Superando una vida tóxica
Por Belkis Lanze
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Superando una vida tóxica - Belkis Lanze
Capítulo 1 De dónde vengo
La primera etapa de mi vida, hasta los cinco o seis años, la viví como si hubiese estado adentro de un sueño: tenía una infancia plena, dedicada a jugar entre plantas, abejas y picaflores que rondaban por los amplios jardines de mi casa en Durazno, un pueblo en el centro de Uruguay. Vivía con mi padre, mi madre y con mis dos primeros hermanos que llegaron a nuestra familia dos y tres años después que yo. Pasábamos las tardes con los vecinos de nuestra edad. Las niñas jugábamos con muñecas; los varones al fútbol. Nosotros éramos la familia menos numerosa: había otras que tenían diez o doce niños, así que en el barrio contábamos con gran grupo con el que nos organizábamos para encontrar nuevas diversiones cada día. A veces nos íbamos a cazar luciérnagas y, cuando llovía, jugábamos con los sapos. Nosotros teníamos una hamaca en nuestro parque que mi padre nos había construido, así que muchas veces los otros niños venían a visitarnos. A mi madre le gustaba cuidar los jardines y realizar las tareas de la casa; mi padre, en cambio, se ocupaba de arreglar y mejorar todo lo que no funcionara bien.
Mi abuela paterna vivía cerca y me cuidaba en muchos momentos. Esto empezó a ser así después de un episodio en el que estuve muy cerca de la muerte. Yo era muy pequeña y mi madre me había llevado al río un día de mucho calor. Cuando volví a casa tenía diarrea y eso me causó una grave deshidratación. Mi abuela se preocupó y consiguió un médico que pudiera ayudarme. Desde ese día le dijo a mi madre que cada vez que tuviera que hacer algo podía dejarme a mí con ella. Fue así que empecé a pasar días y horas de mi infancia en su casa, algo que disfrutaba muchísimo. También vivía en la zona mi abuela materna, pero no era tan cercana a nosotros y no me gustaba tanto estar con ella, aunque no sabía bien por qué. Yo estaba inmersa en mis aventuras y no me cuestionaba nada ni nada me perturbaba. No sabía si mis padres peleaban, si sufrían, si se amaban.
No lo sabía, pero estaba creciendo bajo la ley del fluir.
El universo se mueve bajo 36 leyes espirituales. Fui consciente de ellas en mi adultez, pero conocerlas e interiorizarlas me ayudó a comprender cómo había transcurrido mi vida hasta ese momento y cómo mi existencia podía ser diferente si prestaba más atención a ellas. La premisa básica de la ley del fluir es que nada es estático y que nosotros debemos fluir con la vida, permitir que suceda. Si dejamos que nuestros sentimientos y posesiones más preciadas fluyan, volverán a nosotros multiplicados. Las emociones y sentimientos son como el agua: si se estancan, se pudren. Cuando yo era pequeña no tenía temor de expresarme a través del juego, a través del movimiento y, también de las palabras, realmente era como un río puro y fresco, como nos enseña la ley del fluir.
Sin embargo, también hay una interconexión entre las otras leyes espirituales y, cuando tuve seis años, comenzó a impactar en mí la ley del karma, que nos dice que toda acción tiene una consecuencia o reacción y que éstas se trasladan a nuestras siguientes existencias. Si hemos hecho daño o hemos cultivado el odio en algún momento, deberemos purgarlo en las siguientes vidas. Cada persona nace con elementos en su ADN que determinan lo que experimentará, es la herencia que cada uno trae. La tormenta viene en algún momento y es algo de lo que nadie puede escapar: si no es una tormenta emocional, es económica, de pareja o de salud. En mi caso, la tormenta comenzó cuando tenía seis años.
Esa paz y libertad con la que había crecido empezó a verse interrumpida por episodios de enojo y dolor de mi madre. Por momentos la notaba enfurecida y no entendía bien qué sucedía. Cuando llegaba la hora del mediodía, a veces comenzaba a llorar o a gritar y golpeaba su cabeza contra la pared. Nadie me explicaba que ella hacía esto porque tenía fuertes dolores de cabeza. Esos episodios empañaban mi alegría cotidiana, pero luego pasaban y yo seguía fluyendo en mi espíritu de niña. Hasta que un día hubo algo que interrumpió mi infancia en un modo abrupto: mi padre preparó mi ropa, algunas pertenencias y me llevó a la casa de una tía. Me dijeron que debía quedarme con ella porque mi madre tenía que ir al hospital. Yo no entendía nada: de pronto me vi separada de mi clan, me vi arrancada de mis jardines. Mi madre pasó ocho meses internada.
El día que me avisaron que volvería a mi hogar, mi padre me dijo:
—Tu madre no será la misma cuando vuelva a casa. Han tenido que operarla de un quiste que estaba en el cerebro y eso le afectó el sistema nervioso. No va a poder hablar ni andar, así que en la casa va a haber otra persona para cuidarte a ti y a tus hermanos.
Yo tenía siete años, mi hermana, cuatro, y mi hermano, tres.
