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De La Tierra a Pámparamanda
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Libro electrónico214 páginas3 horas

De La Tierra a Pámparamanda

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Cuando el seor Nelson Estvez me permiti leer el manuscrito de su libro De la Tierra a Pmparamanda empec sin mucho entusiasmo pero enseguida me di cuenta de que estaba frente a algo extraordinario. Creo que la mejor manera de calificarlo es que es un texto denso pero que fluye. Quiero decir que en cada pgina hay una provocacin a la emocin pero t no puedes parar de leerlo porque te agarra de alma y cuerpo, tienes que seguir hasta el final.
Es una rara mezcla de cosas bellas donde el amor, la ficcin, la ciencia, la poltica, la filosofa y muchas otras se unen y crean una armona que no haba visto antes. Todo te sorprende, todo te hace soar. Me parece que haber metido tantos asuntos en una aventura y que sea emocionante, que fluya y que ensee sin dejar de ser literatura artstica es su mejor logro. La gente va a gozar leyndolo.
No pude resistir la tentacin y le dije al autor que quera ser la promotora de esta aventura y l acept. Me siento como una nia con un juguete nuevo. No paro de soar. El libro te deja as.
Altagracia Gatn (en una conversacin informal)
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento24 ene 2014
ISBN9781463363475
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    Vista previa del libro

    De La Tierra a Pámparamanda - Nelson Estévez

    Copyright © 2014 por Nelson Estévez.

    Dibujos por Richard D. López

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:     2013914164

    ISBN:                     Tapa Dura                                                  978-1-4633-6349-9

                                   Tapa Blanda                                               978-1-4633-6348-2

                                   Libro Electrónico                                      978-1-4633-6347-5

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Fecha de revisión: 15/01/2014

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    Fax: 01.812.355.1576

    ventas@palibrio.com

    467324

    Contemplo mi huerta y me lleno de gozo. Todo eso lo he cultivado yo con mis propias manos. El viento bate al maizal. Las mazorcas son grandes, las vainas de frijoles también. Ayer saqué una mata de yuca y el tubérculo era hermoso. A propósito, el maíz fue una de las semillas que no vinieron en el Arca.

    No soy un agricultor aficionado, bastante aprendí con Abu John en la huerta de él allá en Costa Vieja y bastante que leí en el yate sobre agroecología. Ese sembrado que está frente a mí es producto de mis experiencias de niño y de los estudios. Calculo que tendré frijoles y maíz para un año, no me faltarán nunca la yuca y el banano. El buey ara aunque es algo lento. La pesca no es mala y todavía queda en el barco suficiente alimento conservado. Pero ¿cuándo podré ver a otras personas? ¿Será posible que un día encuentre a Luz del Alba? ¿Cómo estará mi maestro, se habrá curado de los dolores, sería de cirugía el problema? ¿Y mis vecinas cariñosas, qué pensarán de mí? No les pude decir que me iba del país. Mi mente volvió a mi isla de origen y recorrí el poblado y el desierto costero, puse trampas con el abuelo y busqué huevos de carey en alguna playa alejada.

    El ladrido de Amigo, mi perrito, me sacó del pensamiento. Dicen que hay perros que le ladran a la luna pero el mío tiene la originalidad de ladrar a los pájaros. Al seguir con la vista el punto del cielo que Amigo miraba quedé muy sorprendido, éste era el primer avión que veía en todo el tiempo después del naufragio. A juzgar por la distancia, según mis cálculos, el aparato debía ser un pequeño aeroplano deportivo, quizás un monoplaza, a lo sumo un biplaza.

    Desapareció por el horizonte tan silencioso como entró y Amigo se calmó. Ya estaba haciendo el cálculo de cómo almacenar la cosecha cuando el avión volvió a aparecer. Estaba volando en círculo y salí corriendo, gritándole, mientras agitaba mi camisa que sin pensarlo había ido a parar a mis manos. El pequeño aeroplano se detuvo en el aire, sin ruido, se quedó en el mismo lugar, como un colibrí, estático. Quedé sorprendido y me pregunté si estaba soñando. La otra noche leí en la computadora del barco sobre las alucinaciones. Debo tener cuidado con las plantas de aquí. Hay muchas que no conozco y algunas pueden ser alucinógenas. Pero estaba despierto, porque si estuviera dormido no sangrara el dedo gordo del pie izquierdo descalzo con el que tropecé en la carrera.

