Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El ángel herido
El ángel herido
El ángel herido
Libro electrónico330 páginas4 horas

El ángel herido

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

El ángel herido narra la historia de un funcionario que recibe la visita de un ángel la noche en que se cumple un año de la muerte de su madre. Tras confundirlo con un ladrón y atacarlo, causándole graves heridas, este ser divino le da un mensaje terrible: el Fin del Mundo está próximo. Por alguna razón solo el resentido funcionario conoce la llegada del Apocalipsis y, puesto que Dios ha decretado que no habrá Juicio Final, ni condenación ni Paraíso para nadie, tiene carta blanca para actuar como desee. A partir de ese momento, deberá decidir a qué dedica el poco tiempo que le queda. Durante una semana, entre extraños episodios, se enfrentará a sus fantasmas personales y los miedos que han regido su vida —fruto de la educación recibida de su madre y de los malos tratos sufridos en el colegio— para acabar aceptando su propia responsabilidad en el devenir de su vida y su necesidad de afrontar su gran trauma: el abandono de su único amor. Así nuestro protagonista, cuyo nombre no conoceremos hasta que sea pronunciado por ese gran amor que ha dado forma a su vida, decidirá buscar a esa única persona que amó a fin de sincerarse y decirle todo lo que no pudo o no se atrevió; sin embargo, el encuentro no resultará como él espera.
Esta novela trata de la responsabilidad para con nosotros mismos, pero también de la que tenemos hacia los demás; de la manera en que conformamos nuestro propio mundo con las influencias y materiales que la vida nos proporciona y de hasta dónde alcanza nuestra capacidad de rebelarnos frente a todo ello para llegar a ser la persona que realmente queremos ser, si es que eso es verdaderamente posible. Todo ello se plasma en la forma de un manuscrito del personaje principal, cuyo resentimiento proporciona un punto de vista corrosivo sobre su entorno, mostrándonos a través del humor negro algunas de las contradicciones y falsedades del mundo actual. El final, a la vez esperado y sorprendente, no dejará indiferente al lector.

IdiomaEspañol
EditorialSergio Navas
Fecha de lanzamiento6 feb 2014
El ángel herido
Autor

Sergio Navas

Sergio Navas Rufo nació a finales de mayo y a finales de los setenta de un siglo ya acabado, pero al principio del día —tanto, que aun no había llegado— y donde hace mucho tiempo alguien decidió que estaba, poco más o menos, el centro geográfico de la península ibérica, justo entre el norte y el sur. Empezó siendo el pequeño, pero sin saber cómo acabó en medio de tres hermanos. Cuando ya empezaba a estar harto de estar en medio, su familia marchó en pos de su cabeza, que a su vez perseguía un trabajo y, así, pasó parte de su infancia comparando varios puntos del levante, donde sin quererlo se enamoró del mar. Ya de regreso a las afueras de la capital, y puesto que no sabía hacer nada de provecho, se dedicó a estudiar. De esta manera acabó con una licenciatura en Ciencias Políticas —tan apasionante como de poco beneficio— y varios cursos y trabajos variopintos, tras los que se decidió a opositar porque, aunque algo había aprendido, aun no era un miembro productivo de la sociedad. Por cierto, aprobó; si ahora hace o no algo de provecho depende del punto de vista de cada cual. Ahora está aprendiendo a escribir. Un tópico: siempre quiso hacerlo. Su excusa: estaba muy ocupado convirtiéndose en ese hombre de provecho que hay que ser como para distraerse con naderías. Y no es que al fin lo haya conseguido, sino que por fin le da igual, por lo que ya puede dedicarse a la que verdaderamente siempre ha sido su vocación. El ángel herido es su primera novela terminada, aunque desde hace unos meses está rematando la segunda, que probablemente se titulará Los dos entierros de Feliciano, y un libro de relatos: El cuaderno negro.

