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Giselle: La amante del inquisidor
Giselle: La amante del inquisidor
Giselle: La amante del inquisidor
Libro electrónico440 páginas6 horas

Giselle: La amante del inquisidor

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Información de este libro electrónico

En España, en el tiempo de la Inquisición, cuando el poder de la Iglesia era casi absoluto, un inquisidor, en su lucha por obtener más poder, y con el pretexto de "salvar las almas del pecado", practica toda suerte de crímenes. Su amante, una linda y ambiciosa mujer, se une a él, poniendo trampas a las personas a quiénes él deseaba condenar. Así se convirtió en cómplice de los crímenes que su amante practicaba. Sin embargo, encontró un hombre que la despertó para un gran amor, inspirándola a cambiar de vida.
¿Habría tiempo para que ella cambiara de vida o sería demasiado tarde?
Usted encontrará la respuesta en esta emocionante historia de Giselle, la amante del inquisidor.

IdiomaEspañol
EditorialJThomas
Fecha de lanzamiento26 ene 2023
ISBN9798215072653
Giselle: La amante del inquisidor

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    Giselle - Mônica de Castro

    Romance Espírita

    GISELLE

    La Amante del Inquisidor

    MÓNICA DE CASTRO

    Dictado por el Espíritu

    LEONEL

    Traducción al Español:      

    J.Thomas Saldias, MSc.      

    Trujillo, Perú, Diciembre 2019

    Título Original en Portugués:
    Giselle, A Amante do Inquisidor
    © Mônica de Castro, 2007

    Revisión:

    Mirian Acosta Romero

    Mayda Herrera Marquez

    Claudia Mendoza Palma

    World Spiritist Institute      

    Houston, Texas, USA      
    E–mail: contact@worldspiritistinstitute.org

    Sinopsis:

    En España, en el tiempo de la Inquisición, cuando el poder de la Iglesia era casi absoluto, un inquisidor, en su lucha por obtener más poder, y con el pretexto de salvar las almas del pecado, practica toda suerte de crímenes. Su amante, una linda y ambiciosa mujer, se une a él, poniendo trampas a las personas a quiénes él deseaba condenar.

    Así se convirtió en cómplice de los crímenes que su amante practicaba. Sin embargo, encontró un hombre que la despertó para un gran amor, inspirándola a cambiar de vida.

    ¿Habría tiempo para que ella cambiara de vida o sería demasiado tarde?

    Usted encontrará la respuesta en esta emocionante historia de Giselle, la amante del inquisidor.

    MÔNICA DE CASTRO

    MÔNICA DE CASTRO nació en Rio de Janeiro, donde siempre estuvo en contacto con el Espiritismo, viviendo desde temprano los más diversos fenómenos mediúmnicos. Años más tarde, después del nacimiento de su hijo, inicio na nueva fase de su mediumnidad, desarrollando la psicografía por medio de romances dedicados a la autorreflexión y al bienestar humano.

    Con el paso de los anos, se desvinculó de los títulos religiosos y doctrinarios, pasando a aceptar como fuente de sus obras las formas de conocimiento y sabiduría que tengan como meta el despertar del hombre como el ser espiritual que es.

    A la actualidad, ha escrito más de diecisiete romances, todos dictados por el mismo espíritu Leonel. Desde el año 2000, con más de un millón y medio de ejemplares vendidos, la autora se ha dedicado a llevar al público romances esclarecedores, que estimulan a las personas a usar la inteligencia en la modificación de los valores internos, para la superación de las culpas, de los sufrimientos y el descubrimiento de una vida más iluminada y feliz.

    LEONEL

    MÔNICA DE CASTRO y LEONEL siempre estuvieran juntos. Unidos hace muchas vidas, decidieran, en esta encarnación, desarrollar el trabajo de psicografía, uniendo los dones mediúmnicos a los literarios. Ambos ya fueron escritores, de allí la sintonía perfecta y la simbiosis con la que relatan las historias pasadas en otros tiempos.

    Apenas un trabajador del invisible, como gusta caracterizarse, Leonel decidió dar continuidad a la tarea de escribir, esta vez casos reales, sacados de los relatos de espíritus con quienes mantiene contacto en el mundo espiritual. Después de la autorización de los involucrados, inspira al médium, los libros que ella psicografía, siguiendo con fidelidad, puntos importantes para la aclaración de los lectores. Algunos pasajes, sin embargo, deja a la imaginación de la autora, a fin de hacer las historias más estimulantes, imprimiéndoles mayor emoción. No obstante, nada va al público sin su aprobación, y todo requiere el debido mejoramiento moral.

