? ¿Alguna vez se le ocurrió que ya había matado a cientos? Durante sus casi treinta años de profesión, ya había matado a mucha gente; hombres, mujeres e incluso niños. No le gustaba disparar a los niños, pero ¿qué hacer? Las órdenes eran órdenes, y si el coronel Agustín mandaba, él obedecía. ¿Sería por eso que Dios lo castigó y nunca le envió hijos? Por mucho que Antônia lo hiciera, no podía quedar embarazada. Pasó el tiempo y, él se quedó con las ganas de ser padre. Januário tenía muchas ganas de llenar la casa de niños, pero no tenía esa alegría y se acabó acostumbrando. Antônia se había tragado su frustración y también se había acostumbrado.

    ¿Qué se puede hacer? Dios era el que sabía, decía ella. Si no enviaba hijos, tendría alguna razón.

    Apartó esos pensamientos y volvió a concentrarse en el trabajo que tenía que hacer. Allí se ordenaron tres muertes.

    El coronel Agustín miraba esas tierras, pero el idiota de Zé Mário no quería vender. Con la muerte del tipo y su familia, las tierras serían heredadas por su hermana, quien estaba aterrorizada del coronel y las vendería sin dudarlo. Había muchas hectáreas de tierras agrícolas que Agustín no podía ignorar. Además, era a través de los terrenos de Zé Mário pasaba gran parte del agua que abastecía las dos haciendas, ya que la fuente del arroyo estaba justo en su propiedad.

    Sin parpadear, Januário apretó el gatillo y un seco estrépito resonó en la noche. Luego volvió la pistola hacia la mujer y volvió a disparar, incluso antes que ella pudiese entender lo que estaba pasando. Januário todavía tuvo tiempo para ver la sombra del terror que atravesó sus ojos, pero no se conmovió. Ese era su trabajo, era por lo que le pagaban y, después de tanto tiempo, el miedo y las súplicas ya no le impresionaban.

    Con la frialdad que le era peculiar, dio la espalda a la cama donde la pareja yacía herida, teñida por la sangre del otro, y se acercó a la pequeña cuna de madera que estaba al otro lado de la cama. Tan pronto como se disparó el primer tiro, el bebé comenzó a gritar y llorar, despertándose repentinamente de su sueño inocente.

    Impasible, se acercó a la cuna y volvió a levantar al arma, apuntando directamente entre los ojos del niño. Una vez más, apretó el gatillo y le guiñó un ojo, tratando de encajar bien la carita en tu punto de mira. Los dedos, una vez más, comenzaron a temblar, y Januário bajó el arma por un momento. Qué diablos, pensó, realmente se estaba poniendo muy viejo.

    Resuelto, apuntó de nuevo, molesto por ese grito desenfrenado. Volvió a mirar el rostro del bebé y puso el dedo en el gatillo. ¿Por qué no tenía niños? – Era la pregunta que, en ese momento, se había vuelto a hacer. Íntimamente, una voz le respondió: porque los asesinos no tienen corazón, y corazón es lo que más necesitan los niños. Fue un castigo, no pudo evitar pensar, porque ya había matado a muchos niños, sin escuchar sus llantos y sollozos inocentes. ¿Inocentes? Sí, eran inocentes. A Januário no le gustaba matar a inocentes... pero lo que el coronel Agustín ordenaba, él lo cumplía.

    De repente, sintió que la visión se nublaba y notó que una cálida humedad le corría por la cara. ¿Será que, además de viejo, también se estaba ablandando? ¿Qué estaría pasando con él? Nunca había tenido problemas de conciencia. ¿Por qué no podía hacer un trabajo tan simple ahora? Luchó consigo mismo y volvió a enmarcar al bebé, diciéndose a sí mismo que era cuestión de segundos antes que todo terminara. El niño ni siquiera sentiría nada. Además, era mejor morir que quedar huérfano. Y, lo que fue peor, convertirse en un arma posible contra el coronel Agustín en el futuro. Porque el niño crecería y no faltarían bocas para susurrar las sospechas que se cernían sobre el coronel.

