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El Precio de ser Diferente
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Libro electrónico444 páginas6 horas

El Precio de ser Diferente

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Información de este libro electrónico

Detrás del dolor que Junior le había infligido, podía sentir algo diferente. Fue doloroso, sí, porque fue violento. Pero más allá del dolor, de la violencia, había algo que Romero no podía definir. Quería convencerse que había sido víctima de un acto abominable y que no volvería a pasar por ello. Pero la

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 jul 2023
ISBN9781088236413
El Precio de ser Diferente

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    El Precio de ser Diferente - Mônica de Castro

    ROMANCE ESPÍRITA

    EL PRECIO DE SER DIFERENTE

    PSICOGRAFÍA DE

    MÓNICA DE CASTRO

    POR EL ESPÍRITU

    LEONEL

    Traducción al Español:            

    J.Thomas Saldias, MSc.      

    Trujillo, Perú, Junio 2020

    Título Original en Portugués:

    O Preço De Ser Diferente

    © Mónica de Castro

    Revisión:

    Leticia Sánchez Velarde

    World Spiritist Institute      

    Houston, Texas, USA      
    E–mail: contact@worldspiritistinstitute.org

    Este libro está dedicado a todos aquellos que, de una manera u otra, han sido objeto de algún tipo de prejuicio.

    Porque el amor no conoce límites y no se topa con la convención

    de los límites.

    Sinopsis:

    Detrás del dolor que Junior le había infligido, podía sentir algo diferente. Fue doloroso, sí, porque fue violento. Pero más allá del dolor, de la violencia, había algo que Romero no podía definir. Quería convencerse que había sido víctima de un acto abominable y que no volvería a pasar por ello. Pero la verdad es que, pensando en Mozart, la experiencia con Junior ya no le pareció tan terrible.

    Mozart había despertado en él sentimientos que Junior había despertado antes, sin que él lo supiera.

    Romero sabía que lo que le había atraído a Junior era el mismo sentimiento que ahora le atraía a Mozart. No era ni pasión ni deseo. Ni curiosidad ni perversidad. Era por instinto. Solo el instinto. Por una razón que Romero no podía explicar, se sentía tan atraído por los chicos como por cualquier chica.

    MÔNICA DE CASTRO

    MÔNICA DE CASTRO nació en Rio de Janeiro, donde siempre estuvo en contacto con el Espiritismo, viviendo desde temprano los más diversos fenómenos mediúmnicos. Años más tarde, después del nacimiento de su hijo, inicio na nueva fase de su mediumnidad, desarrollando la psicografía por medio de romances dedicados a la autorreflexión y al bienestar humano.

    Con el paso de los anos, se desvinculó de los títulos religiosos y doctrinarios, pasando a aceptar como fuente de sus obras las formas de conocimiento y sabiduría que tengan como meta el despertar del hombre como el ser espiritual que es.

    A la actualidad, ha escrito más de diecisiete romances, todos dictados por el mismo espíritu Leonel. Desde el año 2000, con más de un millón y medio de ejemplares vendidos, la autora se ha dedicado a llevar al público romances esclarecedores, que estimulan a las personas a usar la inteligencia en la modificación de los valores internos, para la superación de las culpas, de los sufrimientos y el descubrimiento de una vida más iluminada y feliz.

    LEONEL

    MÔNICA DE CASTRO y LEONEL siempre estuvieran juntos. Unidos hace muchas vidas, decidieran, en esta encarnación, desarrollar el trabajo de psicografía, uniendo los dones mediúmnicos a los literarios. Ambos ya fueron escritores, de allí la sintonía perfecta y la simbiosis con la que relatan las historias pasadas en otros tiempos.

    Apenas un trabajador del invisible, como gusta caracterizarse, Leonel decidió dar continuidad a la tarea de escribir, esta vez casos reales, sacados de los relatos de espíritus con quienes mantiene contacto en el mundo espiritual. Después de la autorización de los involucrados, inspira al médium, los libros que ella psicografía, siguiendo con fidelidad, puntos importantes para la aclaración de los lectores. Algunos pasajes, sin embargo, deja a la imaginación de la autora, a fin de hacer las historias más estimulantes, imprimiéndoles mayor emoción. No obstante, nada va al público sin su aprobación, y todo requiere el debido mejoramiento moral.

