Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

A pesar de todo
A pesar de todo
A pesar de todo
Libro electrónico555 páginas7 horas

A pesar de todo

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

En esta nueva novela, el estilo de vida de las personas trabajadoras y humildes cambia por completo después de que sale a la luz un secreto familiar que genera dudas y desvela prejuicios. Con personajes complejos, historias de vida complejas, omisiones, amor y rencor son algunos de los ingredientes que de

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 jul 2023
ISBN9781088235409
A pesar de todo

Lee más de Mônica De Castro

Relacionado con A pesar de todo

Libros electrónicos relacionados

Cuerpo, mente y espíritu para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para A pesar de todo

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    A pesar de todo - Mônica de Castro

    A PESAR

    DE TODO...

    MÔNICA DE CASTRO

    POR EL ESPÍRITU

    LEONEL

    Traducción al Español:      

    J.Thomas Saldias, MSc.      

    Trujillo, Perú, Junio, 2020

    Título Original en Portugués:

    A PESAR DE TUDO...

    © MÔNICA DE CASTRO 2013

    Revisión:

    Cindy Camila Rojas

    World Spiritist Institute      

    Houston, Texas, USA      
    E–mail: contact@worldspiritistinstitute.org

    MÔNICA DE CASTRO

    MÔNICA DE CASTRO nació en Rio de Janeiro, donde siempre estuvo en contacto con el Espiritismo, viviendo desde temprano los más diversos fenómenos mediúmnicos. Años más tarde, después del nacimiento de su hijo, inicio na nueva fase de su mediumnidad, desarrollando la psicografía por medio de romances dedicados a la autorreflexión y al bienestar humano.

    Con el paso de los anos, se desvinculó de los títulos religiosos y doctrinarios, pasando a aceptar como fuente de sus obras las formas de conocimiento y sabiduría que tengan como meta el despertar del hombre como el ser espiritual que es.

    A la actualidad, ha escrito más de diecisiete romances, todos dictados por el mismo espíritu Leonel. Desde el año 2000, con más de un millón y medio de ejemplares vendidos, la autora se ha dedicado a llevar al público romances esclarecedores, que estimulan a las personas a usar la inteligencia en la modificación de los valores internos, para la superación de las culpas, de los sufrimientos y el descubrimiento de una vida más iluminada y feliz.

    LEONEL

    MÔNICA DE CASTRO y LEONEL siempre estuvieran juntos. Unidos hace muchas vidas, decidieran, en esta encarnación, desarrollar el trabajo de psicografía, uniendo los dones mediúmnicos a los literarios. Ambos ya fueron escritores, de allí la sintonía perfecta y la simbiosis con la que relatan las historias pasadas en otros tiempos.

    Apenas un trabajador del invisible, como gusta caracterizarse, Leonel decidió dar continuidad a la tarea de escribir, esta vez casos reales, sacados de los relatos de espíritus con quienes mantiene contacto en el mundo espiritual. Después de la autorización de los involucrados, inspira al médium, los libros que ella psicografía, siguiendo con fidelidad, puntos importantes para la aclaración de los lectores. Algunos pasajes; sin embargo, deja a la imaginación de la autora, a fin de hacer las historias más estimulantes, imprimiéndoles mayor emoción. No obstante, nada va al público sin su aprobación, y todo requiere el debido mejoramiento moral.

    Lo que Leonel más desea con los libros que psicografía es que las personas aprendan a lidiar con sus culpas y frustraciones, a fin de desarrollar en sí mismas la capacidad innata que todo ser humano posee de ser feliz.

    En su última y breve encarnación, Leonel vivió en Inglaterra a inicios del siglo XX. Vivió los horrores de la Primera Guerra Mundial y desencarnó a los veinte años de edad. Fue también escritor en los años idos del siglo XVIII, cuya vida esta reseñada en el libro "Secretos del Alma."

    Del Traductor

    Jesus Thomas Saldias, MSc., nació en Trujillo, Perú.

    Desde los años 80's conoció la doctrina espírita gracias a su estadía en Brasil donde tuvo oportunidad de interactuar a través de médiums con el Dr. Napoleón Rodriguez Lau–reano, quien se convirtió en su mentor y guía espiritual.

    Posteriormente se mudó al Estado de Texas, en los Estados Unidos y se graduó en la carrera de Zootecnia en la Universidad de Texas A&M. Obtuvo también su Maestría en Ciencias de Fauna Silvestre siguiendo sus estudios de Doctorado en la misma universidad.

    Terminada su carrera académica, estableció la empresa Global Specialized Consultants LLC a través de la cual promovió el Uso Sostenible de Recursos Naturales a través de Latino América y luego fue partícipe de la formación del World Spiritist Institute, registrado en el Estado de Texas como una ONG sin fines de lucro con la finalidad de promover la divulgación de la doctrina espírita.

    Actualmente se encuentra trabajando desde Perú en la traducción de libros de varios médiums y espíritus del portugués al español, así como conduciendo el programa La Hora de los Espíritus.

    CAPÍTULO 1

    El cielo gris presagiaba que iba a llover mucho a fines de aquel domingo. Leontina aceleró el paso, tratando de subir a su casa antes que llegara la tormenta. Con el agua cayendo, el lodo descendería cuesta abajo, haciendo prácticamente imposible escalar sin resbalar o caerse en el lodo.

