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La seducción de la niebla
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La seducción de la niebla
Libro electrónico248 páginas3 horas

La seducción de la niebla

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La seducción de la niebla, la segunda novela de Miguel Ángel Recio Crespo publicada en este mismo sello editorial, nos adentra con fuerza en el poder de la amistad y del compromiso entre dos jóvenes amigas, cuya unión y lealtad les permite afrontar una situación crítica en sus vidas. Como dice Luis Alberto de Cuenca en su magnífico prólogo: “La seducción de la niebla es, ante todo y sobre todo, la historia de una devoción amistosa”.

La historia, que transcurre a caballo entre una ciudad española y territorios sirios ocupados por la organización terrorista Daesh, nos presenta una amalgama de personajes que nos brindan sus rincones más íntimos, ricos en sensaciones, generosos en sentimientos y reflexivos ante situaciones inesperadas: una joven que busca explicaciones, otra adolescente que se atreve con todo, un hombre castigado por su destino…

La rabiosa actualidad de La seducción de la niebla nos sumerge en planteamientos políticos, investigaciones policiales, técnicas para la financiación del terrorismo, métodos de información de los servicios secretos y causas judiciales, en definitiva, una historia apasionante que el autor comparte con el lector de una forma directa y cercana.
IdiomaEspañol
EditorialIncipit
Fecha de lanzamiento6 jul 2020
ISBN9788417528195
La seducción de la niebla
Autor

Miguel Ángel Recio

Miguel Ángel Recio Crespo (Santander, 1965) es un hombre observador que disfruta intensamente, aunque con aparente discreción, de las situaciones que le ofrece la vida, trasladando a la escritura algunas de ellas. Su infancia transcurrió en la ciudad de León y en las montañas del pueblo leonés de Salientes. Estudió en la Universidad de Salamanca. Se trasladó después a Madrid donde ha desarrollado su carrera profesional en los ámbitos de la gestión cultural y del mundo financiero. En su última etapa profesional se ha especializado en la prevención del blanqueo de capitales y la lucha contra la financiación del terrorismo. Miguel Ángel es un hombre dedicado a la familia. En sus ratos libres compagina la escritura con el ciclismo, lo que le permite la liberación que necesita y el contacto con la naturaleza. Ha publicado el libro Los cuadernos imaginados y otros relatos de la musa luna (Ed. Cyan, 2016) y la novela La oficina de la cuarta planta (Incipit Editores, 2018).

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    La seducción de la niebla - Miguel Ángel Recio

    La seducción

    de la niebla

    Miguel Ángel Recio Crespo

    Prólogo de Luis Alberto de Cuenca

    © Miguel Ángel Recio Crespo, 2019

    © Prólogo: Luis Alberto de Cuenca

    Imagen de cubierta: © Creative-Family / iStock / Thinkstock

    Incipit Editores, 2019

    Fuencarral, 70

    28004 Madrid

    Tel. 91 532 05 04

    Fax 91 532 43 34

    La seducción de la niebla

    eISBN: 978-84-17528-19-5

    ISBN: 978-84-17528-17-1

    Depósito legal: M-6660-2019

    IBIC: FA

    Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, conocido o por conocer, comprendidas la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

    A quienes han descubierto

    que es importante querer a los demás

    y que para hacerlo deben antes conocerse

    y valorarse a sí mismos.

    Y…, por supuesto, a mi familia.

    Prefacio

    Pienso en mi lector cuando escribo aunque en esos momentos la concentración en las palabras y en el devenir de la historia acaparan mi atención.

    También pienso en mi lector cuando corrijo porque deseo que la obra final le sea grata.

    Pienso en él durante las decisiones para la edición: ¿le gustará la portada?, ¿le resultará cómodo el formato? Y muy especialmente me dirijo a él cuando presento el libro en público.

    Sin embargo, hay un momento exclusivo entre mi lector y yo y es… ¡este! Las líneas del prefacio son directas porque no hay ficción ni personajes intermedios. Aquí estamos los dos: tú y yo.

    De modo que voy a ser muy sincero contigo. Quiero que te guste mi novela, te traslado mis mejores deseos para tu vida personal, familiar y profesional, pero, por encima de todo, te lanzo un mensaje claro: disfruta de la vida y asume los sufrimientos que conlleva.