    El hombre era una maldita plaga rica. Así era como había hecho su fortuna: matando y robando. Quién se negaba a vender sus tierras a los ridículos precios que él ofrecía llevaba plomo del coronel. O, mejor dicho, el suyo, Januário. Él era el que siempre hacía sus pequeños trabajos sucios.

    Todos sospechaban, pero nadie podía probar nada. Januário era cuidadoso y no dejaba pistas. La evidencia siempre apuntaba al coronel, porque cada vez que alguien moría, su fortuna y posesiones aumentaban, pero no había forma de probar nada. Había muchos malhechores por esos lares, y Januário siempre hacía parecer que los asesinatos se cometieron por las bandas de delincuentes que deambulaban por allí. Incluso acusó al propio Lampiño de haber asesinado a algunas personas para vengar las ofensas contra los miembros de su pandilla. ¿Era una mentira? Todos lo sabían. Pero, ¿quién se atrevería a impugnar o acusar a un hombre tan poderoso y temido como el coronel Agustín?

    Solo el comisario Conrado trataba de hacerlo, y muy bien, pero no pudo incriminar al hombre en ningún crimen. Cualquiera que viera algo no hablaba, y Conrado nunca pudo reunir pruebas contra el coronel o contra él, Januário. Por eso, todavía estaba vivo. El comisario era una amenaza, pero el coronel Agustín también le tenía miedo. El hombre era hijo de un juez importante de la capital, y matarlo podría haberle costado muchas investigaciones. Agustín prefirió no arriesgarse. Mientras Conrado no pudiera incriminarlo, no haría nada en su contra.

    Con eso, Januário también estuvo a salvo, porque el comisario, por mucho que lo intentaba, tampoco pudo ponerle las manos encima.

    Siempre estuvo cerca, pero la ausencia de evidencia le impidió arrestarlo. Por ello, se vio obligado a tragarse su frustración y vio al desgraciado circular libremente por la ciudad, sin poder hacer nada para detenerlo.

    Januário dejó estos pensamientos a un lado y miró al bebé, que, ahora más cansado, dejará de llorar y sollozaba suavemente. ¿Qué edad tendría? Como se veía y con el cuerpo delgado, no debería tener más de tres meses. Qué pena – pensó –. ¡Un bebé tan lindo! Pero también necesitaba morir. Eran órdenes del coronel Agustín y tenía que cumplirlas. Decidió no pensar en nada más y dar por terminada esa cuestión. Volvió a apuntar al niño con el arma y, como antes, le temblaba la mano. Sostuvo el brazo con la otra mano y apuntó, sintiendo que el sudor volvía a correr, mezclado con las lágrimas que sabía que le corrían por las mejillas.

    – ¡No puedo! – gritó amargamente, dejando que sus brazos cayeran a lo largo de su cuerpo –. ¿Dios por qué? ¿Por qué no puedo matar a este niño?

    El bebé, sobresaltado, volvió a llorar, y Januário, más rápido, volvió a poner la pistola en la cintura y extendió los brazos hacia la cuna. Lo quitó con cuidado de su cama y lo apretó contra su pecho, dándole palmaditas en las costillas. El bebé, reforzado, calmó el llanto y terminó por quedarse dormido. Lentamente, Januário salió con él. A pocos metros de la casa, lo acostó en el suelo y le habló con cariño.

    – No te preocupes. Tengo que terminar un trabajo, pero vuelvo enseguida para recogerte.