    Cuando estaba más cerca del lugar donde aquel objeto colgaba observé una figura humana en la cabina del piloto, pero no me miraba. De repente el avioncito empezó a bajar, vertical y lentamente, como si fuera a posarse. Estaría a unos cincuenta metros de altura. Volví a dudar si estaba despierto. Los aviones no aterrizan así, ni se quedan quietos en el aire como los colibríes. Pero siguió bajando, despacio, y ahora veía al piloto ¿un anciano? Ya está llegando. Finalmente llegó a tierra. Me separaban de él unos sesenta metros. Corrí desesperadamente, sería el primer ser humano que veía en un año, seis meses y veinte días.

    Cuando estaba al lado del avión dejé de gritar. El piloto no me miraba. Le di la vuelta alrededor y él recostó la cabeza hacia el frente dejándola caer sobre la pizarra de navegación. Debía estar en malas condiciones. Sólo pensaba: ¡Ay Dios mío, que este hombre no se muera! ¡Era tanta la necesidad de conversar con otro ser humano! Coloqué una piedra para que mi altura estuviera aún más adecuada para abrir la carlinga pero cuando puse mis manos en ella una voz sintética dijo:

    Abriendo compartimiento –y el techo corrió hacia atrás suavemente.

    –¡Señor, señor! –le gritaba con cierta desesperación. El hombre hizo un movimiento y despertó. Debió estar desmayado.

    –Estoy muy débil. Ayúdame a ir para el barco.

    En ese momento todo parecía estar claro para mí, se trataba del dueño del yate o su piloto.

    Nací una noche de tormenta tropical, llena de truenos y relámpagos, en un pequeño pueblo llamado Costa Vieja en una isla del Caribe. Dicen las comadres que en medio del trueno mayor que estremeció al lugar salí a ver la luz y que para mayor susto de los que estaban presentes en aquel parto, en vez de llorar lancé una carcajada. Todavía se cuenta que el médico, quien ya estaba entrado en años, decidió jubilarse, pues dijo que era lo último que quería ver en su larga carrera. La jornada estuvo llena de plegarias de mi abuela Dorotea desde que le fue informado que sería un alumbramiento muy difícil, pero no pudo evitar que mi madre se fuera para siempre. Quizás fue por eso que me pusieron por nombre Cruz, que en esta tierra lo mismo lo lleva una niña que un varón como yo.

    Debido a que mi madre nunca dijo quien fue mi padre, el abuelo John me dio su apellido, traído de una isla cercana donde se habla inglés. Por la misma razón la abuela me dio el suyo, que venía de mucho más lejos. Desde ese día, como todo niño nacido en un país que alguna vez fue español, tenía por lo menos un nombre y dos apellidos: Cruz Robinson Chang. En mi denominación estaba un poco representada la mezcla que era la nación donde había de vivir, por lo menos los primeros años. Al ir creciendo me daba cuenta de lo variado que éramos los habitantes de Pueblo Viejo. Había negros retintos como el carbón, de ojos grandes y hermosos, que también tenían los dientes blancos como el marfil, y había otras personas de piel blanca. Unos eran rubios con el pelo como pelusa de maíz y los ojos verdes o azules. Sin embargo, una parte importante eran mestizos.

    El color de mi piel no era tan negro como el de mi abuelo, ni tan claro como el de mi abuela. Mis labios eran un poco más gruesos que los de ella y menos que los de él. En mis ojos había una ligera delación de algún antepasado asiático. Mi pelo rebelde cuando crecía parecía el dibujo de las olas del mar hecho a lápiz por un niño. El que mi nariz fuera algo más larga que las de mis abuelos me hacía pensar que mi padre pudiera ser un hombre blanco, lo que también se confirmaba por mis ojos que cambiaban de verde a azul según la luz del día. Siempre pensé que era bueno para mí ser un resumen genético de gran parte de la humanidad. Me imaginaba que cada mezcla previa fue producto de la historia y del amor. Sería por eso que crecí lleno de alegría, sano y ágil.

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    Gocé del viento y del sol, de las montañas y del mar. Mi isla era para mí un retazo de verde sobre una esfera azul. Cada piedra, cada árbol, cada ave que volaba de las montañas al mar y de este a los bosques y cada arco iris eran venerados por mí. Cuando yo iba creciendo el amor por el suelo, que alguna vez anduve descalzo, también crecía. A veces imaginaba que mi isla era toda una galaxia, y que más allá, a lo lejos, había una nebulosa desconocida.

