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El monstruo de la comodidad
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El monstruo de la comodidad
Libro electrónico119 páginas2 horas

El monstruo de la comodidad

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Como un recurso literario, la autora presenta, por medio de un suculento banquete organizado por un monstruo devorador, algunos de los males que, desde una perspectiva religiosa, atacan a la sociedad: egosmo, abuso de drogas y alcohol, placeres desmedidos, familias disfuncionales y ms males que aquejan al mundo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 abr 2020
ISBN9786074525786
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    El monstruo de la comodidad - Alejandra Denier

    2013

    La antesala

    Mi recámara estaba rodeada de montañas cubiertas de nieve, escenario excepcional enmarcado por pinos verdes a pesar del frío que se percibía, pero que no se sentía. Se admiraba una belleza natural que hacía evidente la grandeza del Absoluto ante tal espectáculo. Mi cabeza se confundía y me hacía derrochar la concentración ante tal evento. Un sentimiento de decaimiento, de dolencia, me hacía perder la cordura y ecuanimidad. Mi cuerpo estaba molido, con escalofríos y dolor, no comprendía lo que me ocurría. Sin embargo, sabía que algún malestar ajeno a mi control me estaba tumbando, me debilitaba y no me permitía salir a respirar el olor a frescura.

    La confusión se mezclaba con la hiperactividad característica de mi espiritualidad y de mi corporeidad. Integridad que no se puede separar, que al unísono debe de convivir, cohabitar, pero que en esta ocasión, por más que mi voluntad me buscaba activar, no podía ante la enfermedad. El padecimiento ajeno que atacaba mi cuerpo me tenía indispuesta, puesto que no podía incorporarme con mi realidad. Me sentía abatida por un organismo extraño que no me dejaba ser lo que soy y me había transformado en un ente inmóvil, vencido por la comodidad de un sufrimiento inevitable.

    No obstante, la voluntad no me dejaba consentir mi indisposición, y a su vez, mi inteligencia se alió con mi atributo volitivo y juntos me sacaron de ese estado pasivo y me impulsaron a darle un sentido a mi extraño e intrusivo tormento. Mi mente comenzó a maquilar ideas, a producir pensamientos que pudiera compartir. En aquella habitación cálida, adornada por la blancura del invierno, por el verdor de la naturaleza imponente de los pinos, me dispuse a reflexionar sobre los valores universales. Frente a esos árboles grandiosos, que a pesar de las inclemencias del clima reverdecen como agradeciendo a Dios haber sido creados y a pesar de lo difícil de los tiempos de frío, se esfuerzan por seguir siendo bellos, me detuve a meditar sobre la virtud humana.

    Perturbado pensamiento fue comenzar a repasar el papel que los valores tienen en la mundanidad. Un desquiciado y enloquecido sentimiento me hizo dejar de abrazar el malestar y mi mente se transportó a un mundo lejano, abstracto, árido, tenebroso. Un mundo rodeado de puertas altas y anchas que invitaban a ser abiertas. Entradas a lugares misteriosos que evidentemente había que elegir, que malogradamente tenía que prescindirse de todas ellas, excepto de una. Debía optar por uno solo de esos portones. Realidad inevitable, las decisiones en la vida tienen costos y beneficios que al elegir, se debe de renunciar a lo demás, esperando siempre que la elección tenga un bien, mayor o igual al mal.

    No obstante, ante la incertidumbre siempre hay que actuar con contundente información y formación para que la elección sea auténticamente libre y acertada. Sin embargo, en mi confusión, en el delirio que me inundaba, me decidí por la puerta que más me atraía por su belleza física, decoración y elegancia. Rechinando fuertemente, logré vislumbrar una alfombra roja eterna que me hacía entrar a un corredor infinito y oscuro. Caminaba a paso lento, se escuchaban voces cada vez más fuertes e intensas y se percibía alegría y festejo.

    Me acerqué, y al llegar al final del pasillo rojo e iluminado, me encontré en el vestíbulo de una antesala llena de gente elegante, que miraba por arriba del hombro a cuanto venía entrando. Saludaba de forma descortés y continuaba con su conversación. Era una sala de espera que parecía invitaba a un gran evento, ya que los que ahí estábamos vestíamos ropas maravillosas, alhajas, peinados diseñados para la ocasión.

    Curiosamente, olvidé mi malestar y me transporté a un mundo irreconocible. Un sitio que me hizo sentir cómoda, en un lugar familiar, de pronto me sentí aceptada. Después de la hostilidad, comencé a fundirme y diluirme en la recepción que deparaba un momento esplendoroso. Los allí presentes se relajaban, se sentían amigos, se saludaban cada vez con más cordialidad, a diferencia de cuando arribamos al evento misterioso.

