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Los cuentos de la Maragata -4-: Astorga
Los cuentos de la Maragata -4-: Astorga
Los cuentos de la Maragata -4-: Astorga
Libro electrónico144 páginas2 horas

Los cuentos de la Maragata -4-: Astorga

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Relatos para todas las edades

La Maragata había decidido regresar a la ciudad que la vio nacer, le hacía mucha ilusión estar en Astorga.

Siempre elegía un lugar emblemático de la ciudad que visitaba, y nunca estaba dos veces en el mismo sitio.
Como cada día, instaló su puesto de alfarería. Los más curiosos se acercaban para admirar las figuritas que con tanta destreza realizaba.
Siempre había niños que le hacían preguntas, ya que los adultos no se atrevían, y se unían a ella llenando sus manos de arcilla, mientras nuestra protagonista les deleitaba con historias fantásticas provistas de moralejas que les hacían pensar.
A la gente le gustaba tanto las historias que contaba que siempre le pedían más, pero por horario solo podía narrar tres cuentos cada día.
Al cabo de tres días, se despidió de aquellas buenas gentes y emprendió el camino hacia un nuevo destino donde seguir contando sus cuentos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 may 2020
ISBN9788412169188
Los cuentos de la Maragata -4-: Astorga

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    Los cuentos de la Maragata -4- - Carolina Simón Tomás

    NOTA DE LA AUTORA

    Comenzamos la andadura de un nuevo libro, relatos de nuevos cuentos, cuentos en manos de un personaje mítico. Una maragata con su traje típico, con utensilios de hacer alfarería manejados con magistral destreza, se instala en la plaza de cualquier ciudad a la vez que realiza su magia para conseguir que todo aquel que la escuche sea capaz de transportarse a la infancia, tal vez a lugares insospechados, y borrar de sus recuerdos algunas malas vivencias pasadas o, al menos, conseguir que pierdan importancia, porque con el paso del tiempo no la tienen. La vida es eso realmente, buenas y malas experiencias. De esta forma la maragata va tejiendo nuestro día a día, entre vasijas y relatos. Siempre decimos que los cuentos son para los niños, nada más lejos de la realidad, los cuentos nos devuelven a nuestra infancia, ese espacio de tiempo que muchos han olvidado.

    Comenzaremos estos relatos con amor y ternura, y siempre desde el cariño por mi tierra natal. Astorga tiene lugares maravillosos donde los peregrinos que van y vienen de hacer su camino de Santiago llenan las calles y transmiten a los demás su paz interior después de haber conseguido su objetivo y darse un tiempo para encontrarse con su propio yo.

    Te espero entre las páginas de este libro.

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    DEDICATORIA

    Este libro va dedicado a mi querida abuela Ángela. Quiero agradecerte todo el cariño que me diste cuando era niña.

    A mi hija Yolanda por su infinita paciencia conmigo y mis escritos.

    A Isabel Montes por escucharme y ayudarme a que salga a la luz.

    Y a ti, lector/a, por dedicar tu precioso tiempo a la lectura de mis relatos.

    Mi más sincero agradecimiento a tod@s.

    CAPÍTULO 1. LA PLAZA DEL AYUNTAMIENTO

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    Por fin llegué a mi ciudad natal, me hizo mucha ilusión. Nací en Astorga, así que te puedo decir con mucho orgullo que soy maragata.

    Hace años que tengo un puesto de alfarería ambulante y voy por los pueblos contando historias y haciendo piezas de barro. Suelo buscar espacios amplios, donde las autoridades me permitan poner mi parada durante varias horas. A los niños les encanta sentarse a mi lado y yo también lo disfruto con ellos. Los mayores son más vergonzosos y no se atreven a mancharse las manos.

    Se me olvidaba, mi nombre es Ángela. En esta ocasión tuve el honor de poner mi parada en la plaza del Ayuntamiento de Astorga. En pocos minutos, los curiosos se arremolinaron a mi alrededor.

    Una niña muy curiosa me preguntó qué estaba haciendo.

    ―Ya ves, trabajo con barro. ¿Sabes lo que es?