    Caminando, corrió hacia donde había dejado la galonera y la abrió, esparciendo el queroseno por toda la puerta y ventana, muebles y utensilios. Vaciando el galón, lo arrojó al medio de la habitación y volvió a la puerta, echando un vistazo al bebé, que permaneció callado, en el mismo lugar donde lo había dejado. Mecánicamente, raspó el fósforo y lo tiró, corriendo tan rápido como pudo. En fracciones de segundo, las llamas se elevaron hasta los cielos, lamiendo la casita con una furia devastadora.

    Januário agarró al niño y se quedó mirando el fuego, sintiendo que el calor de la noche se intensificaba bajo las lenguas de fuego.

    Esperó hasta que toda la casa estuvo completamente tomada por las llamas y solo entonces dio la espalda, trazando el mismo camino que había recorrido para llegar allí.

    Más adelante, escondido entre los árboles y las sombras, su caballo lo estaba esperando. Sosteniendo al bebé dormido con una de sus manos, Januário montado, espoleó al animal, partiendo a su casa a toda prisa.

    Cuando llegó, el amanecer estaba a punto de llegar y Antônia roncaba en la cama, la lámpara encendida y un bordado sin terminar posado en su regazo. Januário se acercó a ella se apresuró a sacudirla, hablando casi con desesperación:

    – ¡Antônia! Por el amor de Dios, Antônia, ¡despierta!

    Antônia se pasó la lengua por los labios y se aclaró la garganta, abriendo los ojos lentamente. Entrecerró los ojos por un momento, buscando una comprensión de lo que se avecinaba.

    De pie frente a ella estaba su esposo. Esto no era gran cosa. Sin embargo, lo extraño era que llevaba un bebé en su regazo. ¿Estaba soñando? Parpadeó varias veces, con la esperanza que el sueño se desvaneciera, pero todavía estaba allí. Fue solo cuando Januário dejó al bebé a su lado y comenzó a caminar por la habitación, hablando y gesticulando.

    Enloqueció, que ella realmente entendía lo que estaba pasando.

    – ¡Januário! – Exclamó con asombro –. ¿Qué es esto? ¿Puedo saber qué está pasando?

    – ¿Qué no ves, mujer? Es un niño. Un bebé...

    – Eso lo sé. Pero, ¿qué está haciendo aquí?

    – No hay tiempo… – respondió balbuceando, abriendo la puerta del armario y sacando la ropa del interior, tirándola toda sobre la cama –. Tenemos que darnos prisa.

    – ¿Darse prisa? ¿Para qué?

    – Vamos, Antônia, levántate y empaca nuestras cosas. Vámonos.

    – ¿Nos vamos? ¿A dónde? ¿Qué pasó?

    – ¡No hagas preguntas! Necesitamos salir de aquí urgentemente. Hice una locura... y cuando el coronel Agustín se entere, ¡será mi fin!

    – ¿Qué locura? ¿Qué hiciste? – Ver al bebé en movimiento a su lado en la cama, completó aterrada:

    – ¡No me digas que te robaste a este bebé! ¿Fue eso, Januário?

    ¿Le quitaste el niño a la madre?

    – No...

    – Pero entonces, ¿cómo llegó a parar aquí?

    – No hagas preguntas ahora. Te lo explicaré todo más tarde. Ahora, tenemos que escapar. Dios, Antônia, ¿quieres que muera este niño?

    – No... pero ¿por qué moriría?

    – ¡Levántate, mujer! ¿No puedes callarte un minuto y obedecerme? ¡Tenemos que salir de aquí lo antes posible, o no solo morirá el niño, sino que todos nosotros!

    Antônia, al sentir la gravedad en la voz de su marido, obedeció. Se levantó rápidamente y corrió a buscar sus maletas.

    – ¿A dónde vamos? – Preguntó preocupada, mientras metía la ropa que podía en las maletas.

    – Aun no lo sé. Toma lo que puedas. Lo que no puedas tomar, déjalo así.

    – ¿Dejarlo ahí? ¿Vamos a abandonar nuestra casa, nuestro hogar, todo por lo que hemos luchado todos estos años, con tanto sacrificio?

