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Más Allá Del Final
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Libro electrónico238 páginas5 horas

Más Allá Del Final

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Ms all del final es un libro de fbulas y aventuras, donde el personaje principal se marcha en un viaje para ayudar a una familia a buscar la cura para su hijo menor. Muchas cosas se presentan en el camino, pero l, que es de una fe inquebrantable, va sorteando todos los obstculos que se encuentra a su paso.

El sacrificio es inmenso, durmiendo a la intemperie por largos das y algunas veces pasando hambre por la escasez de alimentos.

Este hombre no solo es el gua espiritual del grupo, sino tambin el responsable de guiarlos hasta la ciudad que han elegido para llevar el enfermo a curar.

Despus de caminar varios das llegan al primer poblado, donde conocen a un personaje muy pintoresco que se une al tro para ir en su ayuda. As se va desarrollando el drama de esta peripecia que los llevar de la mano por todo el viaje, disfrutando del paisaje, que es descrito de forma grata y conociendo a los personajes que se van sumando a esta aventura que usted se deleitar hasta el final.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento8 dic 2011
ISBN9781463311957
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    Más Allá Del Final - Rafael B Sariol Fernández

    Copyright © 2011 por Rafael B Sariol Fernández.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:     2011961807

    ISBN:                   Tapa Dura                                                978-1-4633-1194-0

                                 Tapa Blanda                                             978-1-4633-1196-4

                                 Libro Electrónico                                     978-1-4633-1195-7

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.

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    Fax: 01.812.355.1576

    ventas@palibrio.com

    367899

    Quiero hacer una mención especial a las personas que estuvieron conmigo en el tiempo que fui escribiendo este libro.

    Agradezco el ánimo que me dieron y la crítica certera

    para ayudarme a continuar.

    Esa fue mi esposa Marleny Mambel de Sariol.

    A mis hijas Marleny Marlín y Madeline del Carmen Sariol; sin la ayuda de ellas, me hubiera sido difícil terminar este pequeño libro.

    También quiero agradecerle a mi sobrino Henardo Rodríguez,

    que leyó el libro y me ayudó con algunas ideas.

    Sin más que decir, se lo dedico a ellos y

    a mi Madre Pura, que está en el cielo. Y a Naila, por supuesto.

    PRÓLOGO

    Cuando niño, conocí a un personaje llamado Ramón Pullita. Yo tenía unos cinco años; Ramón, unos setenta.

    Vivía detrás de mi casa, en la calle contigua. Era pescador de profesión, tenía una canoa vieja y una pequeña atarraya. Salía de madrugada en busca del sustento diario. A veces, traía algunos peces que vendía a la gente de su calle. A veces, apenas traía para él comer. Era muy gruñón. Yo sólo lo miraba de lejos, hasta que un día, cuando freía algunos pescados frente a su humilde vivienda, yo jugaba en el patio de mi casa. Buscaba mi libro favorito «La isla de los pingüinos», se me había perdido, pero yo no me daba por vencido y seguía buscándolo a diario con la esperanza de encontrarlo para yo ir en busca de ese lugar que sólo con mi libro en la mano podía hacerlo. Aquel anciano me observaba desde su alberga. Luego, cruzó hasta mi vereda y me preguntó con curiosidad: «Niño, ¿qué buscas que te veo tan insistente?». Mi libro, le dije. ¿Qué libro es ese?. La isla de los pingüinos, le repliqué. «Sin él, no podré llegar a ella». Me miró y, sonriente, me dijo si me gustaban los cuentos. , le contesté. De ahí, empezamos a ser amigos.

    Era un señor blanco, pasadito de peso, la piel tostada por el sol. Me invitó a comer pescado del que estaba friendo; sin pensarlo, salté la pequeña verja de mi casa y fui con él. Ya terminados de freír los pescados, me echó en una vasija de barro dos pedazos y algunas viandas. Empezamos a comer. Yo iba con cuidado sacando las espinas, que tenían bastantes. En cambio, mi recién amigo se lo echaba entero a la boca, lo masticaba y luego iba botando las espinas por las narices. Esto fue algo curioso para mí, nunca había visto a alguien hacer esto.