    Lo que Leonel más desea con los libros que psicografía es que las personas aprendan a lidiar con sus culpas y frustraciones, a fin de desarrollar en sí mismas la capacidad innata que todo ser humano posee de ser feliz.

    En su última y breve encarnación, Leonel vivió en Inglaterra a inicios del siglo XX. Vivió los horrores de la Primera Guerra Mundial y desencarnó a los veinte años de edad. Fue también escritor en los años idos del siglo XVIII, cuya vida esta reseñada en el libro "Secretos del Alma."

    Del Traductor

    Jesus Thomas Saldias, MSc., nació en Trujillo, Perú.

    Desde los años 80's conoció la doctrina espírita gracias a su estadía en Brasil donde tuvo oportunidad de interactuar a través de médiums con el Dr. Napoleón Rodriguez Lau-reano, quien se convirtió en su mentor y guía espiritual.

    Posteriormente se mudó al Estado de Texas, en los Estados Unidos y se graduó en la carrera de Zootecnia en la Universidad de Texas A&M. Obtuvo también su Maestría en Ciencias de Fauna Silvestre siguiendo sus estudios de Doctorado en la misma universidad.

    Terminada su carrera académica, estableció la empresa Global Specialized Consultants LLC a través de la cual promovió el Uso Sostenible de Recursos Naturales a través de Latino América y luego fue partícipe de la formación del World Spiritist Institute, registrado en el Estado de Texas como una ONG sin fines de lucro con la finalidad de promover la divulgación de la doctrina espírita.

    Actualmente se encuentra trabajando desde Perú en la traducción de libros de varios médiums y espíritus del portugués al español, así como conduciendo el programa La Hora de los Espíritus.

    PREFACIO

    Todos tenemos algo de bueno. Por muy malo que parezca, basta que le prestemos atención para descubrir que nadie está completamente desprovisto de bondad. Algunos se interesan simplemente por los animales, otros aman únicamente a los hijos, otros aun intentan proteger a sus amigos. Todo sentimiento sincero, aunque dirigido a los más empedernidos, revela la semilla de bondad latente en nuestro interior.

    No hay nadie en el mundo quien no haya practicado una acción digna, por pequeña y más insignificante que pueda parecer. No hay aquel cuyos pensamientos y sentimientos, que, aunque sea por una fracción de segundo no se haya dirigido a su hermano con un ápice de piedad o arrepentimiento.

    Y esto es porque todos nosotros, sin excepción, somos dotados de la chispa divina que nos acompaña desde nuestra creación. Algunos, más ávidos y valientes, aprenden con mayor rapidez esta verdad y pronto alcanzan la paz interior, elevando planos superiores de comprensión. Otros, más embrutecidos, se aferran persistentemente a falsos valores de felicidad y se pierden en los caminos del terror, infligiéndose sufrimientos y vicisitudes que podrían ser evitados.

    Pero todos, inexorablemente, avanzamos hacia el mismo objetivo. Todos anhelamos crecer, aprender, ascender al invisible de una forma plena y segura, más consciente, con menos sufrimiento, más verdadera y amorosa. Es para eso que luchamos, caemos y nos levantamos. Es con ese objetivo que nos enrumbamos por el espinoso camino de la incredulidad, de la culpa, del orgullo, del desamor, de la crueldad. No son esos sentimientos aspectos negativos del carácter humano. Son meras etapas necesarias a la comprensión del verdadero amor. Muchas veces, es necesario conocer el mal para que podamos valorar el bien y aceptarlo como verdad absoluta en nuestros corazones.

    Así ha sido la vida, desde sus inicios. En todos los tiempos, en todas las eras, todos los lugares, el hombre viene librando feroces batallas consigo mismo, contra sus instintos, sus temores, su orgullo, y es una lucha constante, porque el mayor enemigo del hombre es él mismo, contra el que debe luchar constantemente para imponerse, no por la fuerza, sino por el amor y la verdadera comprensión de la vida.