    Lo que Leonel más desea con los libros que psicografía es que las personas aprendan a lidiar con sus culpas y frustraciones, a fin de desarrollar en sí mismas la capacidad innata que todo ser humano posee de ser feliz.

    En su última y breve encarnación, Leonel vivió en Inglaterra a inicios del siglo XX. Vivió los horrores de la Primera Guerra Mundial y desencarnó a los veinte años de edad. Fue también escritor en los años idos del siglo XVIII, cuya vida esta reseñada en el libro "Secretos del Alma."

    Del Traductor

    Jesus Thomas Saldias, MSc., nació en Trujillo, Perú.

    Desde los años 80's conoció la doctrina espírita gracias a su estadía en Brasil donde tuvo oportunidad de interactuar a través de médiums con el Dr. Napoleón Rodriguez Laureano, quien se convirtió en su mentor y guía espiritual.

    Posteriormente se mudó al Estado de Texas, en los Estados Unidos y se graduó en la carrera de Zootecnia en la Universidad de Texas A&M. Obtuvo también su Maestría en Ciencias de Fauna Silvestre siguiendo sus estudios de Doctorado en la misma universidad.

    Terminada su carrera académica, estableció la empresa Global Specialized Consultants LLC a través de la cual promovió el Uso Sostenible de Recursos Naturales a través de Latino América y luego fue partícipe de la formación del World Spiritist Institute, registrado en el Estado de Texas como una ONG sin fines de lucro con la finalidad de promover la divulgación de la doctrina espírita.

    Actualmente se encuentra trabajando desde Perú en la traducción de libros de varios médiums y espíritus del portugués al español, así como conduciendo el programa La Hora de los Espíritus.

    ÍNDICE

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Capítulo 21

    Capítulo 22

    Capítulo 23

    Capítulo 24

    Capítulo 25

    Capítulo 26

    Capítulo 27

    Capítulo 28

    Capítulo 29

    Capítulo 30

    Epílogo

    Capítulo 1

    Hacía un calor infernal cuando se abrieron las puertas de la escuela pública donde Romero estudiaba. El chico salió sin aliento, frotándose la frente y el cuello para limpiarse el sudor. Caminó unos pocos metros hasta que llegó a la parada del autobús. Al otro lado de la calle, sus compañeros de clase pasaron y lo señalaron. Luego se detuvieron y se susurraron algo al oído, emitiendo risas sarcásticas.

    – ¡Mira la muñequita! – Uno de ellos tarareó, señalando con el dedo a Romero y riéndose como un demonio.

    A la misma hora, Romero sintió que le ardía la cara. Abrazó el maletín y empezó a correr, bajo la risa de los otros chicos, que no dejaban de señalarlo y gritar:

    – ¡Ahí va el marica!

    – ¡Atrápalo, atrápalo!

    – Oh, ahí, muñeca...

    Romero corrió tan rápido que ni siquiera se dio cuenta que estaba corriendo de camino a casa. Solo cuando vio la puerta de hierro de su jardín se dio cuenta que había llegado. Apoyó su mano en la puerta, tratando de respirar y luchando por no llorar. ¿Por qué no lo dejaban en paz? ¿Por qué vivían acusándolo de algo que no era?

    – ¿Romero viniste a pie? – Era la voz de Judith que venía de la universidad. – ¿Qué ha pasado? Estás pálido.

    Judith era su querida hermana, la única que parecía preocuparse por él. Cinco años mayor, había ingresado a la facultad de letras y era muy hermosa. Romero corrió a sus brazos y empezó a llorar. Siempre era así: los chicos de la calle o de la escuela se metían con él, y era Judith la que siempre lo defendía y lo consolaba.

    – ¿Qué te hicieron? – continuó, pareciendo amable. – ¿Fueron los chicos otra vez? ¿Se burlaron de ti?

    – Oh, Judith, no sé por qué me hacen eso. ¡No soy lo que dicen que soy!

    – Sé que no lo eres, cariño. Y no debería importarte.

    – Pero me importa. Ya sabes lo que va a decir papá.

    – No va a decir nada. No tienes que decírselo.

    – Pero tiene una forma de enterarse de las cosas...

    Era cierto. El padre de Romero era inspector en la escuela a la que iba, trabajaba dos turnos para mantener a la familia. Era honesto y correcto, gozando de prestigio con el director. No pasaba nada en la escuela que él no supiera.