    Después de terminar, me despedí de mi amigo y regresé a casa antes que mi madre se diera cuenta que estaba comiendo en casa ajena.

    Pasó el tiempo. Yo seguí visitándolo con frecuencia, ya éramos buenos amigos. Lo esperaba a que llegara con los pescados, y hasta le ayudaba con los encargos de los vecinos. A veces, por las tardes, después de cenar, le pedía permiso a mi mamá para visitarlo y oír los mil cuentos que sabía; entre ellos, este que hoy les estoy contando en honor a su memoria.

    Nunca supe su verdadero nombre, decía que se llamaba Ramón y la gente de ese sitio le apodaba «Pullita», creo que por botar las espinas por las narices. Yo lo llamaba por los dos nombres, y le decía Ramón Pullita. Siempre me decía que vino a este lugar cuando era muy joven, pero nunca me dijo de dónde era ni por qué llegó allí. No tenía de nada, sus muebles eran troncos de árboles rústicos. Su camisa era una sola, diluida por el mucho uso. La lavaba cada semana, y para ello se quedaba con la barriga afuera, pero creo que fue muy feliz con su vida. Hacía lo que más lo apasionaba: pescar. Se acostaba con las gallinas, para levantarse antes del asomo del alba. Luego, pasó el tiempo y mis padres decidieron mudarse a otra ciudad y perdí el contacto con mi amigo. Espero que este bien donde quiera que se encuentre, ya que de él aprendí que no hay edad que distancie una buena amistad, y que la felicidad no está en las cosas materiales, que aun el más pobre tiene todo el derecho de ser feliz; en especial, haciendo las cosas que le gusta, aunque sólo gane para comer.

    E ra el atardecer de un 24 de junio del año 1947.

    De repente, se divisó en el cielo un centellear de luz proveniente del más allá. Las miradas de asombro no se hicieron esperar. La palidez en el rostro de los allí presentes se podía apreciar. Fue de gran sorpresa y miedo ver aquel detonante de ruido y luz que impactaba todo a su alrededor. Después del gran estruendo, todo quedó en calma. El cielo se tornó azul, de un azul suave, y una gran tranquilidad se apoderó de cuantos estábamos en aquel lugar. Era como si nos hubieran hipnotizados. Luego una inmensa nube, se vio descender suavemente. Totalmente en tierra, podía apreciarse la figura de un ser que, por espacio de algún tiempo, permaneció inerte ante las miradas atónitas de todos. Ver aquel ser de luz, de semblante apacible, mirada profunda y compasiva, te hacía pensar sin dudarlo en que estabas delante de un ser angelical. Después de unos cuantos segundos, que dicho sea de paso que, para los presentes esos segundos parecieron años, una quieta y dulce sonrisa brotó de los labios del extraño visitante, aquel a quien mirábamos fijamente, sin perder un solo detalle de lo que estaba pasando y muy pendientes de lo que iba a continuar. Nos sentíamos como en el aire, flotando de esta experiencia única, como sacada de una película de ciencia-ficción.

    –No puedo creer lo que estoy viendo, murmuró alguien–, esto parece un pasaje bíblico de esos que predican algunos religiosos. Pero era real lo que estaba sucediendo, y no sabíamos si reír o llorar. Fue como si los sentimientos con los que expresar todo lo que llevamos dentro hubiese desaparecido; el hablar enmudecido, el parpadear totalmente paralizado. No hubo ningún tipo de movimiento o de acción para decir algo, lo que fuera. No sé qué lapso de tiempo pude estar así, creo que mucho, hasta que esa hermosa visión fue desapareciendo. Entonces, todos nos encontramos mirando el horizonte. La imagen se había esfumado, y el amable ser se desvaneció más rápidamente que como llegó. Miré a todos y a mi reloj; había pasado tal vez un segundo. Fue como si el tiempo se hubiese detenido. Luego, todos nos miramos sin manifestar nada. Había surgido como una especie de complicidad entre nosotros, y sin decir palabra, cada uno partió a cumplir con sus obligaciones.