    – Vamos Clementina – le dijo a su hermana. – Caerá un aguarcero.

    Extrañamente, Clementina se había detenido frente a un basurero. Pareciendo oscilar entre repulsión y curiosidad, rebuscó en el interior con la punta de los dedos. Leontina también se detuvo y se acercó, maldiciendo a Romualdo, que estaba poniendo la cabeza de su hermana en ese desafío. Ciertamente, había amenazado con irse nuevamente, dejando a Clementina como una loca sin razón. ¿Podría ser que ni siquiera el servicio de esa noche había servido para hacer entrar en razón a esa loca?

    – Pero ¿qué te pasa, Clementina? – gritó, tratando de jalar a su hermana por el brazo. – ¿Quieres estar empapado? Mira, ya está relampagueando.

    Un relámpago golpeó cerca, y el estruendo ensordecedor del trueno que lo siguió hizo temblar a Leontina. Ella se encogió e imploró suavemente a Dios, dejando que su mirada se detuviera por un momento en el cielo, tratando de adivinar dónde había caído ese rayo. Sinceramente esperaba que no hubiera estado cerca de su casa. Un golpe más y la choza no resistiría: se derrumbaría como una caja desmantelada.

    Se volvió hacia su hermana, que seguía sujetando su brazo, pero, antes que pudiera decir vamos de nuevo, escuchó un pequeño grito desde algún lugar por debajo de ellas.

    – ¡Hum! – Ella exclamó, impresionada.

    – ¿Me pregunto si hay un alma de otro mundo por aquí? Creo que sería mejor que nos vayamos, Clementina.

    Ya estoy escuchando cosas.

    – ¡Cállate, Leontina! – La otra se estaba exasperando.

    – ¿Es posible que todavía no te hayas dado cuenta?

    – ¿Dado cuenta de qué?

    La pregunta permaneció en el aire, la respuesta no llegó. Siguiendo la dirección del dedo de su hermana, Leontina se detuvo atónita. Justo en ese momento, comenzaron a caer gruesas gotas de lluvia, y ella presionó la Biblia contra su pecho, sosteniendo el grito de miedo en su boca, que casi no la deja escapar.

    – ¡Mi Cristo Jesús! – Exclamó al fin. – ¿Eso es lo que estoy pensando?

    Todavía sin responder, Clementina apartó el trapo grasiento y sacó con cuidado el cuerpecito retorcido de un bebé. Sollozó suavemente, demasiado débil para expresar con lágrimas el hambre que sentía su estómago. Clementina le entregó la Biblia a su hermana y colocó al bebé desnudo en su regazo. Inmediatamente, el niño comenzó a sacudir la cabeza, como si buscara comida en el seno sin leche de Clementina.

    – Él tiene hambre y frío – dijo ella, protegiéndolo con su propio cuerpo –. ¡Y todo sucio, lleno de dermatitis del pañal! Vamos, vamos a sacarlo de aquí.

    Sin decir nada, las dos salieron disparadas calle abajo, comenzando la cuesta que daba acceso al morro. La lluvia se intensificaba a cada momento, había rayos en todas partes, seguidos por el ruido infernal de la tormenta. Cuando el niño asustado comenzó a gemir suavemente, Clementina trató de proteger sus oídos, para que no le molestara tanto el trueno ensordecedor.

    Afortunadamente, la cabaña de Clementina no estaba muy lejos allí, y pronto entraron corriendo, salpicando barro en el cemento de la habitación. Clementina llevó al bebé a la habitación y lo acostó en la cama. Estaba completamente desnudo, su pequeño cuerpo temblando y morado por el frío.

    – ¡Pobre cosita! – Leontina se compadeció.

    – ¿Quién podría haber tenido la osadía de hacer tanto mal?

    – No tenemos tiempo para pensar en eso ahora – respondió Clementina, mientras sacaba una manta del armario y la colocaba sobre el niño –. Lo más importante es calentarlo y alimentarlo.

    – ¿Y qué come? Es tan pequeño...

    – Debe beber leche. Le calentaré un poco. Y agua para lavarlo.

    – Como vas a amamantarlo? Necesitas un biberón. ¿Y quién va a salir con esta lluvia a comprar uno? – La mirada suplicante de Clementina ya lo decía todo, y Leontina se opuso: – ¡Ah, no! ¡De ninguna manera! ¡No voy a salir con este aguacero!

    – ¡Leontina, él va a morir!

    – Vete entonces. Me quedo aquí, cuidándolo. Lo baño y todo.

    – ¿Qué pasa si llega Romualdo? ¿Qué le vas a decir?

    – Que fuiste a la farmacia y ya regresas.

    – ¿Cómo explicarás lo del bebé?

    – Le digo que lo encontramos en el basurero, ¿eh?

    – ¡Ah! Leontina por favor. Hazlo por mí, te lo ruego. No quiero dejar al niño solo.

    – Creo que lo mejor es que lo entreguemos a la policía.

    – Después pensamos en eso. Ahora, Lo importante es darle de comer. Mira al pobrecito. Además de morado, está muy delgado. Las costillas incluso se unen a la piel.

    Viendo la delgadez del niño, Leontina cedió. Se levantó de un salto y dijo con impaciencia:

    – Bien, bien. Voy a la farmacia, pero quién pagará el biberón eres tú.