Autores relacionados

Relacionado con El ángel herido

Libros electrónicos relacionados

Humor y sátira para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para El ángel herido

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El ángel herido - Sergio Navas

    Empecemos por el principio; sé que quizá debería comenzar narrando mi primer encuentro con Él, pero al fin y al cabo esta es mi historia, y no sería comprensible si no hago un esbozo de mi persona y mi personalidad, por pequeño que sea, antes de pasar a narrar lo que siguió a mi encuentro con él, o Él, no quisiera ofender a nadie por ignorar el tratamiento adecuado.

    Mi madre decidió tenerme antes de tiempo y, aunque los médicos con los que he consultado siempre han insistido en que un parto prematuro no tiene nada que ver con mi estatura y en que mi madre no tiene la culpa de un parto prematuro, no termino de fiarme. No es posible, como ellos dicen, que simplemente sea así, alguien debe de tener la culpa. Quiero que quede claro, no obstante, que no albergo el más mínimo rencor hacía mi progenitora, que siempre me cuidó y me consoló cuando los otros niños me insultaban (¿saben lo que es criarse siendo siempre el más bajito? ¿Tener que soportar las bromas de los demás sin parar y no tener nunca una respuesta adecuada, una réplica acerada ni un físico apto para el combate?); al fin y al cabo ella sacrificó toda su vida por mí. Si acaso, considero que podría haberme alimentado mejor o, al menos, de forma diferente; quién sabe si así hubiese crecido más. No negaré que de pequeño nunca quería beberme la leche ni me gustaban el queso, los yogures y todas esas cosas tan saludables que los padres se empeñan en administrar constantemente a sus hijos, pero también es verdad que ella no tenía por qué conformarse con mi parecer. Es cierto que su marido, mi padre, desapareció cuando yo tenía apenas tres años, y aunque eso debió de influir en ella e hizo su vida bastante dura, tampoco es excusa.

    El que mi madre me criara sola supone que en cierta forma me crié yo mismo, o sea que me crié solo. Desde que tengo recuerdos siempre comí en el comedor del colegio, y hasta que cumplí los diez años la esperaba sentado en el portal por las tardes o, como mucho, en casa de alguna vecina que se empeñaba en acogerme —lo que a mi madre no le gustaba nada— hasta que ella llegaba del trabajo. Al cumplir diez años, me colgó una llave al cuello para que pudiese ir a casa directamente y esperarla allí.

    —Así no tendrás que esperarme solo en la calle ni depender de ninguna vecina, que no es bueno deberle favores a nadie ni depender de nadie. Recuerda que la gente, por muy buena o muy simpática que parezca, siempre intenta aprovecharse. ¿No estás contento, hijo mío? Ya eres mayor.

    —Sí, mamá.

    —Bien, pero recuerda que esa llave es muy importante. Es tu responsabilidad cuidarla muy bien. No se la enseñes a nadie ni se la dejes nunca a nadie. Que nadie te la vea ni sepa que la llevas. Aunque sea un vecino, aunque sea un señor muy bueno, aunque sea tu mejor amigo. Debes cuidarla mucho, ¿está claro?

    —Sí, mamá.

    —Ten en cuenta que si alguien te la quitara podría entrar en casa y robarnos o hacernos cosas terribles, ¿y tú no querrás que nadie le haga nada malo a tu madre?

    —¡No, mamá, por favor!

    —Bien, entonces cuídala mucho. Me darías un disgusto horrible si la pierdes o te la quitan. Y recuerda: cuando salgas del colegio, te vienes a casa directo. No te pares ni hables con nadie, que nunca se sabe qué clase de gente hay por ahí.

    —Pero, mamá, si el colegio está muy cerca.

    —¿Y eso qué tiene que ver? ¿Acaso crees que no te pueden pasar cosas malas viniendo del colegio a casa? Las peores cosas ocurren cuando te confías y te crees más segura, mira si no tu padre. No te confíes. Nunca. ¿Entendido?

    —Sí, mamá.

    —Muy bien, cariño, así me gusta. Recuerda que te quiero mucho, eres todo lo que tengo, lo único que tengo, y si te pasara algo me moriría.

    —Sí, mamá.

    —Estoy orgullosa de ti. ¡Pero qué bueno es mi niño! De todas formas, te llamaré diez minutos después de que salgas del colegio para asegurarme de que estás en casa. Es por tu propio bien.