    Te recomiendo que lo hagas con el acompañamiento de tu familia, de tus amigos y también de las personas que vayas encontrando cada día. No todas. Solo aquellas que valen la pena aunque creo que son muchas.

    Te recomiendo que disfrutes a través de la lectura, de la música, de las artes, del deporte y de la naturaleza. No los sustituyas por sucedáneos fáciles ni te engañes con lo que otros te vendan. Pide consejo a quien sabe más o tiene más experiencia. Comienza por contemplar el amanecer, la puesta de sol o la luna llena. Siempre son diferentes. Es algo único y la manera de recibirlos es solo tuya.

    Te aconsejo que dediques tiempo a meditar sobre lo importante: sobre tu alma, sobre tu destino, sobre la muerte, sobre Dios y sobre su acogida en el Más Allá. Así tu disposición para vivir será abierta y sosegada.

    Cuenta conmigo para lo que necesites y espero estar a la altura de lo que me demandes.

    ¿Nada más? Sí. Disculpa mi atrevimiento. Tómalo como un recordatorio de lo que ya sabes o como una excusa para que guardes un buen recuerdo de mí.

    Te dejo a continuación con el maravilloso prólogo de Luis Alberto de Cuenca y después con la joven María, a quien encontrarás en la primera página de la novela y que apareció una tarde en mi vida mientras miraba a mi hija sonreír.

    Miguel Ángel Recio Crespo

    Prólogo

    Conocí mucho antes al Miguel Ángel Recio gestor público que al Miguel Ángel Recio escritor, quizá porque ignoraba que ambos perfiles correspondían a una sola persona, que es la del excelente funcionario, mejor persona y sobresaliente narrador que lleva su nombre, con quien tengo el honor a partir de ahora de compartir ficha bibliográfica. Hay gentes que nacen con un determinado don que llevan en la mochila genética desde su alumbramiento. Ese es el caso de Miguel Ángel y el arte de la narración. Si hubiese vivido en la Prehistoria, estoy seguro de que hubiera desempeñado el papel de chamán de la tribu, esa mezcla entre bardo y sacerdote que refería ante la tribu los mitos etiológicos que explican el origen del mundo, de la diferencia entre los sexos, de los alimentos básicos de cada grupo humano, de todo aquello que —resumiendo— servía, sirve y servirá para intentar desentrañar el misterio insondable de la existencia. Una empresa que, al cabo, resulta vana, pero que no dejaremos de emprender los miembros de la especie Homo sapiens sapiens mientras nos encontremos del lado de acá de la extinción. Los cuentos, los relatos, las novelas no son más que mitos desacralizados, pero en tanto que mitos coadyuvan a la explicación de códigos de conducta, actitudes sociales y toda una larga serie de conceptos que el mero hecho de narrar lleva dentro de sí y que lo acerca al hecho religioso o trascendente de manera inequívoca.

    La seducción de la niebla, segunda novela de Miguel Ángel Recio, aborda un tema actualísimo, como es la captación de jóvenes occidentales de ambos sexos por parte del Ejército Islámico, esa lacra de nuestro tiempo que ha sembrado de cadáveres el mundo con sus atentados terroristas y su intransigencia dogmática. Pero La seducción de la niebla es, ante todo y sobre todo, la historia de una devoción amistosa, la que María experimenta hacia Ana, cuya desaparición crea en su amiga una inquietud que solo se verá subsanada por la frenética quête en que se embarca para encontrar a la desaparecida mitad de su alma. Y digo mitad de su alma evocando a Horacio, cuando se refiere con idéntica expresión, animae dimidium suae, al Virgilio de sus entretelas, o a Goethe cuando, al morir Schiller, dejó escrito que había perdido die Hälfte seines Daseins. Si la búsqueda obsesiva y esforzada de la mitad del alma de alguien por parte de ese alguien no es ya un argumento de fuste para la elaboración de una novela, que vengan los dioses de arriba a demostrarme que estoy equivocado. Pero no vendrán. Estoy seguro de ello. Como seguro estoy, también, de la especie de felicidad que me ha producido sumergirme en las páginas de La seducción de la niebla, cuyas muchas virtudes narrativas —sencillez, eficacia, limpieza sintáctica, ausencia de recovecos retóricos y de digresiones— contribuyen a hacer de su lectura una fiesta para celebrar la amistad, que no es pequeña cosa en los tiempos que corren.