    – ¿Crees que alguien lo vio y se lo dirá? – preguntó Judith.

    – No sé...

    – Pero ¿qué te hicieron esta vez? ¿Te golpearon? ¿Te insultaron?

    – Sí. Yo estaba en la parada, esperando el bus. Los chicos vinieron y me llamaron muñeca, marica... Solo porque no tengo novia...

    Romero hizo pucheros temblorosos y se aferró a Judith, que le acarició y le besó el pelo.

    – Entremos. Si papá viene y pelea contigo, diré que no fue tu culpa. Y realmente no lo fue. ¿Qué culpa tiene si los chicos se meten contigo?

    – Ya sabes que papá siempre me está fastidiando.. Solo porque no haya querido ir a ese burdel no significa que no sea un hombre.

    – ¡Claro que no! Papá es un tonto. Piensa que ir por ahí acostándose con cualquier vagabunda es un signo de hombría. Pero no tienes que ir si no quieres. No tienes que probar nada a nadie. Ni siquiera a él. El día que conozcas a una buena chica, verás cómo cambian las cosas.

    Romero guardó silencio. Le resultaba muy difícil conocer a una buena chica. Es decir, conocía a muchas chicas buenas, pero ninguna que lo hiciera cambiar. ¿Cambio en qué? Era un hombre, que no tenía ninguna duda... Pero entonces, ¿por qué no le interesaban las chicas? Judith le dijo que era demasiado joven y que aun no había conocido a la chica adecuada. Pero, ¿cómo sería la chica adecuada? ¿Rubia? ¿Morena? ¿Alta? ¿Baja? ¿Gorda? ¿Delgada? No lo sabía. Todo lo que sabía era que algo dentro de él le decía que nunca encontraría a la chica adecuada, lo que le causaba una gran pena, casi desesperación. ¿Qué haría su papá si no saliera con nadie?

    Mientras Romero se cambiaba, escuchó el golpeteo de las ollas en la cocina, y la voz de su madre se elevó, hablándole algo a Judith. Incluso sin entenderlo, Romero sabía que estaban hablando de él. Judith, seguro que le había contado a su madre lo que había pasado. La madre era una mujer muy amable, pero tenía miedo de su marido y no se atrevía a contradecirlo. Por mucho que se esforzara en proteger a su hijo, no se atrevía a impugnar las órdenes de su marido, y Romero a menudo la pillaba sin que la madre siquiera levantara la mirada.

    Solo Judith interfería. ¡Estaba condenada! Era dulce y decidida. Educada y atrevida. Afectuosa y valiente. Romero quería ser como Judith cuando creciera. ¡Ah! Si hubiera nacido una niña, nada de eso habría pasado. Podría ser él mismo, sin tener que cumplir las expectativas de su padre. Romero era temeroso y distante, tímido y tranquilo, pero sabía ser generoso y sentía que su corazón era un océano de sentimientos. Era sensible, le gustaban las plantas y los animales. Él amaba los niños y respetaba a los ancianos. Era un chico amable y extremadamente educado, que su padre interpretaba como sinónimo de fragilidad. Un hombre debe ser fuerte e intrépido, dijo. Debes ser viril, varonil y proteger a las mujeres, nunca te mezcles con ellas ni con sus tonterías.

    Pero Romero amaba las tonterías femeninas. Le gustaba la poesía, apreciar la naturaleza, escuchar el canto de los pájaros. Le encantaba ver a su hermana vestirse para salir, ponerse lápiz labial, empolvarse la cara, recogiéndose el cabello en un moño o una cola de caballo. Lloró con las películas del cine, incluso se conmovía con las telenovelas. Leía romances y más novelas, fundiéndose con los besos y caricias que intercambiaban los personajes.

    En nada de esto Romero pudo vislumbrar un problema o defecto. Pero su padre se aborrecía y se enfadaba cada vez que lo sorprendía admirando los vestidos de su hermana o leyendo una novela rosa. Fue aun peor cuando Romero lo sorprendió en la calle o llegó a casa llorando, herido por las bromas de sus colegas. No lo entendía. No hizo nada para provocar tantas bromas. Ni siquiera hizo una broma. Pero el hecho era que todos dudaban de su hombría, y su padre se ponía furioso cuando llegaba a casa huyendo después de ser humillado por los otros chicos.