    —Sí, mamá.

    Así pues, para evitar que mi madre se muriese de un disgusto, todas las tardes salía corriendo a casa después de clase y me cuidaba mucho de entretenerme con nada ni con nadie. No hubiera soportado que a mi madre le pasase algo por mi culpa; como ella misma me decía, bastante había sufrido ya.

    Como lógicamente comprenderán —si no, allá ustedes—, mi personalidad solía ser, lo admito, un poco gris y nada inclinada a supercherías, hechos milagrosos o asombrosos (de los que no había conocido jamás ninguno) y tendente a la explicación más lógica, sencilla y, por qué no decirlo, conveniente. Siempre había albergado un secreto placer en burlarme de todos aquellos mojigatos llorones que tienden a cualquier clase de superstición, disfrutaba riéndome de los meapilas que llenan las iglesias, tan viejos por lo general que en muchas ocasiones no estaba seguro de si estaba pasando por delante de una iglesia o de un geriátrico (uno de mis principales divertimentos era ver subir las escaleras a esas devotas mujeres jugándose la vida y sus frágiles caderas), y cuando pasaba por alguna de ellas en el momento de entrada o salida del acto —o misa— no podía por menos que pensar: jodeos, cabrones, yo seré bajito, pero vosotros sois tontos. Hasta aquella noche esa sensación de cierta superioridad moral e intelectual fue mi último resquicio de orgullo.

    Por ello dejo este manuscrito, a fin de que se me entienda y a pesar de que ya no importa. Soy consciente de que es algo que muchos calificarían de absurdo, un esfuerzo vano, pero siento la necesidad imperiosa de explicarme. Como tantos otros durante estos últimos días, es un impulso que me invade y que no puedo negar, algo que necesito hacer. Espero que alguien pueda leerlo antes de que todo esto acabe y pueda entenderme y comprender que no soy y nunca he querido ser una mala persona, después de todo.

    2

    Mi vida, el día en que me encontré con él, o Él, fue de lo más normal: anodino, rutinario, insulso. Con todo, era un día especial: hacía un año que mi madre había muerto. No es que su muerte me sorprendiese, era algo previsible desde que, siendo yo niño, tuvo su primer ataque. En aquel entonces los médicos le recetaron una variada medicación y la impusieron unos estrictos hábitos de vida basados únicamente en prohibiciones que mi madre siguió a rajatabla hasta el abrupto fin de sus días, sin que le sirviesen para escapar de la muerte.

    Mi rutina diaria, a pesar de la efeméride, no se vio afectada salvo por la visita que planeé a su nicho por la tarde. Consideraba que era mi deber recordarla y llevarle flores al menos en el aniversario de su muerte después de todo lo que había hecho por mí. Tenía la intención de repetir ese gesto en los años venideros, ni siquiera imaginaba que no tendría oportunidad de ello. Me levanté a las siete de la mañana, me aseé un poco, tomé un café y fui al trabajo, sin olvidarme de hacer antes mi cama y ventilar y limpiar el piso tal y como mi madre me había enseñado. Incluido su cuarto, que aunque se encontraba desocupado yo mantenía limpio y exactamente igual que la mañana anterior a su fallecimiento. Sentí no obstante, desde el momento en que sonó el despertador, una extraña presión en el pecho, una punzada de algo imperceptible, como una advertencia desde mi fuero interno de que algo iba a ocurrir, de que aquel día no sería como los demás, pero lo achaqué a la fecha en que me encontraba y a los recuerdos que me traía y concluí tanta ansiedad y nerviosismo eran normales. Al fin y al cabo, era el primer aniversario de la muerte de la persona que me había traído al mundo y que me había cuidado durante toda mi vida, la que había sido casi mi único referente.