    Con una sonrisa de victoria, Clementina sacó su cartera de la parte superior del armario y la abrió, contando cuidadosamente los billetes, para asegurarse que no faltara ninguno.

    – Toma – dijo ella, tendiéndole el dinero a su hermana –. Trae uno barato. Y si venden pañales allí, compra también un paquete.

    – ¿Desechable?

    – ¡Claro que no! El pañal desechable es muy costoso.

    Trae un paquete de tela.

    Tan pronto, Leontina se fue, bajo la lluvia, a comprar el biberón y los pañales para el bebé. Mientras la esperaba, Clementina admiraba al niño y rezaba a Jesús para que lo salvara. ¡Era un bebé tan lindo! Oscuro, el color de Romualdo. Bien podría ser su hijo. Y de ella...

    El pensamiento fue tan rápido que Clementina apenas lo notó. Ya pensaba en el bebé como si fuera su hijo. ¿Y por qué no podría ser? Su madre lo había abandonado, lo había tirado a la basura. ¿Por qué no podía ella, quien lo encontró, ser su madre?

    Tratando de no pensarlo, se levantó para calentar el agua y la leche. La lechera estaba casi vacía, pero todavía había suficiente para alimentar al niño. Agitó la estufa, puso la leche en una boca y, en la otra, una tetera con agua. Se sentó a la mesa a esperar, mirando al bebé. Desde donde estaba, podía ver la habitación, contigua a la sala de estar, que también servía como cocina. Por otro lado, había un baño pequeño y, al fondo, un pequeño patio.

    Había poca leche que rápidamente se calentó. El agua ha tardado un poco más. Clementina apagó el fuego, volvió a la habitación con la tetera y vertió el agua tibia en un recipiente. El bebé tenía los ojos cerrados, tan quieto que temía que hubiera muerto. Se puso la mano debajo de la nariz, sentir su respiración, que era tan débil que parecía que iba a desaparecer. El pecho huesudo subía y bajaba regularmente, aunque sin mucho vigor. Tenía miedo que no resistiera.

    – Por favor, Jesús – oró fervientemente –. No dejes que el pequeño bebé muera. Es tan pequeño, tan indefenso, tan puro... Ayúdame a cuidarlo para que pueda sobrevivir...

    – ¿Hablando contigo mismo, Tina?

    Clementina saltó de la cama y miró al recién llegado con asombro. Romualdo estaba de pie en la puerta, mirándola con los ojos rojos, empapados en aguardiente. Acercándose, la tiró con fuerza, besándola con lujuria. Ella apartó la cara, arrugó la nariz y se quejó:

    – ¡Déjame ir! No soporto tu olor a aguardiente.

    – Siempre te quejas – Él respondió, con la voz gruesa y arrastrada.

    Cuando Romualdo tuvo la intención de tirarse sobre la cama, Clementina dejó escapar un grito agudo:

    – ¡Cuidado!

    Sobresaltado, miró a la cama. Solo entonces notó al bebé dormido debajo de la manta y el recipiente de agua en una silla. Era tan pequeño que parecía un bulto de ropa, que apenas había notado.

    – ¿Qué es eso? Preguntó, tratando de enfocar sus ojos en el niño.

    – Un bebé. No puedes ver – Lo sé. Pero ¿de quién es?

    La respuesta fue tan repentina que incluso Clementina se sorprendió:

    – Es mío. Mi hijo.

    – ¿Qué es esta estupidez, mujer? ¿Desde cuándo tienes un hijo? ¿Y un bebé como este? ¿Entonces no iba a ver tu embarazo? – Se rio de sí mismo y volvió a mirar al niño, que permaneció inmóvil bajo las sábanas –. ¿Está vivo?

    – Está dormido – dijo ella, sin mucha convicción. – Parece muerto.

    Impresionado, Romualdo se acercó la cara de su bebé, que todavía no se movía. Ella lo empujó con los dedos, hasta que él abrió los ojos y gimió suavemente.

    – ¡Mira justo lo que hiciste! – Regañó Clementina.

    – Despertó la pobre cosita.

    Romualdo se acercó a la mujer, que había recogido al niño, y le acarició la cabecita.

    – ¡Es tan lindo!

    – ¿Tú crees?

    Él asintió e hizo curiosidad:

    – Habla en serio, Tina. ¿De quién es?

    – Es mío, te lo dije.

    – Por supuesto, no es tuyo. Vamos dime. ¿Es del pastor con alguna jovencita de la iglesia?

    – ¡No hables así del pastor! – Dijo ella enojada. – Si fueras a la iglesia, es posible que no bebieras tanto y te corrigieses en la vida.

    – Está bien, lo siento – bajó los ojos, avergonzado, y cambió de tema: –Parece hambriento. El bebé estaba llorando más fuerte ahora. Clementina lo sacudió suavemente, tratando de calmarlo.

    – No llores, pequeño bebé. Pero ¿dónde está Leontina con ese biberón?

    – ¿Leontina fue a comprar un biberón?

    – ¿Cómo esperas que le dé de comer? Todavía no sabe beber de un vaso.

    – Realmente... –. siguió mirando al niño, hasta que continuó: – Tina...

    – ¿Qué?

    – Todavía no me has contado cómo llegó hasta aquí.