    Esta comparación que involucraba los espacios cósmicos era producto de la imaginación estimulada por las clases de ciencias de mi maestro y por la abuela Dorotea a la que siempre nombraba Abu Tea, como muestra de cariño. Desde muy pequeño ella me enseñaba constelaciones de estrellas, según sus escasos conocimientos de la materia, pero muy grande imaginación. Las agrupaciones estelares podían ser tan tradicionales como caprichosas. Así teníamos a los Tres Reyes Magos del Oriente y las Siete que Brillan. Algunas estrellas eran bautizadas un poco más caprichosamente. De esta manera en los vastos espacios del universo que ella y yo compartíamos podíamos encontrar la Estrella de Mango, la de Mandarina, sin contar la de Pan y la de Café con Leche. También estaba la estrella de nuestro secreto. Se llama Esperanza. Por supuesto que es mi madre que se sentó allí desde el día de mi nacimiento. Es una estrella hermosa y solamente la podíamos mirar abuela y yo cuando nadie se diera cuenta.

    Abu Tea me dio muchas cosas importantes pero sobre todo ternura. Abu John me enseñó a ser valiente y libre. Su método era sencillo y consistía en seguirlo en cacerías y pesquerías por el mar y el desierto costero que se extendía más allá de donde nuestros pies nos podían llevar y donde nuestras vistas se perdían. Cazábamos al cerdo cimarrón y a la iguana costera y recogíamos los caracoles que pastaban en lo profundo de perdidas playas. Todo ello para una posterior tarea de mi abuela en la cocina que nos dejaba con nuevos deseos de aventura.

    A veces cuando llegábamos de playas lejanas cargados de caracoles y de pececitos que una vez tuvieron colores en el mar, de huevos de carey o de las semillas de la palma corojo, Abu Tea decía que eran cosas para abrir las entendederas en la escuela y hacía unas sabrosas comidas que compartía con otros vecinos, los cuales al olor de las cacerolas ya comentaban que Dorotea estaba alborotando al vecindario. Cuando ella se sumergía en sus meditaciones culinarias, de la forma en que sólo los que tienen sangre asiática lo pueden hacer, sabíamos que habría invitados y que todos saldrían satisfechos. Los olores y sabores de su cocina no los he encontrado en ninguna parte del mundo que posteriormente recorrí.

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    En las largas noches de aquel pueblo de campo, bastante alejado de las grandes ciudades y en un país con grandes penurias económicas eran necesarios los entretenimientos que el pueblo inventaba desde sus propias tradiciones y conocimientos. En Costa Vieja fue Abu Tea quien recreó la tertulia. Muchas noches se bailaba con la música de una vieja grabadora magnetofónica en cuyas cintas se habían grabado los sones que estaban en discos de pasta de un mucho más viejo tocadiscos ya sordo y manco.

    Había un niño, al que llamábamos el ingeniero de sonido, que se encargaba de todas las tareas de reproducción. También escuchaba la radio con un audífono y cuando se anunciaba algún son de nuestro gusto se subía el volumen de manera que pudiéramos disfrutarlo. Nunca se oían las voces de los locutores, al fin y al cabo no nos interesaban las peroratas políticas que decían para apoyar al gobierno. Entre música y música pasábamos los días de baile. Otras jornadas se dedicaban al teatro y eran cosas de gran disfrute para todos. Los niños hacían sus representaciones que con pocos recursos se montaban. Eran ayudados por muchos vecinos entusiastas donde no faltaban vestuaristas y maquillistas improvisados pero que por su talento bien pudieran haber debutado en alguna sala importante.

    En los días de narraciones el patio de la casa se llenaba de niños esperando los cuentos de brujas de Abu Tea que cada vez eran más interesantes y nunca nos dábamos cuenta de que el tiempo pasaba. Las brujas eran unas mujeres que venían volando desde Islas Canarias con el único propósito de hacer travesuras, dejando mal parado a algún campesino simplón hasta que un día algún otro con más astucia hacía una travesura más grande que aquellas isleñas, que volaban desnudas. Entonces ellas tenían que quedarse largo rato resolviendo el problema hasta que podían alzar vuelo otra vez. Un caso era cuando le regaban semillas de mostaza y esto cortaba el hilo de la magia y ellas no podían volver al aire si no las recogían todas. Y estas semillas eran muy pequeñas. Hasta ahora tengo la sensación de que las brujas sólo existieron cuando mi abuela vivía.