    Seguía haciendo las mismas cosas que cuando ella estaba viva y alguna más, puesto que desde su desaparición se había apoderado de mí su obsesión por la limpieza —siendo yo totalmente contrario a este tipo de obsesiones mientras ella estuvo conmigo—, me gustaba pensar que se sentiría orgullosa de mí si pudiera ver lo limpio que tenía su piso. Pero también hacía alguna cosa menos. Ya nadie me decía lo que tenía que hacer, así que me duchaba cómo y cuando quería, comía lo que me apetecía, me acostaba a la hora que me venía en gana y había arrinconado las pastillas en una esquina de la cocina; al fin y al cabo, solo las tomaba por ella. Con todo la caja, al igual que tantas otras cosas en aquel lugar, me la recordaba, así que no tenía fuerzas para tirarla, de la misma forma en que era incapaz de cambiar ningún mueble de sitio ni de deshacerme de ninguna de las figurillas de santos o iconos de todas clases que había por la casa y que tanto me habían espeluznado siempre. Simplemente, ignoraba todas esas cosas.

    Llegué al trabajo hacia las ocho menos cuarto de la mañana, como todos los días. Inmediatamente me encaminé a la cafetería en la que sabía que podría encontrar a mis compañeros preparándose para la jornada a base de cafeína y tomé en silencio mi segunda dosis de la mañana con ellos. Todo transcurría como siempre, salvo por la opresión en el pecho y el nerviosismo, que iban en aumento y que con altibajos ya no me han abandonado hasta el día de hoy. Una vez en la oficina, mientras algunos intentaban terminar trabajo pendiente del día anterior, otros charlaban en corrillos, leían o le bostezaban a un periódico, yo encendí el ordenador y abrí todas las aplicaciones que pudiera necesitar; como siempre ordené todos los papeles de forma que cada uno estuviese en su sitio, perfectamente alineado donde le correspondía; pasé revista a bolígrafos y rotuladores y aguardé. Llegó la hora y el vigilante, tras solicitar nuestra aprobación, abrió la puerta para que pudiese entrar el público, iniciando una mañana más la actividad de la Oficina de Registro en la que trabajaba. Mi cometido fundamental allí era mantener funcionando las maquinarias de la economía y la sociedad. Para ello, básicamente proporcionamos ocupación. Por un lado, al ciudadano medio le ayudamos a estar en forma enviándolo de un sitio a otro y le facilitamos abundantes temas de conversación a fin de que ejercite sus habilidades sociales en ese lugar común que es el odio al funcionariado. Por otro lado, nos preocupamos de que a los profesionales que se encargan de la salud mental de la población no les falte trabajo, lo que en ocasiones proporciona empleo a la policía y al sistema judicial, lo que tampoco está mal. Por último, nos preocupamos de la salud física, mental y social de nuestros jubilados y prejubilados, a los que proporcionamos una opción de esparcimiento facilitándoles un espacio más o menos agradable y unos quehaceres entretenidos, si tienen la suerte de conseguir que sus seres queridos les encarguen los trámites que ellos no pueden o no quieren llevar a cabo. Por lo tanto, nuestro trabajo resultaba fundamental para que todo funcionase como es debido y se mantuviese el orden natural de la sociedad.

    Miramos la puerta expectantes. Tras unos segundos de espera no entró nadie y todos volvimos a nuestro mundo. En aquella atmósfera somnolienta, mi mente volvió a la razón de que llegara a convertirme en uno más de los miles de auxiliares administrativos que hay en el país y de que acabara trabajando en una Oficina de Registro General, sin apenas posibilidades de promoción y con un trabajo rutinario y alienante en el que me veía obligado a tratar día tras día con montones de personas, algo por lo que nunca había suspirado precisamente.

    María era su nombre. María Blanco Molina. La persona más importante de mi vida, más aun que la que me dio la vida. Y, sin embargo, no podía recordar la primera vez que la vi porque para mí siempre estuvo ahí, siempre fue parte de mi mundo hasta donde alcanza mi memoria. Tanto como mi madre. Siempre la conocí; siempre fue ella y solo ella. Ya estaba ahí en los primeros recuerdos que tengo del colegio. Ya estaba ahí cuando dejé de ser un niño y desde luego estuvo allí cuando me convertí en un hombre, algo que por otro lado hubiese sido imposible si ella no hubiese estado allí. Incluso estará ahí el día en que mi vida acabe, si todo sale bien.