    La pintura que Miguel Ángel Recio nos ofrece de las dos amigas tiene algo de velazqueño, en la medida en que lo sublime y lo cotidiano se reúnen en sus respectivos retratos, como ocurre con los personajes retratados por el pintor de cámara de Felipe IV. Y con esa comparación pictórica doy por concluidas estas breves líneas introductorias a la sugestiva novela de mi buen amigo Miguel Ángel.

    Luis Alberto de Cuenca

    Instituto de Lenguas y Culturas del Mediterráneo y Oriente Próximo

    (CCHS, CSIC)

    Madrid, domingo 27 de enero de 2019

    Capítulo 1

    El interrogatorio

    —¡Ya les he dicho que no tengo noticias de Ana desde hace cinco días!

    Así respondió María a los agentes policiales que la interrogaban. Les habló con una firmeza que la sorprendió a ella misma. Lo hizo con un tono serio, casi enfadado. Era la cuarta vez durante aquel interrogatorio, calcado del otro de la tarde anterior, que le preguntaban si había tenido algún mensaje de Ana en las últimas horas.

    Si lo pensaba bien, la molestia que le producían aquellos hombres no debía ocultar la realidad: lo grave era que Ana seguía desaparecida y que ellos no tenían una explicación.

    Nadie parecía saber qué había sucedido. La policía fue alertada por la familia de Ana cuando comprobaron que no había regresado a casa la noche del sábado y que no había rastro de ella por ningún lado. Todos los amigos y conocidos que podían contactar con su teléfono móvil lo encontraron desconectado la misma noche y a partir de la misma hora. Habían transcurrido cinco días desde la denuncia y seguía sin conocerse su paradero. A pesar de todo, aquellos inspectores continuaban haciendo la misma pregunta a cuantos citaban a declarar en la comisaría o visitaban en sus domicilios: ¿Ha tenido algún contacto reciente con Ana Hidalgo?.

    Interrogaron a María en el salón de su casa. Ellos se sentaron en el sofá y ella en un sillón, parapetada tras la mesa baja de cristal en la que reposaban revistas, mandos de videojuegos y un vaso vacío. Era la misma disposición del día anterior. María se sintió protegida por la atenta mirada de su padre que permaneció en pie junto a la puerta durante todo el tiempo. Era una mirada que reflejaba preocupación y que salía de los mismos ojos que se mantenían vigilantes para ella. Su padre aparentaba normalidad, pero todo su cuerpo se encontraba en tensión. Ella sabía lo que él pensaba: que deseaba no ver a su hija en esa situación, ante dos policías presionándola con sus preguntas y que, si fuera posible, la sustituiría de inmediato para protegerla y soportar él, en su lugar, todo aquel proceso inquisitorial y cualquier sensación desagradable que se derivara de todo aquello. Mi hija tiene ya dieciséis años. Es una chica fuerte. Podrá soportarlo. También pensaba eso.

    María se dio cuenta muy pronto de que se encontraba en medio de algo complejo: no era un juego, era algo que podía convertirse también en una amenaza para ella y no solo para la pobre Ana. Debo estar a la altura de las circunstancias. Es lo que se espera de mí. Eso fue lo que pensó María cuando comenzó el interrogatorio.

    Los policías formularon sus preguntas de forma intimidatoria. No se daban cuenta de que estaban hablándole de su amiga, de su mejor amiga. Tampoco que todos aquellos días los estaba viviendo con la angustia de quien ha perdido repentina e incomprensiblemente a un ser querido. Ellos conocían la buena relación entre las jóvenes —su trabajo era saberlo— y no les importaba lo que María pudiera sentir. Solo querían información que recopilar para su expediente y ella podía aportar muchos datos. Mientras tanto, Ana seguía sin aparecer.

    ¿Estará sufriendo Ana allá donde se encuentre? —se preguntaba María cada minuto—. ¿Por qué se habrá ido? ¿Habrá sido para vivir una aventura loca? ¿Habrá sido raptada? Nadie ha pedido un rescate. Quizás ha decidido desaparecer porque estaba enfadada con el mundo, como decía ella bromeando y, a veces, sin bromear. Quizás le ha afectado, más de lo que yo había creído, la separación con su novio Álvaro. En realidad ese chico de pelo largo, movimientos de niño presumido y sonrisa burlona era poca cosa para ella. No obstante, comprendo que pueda sufrir por él. Pero…, ¡irse sin decirme nada! Eso no lo entiendo. No ha dejado ninguna carta escrita, ningún mensaje. No le ha dicho nada a nadie. Simplemente ha desparecido de repente. ¿Por qué me ha hecho esto? ¿Por qué no me ha dicho nada? ¿No confiaría suficientemente en mí? ¿Temería que no fuera discreta y capaz de guardar su secreto? ¿Temería que hubiera intentado convencerla de no irse si era una locura de las suyas? Naturalmente le habría dicho mi opinión y habría pensado cómo retenerla para evitar que cometiera una nueva tontería. Seguro que temía eso. No sé. ¿Por qué se habrá ido?.