    Es con ese sentimiento que debemos entender los tiempos más oscuros de la Historia, aquellas cuya memoria nos causa escalofríos y en los que pensamos que no existe bueno. En todas las cosas de la vida hay bien, aunque solo aparezca el mal, porque el mal es mera ilusión. Lo que vulgarmente llamamos maldad, no pasa de una falsa comprensión de las verdades divinas. Cuando realmente conseguimos alcanzar la magnitud de los designios de Dios, estaremos listos para ver el mal como algo que aun es necesario, al menos por ahora, para que podamos realmente comprender el bien. Porque el bien no es nada más que la simple consolidación de las leyes de la naturaleza. La naturaleza no se equivoca ni es mala. Ella simplemente existe, simplemente sucede. Así también el bien. Ha existido dentro de nosotros desde nuestra creación y está solamente a la espera del momento en que lo hagamos surgir.

    Dios está siempre con nosotros, aunque no lo deseemos, aunque no creamos en él. Porque es infinito en amor y sabiduría, en comprensión y benevolencia, sabe todo lo que necesitamos, incluso antes que pensemos en pedírselo. Y sabe que no somos, en esencia, ni malos ni crueles. Somos ignorantes e inmaduros, pero lo suficientemente inteligentes para reconocer cuando llega la hora de abandonar la infancia de las tinieblas y aprender.

    PRÓLOGO

    A medida que la lluvia caía fuerte y pesada, Giselle subía la verdeante y resbaladiza colina, deteniéndose a veces para enjugar las pequeñitas pero abundantes gotas de sudor, mezcladas a las gotitas de lluvia que caían por su rostro cansado. El viento soplaba insistente y veloz, haciendo que el cuerpo de Giselle se inclinase hacia atrás, dificultándole la caminata. A lo lejos, truenos rugían furiosos, acompañando los rayos que brillaban en el cielo tormentoso. Efectivamente, Giselle estaba en medio de una tormenta y no tenía estaba segura si conseguiría seguir adelante.

    En determinado momento se detuvo y miró hacia abajo sorprendida por lo mucho que ya había subido, sin siquiera darse cuenta. Le empezaron a doler las piernas, tal vez en función del sufrimiento que les fuera impuesto, y un fuerte agotamiento comenzó a apoderarse de todo su cuerpo. Solo ahora sus músculos y huesos se resentían de todo por lo que ya habían pasado.

    Pero no podía rendirse. No ahora. Diego le dijera que ese era el camino. Al otro lado de la colina, el mar la saludaría con la libertad. Inclinó la cabeza, conteniendo las lágrimas, y avanzó un poco más. Ahora no faltaba mucho y tenía que proseguir. Ya perdiera mucho en su vida, pero necesitaba vivir. Le debía eso a Ramón, que muriera para no tener que matarla.

    Se detuvo por algunos instantes, ojos nublados por el llanto y la lluvia, y volvió a subir. Estaba sola y desamparada. Incluso más que cuando estuviera en prisión. Ramón estaba muerto, y ella ya no podía contar con Esteban. Él la abandonara. El hombre que fuera el primer amante en su vida, a quien llegara a amar como a un padre, le diera la espalda cobardemente. ¿O sería que él hubiese tenido algo que ver con todo eso? ¿Habría sido Esteban quien la delatara y después, por miedo y cobardía, no se atreviera más a encararla? No lo sabía con seguridad. Varias veces Esteban le había advertido de que, si ella fuese capturada, nada podría hacer para salvarla. No. No, él no la traicionaría. Se acobardara, temiendo manchar su nombre y su reputación. Pero no creía que é hubiese sido el autor de aquella denuncia infame.

    Finalmente, alcanzó la cima de la colina y se asombró con la vista del otro lado. Era una ladera, empinada y rocosa, nada parecida con el prado verde por donde acabara de subir. Al fondo, un inmenso mar de aguas bravas chocaba contra las rocas, lanzando la espuma blanca a muchos metros de distancia. La marea iba y venía en una cadencia aterradora, como si quisiese succionar todos los granos de arena, los guijarros y las conchas que, inútilmente, luchaban para agarrarse a las piedras incrustadas al suelo arenoso.