    Todos quedamos convencidos de lo que habíamos visto. Yo fui el último en irme; me quedé un rato más a solas, allí, en el lugar de los hechos; quise meditar un poco acerca de lo sucedido. Me dije que, esto es lo mejor que me había pasado en todos estos años que llevo trabajando estas tierras que, de cierta manera, parecieran estar malditas.

    Creo que lo sucedido es algo de Dios, algo que nos puede ayudar a superar los problemas reinantes, pues pude ver en el semblante de mis compañeros cuando se marcharon en silencio, un rayo de luz resplandeciendo el rostro de cada uno de ellos, y ellos deben de estar sintiendo lo mismo que yo: un poco de esperanza alojada en sus corazones.

    Las familias que aquí han vivido durante generaciones han visto pasar el tiempo y morir a sus parientes sin poder hacer nada por ellos. Sus hijos mueren antes de llegar a la adolescencia y, en la mayoría de los casos, antes de nacer. La tasa de mortalidad infantil es muy alta. Somos una comunidad aniquilada por el uso indiscriminado de los pesticidas por parte de los antiguos dueños, aquellos que, un buen día se marcharon a disfrutar la fortuna que estas generosas tierras les brindó. La siembra de la caña de azúcar y del banano fue muy provechosa para ellos, pero el uso de veneno devastó a los trabajadores y a sus familias. Las mujeres, al igual que los hombres, trabajaban en la agricultura de sol a sol sin que nadie les avisara del peligro al que estaban expuestas, tanto ellas como las criaturas que llevaban en sus vientres.

    Me puse a pensar que, por estos parajes en los que vivimos alejados de toda forma de civilización, necesitamos más de la gracia de Dios que de otras cosas. Mi corazón me dice que lo que pasó es algo sin precedentes para esta comunidad de humildes trabajadores que a fuerza de empeño apenas pueden mantener a sus hijos, una comunidad que carece de los recursos que pueden tener otras comunidades: donde ha llegado el progreso, pero aquí ni siquiera hay un médico que ayude a los enfermos a mitigar su dolor y así puedan tener una muerte más humana. Somos una comunidad aniquilada por el paso del tiempo y el olvido.

    Recuerdo cuando llegué a este paraje de belleza única, el verdor de sus montañas me hacía soñar y sus extensos valles me recordaban a la tierra que me vio nacer. Pero el tiempo pasó, y he llegado a querer a este lugar como a mi propio pueblo, hasta el punto de que casi he olvidado de dónde vine. En aquel tiempo era muy joven, lleno de ilusiones, pero con el correr de los años los sueños se desvanecen frente a la realidad. Ese fue mi caso, al igual que el de muchos otros que, como yo, trabajamos estas tierras ya empobrecidas. La falta de lluvia ha envilecido su suelo, y apenas da frutos para comer. El uso de químicos para exterminar a las plagas ha sido un mortal enemigo de los que aquí trabajamos: «hemos expuesto nuestra salud en beneficio de quienes se han enriquecido a costa nuestra».