    No había manera Clementina no quería dejar al bebé, pero necesitaba decirle a Romualdo la verdad.

    – ¿Juras que no se lo dirás a nadie? – Él asintió y ella continuó: – ¿Y me ayudarás a quedarme con él?

    – ¿Quedarte con él? Pero, Tina, el bebé tiene una madre...

    – ¡No, no tiene! Ninguna madre hace lo que le hicieron.

    – Ya estás haciendo demasiado misterio. ¿Quieres decirme de inmediato de dónde vino este niño?

    – Primero tienes que prometer ¿Me apoyarás o no?

    – ¿Cómo puedo apoyarte en una locura?

    – Cuando sepas toda la historia, entonces, verás que no es una locura.

    – Muy bien. Te apoyaré, siempre y cuando no hayas secuestrado al bebé.

    – ¡Cómo que lo secuestré! ¿Acaso soy una criminal?

    – Deja de jugar y cuenta.

    Clementina contó todo en detalle, siguiendo la mirada de asombro de Romualdo con cada pasaje de la narración. Al final, tenía los ojos llorosos, más por la emoción que por el efecto del alcohol, que apenas sentía ahora.

    – ¿Viste por qué tengo que quedarme con él? – concluyó ella –. La madre es una irresponsable, criminal. ¿Dónde has visto a un hijo se le tira a la basura?

    – ¡Qué horror! Tienes razón sobre la madre, pero no creo que puedas quedarte con él.

    – ¿Por qué no? Lo encontré.

    – Un bebé no es un paraguas que encontramos en lo perdido y encontrado. La policía no te permitirá quedarte con él.

    – ¿Quién habló con policía? No diremos nada.

    – ¿Y crees que nadie se enterará?

    – Solo si hablas.

    – ¡Abre los ojos, Tina! Las autoridades vendrán a recogerte.

    – ¡Las autoridades no lo sabrán! Podemos registrarlo como nuestro hijo y nadie lo sabrá jamás.

    – ¿Registrarlo? Ahora sí, te volviste loca para siempre.

    – Piensa cuidadosamente, Romualdo. Siempre quisimos tener un hijo, pero Dios no nos lo dio. Ahora, recibimos esto como un regalo. ¿Por qué tenemos que deshacernos de él?

    – Porque él no es nuestro. Y la madre probablemente ya debe estar detrás de él.

    – ¡La madre lo tiró a la basura! Ella no lo quiere. Y tampoco la querría si supiera lo que ella le hizo.

    – Mira solo para él, Tina. Ni siquiera sabemos si sobrevivirá. ¿Qué pasa si este bebé muere en nuestras manos? ¿Alguna vez has pensado en los problemas en los que nos vamos a meter?

    – Él no morirá. Y no digas eso nunca más. Y apenas llegue Leontina con el biberón, lo alimentaré. Sobrevivirá, crecerá fuerte y hermoso. Y será nuestro hijo.

    – ¿Puedo saber cómo pretendes hacerlo pasar como nuestro hijo?

    – Vas a la oficina de registro y lo registra como nuestro. Listo.

    – Nunca he registrado un niño... ¿no es necesario presentar ningún documento?

    – No lo sé, pero puedo preguntarle al pastor. Él debería saberlo.

    – ¿Pronto al pastor? Justo allí no te quedarás con él. El pastor la obligará a entregar al niño a la corte juvenil.

    – Lo averiguaré, Romualdo. Hay abogados en la iglesia, a quienes puedo preguntar. Luego registramos al niño y nos mudamos. Nadie sabrá nada. Por un momento, Romualdo estuvo tentado de disuadir a Clementina de esa locura y entregar al niño a la corte juvenil. Sin embargo, mirando mejor al pequeño, su corazón se hundió. También quería tener un hijo, pero Clementina nunca quedaba embarazada. La había acusado de ser estéril varias veces, aunque sabía que era su problema, como resultado de las paperas que había contraído en la infancia. Sin embargo, el orgullo masculino le había impedido decir la verdad, y Clementina siempre había vivido para culparse por no tener hijos.

    No tenía dinero para el tratamiento, por lo que nunca supo que la discapacidad era de él y no suya. ¿No sería esa la oportunidad de compensar esos nueve años de matrimonio sin hijos? Ya no era una niña, pero todavía tenía tiempo suficiente para criar a un niño y verlo crecer. Ambos pudieron. Y siempre había querido un hijo, aunque, íntimamente, se sentía resignado a su propia esterilidad. ¿Esa no sería esa su oportunidad?

    Mirando a los dos, nadie diría que no eran madre e hijo, que no tenían la misma sangre. Eran incluso físicamente similares. El niño era un mulatito como Clementina. El cabello todavía era delgado, pero ya se podía ver que crecerían rizados, al igual que el de ellos. ¿Quién podría negar que eran tus padres?

    La decisión fue tomada. Al día siguiente, lunes, Romualdo iría a la oficina de registro para preguntar sobre el registro del niño. Si dijera que nació en casa, ¿quién lo discutiría? A partir de entonces, el niño sería su hijo.

    CAPÍTULO 2

    Leontina bajó el morro, maldiciendo la vida y su burrada. ¿Por qué se había dejado persuadir para salir bajo aquella tormenta? Y, además, tuvo que deslizarse por la pendiente, arriesgándose a que un rayo le cayera en la cabeza. Todo para que la loca de la hermana se quedara en casa mimando a un bebé que debería ser entregado al cuidado de una institución mejor preparada.