    Por algunos momentos, Giselle se quedó parada en lo alto de la colina, paralizada ante aquella visión. ¿Cómo es que Diego pretendía que ella entrase en aquel mar? El tiempo no estaba ayudando y había encrespado el mar de tal manera que sería prácticamente un suicidio aventurarse por aquellas olas. Las olas eran gigantescas y chocaban con violencia contra las rocas, arrastrando cualquier cosa que se insinuase por allí.

    Durante algunos minutos, permaneció estudiando el lugar. Las olas no conseguían llegar hasta el pie del peñasco, perdiendo fuerza pocos centímetros antes. Pero sería una travesía arriesgada hasta la punta del molón, donde Diego le dijera que habría un barco a su espera. Giselle tendría que contener el miedo ante los gigantescos muros de agua que las olas formarían bien frente a sus ojos.

    Inspiró profundamente, se armó de valor, y se dispuso a descender, casi arrastrándose por las rocas. ¡Si al menos, dejara de llover! A pesar de empinada, la bajada no era tan difícil como pensara, pues había una especie de caminito natural marcando la trocha por donde debería pasar. En pocos minutos, alcanzó la playa. No era propiamente una playa, pero una estrecha faja de terreno arenoso y, más a la izquierda, las rocas que separaban la tierra del mar. Subiendo por ellas, se llegaba a un camino estrecho y pedregoso, flanqueando el acantilado y protegido por las rocas al frente, que terminaba en una punta larga y alta, haciendo como una plataforma adentrándose en el mar. Si consiguiese llegar hasta el final de la montaña, tendría que encontrar la forma de subir por las piedras y abrigarse en la plataforma, donde entonces estaría el barco esperándola para rescatarla.

    De uno y de otro lado, inmensas paredes de piedra, con una especie de gruta más al fondo. Aquello más parecía una garganta. Giselle se quedó pensando que sería mucho más fácil armar una emboscada allí comenzó a sentir miedo. ¿Por qué Diego la enviara a un lugar tan peligroso? ¿No habría sido más fácil marcar el encuentro en una playa más alejada? Pero él dijera que no, que sería arriesgado. Miguez entonces ya habría descubierto la fuga y habría colocado a todos sus soldados en su búsqueda. Y después, ¿cómo podría él prever aquella tempestad?

    Aun así, algo no le sonaba bien. Mirando para la punta de la plataforma, no dejaba de pensar en el barco que conseguiría llegar hasta allí con aquel tiempo. El mar estaba muy agitado, realmente era una resaca despiadada. ¿Qué embarcación se atrevería a aproximarse a las rocas con aquellas olas, arriesgándose a ser lanzada contra las rocas y naufragar?

    Aguzó los oídos, intentando escuchar algún sonido. Nada. No oía nada, a no ser la bulla del viento y de las olas rompiendo con violencia en las rocas. Comenzó a ponerse nerviosa, pensando en lo que debería hacer. De repente, la punta de un barco surgió por detrás del morro, y Giselle suspiró aliviada. Era un barco pequeño, y ella imaginó que el navío que debería llevarla lejos debiese estar anclado un poco más allá, fuera de la influencia de aquella marea traicionera. No sabía cómo haría para alcanzar el barquito, pero imaginó que alguien debería lanzarle una cuerda o algo parecido, jalándola a bordo antes que las olas la lanzasen contra las piedras de la plataforma. De cualquier manera, tendría que saltar al mar.

    No tuvo mucho tiempo para pensar. Armándose de valor, dio dos pasos en dirección a las piedras. Iba a comenzar a subir cuando escuchó un estallido al otro lado. Miró en dirección de aquel ruido y se quedó aterrada. Desde el fondo oscuro de la gruta, decenas de hombres aparecieron, apuntando hacia ella sus espadas amenazantes.

    Giselle no tuvo duda. Se aferró de las piedras lo más que pudo y comenzó a subir, rezando para llegar al barco antes que los soldados la alcanzasen. Cuando levantó los ojos, otra sorpresa. En vez del barco aproximarse al molón, comenzó a alejarse en dirección a altamar, y fue entonces cuando ella comprendió todo. Diego la traicionara. Había esperado hasta que ella le revelase donde escondiera su tesoro, le facilitara la fuga y la entregara a Miguez.

    Se desesperó. No tenía para donde huir. Pensó en volver por el mismo lugar por donde viniera, pero no había tiempo. Los hombres se acercaban cada vez más y conseguirían fácilmente detenerla en aquella subida empinada. No tenía elección. O iba hacia adelante o sería capturada y asesinada.