    Era la chica más guapa que he visto nunca. No podría destacar ninguno de sus atributos individualmente, pues era el conjunto lo que le daba aquella fuerza sobrenatural que incluso hoy me sobrecoge, era el perfecto encaje de todas las partes de su cuerpo, de todos sus rasgos, de su encanto, de su gracia lo que la hacía tan especial. Ese pelo ondulado y largo, castaño, que brillaba al sol como caoba, elegante, con la distinción que proporciona la sobriedad, tenía la propiedad de hipnotizarme cuando estábamos en clase y la miraba distraídamente desde los últimos pupitres, sin perder detalle de los movimientos que ejecutaba al compás de su cabeza, sin querer mirarla y sin poder dejar de hacerlo. Pasé mucho tiempo pensando cuán suave sería ese cabello y tratando de imaginar su tacto entre mis dedos. Muchas horas, muchas ensoñaciones. Tenía una nariz pequeña y algo puntiaguda, un poco cómica, que le daba un toque desenfadado y gracioso, labios finos, frente despejada que le aportaba un exquisito aire de inteligencia y unos ojos castaños enormes y preciosos, los más bonitos que he visto nunca, llenos de paz y bondad, capaces de mirar más allá de cualquiera de los que la rodeaban traspasando la carne hasta sus corazones. Y todo ello sin que nada los empañase jamás, a pesar de lo que pudiesen ver. La suya era una belleza clara, inocente, algo que resplandecía en ella y sobre ella, a su alrededor, que provenía seguramente de su interior y que la hacía refulgir tal y como uno espera que lo hagan los ángeles —al menos tal y como solemos creer que son—. Ciertamente su belleza era tanto algo externo como interno, fluía a través de sus ojos, de aquella mirada límpida y clara que no conocía el mal y siempre veía algo bueno en los demás, aun cuando no lo hubiese. Quizá fuese eso lo que me conquistó de ella. No era demasiado alta, tampoco demasiado baja, no más de metro sesenta, tampoco menos. Medía aproximadamente lo mismo que yo, algo que a mí me parecía hecho a propósito y me convencía de que estábamos predestinados con esa fe juvenil en el Destino y en el futuro que la realidad se encarga de torcer poco a poco hasta que queda en nada. También, al igual que yo, era bastante delgada, lo que le daba además un aspecto de fragilidad necesitada de apoyo y defensa que enardecía mis instintos más masculinos y caballerescos, si bien nunca llegaron a materializarse sino en ensoñaciones y fantasías modernas al estilo más clásico.

    Nuestros caminos permanecieron paralelos durante toda nuestra infancia y juventud, cruzándose en preciosos momentos para alejarse después tristemente, aunque nunca demasiado ni por demasiado tiempo. Es quizá por ello que siempre tuve la esperanza de que volvería a encontrarla en mi vida de forma natural, y quizá sea esa la causa de que se me haya hecho tan insoportable el permanecer alejado de ella durante tanto tiempo; siempre albergando una ilusión que se defraudaba día tras día. Durante demasiado tiempo. Nunca apareció tras la siguiente esquina ni me topé con ella entre una multitud y en su lugar solo encontré un cinismo que se desarrollaba tras cada una de esas esquinas sin su rostro, tras cada multitud vacía, tras cada llamada que no me hacía ella, donde debiera haber crecido su amor. Por ello me he tenido que conformar manoseando el recuerdo de lo que fue una vez. Algo breve, es verdad, pero nunca he leído que las cosas que marcan la vida deban hacerlo con el lento transcurrir del tiempo. Las peores quemaduras pueden durar solo unos segundos y dejar a alguien señalado para toda la vida, más aun si, como en el caso de María, el fuego se mantiene vivo.

    Por ella me hice funcionario. Por ella me sobrepuse a mí mismo, vencí mi odio natural a los estudios e hice lo que nunca habría imaginado.