    Los que fuimos contratados hace muchos años, estamos viejos. Aquellos que en aquella época eran un poco mayores, hoy día están muertos. Los demás que nacieron en este paraje olvidado por todos, no conocen otra cosa más que esta. Pero a pesar de todo y con el correr del tiempo se llega a amar la tierra en la que uno vive, sin importar la gran nostalgia que te produce pensar de dónde viniste, y llegas a amar la que consideras tu segunda patria igual que a la primera. Bien lo dijo el poeta, que: «Un último amor vale más que el primero». Hoy, recuerdo las verdes praderas que solía contemplar siendo un niño, agarrado de la mano de mi padre. Fui creciendo al cuidado de mi madre y, luego, en mi adolescencia, llegó el amor de mi vida: mi noviecita, a la que juré amor eterno y un pronto regreso al marcharme. Después de treinta años, supe por boca de mi amigo, un viajero, que ella se quedó esperándome, y fue la que cuidó y enterró a mi madre, a la que llevo en mi corazón con un dolor profundo y una gran nostalgia por no poder volverla a ver. A mi novia aún la quiero, a quien siempre le agradeceré que cuidara de mi madre. Sin embargo, es demasiado tarde para regresar a mi tierra, donde hoy soy sólo un extraño, y menos, a la mujer a la que no pude cumplir mi promesa de amor. Son muchos los recuerdos que hay en mí, y la sabia naturaleza, con su tiempo infinito, ha traído resignación a mi perturbada alma, que hoy se quiebra en pedazos en esta larga noche de recuerdos y de hastío. Ahora, mi misión es ayudar a la gente de esta comunidad, la que por tantos años me ha dado el cariño y apoyo que un hombre necesita cuando está lejos de su patria. A veces, la impotencia te hace pensar en cosas que no debes, como quitarte la vida, pero gracias a que después de la tormenta llega la calma, hoy estoy aquí para contarles esta historia triste y, al mismo tiempo, alegre de mi vida, una vida llena de sueños y recuerdos imborrables que hoy llegan a mi memoria. Tal vez, ustedes hayan pasado por lo mismo que yo, porque una gran parte de la humanidad ha tenido que emigrar por diferentes razones. De ser así, estoy seguro de que ustedes han experimentado la misma incertidumbre al dejar atrás la tierra que les vio nacer y a sus seres más queridos. Sin embargo, hoy sólo me queda recordar, en esta noche triste y melancólica de mi vida, aquí sentado, debajo de este árbol, a la luz de la Luna. Pensando en lo que un día fue mi vida al lado de mis progenitores, deseando volver a tener el calor y los besos de la única mujer que he amado, que, tal vez, todavía en sus sueños me espera. Poro, el tiempo ha pasado, el reencuentro se hace cada vez más lejano y la vida se desvanece para empezar de nuevo.

    Es un poco tarde, y toda la gente de la aldea duerme. Creo que soy el único que está despierto, recordando cómo ha sido mi vida, disfrutando del olor de esta noche única, en la que todas las hierbas del campo se han reunido para regalar su aromático perfume, que llega acompañado de una suave brisa que parece venir de tierras lejanas. El brillo de la luna se hace especial, y deja ver con claridad los altos picos de las montañas que bordean este inmenso valle que, con generosidad, me ha acompañado en todas mis andanzas a través de estas tierras, que un día fueron de mucha actividad. Muy especialmente, para El Calvario, la aldea más distante y apartada de toda civilización que pueda existir en el planeta.

    La aparición de ese extraño ser parece haber traído algunas nubes dispersas por toda la región. ¡Ojalá traiga buenas nuevas para todos los habitantes de por aquí! En especial, para los niños enfermos por el uso de los pesticidas y otras dolencias.

    Ya todos duermen. Yo también tengo sueño, y no hay nada mejor para dormir que hacerlo mirando el cielo, lleno de estrellas que titilan a gran distancia.

    La mañana se siente fresca, típica del otoño. El follaje está en descenso, los colores se hacen cada vez más notables, y el sol palidece. El saludo se hace presente, es hora de comenzar la faena diaria. Unos ordeñan las vacas, otros recogen los frutos, otros aran la tierra para sembrar la semilla que nacerá la próxima primavera. Así pasa el tiempo. Todos trabajamos. A los hombres, nos toca la tarea más ardua; las mujeres, aparte de recoger los frutos, preparan los alimentos. Los niños ayudan en el trabajo, no hay mucho tiempo para jugar. El diario vivir es muy duro, y hay que trabajar para poder disfrutar de dos comidas al día y un techo para dormir.