    Continuó maldiciendo calle abajo, pasando por el lugar donde habían encontrado al niño. El bote de basura todavía estaba allí. Una mujer sin hogar hurgó en el interior, probablemente buscando restos de comida. Leontina se compadeció, rezó un poco para que Jesús salvara esa alma y continuó. En la dirección opuesta, llegó una mujer elegante, balanceándose sobre sus tacones altos bajo un enorme paraguas, todo florido. Cuando pasó junto al bote de basura, el mendigo se le acercó, pero no le prestó atención, y dio un paso para escapar de su molesto hostigamiento. Leontina estaba lo suficientemente cerca como para escuchar la voz visiblemente borracha de alguien:

    – ¿Viste a mi hijo, doña? ¿Viste a mi bebé?

    Leontina se congeló. Pensó en darse la vuelta para pedir explicaciones, pero un terror repentino endureció sus pies, que no pudieron girar. Aprovechando la tregua de lluvia, cruzó a la farmacia, dejando atrás el bote de basura y su extraño visitante. El remordimiento comenzó a consumirla. Debería haberme detenido y preguntar de qué estaba hablando la mujer. Pero ella sabía de qué se trataba. No podía ser una coincidencia, ni la mujer estaba lo suficientemente borracha como para inventar un bebé en el mismo bote de basura que, por casualidad, ella y Clementina acababan de encontrar un hijo.

    Margaret giró la lata, apenas conteniendo la agonía. En su afán por encontrar lo que estaba buscando, ni siquiera vio pasar a Leontina. ¿Dónde tenía la cabeza cuando se deshizo del bebé? Había sido un acto de desesperación, ella realmente no quería deshacerse de la criatura. Su mente borrosa por el alcohol había dificultado su razonamiento y había estimulado la depresión. En una de sus crisis, pensó que tirar a su hijo a la basura lo salvaría de un problema. El hijo; sin embargo, no era el problema. El problema era ella, que no podía manejar su vida.

    Margaret vivía alrededor de Belford Roxo, siempre alrededor de hombres y empleos. Cuando sus padres murieron, ya tenía diecinueve años, así que tuvo que trabajar para sobrevivir. La vida no fue fácil. Ella no tenía ninguna calificación profesional, no sabía leer o escribir correctamente, estaba semi alfabetizada. A veces, encontraba trabajo como ama de llaves o empacadora en una tienda de comestibles, pero nunca se quedaba mucho tiempo, porque era irresponsable y solía faltar al trabajo sin justificaciones plausibles.

    Estaba saltando de un trabajo a otro, hasta que fue a trabajar a la casa de una familia influyente en Belford Roxo. A los veintiséis años, aunque ya había perdido un poco su juventud, como resultado de una vida dura y sacrificada, todavía tenía un toque de belleza que llamaba la atención. Y dado que, en la casa donde trabajaba, el hijo de la patrona era un chico muy guapo, de catorce años, Margaret pronto se encariñó con él. Sin experiencia, Anderson se enamoró de la primera mujer de su vida.

    Durante dos años, Margaret trabajó y vivió allí, hasta que quedó embarazada. Al comienzo del embarazo, la sra. Bernadete, la patrona, lo lamentaba y prometió mantenerla en el trabajo incluso después del nacimiento del niño. Para Margaret, esto no fue suficiente. Quería que Anderson asumiera sus responsabilidades y reconociera a su hijo, dándoles a ambos una vida de lujo.

    Bajo presión, Anderson no vio otra alternativa que revelar la verdad. Como se esperaba, el padre, Graciliano, estaba furioso. Al ser interrogada, Margaret confirmó todo, exigiendo dinero para su hijo. La demanda no tuvo efecto. Con prejuicios extremos, Graciliano no aceptó como nieto al hijo de una doméstica negra y, además, mucho mayor que Anderson. Envió al niño a un internado en São Paulo y echó a Margaret a la calle.

    Pobre, sin ningún lugar a donde ir, Margaret estaba desesperada. Se paseó por las calles, rogó, mostrando su inmenso vientre para provocar la compasión de los transeúntes, que siempre le daban un cambio o dos. Con el dinero, compró comida y bebida. Hasta que, desilusionada, vio el alcohol como la salvación de su desgracia, ya que la bebida tenía el efecto de un anestésico en su mente y la hizo olvidar, por un momento, su miseria.

    Sintiendo la proximidad del parto, fue sola a la maternidad pública, donde nació el bebé sin mayores complicaciones. Era un niño delgado, de piel oscura, un tono marrón más claro que su madre. Al ver al niño, el odio consumió el pecho de Margaret. Si ella y su hijo fueran blancos, tendrían un lugar en la vida de Anderson. Con ese pensamiento, ella dejó el hospital de maternidad decidida a entregarlo en adopción.

    Pero el corazón de una madre late de manera diferente, y Margaret no tuvo el coraje de deshacerse del niño. Podría intentar pedirle ayuda a la señora Bernadete. Tal vez ella se compadecería y le daría algo de dinero.

    Con el bebé en su regazo, Margaret tocó el timbre en la casa de Anderson. Como no la conocía, el criado que la astendió le ordenó que esperara. Pronto apareció Bernadete.