    La primera persona que entró aquella mañana me ayudó a distraerme un poco. Era un «cliente asiduo», un hombre que venía habitualmente a entregar documentación para solicitar ayudas para una ONG a la que pertenecía. Me gustaba aquel hombre y la gente como él. Conocían perfectamente las normas y el procedimiento y rara vez daban problemas, solían ser educados y agradables. Lamentablemente, la mayoría de personas que atendíamos no eran así.

    —Venga, hombre, si nadie lo va a saber. A ti qué más te da —dijo la mujer que había sentada frente a mí sacándome de mis ensoñaciones. Ignoro en qué momento llegó hasta allí; con el tiempo he desarrollado la capacidad de abstraerme de mi trabajo y realizarlo maquinalmente.

    De ocho a tres. De lunes a viernes. Todos los días.

    —No, señora, aquí no hacemos fotocopias, debe traerlas hechas usted.

    —Pero si tenéis la fotocopiadora ahí mismo, que la estoy viendo, ¿me vas a decir que está rota?

    —No, señora. Es para uso interno.

    —Pero si solo es una fotocopia, si nadie se va a dar cuenta.

    —Está prohibido; si le hago una fotocopia a usted se la tengo que hacer al resto de personas que vengan y no haría otra cosa, sin contar con que se nos iría el presupuesto en fotocopias.

    —Ah, ya. Entonces la tengo que pagar yo, ¿no?

    —No puedo, señora.

    —¡Desde luego! Por una fotocopia... Ni que fueras a pagarla tú. Pues cuando queréis, bien que las hacéis. Os dan el puesto y se os sube a la cabeza que vamos... A saber cómo habrás entrado tú. Pues que sepas que yo te pago el sueldo con mis impuestos y si te digo que me hagas una fotocopia me la tendrías que hacer. ¡Hay que ver! Qué grosero.

    Pasé el día sellando solicitudes, tomando papeles y explicando una y otra vez lo mismo a personas que no querían entender.

    —Señor, es el procedimiento.

    —Pues vaya tontería, no lo entiendo.

    —Yo tampoco.

    —¿Cómo dice?

    —Nada, nada…

    —Buenos días.

    —¿Buenos días? Lo serán para ti que estás ahí bien cómodo y no has tenido que aguantar la cola de pie. ¿Qué os costaría poner unos cuantos asientos más? ¿No sabéis que aquí viene gente mayor? Claro, como vosotros estáis sentaos ahí sin que nada os moleste. La gente os da igual. Encima que nos hacéis perder toda la mañana…

    —¿Qué desea?

    —¡Manda güevos! A mí no me hables con ese tonito ¿eh?

    —¿Qué tonito?

    —Pues ese tonito de «¿qué desea?». Mira que tú estás aquí para servirme, que yo te pago el sueldo. ¿Es que no sabes que tienes que tratar a la gente con respeto y buenos modales? ¡Será gilipollas el tío!

    —¿Esto va a tardar mucho más? Es que no tengo toda la mañana.

    —Iría más rápido si me hubiese dado los originales y las fotocopias ordenados.

    —Sí, hombre. Mira este. No tengo otra cosa que hacer. Encima que hago las fotocopias y me gasto el dinero. Ese es tu trabajo, lo que pasa es que no nos gusta trabajar, ¿eh? Te lo digo yo que ya os conozco, que ya tengo muchos años, hijo. Además, si no lo avisáis, ¿cómo queréis que lo sepamos? A ver, ¿dónde pone eso? ¿Eh?

    —Hay un cartel en la puerta, otro en el tablón de anuncios y otro más en la columna, frente a la zona de espera.

    —Pues… de todas formas tendríais que avisarlo mejor.

    Al llegar a mi descanso la opresión en el pecho había aumentado. Me levanté y salí a tomar un poco el aire ignorando las miradas iracundas de los que esperaban, que clavaban sus ojos en mí como si no tuviese derecho a un descanso. Afortunadamente había aprendido a fingir que no veía aquel egoísmo. De ocho a tres. De lunes a viernes. Todos los días, uno tras otro... Igual hasta la jubilación.

