Estrógenos
Por Leticia Martin
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Estrógenos - Leticia Martin
Estrógenos
Estrógenos
Leticia Martin
Índice de contenido
Portadilla
Legales
Estrógenos
Diseño de tapa: Margarita Monjardin
Diagramación de interior: b de vaca
© 2016, Leticia Martin
© 2016, QUELEER S.A.
Lambaré 893, Buenos Aires, Argentina.
Primera edición en formato digital: agosto de 2016
Digitalización: Proyecto451
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright
, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.
Inscripción ley 11.723 en trámite
ISBN edición digital (ePub): 978-950-556-687-7
A mi padre
1
–No voy a hacer lo mismo que mi abuela –me había dicho Cecilia. Le contesté que no la entendía y la verdad es que no la entendía. ¿Se agotó para siempre la necesidad de las mujeres de procrear? ¿A nadie le importa la continuidad? Tener un hijo para que no se extinga la especie, el nombre, el apellido. Tener un hijo para querer a alguien. ¿Tan absurdo es pensar en eso?
–Me importa un bledo la bandera del continuismo y tu deseo de que yo sea madre, Martín.
La semana pasada Cecilia estuvo bastante irritable. Desde que pasó a tener más responsabilidades en su trabajo todo la pone histérica. Apura los procesos naturales de las cosas, levanta los platos de la mesa antes de terminar de comer, golpea las puertas y deja caer los utensilios con total torpeza. Sin embargo, a la vez, está exultante. No exagero con el adjetivo. Cualquier cosa se le vuelve motivo de debate. Quiere decidir
qué marca de endulzante vamos a comprar, qué vamos a hacer los fines de semana, qué deberíamos resolver con la fallida conexión de nuestro Nit. Mi intervención le resulta innecesaria y provisoria. Duda, me consulta, saca cuentas, pero al final resuelve sola; todo. Desde la marca de leche que vamos a consumir hasta el pantalón que yo tendría que usar para ir a la oficina. Me gusta verla debatirse entre las nimias cuestiones domésticas y sus grandes problemas laborales. A veces me quedo mirando cómo se enreda sola en las mil y una actividades que quiere llevar a cabo. Igual, aunque lo rechazo, hay algo de eso que me atrae. Y es que Cecilia se serena cuando decide y me facilita las cosas cuando avanza sola.
–¿Qué es lo que no entendés?
–Eso que decís de tu abuela.
–Lo hablamos mil veces, Martín.
–Igual no me parece.
Es verdad. Lo venimos hablando hace semanas. Pero también es cierto que nunca terminamos de ponernos de acuerdo. La abuela de Cecilia fue la última mujer de su familia en engendrar.
–Quiero preservarme –volvió a decir, como si yo fuera el obstáculo para cada uno de sus proyectos.
–¿Preservarte de qué? Y además… ¿Qué tiene que ver tu abuela con vos? Estamos hablando de tener un hijo, bah, del miedo de poner el cuerpo para tener un hijo. Lo de tu abuela pasó hace mucho tiempo. Ahora las cosas son más fáciles.
–Dejá, dejá. No podemos hablar. No nos vamos a entender nunca –Se pone el abrigo de pana y da por terminada la conversación. Siempre hace lo mismo. Reprime las ganas de volverse contra mí, suspende lo que está haciendo o diciendo y se va enojada, resoplando con fuerza.
Cecilia es hija de una pareja continuista. No conozco muy bien la interna familiar, pero sé que Hugo, su padre, aceptó someterse a varias pruebas de fecundación masculina en la etapa embrionaria de esas investigaciones y que luego de intentarlo varias veces consiguió cursar el primer trimestre de embarazo de la que fue su primera y única hija. La madre de Cecilia, que era actriz y bailarina de tap, llegó a niveles muy altos de popularidad después de inseminar a más de cinco varones antipatriarcales. Esa popularidad no fue muy buena para Cecilia, que tuvo que soportar cámaras y exposiciones de todo tipo. Sobre todo a partir de que Hugo, su padre, abogado especialista en derecho civil y penal, impulsó varias demandas que le valieron la tenencia de Cecilia, luego de tramitar el divorcio digital y volverse muy solicitado en los foros del Nit. Hugo consiguió que su esposa pague las cuotas por alimentos y educación de su hija y presentó el primer proyecto de ley que postuló la igualdad de género en el ámbito hogareño. Ese trasfondo de la historia personal enturbiaba nuestras charlas y alejaba a Cecilia del deseo de ser madre.
–¿Por qué no bajamos un cambio? –le digo intentando dar la conversación por terminada.
–No, ya fue –me responde cortante, y agarra las llaves de un manotazo.
–Pará un minuto. Estamos hablando. No seas calentona.
Aprovecho su distracción y le saco las llaves de la mano, como haciéndole un chiste. Ella reacciona mal y se violenta, me mira con odio. A mí me excita que se enoje.
–No, no. Ya fue, dame eso.
–No te hagas la dura.