    Comenzó a subir por las piedras en dirección a la pared del acantilado, rumbo a la punta de la plataforma. ¿Quién sabe no podría lanzarse al mar y nadar hasta el otro lado de la montaña? No sabía lo que encontraría allá, pero debería haber una playa o una bahía. Cuando alcanzó la trocha que circundaba el morro, enderezó el cuerpo y levantó los ojos una vez más. Sintió miedo. Tanto miedo que pensó que iba a desmayarse. Vistas desde abajo, las olas parecían aun más grandes y engullían las rocas con una furia sin igual, salpicando el camino por donde ella tendría que pasar. Si fuese atrapada por una ola, le sería imposible escapar.

    Aun aterrada, siguió adelante. Era su única salida. Los hombres de Miguez también ya comenzaban a subir las piedras y pronto la alcanzarían. Una ola reventó a pocos centímetros y la resaca casi la arrastró, pero ella consiguió sostenerse y correr. Giselle dio un paso tambaleante pegándose a la pared de piedras, experimentando en las piernas la frialdad del agua. Corazón agitado sintió en la piel la inminencia de la muerte.

    Los soldados parecían temerosos y retrocedieran, vacilando en seguir adelante. Era demasiada locura. Se detuvieran donde estaban y se quedaran solamente mirando, como si esperasen que algo sucediese y la llevase de regreso para ellos. Sin prestarles más atención, Giselle, aun con el cuerpo pegado a las piedras frías del peñasco, se fue arrastrando lentamente, sintiendo las piernas temblar con el estruendo de las olas frente a sus ojos.

    Ya pasara la mitad del camino cuando un nuevo alboroto. Miró nuevamente para la playa y notó que los hombres habían retrocedido, pero otros se aproximaban. Giselle percibió que eran arqueros. ¡Iban a dispararle! Con el cuerpo trémulo, comenzó a llorar y continuó arrastrándose, intentando no enfrentarse a las olas que se agigantaban frente a sus ojos, avanzando cada vez más por encima de las piedras enfrente, que ahora comenzaran a declinar hacia dentro de las aguas grises.

    La primera flecha pasó zumbando por su oído y casi le acertó, pero fue desviada a tiempo por la ventisca. Los arqueros, sin embargo, no se dieran por vencidos. Se armaran nuevamente y volvieran a disparar, pero las flechas no consiguieran alcanzarla, perdiendo fuerza ante el viento que soplaba en dirección contraria. Su piel ya estaba herida y sangrando, magullada por las afiladas piedras del acantilado. Giselle ni parecía sentir el dolor. Después de todo lo que pasara, aquello no era tan malo. A pesar de las heridas que traía y del cuerpo adolorido, aun consiguiera juntar fuerzas para huir y llegar hasta allí. No se rendiría ahora.

    Se había alejado de los hombres cada vez más. Las flechas no la alcanzaban y Giselle pensó que realmente estuviese fuera de su alcance. De repente cesaran por completo. Los arqueros parecían haber desistido y esperaban en posición de ataque. Pero alguien no desistiera. Giselle ya lo había visto una vez, hacía mucho tiempo, cuando él fuera a buscarla para ir a la mazmorra a ver a Manuela. Era hombre de confianza de Esteban, estaba segura. Aquello la llenó de tristeza. Entonces, aquellos soldados estaban allí, no al mando de Miguez, como pensara al principio, sino del propio Esteban.

    El soldado miró hacia donde estaba Giselle, estudiando rápidamente el lugar, y dejó caer su armadura y su espada al suelo. Comenzó a subir por las piedras, con habilidad y destreza, movilizándose con cuidado y evitando el encuentro con las olas, luego llegando a la trocha por donde ella se arrastraba. Sin siquiera mirar hacia el mar, se recostó a la pared y comenzó a arrastrarse también. Giselle entró en pánico. Estaba claro que él la alcanzaría en poco tiempo, antes incluso de que ella pudiese alcanzar la punta del molón y subir en la plataforma. Intentó andar más rápido, pero las olas la detenían. Parecían reventar ahora cada vez más cerca, y no fueran pocas las veces en que tuviera que parar para no ser alcanzada por su furia incontenida.