    – ¡Romero! ¡Ven aquí!

    El chico volvió de su ensoñación y se asustó. Silas, su padre, acababa de llegar y estaba claro por el tono de su voz que había oído lo que había pasado. El chico terminó de cambiarse y fue a la habitación, donde su padre caminaba de un lado a otro.

    – ¿Me mandaste llamar? – Preguntó en voz baja.

    Su padre saltó sobre él y le agarró la oreja, tirando violentamente de ella y haciéndole sentarse en el sofá.

    – ¡Marica! – vociferó –. ¿Cuándo vas a aprender que no hay que dejar que jueguen con el honor de un hombre?

    – No hice nada... –. Romero murmuró, sintiendo ya un apretón en el pecho, unas ganas locas de llorar.

    – ¡Tú no! ¡Pero esos cretinos de esos chicos te llamaron muñeca otra vez!

    Le torció la oreja a su hijo con más fuerza, y Romero se quejó:

    – ¡Ay! Por favor, papá, no fue mi culpa. Ellos son los que me insultaron...

    – Porque tú los dejaste. Debiste haber reaccionado.

    – ¿Qué podía hacer?

    – No sé, tirarles una piedra a la cabeza, darles una puñetazo en la barbilla, cualquier cosa.

    – Estaban al otro lado de la calle.

    – ¡Papá! – Fue el grito de Judith, que corrió hacia donde estaban –. Suéltalo. ¿No ves que le estás haciendo daño?

    Aunque molesto, Silas soltó a su hijo, no sin ofenderlo una vez más:

    – ¡Pequeño cobarde! Me avergüenzas.

    Se dirigió a la cocina, donde su esposa, junto a la estufa, moqueaba con los ojos llenos de lágrimas.

    – ¡Es tu culpa, Noemia! – gritó –. ¿Quién va a criar al muchacho como como una doncella?

    – No es verdad, Silas... ella lloró, dolida –. Romero es un chico que vale oro.

    – ¡Es un maricón! Los otros tienen razón. Se está escondiendo, lo único que le importa es quedarse atascado en la falda de su hermana. Y tú estimulas este comportamiento.

    – ¡¿Yo lo hago?!

    – Sí, tú y Judith. Por eso ni siquiera tiene novia.

    – ¡Pero solo tiene 13 años!

    – ¿Y qué hay de eso? A su edad, ya conocía mujer.

    – Estás exagerando. Romero es un niño. Le gusta jugar a la pelota y volar una cometa...

    – Si lo hiciera, no me preocuparía ni me preocuparía por su futuro. Pero él es más un tipo de jugar con muñecas y casita que para volar cometa.

    – Te preocupas demasiado. Romero es solo un niño. Ni siquiera tiene edad para interesarse por las mujeres. Más tarde, verás cómo cambia.

    – ¿Más tarde? ¿Después qué? Lo arreglaré ahora.

    Se apresuró a volver a la habitación, donde Romero miraba la televisión, aferrándose a Judith. Silas apagó el aparato y se puso delante de ellos. Con el dedo hacia abajo, dijo:

    – Escucha, Romero, he perdido la paciencia contigo. Hoy aprenderás a ser un hombre.

    – ¿Qué quieres decir, papá? – Judith intervino.

    – No te metas en esto. No es tu problema. Esto es de hombre a hombre.

    – Pero, papá, ¿qué vas a hacer conmigo?

    – Te enseñaré a ser un hombre de verdad. ¡Y pobre de ti si me decepcionas!

    Salió dando un portazo. Ese día, Romero casi no comió nada. Solo pensó en las palabras de su padre. Aunque no lo dijo abiertamente, Romero estaba seguro que tenía la intención de llevarlo a conocer a alguna mujer. Esa idea le hizo entrar en pánico. ¿Qué haría frente al cuerpo de una mujer desnuda? ¿Y si ella también lo desnudaba? Ciertamente se moriría de vergüenza y no podría hacer nada con ella, lo que haría que su padre se enfadara aun más.

    Trató de hablar con Judith, pero ella estaba ayudando a su madre con las costuras. Noemia, todas las tardes cosía fuera, y así es como la familia se las arreglaba para equilibrar el presupuesto doméstico sin que Judith tuviera que trabajar fuera para ayudar.