    El recuerdo de la muerte de mi madre me golpeaba otra vez. Y también el dolor de aquellos días. También toda la soledad que se me había echado encima desde hacía un año, no había vuelto a escuchar una voz amiga en el piso desde entonces. Los escaparates de las tiendas me devolvían una imagen triste. Observaba sin creerme a ese hombre, aun joven, que miraba de reojo y cabizbajo a las parejas con las que se cruzaba. Un hombre que a sus treinta y tres años envidiaba a los patos del parque, que siempre se movían en grupos, y odiaba a los enamorados que se peleaban porque al menos ellos tenían una pelea. Definitivamente, tenía un mal día.

    Terminé la jornada lo mejor que pude y fui directamente al cementerio sin comer, no tenía hambre. Mientras caminaba por entre el silencio, las tumbas y las cruces de otros me iban envolviendo. Andaba absorto, contemplando los colores chillones, amarillos y naranjas, de unas flores de plástico que llevaba en la mano, compradas con dificultad de camino, en una tienda regentada por unos chinos que no entendían nada de lo que les decía, lo que compensaban con sendas sonrisas perpetuas. Allí, plantado por fin frente al cubículo en que yacía su cuerpo, de pie, los nervios y la opresión se acrecentaron tanto que tuve que sentarme para no caerme al suelo. Me costaba respirar y tenía unas terribles ganas de llorar, pero no podía hacerlo. Hacía mucho tiempo que me había acostumbrado a no hacerlo y ya no sabía cómo empezar. Todo era cemento, piedra y silencio a mi alrededor, y odiaba al mundo por ello. Un espeso gris se había ido extendiendo por el cielo a partir de una mañana clara y ya estaba por todas partes; cubría el azul en su totalidad con espesísimas nubes, formaba un muro en el que se insertaban las tumbas que tenía delante, unas sobre otras, y también era la tumba sobre la que descansaba. Tenía justo enfrente una gran pared de hormigón en la que había marcados unos cuadrados, algunos decorados con unas pocas flores en jarroncitos sujetos de alguna extraña manera. Un cuadrado por persona. Un nombre. Para algunos afortunados, una pequeña fotografía. Me costaba distinguir el de mi madre; si apartaba la vista un momento, tenía que volver a buscarlo, cuatro hacia la derecha y dos hacia abajo, empezando por el último de arriba, a la izquierda. La idea de que estuviesen todos allí, cada uno dentro de su caja, apiñados unos sobre otros, descomponiéndose entre paredes como en apartamentos minúsculos, helándose en invierno y cociéndose en verano, me parecía grotesca y deprimente. Claro que a mi alrededor la visión no era mucho más alegre. Apenas podía divisar un árbol entre la marabunta desordenada de cruces y lápidas. Las había de todas clases: enormes y ridículas, pequeñas, sencillas, de diseño, nuevas y muy antiguas, relucientes y descuidadas —prácticamente abandonadas—, desde desproporcionados y siempre excesivos mausoleos a simples losas en el suelo. Pero todo era gris. Y luego estaban los nichos, donde se hacinaban los que debían haber vivido en pisos toda su vida y así seguían después. Como era de esperar comenzó a llover. El agua que caía del cielo sobre aquel cementerio me empapaba la cara lentamente y, al momento, corría por mi nariz precipitándose hacia el suelo. Las flores made in China que tenía en la mano me parecieron tan grotescas como la tumba de mi madre y las arrojé al suelo. Algo entre aquella muerte, rota solo por el sonido de las gotas contra el cemento, me perturbaba; toda una vida y al final solo un hueco alquilado en un muro. Una lágrima brotó y fue a caer solitaria, a pesar de la lluvia, sobre el único pedazo de tierra sin cemento que había por allí. Extraño, puesto que recuerdo perfectamente que durante el entierro de mi madre no llegué a llorar en ningún momento.

    Tras un largo rato logré recuperarme un poco. Una señora mayor enfundada en negro y con una bolsa de plástico —eso sí, de El Corte Inglés— sobre la cabeza me miraba con un reproche indisimulado en el rostro, fijamente. Comprendí que no le gustaba que me hubiese sentado sobre una tumba, la tumba de alguien, supongo. Qué le importaría a ella y

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1