    Casi al final se detuvo nuevamente. Las piedras adelante, que protegían la trocha pequeñita delineada en la montaña, prácticamente desaparecía bajo el agua y las olas ganaban fuerza, chocándose contra el molón con más violencia. Si consiguiese pasar ese punto, podría comenzar a subir hacia la plataforma, desde donde se lanzaría al mar. Sería esperar la resaca y atravesar deprisa. Giselle paró. Las olas reventaban con furor, arrastrando todo, y ella volvió a tremer. Sentía el peligro bien abajo de sus pies y se dio cuenta de que no había nada que la sustentase si caía.

    Ella miraba al hombre en las piedras mientras este se iba aproximando cada vez más. Comenzó a desesperarse. Las olas no daban tregua, reventando una detrás de la otra, y el intervalo entre ellas no era suficiente para que atravesase. Sería alcanzada de lleno y arrastrada antes que pudiese comenzar a subir por la plataforma.

    Fue cuando el hombre llegó más cerca. Tan cerca que sus dedos rozaran los de ella, y Giselle no tuvo más dudas. O atravesaba, o él la agarraba. De cualquier manera, iba a morir. Tomó una decisión. Esperó hasta que la última ola reventase contra la roca y retrocediese y avanzó rápidamente. Pero no tan rápido al punto de evitar el choque con la nueva ola que estalló enseguida, tan grande que luego la cubrió.

    A pesar de ser lanzada contra la pared con fuerza descomunal, Giselle aun tuvo fuerzas para aferrarse a las piedras. Pero la resaca fue tan violenta que ella no consiguió mantenerse agarrada, sintiéndose arrancada del suelo y envuelta por la blanca y helada espuma de la ola. Súbitamente, todo su cuerpo se estremeció como si estuviese siendo envuelta y sacudida por inmensa masa ceniza. Extendió los brazos hacia adelante y percibió que no alcanzaba nada más allá de la pared líquida y ceniza que la iba tragando. Se sintió arrastrada, estiró al máximo la punta de los pies, intentando tocar algo sólido. En pocos instantes, se vio cubierta por el mar, siendo llevada cada vez más profundamente. Su cuerpo, atrapado por la corriente, era ahora llevado lejos.

    No tuvo tiempo de llorar. Ya había tragado mucha agua y comenzó a asfixiarse. Ya no luchaba más. Era inútil. Su cuerpo continuaba siendo arrastrado por la corriente, y sabía que el fin era inevitable. Intentó no abrir la boca, para no tragar agua. En un momento determinado, sintiéndose sofocada, inspiró profundamente por la nariz y sintió la corriente de agua invadiendo sus pulmones, al mismo tiempo en que fragmentos de su vida le venían a la mente en cuestión de segundos.

    Lo último que pudo pensar fue en la soledad. Nunca antes, en toda su vida, Giselle se había sentido tan sola. Se dejó dominar por profunda tristeza, viéndose en la inminencia de la muerte, solita en el fondo del océano, sin nadie con quien compartir su dolor. Los testigos silenciosos de su tormento jamás podrían atestiguar el dolor de aquel momento. Giselle se sintió morir en completa soledad, el cuerpo libre y suelto en el mar distante de todo lo que un día representara su vida.

    Con un movimiento mecánico, se detuvo donde estaba y se quedó mirando su cuerpo siendo arrastrado para el fondo del océano. ¿Cómo es que ello podría estar sucediendo? ¿No había muerto? Estaba muerta. Giselle no lo sabría explicar, pero estaba casi segura de que había muerto. Su cuerpo, probablemente, se fuera, y lo que permanecía allí era tan solamente su espíritu. Se despegara de la materia y continuaba flotando en el agua, aun inmersa, demasiado confundida para entender lo que estaba sucediendo. ¿Será que todavía respiraba?

    Aterrada, balanceó la cabeza de un lado para el otro y percibió que aun permanecía en el fondo del mar. Cuerpo o espíritu, el hecho es que no más estaba siendo arrastrada. ¿Todo habría sido una ilusión y ella aun estaba viva? Súbitamente, sintió que el aire le faltaba. ¡Estaba viva! Los muertos no necesitan respirar. Entonces, no muriera. Se desmayara, tal vez, pero estaba viva. ¡Viva...!