    – Mamá... –. inició a la joven, mientras cosía los botones de una blusa.

    – ¿Qué pasa?

    – ¿Por qué no haces algo?

    – ¿Hacer qué?

    – ¿Por qué no evitas que papá se lleve a Romero...? Ya sabes... Noemia se puso la costura en las rodillas y miró a su hija sobre las gafas.

    – No hay nada que pueda hacer. Conoces a tu padre tan bien como yo y sabes lo obstinado que es. Y además, tal vez sea bueno para Romero. Acabará con esa agonía.

    Judith lo miró pensativa y le habló con una voz profunda:

    – ¿Y si a Romero no le gusta?

    – ¿Qué quieres decir con que no le gusta? Romero puede ser solo un niño, pero es un hombre. Está asustado, pero se acostumbrará.

    – Yo no estaría tan segura.

    – ¿Qué quieres decir, Judith? ¿Que a tu hermano no le gustan las mujeres?

    – No es eso. Pero Romero parece tan inseguro...

    – Tu padre cree que es hora de poner fin a sus miedos e inseguridades, y yo estoy de acuerdo.

    No estaba nada de acuerdo. Judith sabía que estaba mintiendo. En el fondo, se moría de ganas de compadecerse de su hijo, pero no tenía el valor de enfrentarse a su marido. Y ella tampoco tenía forma de ayudarlo. Todo lo que podía hacer era esperar y esperar que Romero lo hiciera bien.

    Cuando su padre llegó a recogerlo, ya eran más de las nueve. Ese día, Silas no cenó en casa, y Romero pensó que debía haber ido a algún burdel para arreglar todo. Aunque se dio cuenta del nerviosismo de su hijo, Silas no hizo ningún comentario. Acaba de abrir la puerta del dormitorio y dijo lacónicamente:

    – Vamos.

    Romero obedeció. En silencio, salieron a la calle, caminando hacia la parada del autobús. Desde la acera, Romero podía ver el rostro de su hermana a través de la ventana, tratando de transmitirle valor.

    – Buena suerte – eso es lo que leyó en sus labios. Caminaron hasta el punto sin intercambiar una palabra. Entraron en el autobús, que recorrió unos minutos, hasta que se bajaron delante de su destino. Era una casita toda pintada de blanco, con ventanas azules y floreros en los alféizares. Romero no pudo ocultar su sorpresa. Esperaba algo muy diferente de eso. Pero su padre, conociendo sus miedos, eligió a una chica ya conocida de sus días de soltero, que trabajaba por su cuenta. Ella cobró caro, pero valdría la pena.

    Silas llamó y esperó. Poco después, la puerta se abrió, y una mujer de unos 30 años, vestida con un suéter rojo transparente, con la cara sobrepintada, vino a abrir.

    – Buenas tardes, Domitila – saludó Silas con cierta intimidad.

    Sonrió y se hizo a un lado, cediendo el paso para que ambos pudieran entrar.

    – ¿Así que ese es el pequeñito?

    – Sí. El chico está un poco asustado, es la primera vez... Ya sabes cómo es. Aun sonriendo, Domitila se acercó y tomó a Romero de la mano, llevándolo a otra habitación.

    – Puedes dejármelo a mí. Vuelve en una hora.

    – Recuerda – Silas susurró al oído de Romero –. No me defraude. Salió y fue a buscar un bar donde pudiera hacer tiempo hasta que Domitila terminara con Romero.

    En la casa, el chico estaba temblando. Ni siquiera sabía si la mujer era bonita o fea, porque no se atrevía a levantar la cara. Estaba avergonzado, asustado, inseguro. Se acercó a él y, sin decir nada, comenzó a tocar sus partes íntimas. Asustado, trató de huir, pero ella no le dio la oportunidad. Estaba tan asustado que casi se mea en los pantalones.

    – Este... quiero... ir a la ba... baño... – tartamudeó.

    Con el dedo, Domitila le mostró dónde estaba el baño y él corrió hacia allí. Cuando él regresó, ella seguía en el mismo lugar donde la había dejado, solo que ahora completamente desnuda. Romero quería llorar, pero ella ni siquiera le dio tiempo para ello. Ella se acercó de nuevo y le hizo una nueva embestida, acariciándolo y besándolo por todas partes. Romero quería huir, pero no sabía a dónde. Y luego estaba su padre. Si Romero lo decepcionaba, no quería ni pensar en lo que haría su padre. Incluso era capaz de patearle el trasero.