    Januário la miró con disgusto y respondió con angustia:

    – No fue un sacrificio. No el nuestro.

    – No entiendo... ¿qué quieres decir con eso?

    Terminó de vaciar la caja fuerte detrás de un cuadro en la pared y se acercó a ella, tomándola de las manos y mirándola a los ojos.

    – Otro día – dijo, visiblemente trastornado – otro día, Antônia, te lo voy a contar todo. Pero ahora no. Ahora, todo en lo que puedo pensar es en salvar nuestras vidas.

    Una extraña sensación raspó el corazón de Antônia, pero no dijo nada. Simplemente negó con la cabeza y continuó empacando.

    – ¿Y el bebé? – respondió, mirando al niño dormido –. ¿Trajiste sus cosas?

    – Le compraremos algo en el camino. Está dormido, no será un problema.

    – Pero es muy pequeño. Aun debe amamantar. Pronto, pronto, se despertará, gritando de hambre. ¿Qué le daremos?

    – Sacaré leche del refrigerador y la llevaremos.

    – ¡Pero no sabe beber del biberón!

    – ¡Encontraremos la manera! Por el amor de Dios, Antônia, ¡vámonos! Antônia se calló y terminó de empacar sus cosas, que Januário estaba tomando y metiendo en el carrito. El carro moderno que había comprado, pensó que era mejor no llevarlo. Automóviles de ese tipo no eran comunes allí, y el suyo sería fácil de localizar. No. A pesar de la incomodidad, el carro seguía siendo más seguro.

    Mientras tanto, Antônia fue a sentarse junto al bebé, admirando su rostro dormido. Cuando Januário regresó a la habitación para recoger otras bolsas, preguntó con curiosidad:

    – ¿Es niño o niña?

    Januário se detuvo y miró a la mujer. Tampoco se había preocupado por eso.

    – No lo sé – murmuró, mirando hacia abajo –. No tuve tiempo de mirar. Él estaba sin aliento y ella con cuidado le quitó la ropa al bebé. Casi sin tocarlo, abrió su pañal. Era una niña.

    – ¡Es una niña! – Hablaba emocionada cuando llegó Januário llegó de regreso.

    – Bien – respondió secamente –. Es niña. Ahora cárgala y vámonos. Quiero irme antes del amanecer.

    Sin decir nada, Antônia levantó a la niña en su regazo y corrió tras su marido. Januário cerró toda la casa. Esperaba que cuando el jefe se diera cuenta que faltaba, ya estarían lejos. Después de todo, tenía la costumbre de desaparecer por un tiempo después de grandes trabajos como ese. Al poner los caballos en movimiento, Januário ni siquiera imaginaba qué dirección tomaría. Lo único que sabía era que quería estar muy lejos de Pedra Branca, ese ridículo pueblito olvidado en el interior de Ceará. Él pensó mejor ir a Senador Pompeu y, desde allí, tomar un tren hacia el sur. Cuando llegaron a la pequeña ciudad, buscaron una posada razonablemente tranquila y se quedaron con nombres falsos. Poco después, Januário fue en busca de pañales y un biberón. Regresó poco después, trayendo un biberón y leche fresca.

    – Mientras la alimentas, voy a comprar boletos para irnos al sur – le dijo a la mujer –. No es seguro tomar la dirección de Fortaleza.

    Antônia sonrió, mientras le ofrecía el biberón al bebé, que lloraba de hambre. Inmediatamente, la niña se calmó y Antônia esperó a que regresara Januário.