    CAPÍTULO UNO

    Ya pasaba de las ocho de la mañana cuando Esteban se despertó. Había tenido un día agotador en la víspera, fueran muchos los interrogatorios que tuviera que presidir. El último, de un campesino acusado de tener pacto con las tinieblas, lo dejara particularmente agotado. Fuera difícil hacer confesar al hombre, pero Esteban acabara convenciéndolo. Sin embargo, no consiguiera misericordia para su crimen. El hombre sería ejecutado en la hoguera dentro de algunos días, como forma de purificación de su alma poseída.

    Inspiró profundamente el aire de la mañana y dejó que el sol alcanzase su rostro. Le gustaba el sol. Pasaba gran parte del tiempo en el calabozo, interrogando a los prisioneros, y su vista ya comenzaba a resentirse de la oscuridad. Esperó algunos minutos más hasta levantarse. Dentro de poco tendría que acompañar al arzobispo de Madrid en una importante visita a las mazmorras de Sevilla.

    Había terminado de vestirse cuando escuchó suaves toques a la puerta, que se abrió lentamente. Un joven entró y habló bajito:

    – Soy yo, monseñor, Juan. No quería despertarlo, pero es que está allí la señorita Giselle...

    Esteban no le dio tiempo de terminar y respondió, apresuradamente:

    – Dígale que me encuentre en la antigua capilla.

    Juan salió sin decir nada. Era simplemente un muchachito de dieciocho años, salvado por la bondad y generosidad de Esteban Navarro. Los padres habían muerto cuando él tenía apenas tres años, víctimas del Santo Oficio, acusados de brujería. Navarro, por piedad, había intercedido por el niño y pedido para tomar en adelante su educación, lo que le fue permitido gracias al enorme prestigio del que gozaba en la Iglesia. Crio al niño como si fuese su hijo, dedicándole amor sincero y paternal.

    A pasos agigantados, Juan corrió a avisar a Giselle y siguió a su lado, en silencio. Giselle era una joven muy bonita, y Juan estaba enamorado, a pesar de que no se atreviese a compartir sus sentimientos con nadie, principalmente con monseñor Navarro. Si él lo supiese, era muy capaz de castigarlo. En silencio, abrió la puerta para que Giselle pudiese pasar y volvió a cerrarla. La joven se volteó lentamente, sin dirigirle la palabra, y fue caminando en dirección al altar de viejas y descascaradas imágenes. Se quedó observando el suave semblante de la Virgen María, arrodillada a los pies de la cruz, y desvió el rostro, avergonzada. No quería nada con santos ni vírgenes.

    Esperó por cerca de veinte minutos hasta que Esteban apareció. Él entró apresurado, y Giselle inmediatamente se lanzó en sus brazos, besándolo con impetuosidad. Esteban correspondió al beso sin mucho entusiasmo, pero, aun así, se amaran allí mismo, en el suelo, bajo los ojos llenos de lágrimas de la virgen. Después de terminar, Giselle se vistió deprisa, de espaldas a la imagen y esperó hasta que él hablase:

    – Lamento haberte hecho venir hasta aquí, pero espero la visita del arzobispo de Madrid y no puedo ausentarme. Tengo una nueva misión para ti.

    – ¿De quién se trata? – tornó ella sin mucho interés.

    – Don Fernando Lopes de Queiroz.

    – ¿El comerciante de sedas?

    – Ese mismo. Desconfío de su involucramiento con una descendiente de los moros.

    Involucramiento con moros era considerado una alta traición a la Iglesia. Los moros eran herejes, una vez que no profesaban los sacramentos romanos, ni siquiera aquellos que se habían convertido al cristianismo, los llamados moriscos.

    – ¿Qué es lo que quiere que haga?

    – Lo de siempre. No será muy difícil. Escuché decir que don Fernando, a pesar de estar enamorado por la tal mora, tiene una debilidad especial por las mujeres bonitas.

    – ¿Y la joven?

    – También la quiero. La pretendo, no sería difícil llegar hasta ella. Al final, fue ella quien lo sedujo con sus herejías y costumbres profanas.

    Esteban se retiró, y Giselle esperó cerca de cinco minutos para salir también. Del otro lado, oculto detrás del muro, Juan ya la esperaba. Después que ella salió, fue a cerrar la puerta. Desde lo alto de las escaleras, se quedó viéndola alejarse, pensando en cómo sería bueno poder estar con ella, hacer con ella las cosas que monseñor Navarro hacía.