    Más por miedo que por deseo, Romero fue capaz de hacer lo que se esperaba de él. Todo sucedió tan rápido. Sintiendo que estaba respondiendo, Domitila se acostó en la cama y lo tiró sobre ella, guiándolo a toda prisa. En unos pocos segundos, todo había terminado.

    – Ahí está, nene – ella habló con falso afecto, empujándolo a un lado –. Ya se ha acabado todo. Puedes bajarte de mí.

    Al mismo tiempo, Romero corrió al baño y vomitó. Se sintió devastado, violado en su intimidad y su orgullo. Con el pie cerró la puerta del baño y se echó a llorar, esperando que Domitila no le preguntara qué estaba pasando. Pero no parecía importarle. En el fondo ella pensaba que era un marica, pero no sería ella la que lo cuestionaría. Si Silas dijo que el chico era varonil, eso era cosa suya. Había hecho su parte y esperaba conseguir su dinero.

    Cuando Silas regresó, los encontró sentados en el sofá de la sala de estar: él estaba bebiendo un refresco; ella, una cerveza. Como no tenían nada de qué hablar, se quedaron bebiendo, sin intercambiar una palabra.

    – ¿Y entonces? – preguntó Silas, ansioso –. ¿Cómo fue? ¿Todo ha ido bien?

    – Muy bien – respondió Domitila, tratando de parecer interesada –. El chico estaba escondiendo el juego. Es un semental. Tuve que rogarle que se detuviera.

    – ¡No me lo digas! – hizo que Silas se sintiera orgulloso, sin darse cuenta de la mirada de asombro de su hijo –. ¿No te lo dije? Simplemente tenía vergüenza.

    – Sí. ¡Los callados son los peores!

    Silas pagó a Domitila y agarró a Romero por el brazo, y se fue con él en un estado casi de euforia.

    – Muy bien, mi hijo... – él lo alabó –. Sabía que no me defraudarías. Semental, ¿eh? ¿Quién lo hubiera pensado? Espera a que se lo diga a los chicos. Quiero ver quién se va a meter contigo después de eso. Me morirán de envidia.

    Romero se sonrojó. ¿Cómo podría enfrentarse a alguien después de eso, especialmente si su padre le dijo a los demás lo que había pasado? ¿Qué haría para ocultar la vergüenza que sentía?

    A Silas no le preocupaban los sentimientos de Romero. Estaba tan feliz que ni siquiera se había acordado de preguntarle al joven si había disfrutado o cómo se sentía. Lo único que pensaba era que su hijo, al contrario de lo que decían, no era marica.

    Pero Romero, lejos de compartir la alegría de su padre, se sentía frustrado y deprimido, deseando no tener que pasar por eso nunca más.

    En los días siguientes, las cosas se calmaron. Silas, satisfecho con la actuación de su hijo, vivió proclamando a los cuatro vientos lo macho que era. Aunque avergonzado, a Romero le gustaba. Los niños dejaron de meterse con él, y podía ir y venir de la escuela sin problemas.

    Noemia también estaba satisfecha. Lo que más quería era paz en casa. Y entonces el éxito de Romero le había quitado un gran peso de encima. Temía que no pudiera, lo que causaría una tormenta en casa. Pero Romero lo hizo muy bien, según lo que su marido le había dicho, y ella estaba feliz. Silas, muy discretamente, le dijo que había llevado al chico a una prostituta muy bien recomendada. Noemia, a pesar de su vergüenza y timidez, asintió el alivio. Solo que Judith no estaba convencida. Sabía, por la mirada de Romero, que la experiencia debía ser la peor. Conocía a su hermano demasiado bien para saber cuándo no era feliz. Romero parecía aliviado porque se había librado de la persecución de su padre, pero parecía muy poco dispuesto en su nueva posición como hombre.

    El domingo, Judith invitó a Romero al cine. Estaban reproduciendo una nueva cinta, Shark – Tiburón, la sensación del momento.

    – ¿Puedo entrar? – preguntó, interesado –. La censura es para menores de catorce años.