    Cuando regresó, sosteniendo los boletos de tren en sus manos, ella lo miró con una pregunta en sus ojos. Para Januário, no había forma de escapar; era hora de decir toda la verdad, y la verdad era que había salvado al bebé de un incendio que él mismo había provocado. Antônia se sorprendió, pero Januário continuó. Si ella realmente lo amaba, como decía que lo amaba, sabría comprenderlo y aceptarlo. A medida que Januário narraba los episodios tristes de su vida de crímenes, Antônia fue palideciendo cada vez más, el horror se estampaba en sus ojos vivos. Le contó todo, desde que empezó en esa vida, hasta los momentos antes de su fuga, después que mató a Zé Mário y Edilene, y como huyeron llevándose a la niña, temerosos de la violenta reacción del coronel Agustín. Cuando terminó la oscura narración, ella estaba llorando.

    – ¿Me vas a condenar y abandonar? – Preguntó Januário, asustado.

    – No... – murmuró entre allí lágrimas.

    – ¿Entiendes que hice esto por nosotros?

    – No, no lo entiendo, aunque, en mi corazón, ya sospechaba algo. Simplemente no quería ver.

    Januário no pudo apartar sus ojos suplicantes de ella y luego preguntó:

    – ¿Qué piensas hacer?

    Con un suspiro de dolor, ella respondió dócilmente:

    – Nada, no pretendo hacer nada. Ahora tenemos una hija que criar.

    Con inmenso alivio, Januário corrió y la abrazó, apenas logrando contener su emoción.

    – Antônia... mi querida Antônia...

    Ella; sin embargo, repelió su abrazo y completó con voz firme:

    – Pero prométeme, Januário, que nunca volverás a matar.

    – ¿Cómo puedo prometerte eso?

    – Empecemos una nueva vida. Tú, yo y la niña. Quiero que te conviertas en un hombre nuevo. De lo contrario, ni siquiera todo el amor que siento me mantendrán cerca de ti.

    Ahora que lo sé, no puedo convivir con la muerte.

    – Pero Antônia, entiende... ¡Soy un asesino!

    – Tendrás que elegir. O te quedas conmigo o con tu vida de sicario. No puedes tener ambos.

    – ¿Eso es lo que quieres? – Suspiró, entre fastidiado y resignado.

    – Sí. Esa es la condición para que sigamos juntos.

    – Entonces así será, si eso es lo que te hará feliz. De todos modos, ya estoy realmente cansado de esta vida.

    Ahora sí, ella lo abrazó, conmovida. ¡Cómo lo amaba! Tanto es así que a pesar de sus horrendos crímenes no podrían destruir su amor.

    La bebé, quizás golpeada por la carga de la emoción del momento, se despertó hambrienta y gritando. Antônia dejó a Januário y fue a prepararle otro biberón. Terminó de alimentarla y le dio un baño caliente, poniéndola a dormir enseguida. Después que se durmió, pidieron comida en la habitación. No querían exponerse en lugares muy concurridos. Por la mañana, volverían a marcharse.

    – ¿A dónde vamos? – Preguntó Antônia – ¿Qué has decidido? – Januário le dedicó una sonrisa amable y le mostró los billetes de tren.

    – A Rio de Janeiro – respondió con cierta euforia –. Tomaremos el tren a Juazeiro y, desde ahí, tomaremos un bus hacia Rio. Tú, yo y nuestra pequeña Marissa...

    Giró la cara antes que la mujer pudiera refutar el nombre que había elegido para la niña que, de ahora en adelante, sería su pequeña. Antônia; sin embargo, no demostró molestia. Sabía que Marissa era el nombre de una hermana pequeña de Januário que había fallecido de bebé, y aceptó la idea de todo corazón. Era un nombre hermoso y elegante, tal como lo sería su hija a partir de entonces. Su hija y la de Januário. De nadie más...

    * * *

    Cuando amaneció, un plic, plic, pluc constante comenzó a golpear los cristales de las ventanas, y un viento frío y penetrante irrumpió en la habitación en penumbra. Las cortinas pronto volaron, y unas gotas de lluvia cayeron sobre el ambiente, yendo a tierra, insolente, en el rostro de Marissa. La joven abrió los ojos de repente, sorprendida por esa invasión de tormenta, y se levantó a toda prisa. Corrió a cerrar la ventana, luchando contra la fuerza del viento que empujaba las contraventanas en la dirección opuesta.