    No hay maestros que puedan enseñar a los niños a leer y escribir, tampoco hay escuelas. Todos son analfabetos, adultos y niños, con la única excepción de los pocos que estamos vivos y que llegamos de otras latitudes en las que tuvimos la oportunidad de aprender algo de letras. A mí, casi se me ha olvidado, aquí no hay nada que leer, y los patronos –que eran los que mayormente viajaban a la ciudad por razones de negocios– nunca se preocuparon de traer algo que pudiera ilustrar el conocimiento de los que aquí vivíamos. A ellos tampoco les importaba, pero yo tengo un periódico que llevo releyendo por más de cinco años. Me lo dejó el último vendedor de herraduras importadas que estuvo por aquí; le encargué otro, pero como no ha vuelto y para no olvidarme por completo de las letras, lo ojeo de vez en cuando, aunque me lo sé de memoria.

    Cada día, menos personas recorren los caminos que conducen a El Calvario; parece que acrecido la yerba y los trillos se han vueltos menos visibles, ya no encuentran la aldea. Antes de Gregorio morir, viajaba para vender los frutos que cosechaba y traía las cosas que se necesitaban, pero como hace mucho que nadie viaja, la senda se ha convertido en maleza.

    La noche se acerca, la gente está terminando su día de trabajo, hay mucho agotamiento y es la hora del descanso y la oración. Cada cual va llegando a su respectiva choza para comer y descansar. Algunos, los que vivimos más cerca, nos juntamos para contar cuentos sobre las cosas que suceden durante el día. Yo, por lo general me reúno en casa de Pedro, que es el capataz de la finca. Charlamos un poco mientras su esposa, María, prepara el chocolate y empanadas de maíz para la cena. Su hija Marta, que cumplió los dieciséis años, prepara las cobijas que van a usar para arroparse. En tanto, pasa la mano por el pelo de su hermanito José en señal de afecto. José, de apenas once años, padece de una enfermedad que lo tiene cada día más flaco. Ha perdido casi todo el pelo, su piel está manchada y las piernas no tienen fuerza para caminar. En la aldea, hay otros niños que están en las mismas condiciones, así como varios ancianos y mujeres. Fue que uno de los dueños de esta finca, que en paz descanse, era el medio hermano de Vicente, el actual dueño. Junto a Arturo, el socio que se fue a disfrutar su dinero, trajo durante años grandes cantidades de pesticidas –en especial, DDT (diclorodifeniltricloroetano) y otros– que los trabajadores aplicaron sin protección alguna.

    Pasado algún tiempo, los que los inhalaron o adsorbieron por la piel, provocó en los varones, esterilidad y atrofia de los testículos. A las mujeres, abortos, alteraciones fetales, daños en el hígado y cáncer. Muchos de los afectados fueron a visitar a médicos de ciudades apartadas de aquí, pero no pudieron curarse, y regresaron para morir junto a los suyos. Los daños fueron devastadores en la población; en especial, en las mujeres y los niños. María, en aquel tiempo embarazada de José, fue una de ellas. Que por suerte está vivo, pues la mayoría de los niños de su edad han muerto de una manera horrible y con mucho dolor. Aún no hay forma de prevenir los dañinos efectos que siguen apareciendo en los recién nacidos, sin que logremos hacer algo para acabar con este terrible flagelo que nos acecha.

    María y Pedro viven muy preocupados por José, y presienten que éste en cualquier momento muere. María está muy triste, y Pedro sufre por los dos. Aún así, son una familia muy unida y de nobles sentimientos. Todas las personas de la comunidad sienten mucha admiración y aprecio por Pedro, el capataz. Es un hombre justo con todos, y trabaja como los demás para que no falte nada. Las tierras son fértiles, pero la sequía de estos últimos dos años ha causado estragos en la agricultura y en el ganado. Los ríos están casi secos, y el trabajo se torna más arduo. Lo apartado de esta región hace las cosas más difíciles, pero Pedro tiene planeado un viaje a una ciudad que queda a casi veinte días de camino. Allí hay un hospital, y médicos especializados en diferentes ramas de la medicina que podrían hacer algo por José; en el poblado que está a unos ocho días de viaje no hay hospitales, pero llegar allí nos servirá para descansar un par de días antes de continuar. La ida se está planificando, y yo me he ofrecido para acompañarlos. Sólo estamos esperando que entre

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