Nocturno para mi madre
Por Amanda Puz
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Mamita de mis amores, no te enojes porque resucito el pasado en vez de dejarlo en el país del olvido, desde donde ya no nos dañe. No te enojes porque lo cuento pues si no lo hago voy a reventar, a ahogarme, a morirme de a poco...
Ese pasado en el que tú fuiste la habitante más hermosa no puede hacernos daño. Miro la fotografía en sepia en la que te ves bellísima y elegante y me viene la urgencia de contar cómo era esa mujer. Cuando te cuento, me cuento yo también y, de algún modo, cuento a otras mujeres, a otras madres, a otras hijas...
¡Sabemos tan poco de nuestras madres!
Sé que no va a estar más en ninguna parte. Esa verdad me desesperaba los primeros años. Qué atroz la ausencia, el silencio de los muertos.
Amanda Puz
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Nocturno para mi madre - Amanda Puz
Ana
I
DÉJAME QUE TE CUENTE
Mi madre muerta, la Llallita, empezó a penarme cuando cumplí sesenta y seis años, la edad que ella tenía cuando llegó de Chile a juntarse conmigo en Francia, donde yo vivía exiliada. Una noche desperté con un deseo incontenible de hablarle. Para sosegarme escuché un nocturno, una melodía dulce para experimentar sentimientos apacibles en una noche tranquila. Pero ni esa noche ni las que siguieron fueron apacibles. De la relación entre mi madre y yo, así como de toda relación entre una madre y una hija, ninguna sale indemne. Desde entonces siempre pienso en ella de noche, y busco el lado fresco de la almohada para recordarla. Luego me levanto y escribo rodeada de silencio, echando miradas furtivas a la habitación donde dormía y que ocupo yo ahora. Escribo solo de noche, cuando en la casa no hay música ni ruidos exteriores, y yo, insomne, no tengo con quien hablar.
Escribo sobre mi madre para pedirle perdón por las mil omisiones de mi parte, y por los gestos que no tuve, y a lo mejor para arreglar cuentas pendientes. Para reparar la injusticia de haber estado en mi infancia muy ligada a mi padre y de haberlo preferido, en vez de acercarme a ella, que fue la que siempre estuvo a nuestro lado. Abrumada por los remordimientos porque nunca le pregunté nada sobre su vida, ni sobre sus anhelos, ni sobre nada de nada. Por tener atragantados en la garganta reproches que nunca le hice y que acaso merecía. Para tener la conversación que nunca tuvimos. Y para decirle de una manera muy mía que siempre la quise, aunque nunca se lo dije con palabras, con esas palabras que adoro plasmar en el papel pero que se me enredan en la lengua y no quieren salir, pronunciadas.
También porque de algún modo mi historia con ella tiene que ver con mis propias hijas y con estas y sus hijas.
Te pido perdón, mamá, por todas las veces que no dejé todo botado para hablarte. Estaba en mi escritorio leyendo, o preparando clases, y tú mirabas en el televisor del living películas en francés que entendías al revés. Llorabas cuando había que reír o soltabas la risa en vez del llanto. Yo iba de vez en cuando a preguntarte si deseabas algo, a conversarte un rato, a traducirte los diálogos, y luego retornaba a lo mío. Sentía remordimientos pero volvía a mis libros. ¿Por qué no me fui a instalar a tu lado y te tomé la mano y te hablé con ternura?
Siempre te traté de «usted», como mis tres niñas me tratan a mí, y esta es la primera vez que te digo «tú». Busco a tientas modos de acercarme a ti.
Con mi mamá no nos hablábamos mucho. Es una espina que tengo clavada. Siento no haber hablado más con ella. Nunca le pregunté nada sobre su infancia ni sobre sus amores. Es que las madres no tienen infancia ni tienen amores. No son gente como los demás. Nacieron el mismo día que nosotras y son asexuadas. Mis propias hijas nunca me han preguntado nada y si algo han sabido es porque escribí mis memorias.
Las hijas no preguntan nunca nada a las madres. Yo hablo mucho con las mías, como buenas amigas, pero no nos explayamos sobre los amores. Cuando eran niñas y luego adolescentes y la comunicación se hacía difícil porque nos exasperábamos mutuamente, nos escribíamos. Con afectuosa cortesía y con amor nos hemos tratado siempre, así como fue entre mi madre y yo. Nunca nos hemos gritoneado. Si en alguna ocasión capto un tonillo algo condescendiente, se lo digo. Porque, dicen los entendidos, las madres y las hijas se dirigen la palabra de un modo particular, entre reproche e irritación, y yo no quiero que eso nos pase.
A mis nietos, en cambio, les hablo de cuando yo era niña, y les cuento los cuentos que no me contaron. Enredados en ellos está mi vida. Y en ellos he dejado filtrar —como una catarsis— mis dolores de infancia, camuflados en episodios jocosos. Y a veces también les hablo de mis amores.
No sé en realidad si me gustaría que mis hijas me hicieran preguntas sobre mis sentimientos, ni si me gustaría responderlas. Aun así, me dan ganas de clamar: vayan, hijas, interroguen a sus madres porque cuando quieran hacerlo ya se habrán ido, y será demasiado tarde.
¡Sabemos tan poco de nuestras madres!
Pero tal vez si las madres contaran, las hijas morirían de pena.
Sólo una vez mi mamá me habló de un enamorado —un día que me invitó a tomar helados, yo tenía quince años—, el hijo de un griego inmigrante. Después me gustaba pensar cómo hubiera salido yo de haber tenido un padre griego.
¿A cuántos hombres amaste, Llallita? ¿O fue Luis Antonio tu único amor? Mi lista es muchísimo más larga, pero esos hombres escribieron mi nombre en el agua. Deformo el epitafio de un poeta inglés y lo hago mío porque refleja lo que pienso en esas mañanas de despertares tristes, mamita.
En ciertos momentos nos sentimos como en un laberinto donde andamos todos perdidos, tratando de encontrarnos. Trato de encontrar a mi madre, de recuperarla, de reinventarla. No quiero juzgarla. Algún día mis hijas podrían juzgarme a mí. Siempre me sentí amada por ella y sé que mis hijas se sienten amadas por mí. Es posible que la haya decepcionado, así como he decepcionado tal vez a mis niñas.
Yo sólo quiero contarla.
No conozco gran cosa de su vida y me consuelo: no importa, será una mamita mía, la de los sueños, la que ladea la cara como un girasol para no verme.
Dicen que cuando las hijas escriben sobre las madres,