    Las cortinas, ya húmedas, se enroscaban alrededor de su cuerpo, haciendo que Marissa prácticamente luchara por controlar el viento.

    Cuando finalmente logró cerrar la ventana, su camisón estaba todo mojado y un escalofrío helado recorrió su espalda. Se frotó los brazos vigorosamente y se quitó apresuradamente el camisón, tirándose sobre la cama y cubriéndose con la manta hasta el cuello. Hacía mucho frío a principios de agosto y el invierno continuaba intenso. En esos días, a Marissa no le apetecía levantarse de la cama, pero sabía que al poco tiempo su madre la despertaría para ir a la escuela. Ese era el primer día del último semestre académico en la Escuela Normal del Instituto de Educación y Marissa se iba a graduar como profesora al final del año.

    Miró el reloj de la mesa y esperó. Faltaban cinco minutos para las cinco y su madre llegaría pronto. Iba a la escuela a las siete y a Antônia no le gustaba llegar tarde. Cinco minutos después, la madre entró en la habitación y se acercó a la cama de su hija.

    – Marissa – llamó suavemente –. Hora de levantarse.

    – Ya estoy despierta, madre – respondió la joven, volviéndose hacia ella –. El viento no me dejaba dormir.

    Al ver el camisón de Marissa en el suelo, Antônia regañó:

    – Pero ¿dónde se ha visto durmiendo sin ropa con tanto frío? Todavía terminarás resfriándote.

    – Fue el viento, madre, abrió la ventana de par en par y me mojé al cerrarla.

    Antônia negó con la cabeza y notó el pequeño charco debajo de la ventana.

    – Debes revisar el pestillo antes de irte a dormir.

    – ¿No crees que en este lugar hace demasiado frío? ¿Por qué no nos mudamos hacia el sur?

    – A tu padre no le gustan los lugares muy concurridos.

    – Y prefiere vivir en este castillo de fantasmas...

    – No digas eso, Marissa. No vivimos en un castillo, y mucho menos de fantasmas.

    – ¡Pero esta casa es tan grande! Y está tan lejos de la ciudad. ¿Por qué no podemos vivir más cerca?

    – No está tan lejos. De aquí a Tijuca es un salto corto.

    – Pero tenía muchas ganas de vivir en Copacabana...

    – Nada de eso, eso es solo moda. No veo nada malo en vivir aquí en Alto da Boa Vista. ¡Es tan silencioso!

    – Por eso mismo, mamá. Me gusta ver gente, caminar entre ellas. Pero aquí no hay nada. Es tan desierto que parece otra ciudad.

    – Pensé que te gustaba nuestra casa.

    – No es que no me guste. Pero a veces me siento tan sola...

    – ¿Por qué no invitas a algunos amigos a pasar una tarde aquí con nosotros?

    – Mamá, este lugar no es el más fácil de descubrir, ¿verdad? Los que no saben están perdidos.

    – Eso no es excusa. Si les apetece, lo encontrarán fácilmente. Después de todo, este no es el fin del mundo –. Marissa exhaló un suspiro y se levantó de la cama, caminando hacia el baño. Al menos eso era algo bueno de su casa. No era muy común ver casas con baños en el dormitorio, pero su padre había construido una suite especialmente para ella. Además, las habitaciones eran grandes y ventiladas, y tenían un hermoso jardín.

    Su padre hizo toda su voluntad. Hace unos años, hizo instalar una piscina en el patio trasero, porque Marissa quería invitar a sus amigas a refrescarse en ella en el verano. Pero la distancia impidió que sus amigas la visitaran con frecuencia. Ella se había sentido decepcionada y, por eso, estaba pensando en mudarse. No es que no le haya gustado allí o que pensaba que el lugar estaba mal. Tampoco se dio a las modas ni a la ostentación. Todo lo que quería era estar cerca del ajetreo y el bullicio de la ciudad y vivir una vida como cada chica de su edad.