–Martín, dame las llaves.
–Agarralas...
–Dejá de hacerte el gracioso.
–¿Qué pasa, te hice reír? Dale, vení acá, te estás riendo. Te hice reír.
–No me estoy riendo –dice intentando ocultar la mueca de su sonrisa y dejándose abrazar. Después me da un pico, como para sacarme de encima y aleja su boca de mi cara. Pero yo la retengo y apoyo mi mano sobre la de ella, que ahora sostiene las llaves apretándolas contra el sofá y arrastro dos dedos de mi otra mano sobre el cierre metálico de su pantalón de jean. Presiono con fuerza y en la misma maniobra le pongo un beso a esa boca elástica, que se resiste. Mientras tanto, mientras ella retrocede en su idea de seguir forcejeando para irse, le saco la remera y la beso. Entonces la veo encenderse, escucho que suelta las llaves que caen al piso y ella me empuja hacia atrás.
–Vos te lo buscaste –me dice –, ahora no te quejes.
Se suelta el pelo y apoya las dos rodillas sobre el piso, frente a mí, me desabrocha el cinturón, abre mi bragueta y tira de mi pantalón de vestir. No lo hace con cuidado. Me rasguña las piernas y me aprieta la pija con una mano. Yo hago cálculos a toda velocidad. No estoy seguro de que los días favorables a la fertilización hayan pasado. Igual no me opongo a las caricias y la dejo avanzar. Cecilia me chupa la pija girando la cabeza, mirándome a los ojos, haciéndose la que se atraganta. Yo aguanto todo lo que puedo y evito el pensamiento de esa trágica coincidencia en la que un óvulo pueda sentirse atraído por la fuerza del esperma hacia el cuerpo cavernoso de mi pene y entonces todo se active para la fertilización. En eso estoy, elucubrando, cuando no puedo más. Pierdo el control de mi cuerpo. Siento un temblor intenso y veo a Cecilia sentada encima mío, agitándose como un animal.
La dejo.
La disfruto.
Estático, debajo de ella, veo la forma en que goza o parece que goza. Aguanto durante unos minutos y después exploto. En ese momento ella corre hasta la repisa del baño y trae el aparato que le vendieron en uno de los laboratorios del Nit. Me doy cuenta recién cuando veo que ella mete un adminículo en el micro-orificio de mi pene que va perdiendo su erección. No siento más dolor que el que había imaginado. El dispositivo es una especie de micro jeringa donde un genetista introdujo los óvulos congelados de Cecilia. Ella sabe manipular el material. Tiene estudiadas todas las maniobras.
Cuando íbamos al cine y la película nos aburría Cecilia me recitaba al oído los pasos a seguir para la fertilización. Siempre estuvo un poco obsesionada con el tema. Yo la escuchaba, pero después le decía que no, que conmigo no, que para poner en práctica esas ideas iba a tener que conseguirse otro tipo.
Quiero tener un hijo. Siempre quise. Sin embargo nunca imaginé que esa experiencia fuera a suceder adentro mío. Cecilia trabajó para convencerme como si supiera con certeza que este momento iba a llegar. Cuando empezamos a salir y hablábamos del tema, ella me miraba a los ojos y me hacía una sonrisita compradora, o juntaba los labios y me mostraba una especie de trompita de nena encaprichada que le hace puchero a su papá. Yo buscaba convencerla de que era mejor viajar a Euramérica, todavía sin hijos, o de que compráramos una casa, o un campo virtual para distendernos. De hecho una vez googleamos campos
en la web y encontramos uno con vacas, y ovejas, y caballos virtuales, y hasta un tambo operativo. Pero, evidentemente, el momento de esas cuestiones había pasado sin que yo hubiera logrado convencerla. No me explico cómo, pero ahora estamos acá, sobre el sofá, yo tirado boca arriba, el cuello estirado y las manos de Cecilia metiendo el espéculo en mi pene.
–¿Ya está?
–No. Falta lo mejor.
Cecilia junta las dos manos sobre mi pene inyectado y vuelve a refregarlas con fuerza. En la revista Seres, habíamos leído que es importante reproducir la sensación placentera del acto sexual en el momento del encuentro del espermatozoide con el óvulo congelado. Sin embargo yo, más que placer, siento dolores y molestias.
Cecilia me habla, se mueve delante mío, baila, se toca, cierra los ojos, se acaricia las piernas y las tetas y otra vez me tiene en su poder. Cuando entiende que estoy a punto de eyacular baja con vehemencia el émbolo de la jeringa que tiene entre los dedos, y termina de vaciarla adentro de mi glande. Un frío repentino ingresa a mi cuerpo y enseguida veo a Cecilia tirando del instrumento hacia atrás y pegando un grito de triunfo mientras lo arranca.
–Pará, loca– le digo. –¿Estás loca?
Pero ella grita de alegría. Apenas culmina la concepción asistida, Cecilia sale del sofá como un resorte y camina desnuda por el living hasta el baño,