    En una de esas tantas noches felices en la que Abu Tea como gallina tenía bajo sus alas a los niños, se había hecho una fogata, cuyo fuego iluminaba todo el patio y daba un poco de calor al fresco diciembre. De repente se hizo un breve silencio pues se presentó una señora desconocida trayendo a su hija. El rostro de la niña se iluminaba y se oscurecía como si alguien desde los maderos encendidos estuviera haciendo efectos luminotécnicos sobre la imagen de la estrella del espectáculo. De momento daba la impresión de estar ante uno de los más atrevidos filmes de ficción. Su pelo largo y rubio y su blanca piel salían y entraban en el proceso de iluminación que las llamas agitadas por el viento producían. Luego la madre avanzó hasta la posición central y dijo:

    –Doña Tea, he sabido que ustedes son personas de bien y aquí les dejo a Luz del Alba para que juegue y baile con los niños del barrio. Yo soy la nueva vecina que me he mudado desde un pueblo del interior de la isla.

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    De repente el patio se llenó de fuertes aplausos. Esa respuesta era tan desconocida por nosotros como el hecho de una madre presentando a su hija en la tertulia. Luego la señora se retiró hasta la hora de terminar nuestra fiesta. Luz del Alba fue a sentarse precisamente al lado mío. Entonces tuve la sensación de estar ante algo extraordinariamente nuevo y desconocido sin saber qué era realmente.

    Al entrar a mi habitación escribí en una libreta: Más que luz del alba es luz del día. No quise dormir. Era un gozo pensar en ella. Así estuve hasta por la madrugada, hora en que me levanté en silencio y fui hacia un banco del patio que Abu Tea había bautizado como El Observatorio pues era desde allí que explorábamos el cielo ella y yo. Estaba en un estado especial en el que no sabía si era realmente yo o uno de los héroes de los cuentos de los libros que el maestro nos hacía leer. Pero era un estado bueno y me sentía limpio y fresco. Sin embargo, de vez en cuando, un calor extraño me subía por todo el cuerpo. Miré una de las estrellas hermosas de las que mi abuela aún no había bautizado y dije:

    –Desde hoy te llamas Luz del Alba, la amada de mi corazón.

    Yo no sé de dónde me llegaron las palabras de amor que ahora me suenan cursi pero aquel día eran para mí la mejor expresión de lo que sentía. Esperé hasta que la primera claridad del sol empezara a anunciar que un nuevo día estaba naciendo.

    Mi mente fue virgen de ese sentimiento hasta esa noche. Mi abuela oía novelas de amor en su viejo radio Motorola pero yo no les ponía atención. El maestro nos habló alguna vez de grandes amores entre personas ilustres, pero yo no me había imaginado como era ese sentimiento, ni sabía que llegaba de esa manera. Tampoco podía compararlo con el amor de Abu Tea y Abu John, pues ellos se amaban en tal silencio que en nada se parecía al huracán que movía mi alma de niño.

    A partir de ese día, de alguna manera Luz y yo estuvimos siempre juntos. En la escuela y en la tertulia nos sentábamos uno al lado del otro. En el huerto escolar que el maestro había propiciado para que aprendiéramos a apreciar la agricultura atendíamos la misma parcela. Yo quitaba las hierbas indeseables y ella regaba las plantas después que yo buscaba el agua y le llenaba la regadera. A veces coincidíamos en obras de teatro y casi siempre bailábamos juntos. Cuando el maestro hacía algún reconocimiento nos mencionaba a uno detrás del otro. Solía decir:

    Luz del Alba está aprendiendo mucha poesía, se destaca en la redacción y en la ortografía. Cruz Robinson es un buen alumno en las ciencias.

    En ocasiones, cuando estábamos sentados cerca y la atención de los demás no estaba sobre nosotros, le ponía, con gran temor, una mano sobre la de ella. Entonces Luz del Alba retiraba la suya tan suavemente que parecía que su mano no quería irse. En ese momento nos mirábamos rápidamente con el mismo deseo que miedo, y era como si me tirara al vacío desde la copa de un árbol altísimo y me quedara flotando en el aire. Durante todo el tiempo que ella vivió en Costa Vieja fue la manera

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