    – ¿Qué haces aquí? Susurró, cerrando la puerta para que nadie dentro pudiera verlos –. ¿Quieres que Graciliano llame a la policía?

    – Por favor, ayúdame – sollozó –. No tengo dinero ni a dónde ir.

    – Ese es tu problema. Nadie te mandó abusar de nuestra confianza.

    – Sé que me he equivocado, pero el bebé no tiene la culpa. Él es tu nieto.

    Margaret se acercó al trapo que cubría a su hijo y se lo mostró a Bernadete, quien volvió la cara y respondió con enojo:

    – Este niño no es mi nieto, no es mío. Y no tienes forma de demostrarlo. Él es... él es... –. ella duda en hablar, para no revelar su prejuicio – es muy diferente de nuestra familia. Nadie diría que él es el hijo de Anderson.

    – Usted sabes que lo es.

    – ¡Yo no sé de nada! Tú eres quien lo dice, pero este pequeño puede ser el hijo de cualquiera. Nadie, en su sano juicio, creerá que él es mi nieto. Y Anderson es un niño, lo sedujiste. Una mujer adulta como tú no puede andar acostándose con adolescentes. Podríamos llamar a la policía y serías arrestada.

    Asombrada, Margaret abrió la boca y se quedó quieta, mirando a Bernadete con cara de sorpresa. De repente, la puerta se abrió y apareció Graciliano.

    – Debería haber pensado que eras tú, negra – dijo enojado, mirando al niño en sus brazos –. Y trajiste al bebé contigo ¿Dónde has visto tanta audacia?

    Sollozando, Margaret respondió con una voz humilde y sufriente:

    – Por el amor de Dios, Dr. Graciliano, ayúdame.

    – ¡Fuera de aquí, sinvergüenza! ¡O llamo a la policía!

    – No tenemos que provocar un escándalo – dijo Bernadete, tratando de contener el alboroto para no hacer un escándalo frente al vecindario –. Margaret ya se iba. ¿No es así, Margaret?

    Ella simplemente asintió y bajó la cabeza, presionando a su hijo contra su pecho. Estaba tan humillada que ni siquiera quería discutir más y no se dio cuenta que Bernadete estaba susurrando algo al oído de Graciliano. Les dio la espalda y bajó los escalones que conducían al jardín delantero. Un golpecito en el hombro la hizo girar. Más atrás, Bernadete agitaba un fajo de billetes frente a su cara.

    – Vamos, tómalo. Sé que esto es lo que quieres.

    – Es lo máximo que obtendrás de nosotros – agregó Graciliano –. Tu plan de cazafortunas no te funcionó.

    Llorando, Margaret tomó el dinero y lo metió dentro de su sostén, sintiendo sus senos doloridos mientras los tocaba. Estaban llenos de leche para amamantar a su hijo, que había dormido demasiado. Desconcertada, dobló la esquina, vio un bar y se dirigió hacia allí. Entró, casi atropellando a un mendigo que dormía contra la pared. El mendigo se movió y maldijo en voz alta, luego se durmió nuevamente. Ignorándolo, pidió un trago. Incluso con el niño en su regazo, logró tomarse unos tragos, sintiéndose más segura, libre de hacer lo que quisiera.

    Seguía tambaleándose por la calle, pensando en su vida. Con cada tropiezo, apretaba al bebé, temerosa de dejarlo caer, y él respondía con un gemido. Era un niño tranquilo, apenas lloraba. Al mirarlo, Margaret sintió una mezcla de odio y ternura.

    ¡Cómo se había equivocado con Bernadete! Ella, que se veía tan bien, había resultado ser una mujer cruel, malvada y prejuiciosa. Toda la familia de Anderson estaba llena de prejuicios, un hecho con el que no contaba cuando idealizaba su plan. Realmente pensó que podría sacar provecho, como dijo Graciliano, pero resultó contraproducente, y ahora ella estaba peor que antes, llevando a un hijo no reconocido a cuestas.

    Decidió tomar cualquier autobús. Como no sabía leer correctamente, se desconocía el destino. El autobús continuó por la Vía Dutra, vacía ese domingo por la tarde. A pesar de la borrachera, Margaret todavía logró amamantar a su hijo, que ahora no podía dejar de llorar. Con el balanceo del vehículo, se quedó dormida, con las rodillas apoyadas en el respaldo del asiento delantero, para evitar que el bebé se caiga.

    Margaret se despertó con el cobrador empujándola:

    – Punto final – dijo malhumorado.

    – ¿Hum...? – Expresó ella, desperezándose y mirando a su hijo, que ahora dormía saciado, dejando su pecho expuesto.

    – Punto final – repitió el hombre, mirando estúpidamente el pecho desnudo de Margaret –. Tienes que bajar.

    – ¿Dónde estamos? – Preguntó, cubriéndose con la blusa rota.

    – Penha

    – ¿Dónde es?

    – En Río de Janeiro. Estás loca, ¿verdad?

    El bebé se movió y Margaret lo colocó en su regazo.

    – Necesito un trago – anunció, sintiendo la lengua pesada y áspera.

    – Mira jovencita, me gustaría mucho para ayudar, pero no puedo. Todavía tengo dos viajes más que hacer, y será mejor que salgas. Dentro de un rato llegará el inspector, y él me llamará la atención por tu culpa.