    Solamente Sandra parecía disfrutar visitándola. A Marissa no le importaba tomar el tranvía y caminar unos minutos por el pequeño camino, hasta llegar a la casa grande en la que vivía flanqueado por el bosque de Tijuca. El lugar era muy hermoso y agradable. El único inconveniente era que la distancia la aislaba del resto del mundo.

    No entendía por qué su padre insistía en vivir allí. Su madre dijo que era porque estaba viejo y cansado, y la tranquilidad del vecindario lo calmaba. Juan se había retirado en el norte y había venido a Rio de Janeiro porque decía que Maranhão no era un buen lugar para criar una hija. En el Norte hacía calor y atrasado, y él quería para su Marissa un futuro brillante, al lado de un chico fino y graduado, y no una de esos animales salvajes, como solían llamar los hombres rudos de su tierra.

    Marissa agradeció la preocupación de su padre. En realidad, vivir en el interior de Maranhão debería ser mucho peor que vivir en esa cuasi finca que había comprado su padre en Alto da Boa Vista, en el corazón del bosque de Tijuca, considerado uno de los bosques urbanos más grandes del mundo. El padre era un hombre medio rudo, pero Marissa lo adoraba. A él y a su madre. Cuando ella nació, sus padres ya eran medio ancianos y ella se había convertido en la alegría del hogar. Antônia le había contado las dificultades que tenía para tener niños y cómo su llegada iluminó sus corazones. Por eso, había explicado el padre, decidieron marcharse. Para que su única hija pudiese tener una vida digna y cubierta de alegrías.

    Esta fue la versión que Januário le dijo a Marissa cuando tuvo la edad suficiente para entender las cosas. Le había dicho varias mentiras, apoyadas por Antônia.

    El nombre completo de Januário era Juan Januário da Silva, y comenzó a presentarse solo con su primer nombre, impidiendo que nadie lo reconociera por su apellido y lo descubriese allí. Antônia, por otro lado, era un nombre común y no llamaría mucho la atención. Juan le había dicho a Marissa que había nacido en Maranhão y que era el capataz de una gran hacienda de la región, que le había hecho ganar unos centavos para su jubilación.

    Al llegar a Rio de Janeiro, Juan inmediatamente trató de invertir el dinero que había recaudado durante todos los años que trabajó para el coronel Agustín, resultado de crímenes y saqueos. El miedo a llamar la atención y ser descubierto lo llevó a buscar una casa más lejos de la ciudad, y compró esa mansión en Alto da Boa Vista.

    La hizo reformar y ajustar la propiedad al gusto de Antônia, brindándole todas las comodidades que pudieran satisfacer a una niña. También compró una tienda de materiales de construcción. Aunque no entendía nada del negocio, quería emprender un negocio que no tuviera relación con el tipo de trabajo que realizaba en Ceará. La oportunidad se presentó y la aprovechó. Se dedicó al nuevo negocio y, en poco tiempo, lo había dominado todo. El mercado era bueno y la tienda pronto obtuvo ganancias, lo que permitió a Juan para abrir algunas sucursales alrededor de la ciudad.

    Sin embargo, no disfrutaba de la vida en sociedad, los grandes paseos o las fiestas. Con la excepción de São José dos Campos, no viajaron a ninguna parte. La pequeña ciudad de São Paulo era el lugar que Juan había elegido para llevar a Antônia y Marissa en las vacaciones escolares, para estar en paz y tranquilos, donde difícilmente encontrarían conocidos de la época de sicario. A Marissa le encantaban esas vacaciones, porque eran la única oportunidad que tenía para viajar y conocer gente nueva.

