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El secreto de la almadraba
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Libro electrónico363 páginas5 horas

El secreto de la almadraba

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Un secreto para cambiar una vida. Una vida para cambiar un mundo.

Un joven pescador gaditano del siglo XV, durante la pesca del atún en aguas del Golfo de Cádiz según las antiguas artes de almadraba, encuentra por casualidad un secreto que cambiará su vida. De manera poco sospechada, le llevará a realizar un peligroso y fantástico viaje acompañado de personajes que se verán influidos por dicho secreto. Durante el mismo, conocerá de las intrigas políticas, de amores y desamores, pero sobre todo, de las increíbles sorpresas que su arcano le depara.

Todo ello llevará sobre sus hombros el protagonista, con mucho de pena y algo de gloria, para acabar recogiéndolo en las Memorias de un cartujo, donde se reconocen algunos de los eventos y personajes de dicho siglo, a las puertas de un cambio de era.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 mar 2020
ISBN9788418152917
El secreto de la almadraba

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    El secreto de la almadraba - Sierra Eslava

    - Primera parte -

    El secreto de la almadraba

    Memorias de un cartujo

    Es difícil para mí escribir estas memorias. Bueno, no tanto escribirlas, que hace tiempo que domino el arte de la escritura, al menos para hacerme entender, sino más bien hacerlo de manera que las personas a las que las dirijo no abandonen su lectura tras un primer párrafo que, de forma introductoria pero descuidada, relatara impaciente más de lo que estuvieran dispuestas a tolerar oír, antes de haber expuesto al menos unos antecedentes de forma coherente y ordenada.

    Bien, quizás coherencia tampoco sea la palabra. Ya se darán cuenta de que ando más bien escaso de tal, no por causa mía, sino por las alforjas que llevo. Tampoco el orden me es posible, ya que apenas logro mantenerlo mínimamente en mi cabeza. Y quizás por todo ello me veo empujado a poner negro sobre blanco tanto como necesito y pueda, a pesar del riesgo mencionado.

    Comienzo mi relato un quince de agosto. La tarde ha sido calurosa, pero sobre todo confusa. Ya en mi retiro puedo encontrar la paz y la tranquilidad que preciso para acometer esta tarea que me he propuesto.

    Vine al mundo hace hoy treinta y tres años, aunque esta efeméride no es la causa que me empuja a empuñar hoy las herramientas de escritura. Aunque tampoco es coincidencia la fecha. Pero todo eso es algo que deben darme algo de tiempo para relatar. Entonces me llamé Gonzalo Gálvez.

    Hoy soy monje cartujo y me encuentro en mi celda en este caluroso día, aferrado a mi pluma y a la esperanza de que me sea de ayuda contarles cuanto me dispongo a hacer. Comienzo, pues, confiándome a Dios y a la paciencia de quienes me leen.

    Mi familia llevaba generaciones apegada a la mar en aquel pedazo de tierra arrancada a la misma que es Cádiz. Para quien no la conozca, Cádiz es una tierra muy especial, de todas se dice, pero en este caso es bien cierto. Sin embargo, según me contaba mi padre, los abuelos de los abuelos de mis abuelos vinieron del norte de la península al rebufo de una reconquista que llevó la cruz a aquella pequeña ínsula hacía ya bastante más de dos siglos.

    Aquel antepasado, que había conocido la pesca según las artes del océano Cantábrico, nunca había cogido las redes hasta llegar a tierras gaditanas y tuvo que aprender el oficio. De él habían oído relatos de cómo intrépidos cántabros y vascos partían tras seres monstruosos para darles caza, no ya con redes, sino con arpones. Aquí en Cádiz, esa pesca forma parte del mito del que rara vez hablaban las gentes, ya que la pesca habitual es la de almadraba.