    Margaret miró la oscuridad de la calle. Por un momento, pensó que había caído la noche. Al mirar mejor, se dio cuenta que las nubes estaban muy pesadas.

    – Habrá una tormenta – dijo –. ¿A dónde voy?

    – ¿No sabes a dónde ir? – Ella negó con la cabeza, y él replicó: – ¿Por qué no tomas el autobús de regreso?

    – Nunca cuanto más voy a volver a Belford Roxo. Y si no puedo quedarme aquí, encontraré dónde quedarme.

    – Autobús, no es un hostal, jovencita.

    Margaret se fue sin despedirse, caminando por la calle oscura. El cielo amenazaba con lluvia, y mucho. En otro tramo, más adelante, tomó un autobús. Necesitaba desesperadamente un trago. Sentada en el asiento trasero, pensó en volver a bajarse, pero el conductor encendió el vehículo y se tragó su adicción, sintiendo ese odio sordo martillando en su pecho. Con la sacudida del autobús, el bebé se movió un poco, vomitando en el regazo de Margaret, quien lo maldijo y lo levantó bruscamente. Él comenzó a llorar, causándole una inmensa furia.

    – Cállate, bastardo – dijo entre dientes, mientras lo sacudía, aumentando sus sollozos.

    – No deberías tratar a tu bebé así –. Escuchó una voz y se dio cuenta que era una mujer sentada en el asiento lateral –. Es grosero.

    Margaret tuvo ganas de decirle a la mujer que no se involucre en su vida, pero había otros pasajeros mirándola con desaprobación. Solo por esa razón, volvió a acomodar a su hijo e intentó calmarse, aunque el odio persistía.

    – Como si no fuera suficiente tanta desgracia, todavía tengo que soportar la recriminación de la gente por tu culpa – pensó con ira.

    – Las personas así no deberían tener hijos – dijo un hombre frente a ella en voz baja, causándole aun más irritación.

    – Sí – estuvo de acuerdo la chica a su lado.

    – No sé por qué traen niños al mundo.

    – Estas mujeres son así. Tratan a los niños como animales.

    Aunque hablaron suavemente, Margaret escuchó todo lo que dijeron. El odio que sintió fue tan intenso que, sin querer, apretó las manos alrededor del cuello de su hijo. El niño se retorció, dejó escapar un gemido gutural, y solo entonces se dio cuenta que lo estaba estrangulando.

    ¡Dios mío! – Se dijo a sí misma – ¿Que estoy haciendo?

    Asustada de sí misma, Margaret se levantó bruscamente y dio la señal de bajar. Pagó su boleto, bajó por una calle concurrida, en un vecindario desconocido. Caminando sin rumbo, llegó a una plaza iluminada, donde, en el centro, un lago artificial se jactaba de una inmensa y hermosa fuente. Durante un rato observó la belleza de la plaza y la fuente, sin tener idea de dónde estaba.

    Caminó al azar, atenta a las luces que parpadeaban en todas partes, maldiciéndose por no saber leer. Sin embargo, identificó el símbolo del metro, que Anderson le había mostrado varias veces en revistas. Pasó por una cafetería que le pareció atractiva, pero no se atrevió a entrar por miedo a ser expulsada. Giró hacia la primera calle que vio, caminando en busca de un bar. Llevando al bebé como un bulto, entró en la taberna y pidió una dosis de aguardiente, que el empleado sirvió a regañadientes. Cuando terminó, pidió otro, luego otro, y eso fue hasta que se acabó el poco dinero que Bernadete le había dado.

    Completamente alterada por la bebida, salió tambaleándose, cargando el pequeño bulto que, según ella, era la causa de toda su desgracia. Un olor desagradable le indicó que el niño había manchado el único pañal que tenía, el regalo de una enfermera caritativa, que ahora era inservible. Enfadada, arrancó el pañal del bebé y lo tiró.

    – ¡Tonto! – gritó ella, irritada por el llanto desesperado del niño –. ¡Tengo que deshacerme de ti!

    Envolvió al bebé en la manta deshilachada que olía a vómito, sintiendo su estómago revolverse con la mezcla de malos olores. Un rayo cruzó el cielo y ella se apresuró a buscar un lugar para dejar a su hijo. No se atrevió a colocarlo en ninguna puerta o portón, por temor a ser sorprendida por un transeúnte o, peor aun, por la policía.

    Fue entonces cuando pasó junto a un oxidado viejo cubo de basura. Sin una tapa, llena casi hasta el borde, se había colocado frente a un muro de piedra muy alto, que protegía una casa en ruinas. La idea se le ocurrió inmediatamente, y le pareció brillante. ¿Qué pasa si pone al bebé allí? Con cautela, probó la puerta, pero estaba cerrada con un candado grueso.

    Se volvió hacia el bote de basura y se quedó mirando. Con la amenaza de lluvia, la calle estaba prácticamente vacía. No había nadie alrededor. Sólo el bote de basura le hacía señas tentadoras.

    Margaret apretó su raído abrigo alrededor de su cuerpo para protegerse del frío. Su hijo, envuelto en sus harapos, finalmente se quedó callado y se durmió. Todo estaba en silencio: el niño y la calle. Nada parecía moverse o estar vivo.