    La pequeña se encogió de hombros y negó con la cabeza.

    ―Ven, siéntate a mi lado y te enseño a trabajarlo. Me gustaría saber cómo te llamas.

    ―Soy Conchi ―dijo la niña muy emocionada.

    El grupo de curiosos fue aumentando notablemente, la niña se sentía feliz hundiendo sus dedos regordetes en el barro. Me miró y me dijo:

    ―¿Tú sabes contar cuentos?

    ―Claro que sí, es mi especialidad. ¿Quieres que te cuente uno?

    —Sí, por favor —respondió Conchi feliz.

    Así que, con una sonrisa y sin más preámbulos, comencé un nuevo relato.

    UN PROBLEMA MUY GORDO

    En una ciudad como tantas otras, vivía una muchacha llamada Rosa. Era una jovencita morena, con alguna que otra peca en la cara. Su voz, cuando cantaba, sonaba como un coro de ángeles. Su carácter era el de una persona alegre, o por lo menos antes lo era.

    La gente con la que se cruzaba en la calle, los chicos que iban en pandilla, en fin, la mayoría de la gente con la que se encontraba se burlaban de ella descaradamente, los insultos sobre su gordura no tenían fin. Sin embargo y pese a todo, Rosa tenía un corazón de oro, vamos, un corazón diez, capaz de creer en el buen sentimiento de la gente y, cómo no, también creía en los cuentos de hadas.

    Al decir aquella frase los presentes me miraron extrañados.

    ―¿Qué pasa, que ya no os acordáis de lo que son las hadas? ―pregunté mirando a mis espectadores.

    ―Yo sí que creo en las hadas, pero mi madre no ―contestó Pepín, el niño que estaba sentado junto a mí.

    ―Así me gusta, Pepín ―le dije con una sonrisa―. Si apartas de tu imaginación todas esas historias que ves en televisión de monstruos descuartizando gente, guerreros dispuestos a matar a todo el que se mueva, dibujos animados con cuerpos amorfos y un afán increíble de venganza... y cosas parecidas, verás que en el fondo siguen quedando los cuentos de duendes y hadas, que nunca han desaparecido porque en realidad nadie sabe a ciencia cierta si son verdad o mentira.

    A nuestra amiga Rosa sí le gustaban esas historias, aunque también otras cosas como caminar, ir al cine y lo que solían hacer los chicos de su edad. Pero cada vez lo hacía menos, porque poco a poco su grupo de amistades se había ido reduciendo.

    Casi todos los días daba un largo paseo, procurando encontrarse lo menos posible con la gente, eso hacía que fuera por las arboledas, jardines y demás lugares solitarios.

    Un día que fue a caminar, iba tan pensativa que no se percató de que su paseo era mucho más largo de lo que hacía habitualmente. Poco a poco las casas iban desapareciendo, a lo largo del camino había mucha vegetación, una hierba aterciopelada invitaba a pasear por ella y, a lo lejos, el murmullo de aguas cristalinas se mezclaba con el aroma de las flores. Rosa fue siguiendo este sonido hasta llegar al riachuelo que corría por medio del prado donde se encontraba.

    Al verse reflejada en el agua, se le vinieron a la cabeza todos los insultos que solía recibir y, sin poder remediarlo, unas lágrimas resbalaron por sus mejillas y fueron a mezclarse con las aguas cristalinas del arroyo.

    Rosa dio un suspiro, dejó las sandalias a un lado y se sentó a la orilla metiendo los pies en el agua. Estaba tan fresca y agradable que pronto se olvidó de su problema y disfrutó de un rato de tranquilidad.

    De repente, del agua comenzaron a salir burbujas brillantes, que hacían un círculo. Rosa miraba aquel resplandor con los ojos cada vez más abiertos. Poco a poco todo aquello se transformó en una criatura bellísima que se mantenía sobre las aguas del arroyo, rodeada de gasas de colores alegres y brillantes. Tenía una melena larga que ondeaba con el viento y un rostro agradable y dulce que le sonreía.