    – Ya casi tienes esa edad. Apuesto a que nadie va a preguntar. El portero, en contra de lo que Judith esperaba, le pidió el carné de estudiante de Romero.

    No puedes entrar – dijo con arrogancia.

    – Por favor, joven – pidió Judith –. Cumplirá catorce años en dos meses. Déjalo entrar.

    – No dentro de dos meses no es hoy. Hoy solo tiene trece años.

    – ¿Qué diferencia habrá en ver la película hoy o dentro de dos meses? ¡Ah! Por favor, joven, déjelo entrar. Romero clavó sus ojos en el suelo. Le aterrorizaba estar en evidencia. El portero lo miró fijamente con el ceño fruncido, pero terminó dejándolo pasar. Como todavía era temprano, Judith fue con él a comprar dulces y se sentó en el sillón a esperar que termine la película anterior a la suya. Terminó conociendo a unos amigos, y mientras ellos hablaban, Romero siguió mirando todo lo que pasaba a su alrededor.

    Se dio cuenta que de vez en cuando alguien lo miraba y prestaba atención. Era un chico alto, moreno y fuerte de veintitantos años. En algún momento, los ojos de ambos se cruzaron, y Romero sintió un escalofrío. El chico le pareció bastante guapo, y se sorprendió al ver que le gustaba mirar a ese chico atractivo. Se asustó de sí mismo y quitó la mirada. ¡Era un hombre, hombre! ¿Cómo podría sentirse atraído por otro hombre?

    La sesión estaba a punto de comenzar, y Judith le tomó la mano.

    – Sentémonos con los chicos... dijo, sin darse cuenta de lo que estaba pasando. Romero obedeció y se fue siguiendo a su hermana y amigos. La gente se ponía lentamente en fila, y él miraba de vez en cuando y se daba cuenta que el chico seguía mirándolo. Se sonrojó intensamente. Me pregunto qué estaba pensando ese chico. ¿Sería que era un marica?

    Se sentó junto a su hermana, y el chico se sentó en la última fila, dos asientos junto al suyo, lo que dejó a Romero frío. ¿Y si el hombre le hablara? ¿Qué diría su hermana? Miraba con desprecio a Judith, pero estaba muy interesada en hablar con un amigo. De repente, la pantalla se iluminó, y empezaron a poner algunos anuncios. Salió un cortometraje, algunos tráilers y el periódico. Durante todo este tiempo, Romero miraba al chico, que le devolvió la mirada con una sonrisa traviesa.

    Cuando las luces se apagaron por completo, anunciando el comienzo de la película, Romero centró su atención en la pantalla. Durante unas dos horas, se olvidó del chico de la última fila. Solo cuando la sesión terminó, y se levantaron para irse, lo recordó, porque el chico estaba de pie en el mismo lugar, mirándolo insistentemente. Sin darse cuenta, Judith salió a hablar con sus amigos sobre la película, prácticamente olvidando a Romero.

    – ¿Por qué no vamos a tomar un helado? – sugirió a Alex, uno de los amigos, muy interesado en Judith.

    – No lo sé – respondió –. Necesito llevar a mi hermano a casa.

    – ¿Por qué no viene con nosotros?

    – ¿Quieres venir? – le preguntó a Romero.

    Los ojos de Judith casi rogaron, y Romero respondió:

    – No, no quiero. Pero puedes irte. Me voy a casa.

    – ¡Oh, no, Romero! No dejaré que vuelvas solo.

    – ¿Qué es lo que pasa? No soy un bebé.

    – No es eso. Pero apesta volver solo.

    – Tonterías. Tienes ganas de tomar un helado con tus amigos. No quiero ir. ¿Por qué tienes que perderte tu espectáculo por mi culpa?

    – ¿Estás seguro que quieres volver solo?

    – Estoy seguro.

    – ¿No te molestará?

    – No. Vamos, date prisa. Se va a hacer tarde.

    Judith había tomado una decisión. Besó a Romero en la mejilla y murmuró agradecida:

    – No tardaré mucho. Dile a papá que volveré pronto. Romero vio a su hermana alejarse hacia la heladería.

    Después que el grupo entró, se volvió para ir a casa y casi se topó con el chico que lo había estado mirando en el cine.

    – ¡¿Tú?! – exclamó Romero, asustado –. ¿Me estás siguiendo?