    A pesar de todo lo que había averiguado sobre su marido, Antônia parecía satisfecha. Se dedicó por entero a la casa, a su hija y a su marido, de los cuales ella era la única y verdadera cómplice. Fue ella quien le aconsejó que dejara a un lado a Januário y se presentara solo como Juan.

    Y así lo conocían: Juan da Silva, que se había mudado de Maranhão con su esposa, Antônia, y su hija Marissa. Nada más.

    Marissa desconocía estos detalles. Sus padres decían poco sobre su vida en el norte y ella preguntaba poco. A sus dieciocho años, estaba más preocupada por la escuela y los chicos. Como cualquier chica normal de su tiempo, Marissa quería casarse con velo y guirnalda y tener hijos, aunque no tenía la intención de dejar de enseñar.

    – No te demores – dijo Antônia, tan pronto como Marissa entró al baño –. El café ya está servido.

    Se dio una ducha rápida y se vistió con el uniforme escolar azul y blanco normal, y bajó a desayunar. En el comedor, el padre y la madre ya estaban sentados, bebiendo su café. Se acercó y besó a Juan en la mejilla.

    – Buenos días, querida – dijo alegremente –. ¿Dormiste bien? Escuché que tu ventana se abrió de par en par esta noche.

    – Fue el viento, papá. Me mojé toda.

    – Debes tener más cuidado y revisar el pestillo antes de irte a dormir.

    – Lo haré, papá.

    – Come pronto, Marissa o llegarás tarde – ordenó Antônia, sirviéndole una taza de leche.

    – Hoy hace mucho frío – añadió Juan – No olvides abrigarte.

    – No, papá, no te preocupes.

    Terminó su desayuno, besó a sus padres y se apresuró a salir. La lluvia había dado un respiro, pero el viento seguía siendo frío y húmedo. Afuera, Damián, el chofer, estaba esperando para llevarla a la escuela.

    – Buenos días, Damián – dijo, corriendo hacia el auto.

    – Buenos días, Marissa – respondió de buen humor, abriéndole la puerta.

    Hicieron el recorrido en silencio, hasta que llegaron a la escuela y Marissa saltó. Estaba lloviendo de nuevo, y ella abrió su paraguas, y se despidió desde la puerta.

    Llegó al aula y fue a sentarse en su lugar habitual. Sandra su mejor amiga, ya había llegado y estaba leyendo una revista, marcándola con lápiz.

    – Hola, Sandra. Qué clima tan horrible, justo el primer día de clases, ¿no?

    – Ni siquiera me lo digas, Marissa – respondió la otra, sin desviar su atención de lo que estaba haciendo –. Hoy casi no pude levantarme de la cama.

    Todavía traté de fingir que tenía gripe, pero mi mamá no lo creyó. Doña Albertina es puro fuego.

    – ¡Pero también tienes cada una! ¿Justo el primer día?

    – ¿Y qué? Creo que esta escuela es un dolor. Lo que realmente quiero es conseguir un marido rico.

    – ¿Y quién no?

    – Tú. Parece que no necesitas esto. Tienes un padre lleno de dinero. Lástima que no tengas un hermano.

    – No deberías hablar así, Sandra. El dinero no lo es todo en la vida.

    – No, pero es casi todo.

    – El amor es lo primero.

    – Especialmente si viene con una cuenta bancaria grande.

    Marissa se limitó a reír y apretó la mejilla de Sandra. Su amiga no se enmendó. Su padre había muerto cuando ella aun era muy joven, y su madre se había visto obligada a trabajar como empleada doméstica en la casa de una señora muy adinerada en Copacabana, quien fue quien consiguió un trabajo para Sandra en el Instituto de Educación, uno de las escuelas normales más tradicionales en Rio de Janeiro en los años 50.

    Un pequeño movimiento en la puerta sugirió que la maestra había entrado y las jóvenes dejaron de hablar. Antes; sin embargo, Sandra le susurró al oído

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