    Era ahora o nunca. Si esperaba un poco más, el coraje se desvanecería. Ella permanecería igual, con esa pequeña carga que le robaba su juventud y vida. Volvió a mirar a su alrededor y, al no ver a nadie, dio un paso decidida. Con un solo gesto, arrojó la manta hecha jirones y maloliente sobre los escombros con los que había envuelto el pequeño cuerpo de su hijo. Le dio la espalda al bote de basura y se apresuró, sin mirar atrás, segura que esta sería la última vez que vería a ese niño.

    CAPÍTULO 3

    Habían pasado solo unas pocas horas desde que sucedió todo esto, entonces, ¿cómo podría ser que el bebé había desaparecido? Margaret lo había dejado en el basurero, movido por un breve estallido de ira, generado por la bebida, sin darse cuenta que estaba influenciado por espíritus ignorantes, irritados por el niño, que desviaba su atención de las puertas de los bares.

    Recordó que después había vagado sin rumbo, hasta que encontró una banca en el parque, donde se tumbó. Estaba tan cansada y borracha que se durmió rápidamente. Se despertó con las primeras gotas de lluvia cayendo sobre su rostro. Durante unos minutos, había estado acostada boca arriba, permitiendo que el agua le quitara la borrachera y le diera la frescura de una nueva conciencia. Ya despierta, buscó al bebé a su lado y debajo del banco, donde podría haberse deslizado en el breve instante en que se quedó dormida. Pero él no estaba allí.

    Forzando la memoria, con gran esfuerzo, recordó el bote de basura. De un salto, comenzó a correr, deslizándose por los charcos en la acera. Mientras corría, repasaba mentalmente los pasos que la habían llevado al cubo de basura, tratando desesperadamente de recordar la calle en la que él estaba. Entró en el primero, caminando apresuradamente hasta que se dio cuenta que era la calle equivocada. Regresó y tomó el siguiente, finalmente reconociendo los lugares por los que había pasado horas antes.

    Corrió a trompicones, pisoteando charcos, resbalando de vez en cuando. Fue solo en ese momento que se dio cuenta que los botes de basura estaban a ambos lados de la calle. No había muchos, pero lo suficiente como para confundirla. ¿Cuál bote era? Mirando ansiosamente, un muro de piedra le trajo una sensación de familiaridad. Detrás de la pared, una casa en ruinas, y en frente, un bote de basura como tantos otros en esa calle. Solo puede ser aquel.

    Fue hacia allí, con el corazón palpitante, e inmediatamente reconoció la manta hecha jirones que había servido de ropa a su hijo desde su nacimiento. Levantó la tela con euforia, la giró en sus manos, tal vez esperando que, por arte de magia, el niño todavía estuviera envuelto allí. Miró dentro del basurero, rebuscó en la basura, miró a su alrededor e incluso en las alcantarillas. Nada. Él se había ido. Con la desesperación sobrepasando su corazón, Margaret comenzó a llorar, hurgando frenéticamente en el interior del cobo de basura. Pasó una mujer, pero Margaret no le prestó mucha atención, estaba concentrada en su búsqueda. Cuando una elegante señora se cruzó en su camino Margaret, le preguntó desesperadamente:

    – ¿Doña, vio a mi hijo? ¿Viste a mi bebé?

    Sin responder, la mujer se alejó rápidamente. Confundida, Margaret caminaba de arriba abajo, sin saber qué hacer. Echó de menos la bebida, pero el dinero se había ido. Un sorbo, seguro, la ayudaría a pensar. De repente, encontrar a su hijo ya no es tan importante como alimentar su adicción. Ciertamente estaba bien. Si hubiera muerto, su cuerpo aun estaría en la basura o arrojado a la alcantarilla, pero no. Alguien debió haberlo recogido. Después de un trago, pensaría con más calma y se iría haciendo preguntas aquí y allá.

    Después de mendigar por la vecindad, consiguió algunas monedas y corrió al mismo bar que antes.

    – Quiero un trago de aguardiente – pidió, con la voz ronca.

    – Muéstrame el dinero primero – ordenó al dueño desconfiadamente.

    Ella le mostró algunas monedas, las cuales él tomó, sirviéndole un trago. Ella lo bebió rápidamente y pidió uno más. Pagó por adelantado, y el hombre vertió su bebida en su vaso. A la tercera vez, el dinero ya se había terminado.

    – Vayamos a la parte de atrás y te pago con otra moneda – invitó ella, lanzando una mirada provocante al hombre.

    El dueño del bar era un rudo portugués, pero muy correcto y felizmente casado. Cuando Margaret lo invitó a tener sexo a cambio de un trago, se enfureció. Apretó los puños y, sacudiéndolos ante sus ojos, gritó:

    – ¡Pero qué mujer tan sinvergüenza! ¡Fuera de aquí, ramera, o te echo a patadas!

    Temiendo ser golpeada, Margaret ni siquiera lo pensó dos veces. En su estado de embriaguez habitual, rodó sobre sus talones y comenzó a correr por la puerta, cruzando la calle como una loca. El conductor ni siquiera tuvo tiempo de frenar. Margaret apareció frente a él de la nada. El flamante Chevette rojo, la suspendió en el aire con tanta violencia, que sus huesos se rompieron antes de tocar el suelo, ya muerta, con los ojos saltones, congelados por la

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1