    – No – respondió el otro, con simpatía –. Te estaba esperando.

    – ¿Para qué?

    – Así que podríamos conocernos. ¿Cómo te llamas?

    – Romero. Tú, ¿cómo te llamas?

    – Junior. Mis amigos me llaman así. ¿No te gustaría dar un paseo?

    – ¿A dónde te gustaría ir?

    – No lo sé. Podríamos dar un paseo por la playa.

    – ¿La playa? Hum... no lo sé, no. Está demasiado lejos, y necesito ir a casa.

    – ¿Qué tal un trago?

    – ¿Un refresco?

    – Si quieres...

    – ¿Cuántos años tienes, Junior?

    – Veintiuno. ¿Por qué? ¿Te importa?

    – A mí no. Pero mi padre puede discutir conmigo. No le gusta que salga con chicos mayores.

    – Tu padre no necesita saber que nos conocimos, ¿verdad?

    Algo en el tono de voz de Junior no le gustó a Romero. Además, la admiración que sentía por el otro le asustaba, y él, pensando en echarse atrás, consideró:

    – Se está haciendo tarde. Tengo que ir a casa.

    – Iré contigo.

    – No tienes que hacerlo. No está lejos, estaré allí pronto.

    – No, insisto. Quiero que seamos amigos.

    Sin saber qué decir, Romero se encogió de hombros y se dirigió rumbo a su casa, y Junior fue con él. En el camino, hablaban de la película, y Romero se emocionó, hablando del tiburón, lleno de admiración.

    – ¡Caramba, eso fue increíble! ¿Y cuando el tiburón se comió al hombre al final? ¡Casi me muero del susto! Junior escuchó las palabras de Romero e hizo interesantes observaciones, tocándole ligeramente en el brazo. Romero estaba tan entusiasmado con la película que ni siquiera se dio cuenta que se habían desviado del camino. Ahora seguían una calle oscura, casi desierta, y solo cuando Junior se detuvo se dio cuenta que éste no era el camino a su casa.

    – ¿Dónde estamos? – preguntó asustado.

    – No lo sé. Pensé que conocías el camino.

    – Supongo que me distraje, añadió, mirando a su alrededor –. No sé dónde estoy. Volvamos.

    Se dio la vuelta, pero sintió que la mano del otro tipo lo sostenía por el brazo.

    – ¿Por qué la prisa? – preguntó Junior con una mirada maliciosa.

    – Yo... yo... necesito ir... Mi hermana me está esperando...

    – ¿Es tu hermana la que se fue con el grupo? Bueno, no creo que te extrañe pronto.

    – Es solo que es tarde... Mi padre...

    Trató de deshacerse de él, pero Junior era más fuerte y lo tiró violentamente, tratando de besarlo en la boca.

    – ¿Qué es lo que haces? – impugnó Romero con vehemencia –. ¿Te has vuelto loco? ¡No soy una de esas cosas, maricón!

    – ¿A quién quieres engañar? A ver, ¿no viste la forma en que me mirabas?

    – Pero, ¿de qué manera? ¿Te has vuelto loco? Ni siquiera te miraba.

    – Oh, sí, lo estaba. Y fue una mirada de deseo. Lo conozco bien.

    – No, no, te equivocas. No soy de esa clase. ¡Soy un hombre! Incluso me he acostado con una mujer. Soy un hombre, ¿me oyes? ¡No soy un marica como tú!

    – Me provocaste. Ahora vas a tener que aguantarlo. Indiferente a las súplicas y gritos de Romero, Junior lo agarró con fuerza, tendiéndolo sobre el frío pavimento. Su superioridad física le dio una inmensa ventaja, y sometió fácilmente a Romero, que luchaba desesperadamente por liberarse. Junior lo sostuvo por el pelo, lo acostó boca abajo en el piso mientras rasgaba su ropa. Romero lloró de angustia, rogándole que no lo hiciera. Sin embargo, el otro no le dio ninguna importancia. Parecía que cuanto más gritaba Romero, más se llenaba de deseo, y Junior comenzó a golpearlo, frotando su cara contra el suelo. Mientras le decía palabras sucias y obscenas, lo penetró poco a poco, hasta que, abrumado por el placer, lo penetró violentamente, haciendo que Romero gritara de dolor. Cuando terminó,

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