    María contó a los policías cómo eran los amigos de Ana, a qué sitios le gustaba ir para divertirse y bailar, sus relaciones sentimentales, la separación reciente de su novio o la relación con los profesores del colegio. Le parecía una información útil para la investigación. Miró a su padre al terminar el relato y él le devolvió una mirada de aprobación y una sonrisa, orgulloso de ver cómo se había desenvuelto en el lance: con calma y con sinceridad, tal como ella siempre se comportaba y a su padre le gustaba.

    María sabía que cuando los policías salieran de la casa, su padre le daría un gran abrazo y ella anhelaba ese momento que pondría fin a la angustiosa presencia de aquellos dos hombres, con su bloc de notas, su grabadora, sus trajes oscuros y sus zapatos negros, suministrados por el mismo fabricante de uniformes militares. Habían traído hasta su casa unas sensaciones que rompían la armonía habitual. Quiso excusarles con la idea de que aparecían normalmente cuando algo se complicaba. De lo contrario nadie tenía por qué llamarles. Sin embargo, esa explicación no fue suficiente para justificar su actitud arisca y hasta insolente.

    La actitud de aquellos hombres sirvió a María para comprender la gravedad de aquello en lo que estaba inmersa y que tenía toda la apariencia de ser un asunto serio, de adultos, quizás el primero realmente serio al que le tocaba enfrentarse. No se trataba de otra chiquillada de su amiga. Esto podía tener consecuencias más graves. De momento estaba produciendo una enorme angustia en su familia y en ella misma. La falta de noticias conducía a pensar en lo peor: Ana podía haber sido asesinada. Semejantes pensamientos solo duraban unas décimas de segundo en su mente.

    En cuanto los policías salieron por la puerta se produjo el abrazo esperado entre padre e hija. No supieron quién lo buscó antes. Poco importaba eso. Lo verdaderamente importante era que ambos querían que sucediera y que sirviera para exorcizar el momento desagradable que acababan de vivir. Acurrucada en los brazos de su padre y con el rostro pegado a su pecho, María se protegía y relajaba sus músculos. Estaban tensos no solo por el interrogatorio sino también por la propia angustia de no saber nada de Ana y de desear con todas sus fuerzas que apareciese pronto.

    —¿Crees que le habrá pasado algo malo? —preguntó a su padre.

    —No lo sé. Espero que no. Espero que solo haya sido un malentendido y pronto se aclare su ausencia de estos días. Ahora debemos ayudar a encontrarla. Has hecho muy bien en mencionar la separación con Álvaro. Intenta recordar, como te han dicho, todo lo que puedas y sirva de pista sobre las intenciones de Ana o sobre nuevas compañías o planes que te hubiera comentado…

    —No creo que se haya ido voluntariamente. Tenía muchas ideas para las vacaciones. Aún teníamos cosas que comprar antes de viajar, y amigas que ver y una fiesta de despedida, una fiesta divertida en la que todos iríamos vestidos de blanco. La fiesta se ha cancelado.

    —Y ¿sabes si se había enfadado con alguien o si había hablado de algún amigo nuevo?

    —Nadie, que yo sepa. Salvo…, pensaré en ello. ¿Crees que le habrá pasado algo grave?

    —No lo sé. He hablado un rato con los policías cuando llegaron. Creo que no tienen mucha idea de qué ha sucedido. Me han dicho que estos casos de desapariciones de jóvenes se suelen resolver pronto porque el chico o la chica regresa arrepentido. Si se va solo suele aparecer antes de una semana. Si se van acompañados se ausentan más tiempo pero aparecen antes de quince días.