    Rosa no daba crédito a sus ojos y tartamudeando le preguntó:

    ―Tú eres, eres un...

    El hada respondió.

    ―Soy el hada de este arroyo, en el cual se ha reflejado un gran corazón, empañado por estas lágrimas. ―Y abriendo la mano le enseñó sus propias lágrimas, que se habían convertido en perlitas y diamantes. Se acercó a Rosa y se las dio―. Quiero que las guardes y que me cuentes el motivo de tu pena ―le dijo el hada.

    A pesar de la sorpresa, Rosa se sentía muy a gusto y empezó a explicarle lo que le pasaba. Cuando hubo terminado, el hada se quedó pensativa y al fin le respondió.

    ―Esas personas que se ríen de tu gordura se merecen una lección. Su estupidez será su castigo ―dijo el hada categóricamente y, tal como había aparecido, volvió a desaparecer.

    Rosa se quedó un poco perpleja, lo que acababa de pasarle no ocurría todos los días. Lentamente sacó los pies del agua, se levantó y volvió sobre sus pasos para su casa, mientras se preguntaba qué habría querido decir el hada con aquella frase.

    De todos modos, no tardó mucho tiempo en obtener la respuesta a su pregunta. Al llegar al pueblo, un niño la miró y se rio llamándole gorda delante de ella. Sin embargo, le duró poco tiempo la risa, porque vio como su cuerpo empezó a engordar por momentos. El niño, horrorizado, comenzó a llamar a su madre a gritos.

    Fueron pasando los días y cada vez había más gente gorda en la ciudad, unos se reían de otros y, poco a poco, como si de una epidemia se tratara, la mayor parte de la gente se habían convertido en personas extremadamente gordas.

    El problema fue tal que muchos ciudadanos fueron a hablar con el alcalde, no entendían lo que ocurría, pero le dijeron que él tendría que hacer algo para parar todo aquello.

    Rosa, con el tiempo y viendo a la gran mayoría de la gente convertirse en personas gordas, no sintió ganas de reírse, sino todo lo contrario, le daban pena. Eso hizo que poco a poco fuera perdiendo peso y se convirtiera en una jovencita muy hermosa.

    El alcalde estaba desesperado viendo el problema que tenía y no sabiendo qué hacer, así que dio orden de que todas las personas que no estuvieran gordas acudieran al salón de actos del ayuntamiento, donde él y sus ayudantes se reunían. Pronto se congregaron en el salón unas cuantas personas, en realidad fueron muy pocas, entre las que se encontraba Rosa, quien pudo comprobar que las palabras del hada habían surtido efecto, así como el grado de estupidez que tenían la gran mayoría de las personas de su ciudad.

    El alcalde se dirigió a ellos y les preguntó si alguno conocía el motivo por el cual casi toda la ciudad estaba llena de gente gorda. Muchos dieron su opinión, las respuestas fueron de lo más disparatadas, desde echarle la culpa a los insecticidas que se utilizaban en el campo a que el problema era no tener unos polideportivos en todas las barriadas. Incluso hubo algunos que lo achacaron a los impuestos y otros que creían que era cosa de marcianos que los estaban invadiendo.

    Se estuvo debatiendo durante horas sin llegar a nada en concreto, hasta que cada uno decidió volver a su casa. Rosa sí conocía el origen del problema, pero, aunque lo expusiera, nadie lo iba a creer, así que decidió callarse. Ayudar a resolverlo sería más difícil, se había convertido en un problema muy gordo.

    Ya en su casa y pensando el modo de arreglar aquel desastre, de repente se acordó de las lágrimas. Eran como una joya, pero podía utilizarlas tirándolas al río para que saliera el hada, aunque de esta manera se quedaría sin ellas. Eran su tesoro, el regalo que le había hecho el hada y algo único que nadie más tenía.

    Sin pensarlo dos veces, salió corriendo de su habitación y se fue derecha al riachuelo. Llegó al río cansada y sudando, se colocó a la orilla y lanzó al agua las lágrimas que llevaba en la mano. En efecto, al momento volvió a salir el hada tan sonriente como la primera vez. Se alegró de ver

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