    Raro, pero no se nos ofrecía nada de comer ni de beber, sin embargo, se respiraba un ambiente de tranquilidad, que poco a poco se fue volviendo más placentero. Contrario a lo que pensé cuando llegué, donde no aprecié ser aceptada, una vez que el tiempo transcurrió comencé a sentirme mejor. Excelente emoción de armonía, de paz y tranquilidad, como si todo lo que ahí sucediera fuera correcto, como si nada fuera sometido a juicio. Todos eran tolerantes ante cualquier comentario o movimiento.

    Nadie se preguntaba lo que ahí ocurría, simplemente fluían como si todo fuera algo que se entendía per se. Todos aguardábamos el ingreso al salón principal, queríamos que la fiesta comenzara, que el evento en cuestión fuera una gran diversión. No obstante, para que no nos frustráramos, puesto que parecía que no querían que nos incomodáramos, nos mostraban en imágenes reflejadas sobre los enormes muros blancos, escenas de la vida de muchas familias que sufrían por el sometimiento que el sacrificio implica en un hogar.

    Veíamos cómo las parejas de jóvenes se aburrían sentados en los parques platicando de su futuro; mirábamos hijos frustrados por no poder hacer lo que se les antojaba ya que sus padres no se los permitían. Se reflejaban matrimonios incomunicados, pensativos y reprimidos ante la imposibilidad de conocer a otras personas; maridos mirando mujeres pasar frente a ellos sin que pudieran dirigirles la palabra. Esposas encerradas en su hogar, esperando la llegada del esposo y de los hijos, trabajando en la limpieza de la casa, en el planchado y en el lavado.

    Se reflejaba cómo viejas amistades de la escuela y de la universidad no salían a beber alcohol ni a fiestas, puesto que ya se habían casado. Se miraba cómo hombres empresarios no disfrutaban de sus fortunas porque parte de éstas las repartían entre los que menos tienen; políticos que hacían un trabajo agotador arreglando su país sin ser reconocidos por la misma ciudadanía y percibiendo sueldos intrascendentes que únicamente los ayudan a vivir.

    En las imágenes reflejadas en los gruesos muros podíamos apreciar historias que se nos hacían conocidas, pero eran lamentables, nada antojables. Eran personas frustradas por no hacer su voluntad, o más bien, la voluntad de sus impulsos. Personas humanas que parecían sometidas por el mismo mundo en el que habitaban, por las ideas represivas de una sociedad intolerante.

    Los comensales comentaban que eran imágenes de la triste realidad de una vida aburrida, dificultosa y castrante. Que era una ironía haber nacido egoístas y que la existencia te decía que debías de ser generoso, que los impulsos debían de ser reprimidos, que debías complacer lo que supuestamente estaba bien y que eso hacía que el ser humano fuera totalmente infeliz.

    Las imágenes no cesaban, la música las acompañaba y a su vez se refrendaba en los rostros a través de los gestos y de las miradas de quienes en la antesala esperábamos un consenso que mostraba un acuerdo general: la vida es insatisfacción, no podemos continuar así, hay que liberarnos.

    El cristal con que se mira

    De pronto, una portezuela de cristal que reflejaba todo lo que en la antesala acontecía, se abrió sin rechinido alguno, sin que nadie estuviera detrás de ella, sino que por sí sola dejó entre ver un enorme salón blanco como la espuma del mar y con techos tan altos que eran casi imperceptibles. Cúpulas profundas que coronaban la imponente estancia, que dejaban sentir un ligero viento fresco pero agradable, con un hedor desconocido que hacía a todos los asistentes sentirse extraños.

    Las miradas se encontraban, se divisaban los rostros de sorpresa, de extrañeza, de incertidumbre. Nadie sabía qué sucedería a continuación, pero se vislumbraba algo increíble, algo nunca antes visto, inigualable. Tan inigualable como lo que pudimos ver. Miramos en lo profundo del majestuoso aposento algo grandioso y baboso, algo gelatinoso y asqueroso, pero que a nadie sorprendió, sino extrañamente, agradó.

    Nos agradó lo que se comía, nos encantó lo que aquella criatura ingería, todo lo que se tragaba y saboreaba a todos los comensales encantaba. Por fin habíamos llegado al momento crucial, habíamos dejado la antesala para llegar al clímax de la invitación que con tanto misterio nos había dejado dudosos, ansiosos y sobre todo muy animosos por entrar y participar en lo que fuera a

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