    * * *

    María no podía creer que su amiga hubiera decidido irse sin haberle contado antes sus razones. Se concentró en recordar las últimas tardes juntas. Reparó en que Ana estaba más inquieta y susceptible de lo habitual. Podía ser una reacción lógica en los días previos a los viajes de vacaciones y supuso que se trataba de una manifestación de su entusiasmo ante las diversiones y planes programados para el verano, pero a la vista de lo ocurrido dedujo que escondía algo menos positivo.

    Se detuvo a recordar el incidente que se había producido entre ambas una semana antes de desaparecer. Se habían enfadado. Luego no tuvieron tiempo de hablar de aquello y seguramente de quitar importancia al asunto, tal y como había ocurrido en otras ocasiones. La falta de aquella conversación, como dos buenas amigas, ahora le quemaba en su interior. El incidente entre ellas no tenía demasiada importancia, sin embargo, con los policías manoseando cualquier dato, todo parecía haber perdido sus dimensiones y todo se mostraba públicamente para dilucidar lo que era relevante o no lo era.

    La tarde del enfado, María había llegado puntual a la cita con Ana en su casa, después de una mañana en la que ninguna amiga se decidía a proponer ningún plan. Era un día veraniego y caluroso que se les ofrecía con todas sus horas pa­­ra ser usadas libremente. Parecía oportuno hacer algo para romper con la pereza que las mantenía tumbadas sobre un sofá, escuchando música o mirando fotos de sus modelos favoritas. María había propuesto hacer una excursión a algún pueblo bonito de la sierra. Ninguna apoyó la idea. Finalmente propuso salir al atardecer a pasear por el centro y quedaron todas en casa de Ana.

    Cuando María llegó a la casa, Ana le dijo que bajaría enseguida junto con dos amigas más que habían llegado unos minutos antes. Bajaron las tres al porche donde María se encontraba sentada, con la cara apoyada en las dos manos. Irrumpieron ruidosamente, moviendo sillas y riendo a carcajadas, con más de veinte minutos de retraso y maquilladas y vestidas de fiesta. Eso provocó que ella, cansada de esperar, vestida de manera sencilla con unos jeans, una camiseta de algodón y unas zapatillas de deporte blancas, al verlas llegar de esa manera mostrara todo su enfado: protestó por la tardanza, por la falta de iniciativa para hacer planes y por el maquillaje y atuendo que traían. No se sintió fea, pero sí desplazada. Gritó y hasta lloró de rabia. Las otras amigas comprendieron su enfado y así se lo dijeron y la consolaron rápidamente. Solo Ana le dijo que le parecía una reacción exagerada y ambas se enzarzaron en una discusión sin precedentes entre las dos.

    Aquella tarde se lanzaron acusaciones muy fuertes que habían mantenido ocultas y que en aquel instante encontraron más fácil el camino para ser pronunciadas. María reprochó a Ana que estuviera constantemente buscando algo mejor, que sus amigas no fueran importantes, sino solo un entretenimiento hasta encontrar eso que buscaba y que ella misma no sabía en qué consistía. Convivía con todos sin mayor compromiso y con gran parte de su vida mantenida en secreto, sin compartir.

    —No nos has contado nada de tu viaje a Grecia. Te encanta aparentar que tu vida es misteriosa. Nos desprecias con tus secretitos.

    Ana afeó a María su dedicación a escuchar problemas y estar demasiado pendiente de los demás:

    —Nos obligas a estar a la defensiva y a colocar barreras para preservar nuestra intimidad.

    Aquellas frases sonaron a terribles insultos porque iban cargadas de un reprimido reproche finalmente destapado.

    —Eres muy egoísta, Ana. Quieres que todos estén centrados en ti, pendientes de ti, que el mundo gire alrededor tuyo, que tus deseos se vean siempre satisfechos y, cuando logras todo, todavía pides más, exiges más a todos los que te quieren, sin dar nada a cambio, como máximo una sonrisa, una sonrisa que te resulta fácil y con la que sabes que vas a conseguir mucho porque parece sincera y resulta atractiva a los hombres, pero yo sé que es tu arma, que la utilizas para engañar a los demás mostrando una amabilidad y una simpatía que no tienes, porque por dentro estás aborreciendo todo y a todos. Nos desprecias, Ana. Yo lo sé. Te crees superior y nos desprecias.

    —Y tú también tienes tus armas, y las utilizas. Eres la niña buena que siempre escucha a los demás y que está dispuesta a ayudar, pero lo haces porque te crees mejor que todos, porque así nos

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