El río de las flores con fragancia: Cómo viajar a través de terribles tormentas
Por Lucas Abrek
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Gracias a ello, puede iniciar un viaje al pasado para reencontrarse con el día en que, de niño, un maestro especial lo condujo a experiencias de vida ajenas con personas reales.
Algunas de esas experiencias fueron dolorosas, otras no, pero todas resultaron cruciales para entender nuestro camino por este mundo. Aunque en ocasiones, ese entendimiento requiere el paso del tiempo, la aceptación de nuestras limitaciones o el reconocimiento de que lo trascendental nos espera en nuestro interior, así estemos como perdidos en la más oscura de las cavernas.
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El río de las flores con fragancia - Lucas Abrek
1. mirar atrás
Todo comenzó cuando acepté que algún día iba a morir. Tuve paz. Quizás por eso, una vez más, me envolvió una fragancia de flores rojas, que solo podía provenir de un lugar que conocí cuando esas flores ya no estaban ahí.
Pasó el tiempo y supe que era la hora de escribir, certeza que arribó como un águila que se posa lentamente al borde de un acantilado en día soleado y otea el pasado. Debía contar cómo se logra ser niño para siempre, aunque apenas pueda decir que es algo que se descubre según el camino de cada uno, y que de eso depende llegar al río de las flores con fragancia. Era volver a encontrarme con esos pobres muchachos perdidos en una fría caverna en no sé dónde, y con los años y los sueños de Aldemar. Aunque nunca los había olvidado, tampoco los había intentado traer con fuerza suficiente de la mano de Árbol.
Podía recordar. Recordar es agradecer las cosas bonitas de nuestra vida. Las malas se meditan sin alcahuetería y sin dejarlas envenenar el corazón, luego se dejan atrás, no sin que a veces primero sea como luchar un buen rato con aguas turbulentas.
Hoy, cuando puedo vanagloriarme de recuerdos de los breves años jóvenes y los largos maduros, también sonrío al meditar con sosiego sobre ciertos sucesos que solo vine a entender mucho después, y que me ocasionaron legítimo dolor y hasta llanto cuando los tuve ante mí, como pasó ese día. Y todo por ser todavía un niño, nada más… ¿Será que ser niño es malo sabiendo que comprender esos sucesos, o simplemente aceptarlos, está ligado a lo que uno llama «crecimiento» o «vida» cuando está grande, después de que los mayores lo han adoctrinado a uno sobre lo que debe pensar de la niñez o el transcurrir del camino? La verdad es que no. Es bello no entender el mundo de los mayores, que ya no entienden el mundo de los niños, y vivir en medio de las experiencias más inocentes mientras la edad y la existencia no lo agarran a uno por los pelos, no obstante, la inocencia jamás puede ser nuestro único alimento. ¡Lástima que uno tarde tanto tiempo en percatarse de estas cuestiones, sobre las cuales con frecuencia nadie nos instruye!
Pero yo estaba con Árbol.
Escribiendo estas líneas, rememoro con melancólica claridad las horas que me hacen decir cuanto digo. Medito sobre mi niñez, no sobre mis primeros años escolares, sino sobre una época anterior, cuando aún no había tenido contacto con mi primer profesor humano. Eso suena raro: que una persona adulta como yo, de pronto quiera ir tan atrás en su existencia. Sin embargo, tengo la seguridad de ser comprendido apenas se hayan leído algunas páginas de las que siguen a esta; mucho mejor si se leen todas. Si quien lee esto es un niño en el auténtico sentido, no tendrá prejuicios y podremos conversar juntos con Árbol.
Árbol, mi primer maestro, cuyo recuerdo persiste en formas siempre nuevas.
Años después reconocí que el día de nuestra separación definitiva debía llegar. Claro, repasar nuestra vida a distancia es de gran ayuda para la resignación. Alguien dirá que en realidad he madurado, a lo cual debo replicar: «¿no es lo mismo madurar que ver ciertos aspectos de nuestra vida a distancia?». Que cada uno decida. Lo cierto es que en el fondo no creí que fuera ese el día.
2. con árbol
En esa época yo no vivía en la ciudad, sino en una bonita hacienda por la cual pasaba un río. Hace muchísimo tiempo ese río era llamado Ubawe por los indios, o eso decía la gente del lugar. Ubawe se supone que significa «flor olorosa» en su lengua, y así fue bautizado el río debido a unas olorosas flores rojas que alguna vez poblaron sus riberas. Esto me contó mi padre una noche lluviosa, poco antes de la dolorosa partida:
—Hijo —me aclaró—, entiendo que ubawe en realidad significa «flor con fragancia». Me contaban los viejos que luego de crecidas del río y cuando todo ya estaba en calma, su fragancia se apreciaba en las cercanías. No conocí esas flores. No sé qué sucedió, ya no estaban cuando nací.
—¿Qué es fragancia, papi? —pregunté.
—Un olor muy rico, Ismael. No uno agradable normal. Uno rico.
—O sea, que ¿olía rico luego de que el río se agitara por una tormenta o algo así?
—Precisamente. Me hubiera gustado estar en uno de esos momentos en que el aire se llenaba de fragancia.
Reflexioné unos segundos.
—Sí, debía ser bonito —y con total ingenuidad formulé una pregunta que resultó algo incómoda—: ¿Y qué fue de los indios? Jamás he visto uno por aquí.
Mi padre puso cara de «nunca se me ocurrió preguntar nada al respecto». Dando una gran lección de honestidad, no eludió dar la única respuesta a su alcance:
—No sé, hijo.
Nací en esa hacienda y no me moví de ella sino de vez en cuando hasta poco antes de cumplir siete años. Era usual que realizara largas y solitarias caminatas por el campo, como suele ocurrir con niños que crecen en contacto con la naturaleza, y a veces contándome historias que me inventaba a partir de los libros que me leía mi mamá o que yo mismo tomaba de nuestra biblioteca porque podía leer. De los libros que escapaban a mi comprensión, algo se me