Cuando regresamos todos a nuestra casa conocimos a Helena, una mujer brasilera de unos 35 años. Ella era amable y dulce con nosotros. Además de ocuparse de mi madre, que al principio casi no podía moverse, nos atendía a nosotros con dedicación. Sin embargo, cuando mi madre comenzó a recuperar el habla y la movilidad, lo único que hacía era maltratarla. Helena nos preparaba bizcochos caseros para el desayuno, pero mi madre se oponía a que comiéramos cualquier cosa que hubiera cocinado ella. Yo no entendía por qué, pero seguía las indicaciones; en cambio, mi hermano pequeño no resistía la tentación y, cuando podía, se acercaba a la cocina a coger un trozo de tarta. Si mi madre lo veía, le golpeaba la mano. Helena le preguntaba:
—¿Por qué haces eso? Si lo he preparado para ellos.
Mi madre solo respondía con gritos o insultos. Más de una vez encontré a nuestra cuidadora llorando.
—No entiendo por qué me trata así, ¿qué le habré hecho a tu madre? —decía.
A mí me invadían el enojo y el desconcierto. Tampoco entendía por qué mi madre maltrataba a una persona que era buena y solo buscaba ayudarnos. A veces me quedaba mirando las escenas y lo único que pensaba es: no entiendo nada.
Era muy pequeña para comprender que la enfermedad despertaba la peor parte de mi madre y que, además, había otros disparadores que provocaban esos sentimientos oscuros. Por un lado, ella había nacido sin el amor de su madre y había tenido una infancia muy dramática, llena de soledad. Había empezado a trabajar cuando tenía nueve años por exigencia de su familia. Por ese motivo, creo que desde pequeña le había dado el poder al odio dentro de su vida y eso no le permitía ser feliz. Por otro lado, mi padre era mujeriego y, con esta mujer en mi casa, seguramente se veía amenazada.
Mi madre tenía 19 años cuando conoció a mi padre, que era 20 años mayor. El casamiento había sido forzado porque ella había quedado embarazada. Aunque no era el plan del inicio, mi padre se hizo cargo de la familia y nunca nos abandonó, pero entre ellos no había un vínculo genuino. Mi madre estaba enojada o frustrada por haber formado una pareja con él y, de distintas formas, se lo demostraba.
Para cuando nací yo, mi padre ya había tenido dos matrimonios anteriores: con la primera esposa había tenido un niño; con la segunda, ninguno, pero con el tiempo nos enteramos de que también tenía otros hijos a los que nunca había reconocido. El engaño y la costumbre de estar con muchas mujeres estaba presente en mi familia desde hacía varias generaciones. A medida que fui creciendo empecé a darme cuenta de que, a veces, mis tíos llevaban a los paseos familiares a otras mujeres que eran sus amantes. Mis tías solían preguntarme si sus maridos habían ido con alguien más o si habíamos visto otra mujer. Aprendí a callar desde pequeña para evitar problemas, pero ser cómplice de las mentiras era un peso muy grande para las espaldas de una niña.
Quizás habría pasado un año desde la intervención de mi madre cuando Helena dejó de trabajar en nuestra casa. Para reemplazarla, empezó a ayudar en casa una chica que, junto con su esposo, alquilaba un apartamento que tenía mi padre. Era muy alegre y nos trataba con mucho amor, pero, a diferencia de lo que sucedía con Helena, en ella sí notaba algo extraño. La veía hablar con mi padre a escondidas y tener un trato que yo no comprendía. A pesar de esto, mi madre la quería y no le hacía ningún problema. Ella trabajó en nuestra casa por muchos años.
Mi infancia continuó con los cuidados básicos que necesitaba, pero con un sentimiento de ausencia de madre. El karma continuaba emergiendo de distintas maneras.
Capítulo 2 Crecer
En los años siguientes comenzó a crearse alrededor de mí una esfera oscura. Yo crecía y funcionaba dentro de ella. Todo en mi vida estaba impregnado de esta toxicidad.
Luego de la intervención quirúrgica, mi madre quedó con una hemiplejía en el lado derecho de su cuerpo. Tuvo que volver a aprender a leer, a conocer los números y a caminar, todo desde cero. Nosotros la ayudamos en ese recorrido hasta que recuperó la mayoría de sus funciones. A causa de esto, la gente externa a nuestra familia la veía como alguien que no era capaz, pero yo sabía que no era así. Su ausencia y distancia en nuestra crianza era algo real de lo que yo misma empecé a ser consciente, pero podía ver que estaba relacionado con otros factores y no con una incapacidad física, ya que dentro de mi casa las cosas eran diferentes. En el hogar, ella mantenía todo impecable: había una limpieza y un orden absolutos, pero esto lo lograba a costa de nuestra libertad, ya que en cuanto se caía una miga de pan al suelo se enojaba y nos golpeaba. El jardín era perfecto, verde y florido, pero si alguno osaba hacerle algo a las plantas (como aquel día en que a mi hermano se le ocurrió sacarles los pimpollos a los claveles) nos podía tener durante horas atados en forma de castigo.
Cuando jugábamos con los amigos del barrio nos movíamos y podíamos vivir como niños, pero dentro del núcleo familiar estábamos muy reprimidos. Por ese motivo