    Ya en su casa, Giselle se puso a pensar. ¿Qué es lo que haría para aproximarse de don Fernando? Giselle era lo que se podría llamar de espía. Amante de Esteban Navarro, cardenal inquisidor del Santo Oficio, se convirtiera en su delatora oficial. Monseñor Navarro, como era conocido por los fieles era ardoroso defensor de la fe católica y no permitía que nadie se opusiese a ella, luchando con todas sus armas y fuerzas contra lo que él llamaba de hereje. Cualquiera podía ser un hereje. Cualquiera que no profesase la ideología católica de la época incurría en el grave crimen de herejía: judíos, moros, hechiceros, sodomitas, brujos, cualquiera.

    Esteban liderara las más férreas persecuciones contra los herejes, creyendo estar defendiendo y preservando la verdadera fe cristiana. Se consideraba juez de la voluntad divina, y se le concedió el derecho de reprimir y castigar a todo aquel que intentase mancillar los dogmas católicos. No obstante, sus métodos crueles, eran considerados adecuados para la salvación de las almas caídas en el pecado, y la tortura no era nada más que el instrumento divino de purificación. Esa era su creencia. Los artificios utilizados para capturar a los herejes por más desleales y sórdidos que pudiesen parecer, eran justificados por el bien que él creía hacer a aquellos encontrados en pecado.

    Para arrestar a los herejes, Esteban contaba con el concurso de delatores. Cualquiera podía denunciar una herejía, siendo incluso el deber de todo ciudadano temeroso de Dios. Y era eso exactamente lo que Giselle hacía. Dueña de una belleza exótica, además de profunda conocedora de magia negra, le era muy fácil atraer y seducir a los sospechosos señalados por Esteban, obteniendo de ellos las dudosas confesiones que servían de base para la instauración de los procesos.

    Los herejes, en su mayoría, eran personas muy ricas, cuyos bienes eran luego confiscados por la Iglesia. Como premio al delator, le correspondía la mitad del patrimonio del acusado, quedando la otra mitad en poder del clero. En esas circunstancias, Giselle enriqueció. Acumuló una buena suma en oro, joyas y compró una bonita y cómoda mansión en los alrededores de Sevilla, donde vivía en compañía de dos esclavas negras, Belita y Belinda, compradas de un comerciante portugués.

    Al entrar en la casa, Giselle siguió directamente hacia el sótano. Abrió la pesada puerta y entró. Era allí que ella se dedicaba a la magia negra. Había frascos con líquidos extraños, raíces de plantas desconocidas, cajas con insectos y arañas, huesos y calaveras, sangre de diversos animales contenidos en pequeños envases y cuidadosamente dispuestos sobre un anaquel. Más al fondo, recostado a una pared, una pesada estantería de libros, repleta de volúmenes sobre magia y conocimientos ocultos.

    Todo allí tenía su utilidad. Siempre que se encargaba de un caso importante o difícil, recurría a sus pertrechos de brujería. Era el caso de don Fernando. A pesar de que Esteban le garantizase que el hombre tenía allá sus debilidades por mujeres bonitas, era bueno no darlo por descontado. Él podría estar muy enamorado por la tal mora, y tal vez encontrase alguna dificultad para seducirlo.

    Juntó algunos ingredientes, agarró un libro de capa negra y lo abrió sobre la mesa. Escribió el nombre completo de don Fernando con sangre de animal y se puso a preparar su hechizo. Ella no tenía ningún objeto que le perteneciese, lo que habría facilitado las cosas, pues que de él podría extraer su propia energía. Aun así, preparó todo. Invocó a los espíritus de las tinieblas, les ofreció ofrendas y sangre de animales, prometiéndoles carne fresca de carnero, en caso consiguiese alcanzar su cometido.

    Después que terminó, salió y fue al bosque donde acostumbraba colocar esas ofrendas. Escogió un rincón más oscuro y apartado y depositó todo en el suelo, invocando nuevamente a los espíritus de las tinieblas, que pronto se acercaran sedientos de sangre. Recitó algunas palabras extraídas del libro, esparció polvo de hierbas y minerales poderosos por el suelo y volvió a casa. Ya

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