    La almadraba es una ciencia maravillosa que desde pequeño yo trataba de vislumbrar desde la costa, pero que estaba reservada a iniciados. Ni que decir tiene que siempre soñé con incorporarme a la cofradía de mi padre y volver victorioso con una importante captura. Otros niños soñaban con empuñar lanzas y espadas, a los más mayores los oía hablar de mujeres, pero yo crecí soñando con levantar las redes en cuadrilla y arponear aquellos enormes peces que desfilaban después silentes y sangrantes ante los asombrados ojos de los niños, nosotros, que corríamos descalzos chapoteando por el puerto en torno a aquel aquelarre.

    Disculpen vuestras mercedes, que ya les dije que el orden no es lo mío cuando rebusco en mi cabeza. Hablaba de la almadraba, trabajada por muchos gaditanos, pero cuya gestión había sido encomendada por orden real al duque de Medina-Sidonia, notable de la zona y de toda Castilla. Requerido por la perentoria necesidad de obtener fruto de la encomienda, el duque espoleó a los arráeces a reclutar cuantos brazos pudieran para arrastrar y levantar redes atuneras. Así fue aceptado el abuelo del abuelo de mi abuelo como aprendiz, pese a su avanzada edad para serlo. Desde entonces, mi familia vivió de la mar, guardando memoria de este nuevo comienzo, ya que de nuestros orígenes norteños nos quedan pocos recuerdos que hayan llegado hasta nosotros. No sé si por desmemoria o más bien porque allí aconteciera lo que debe ser olvidado en una tierra nueva, en una nueva vida. Esto, por desgracia, es lo que me temo. Y esto, precisamente, es lo que pretendo con estas memorias: empezar una nueva vida, después de tantas como ya he iniciado, pero que una y otra vez se empecinan en devolverme al mismo sitio de partida. Quizás ahora consiga levar el ancla que me ata no ya a mis votos, sino a la angustia de no saber quién soy ni qué es este mundo que transito y que me asalta incluso en esta pequeña y oscura celda en la que me encuentro desde hace ya más de una década.

    Veinte años después del de mi padre, tuve mi bautismo marinero. Contaba yo con quince primaveras y, en la del año del Señor de mil cuatrocientos setenta y cinco, me uní a su cofradía para llevar a cabo la primera levantá que perpetuaría las generaciones de Gálvez apegadas a esta mar dura, pero preñada de vida.

    Al fin, después de lo que sentía una larga infancia, alcanzaba tan ansiado momento. Según decía mi madre, cada vez que su hombre se hacía a la mar, la angustia apretaba su corazón hasta que lo veía poner un pie en tierra. Por eso, ajena a mi alegría, aquel día su pena era doble, y en las arrugas de su cara pude leerlo sin llegar a entender su porqué.

    Ese día, el primero de la temporada de llegada —el atún regresa meses más tarde—, buscábamos el primer atún rojo del año, en competencia con todas las embarcaciones que ese día se hicieron a la mar. De algún lugar del mar tenebroso venían por esas fechas estos enormes peces que, sin ser las ballenas que decía mi padre haber visto, se me antojaban auténticos cerdos del mar, por su tamaño y por el sostén que nos proporcionaban. Siempre me pregunté el lugar en que nacían estos seres y al que volvían cada año, finalizado el otoño. Poco supieron decirme, aunque tampoco les importaba a aquellos pescadores, mientras llegaran cada año. El que más decía que venían de más allá de las islas británicas. Pero yo los imaginaba cerca del borde del mundo. Ese que ahora sé que no existe.

    No es que tuviera miedo. A nadar ya me había enseñado mi padre, así como a mantenerme en pie sobre la borda, a pesar del que a veces era fuerte oleaje. Tampoco andaba yo escaso de fuerzas, dedicado a ayudar en casa, en la descarga del puerto y, sobre todo, en mi quehacer de aguador. Era más bien intranquilidad, la de dejar atrás la seguridad de una infancia difícil pero abrigada, al amparo de unos padres que no tuvieron más hijos que yo y para los que yo lo era todo. En las otras familias, en las que había muchos niños, estos iban y venían sin el menor cuidado ni preocupación de sus progenitores. Una vez, un chico del arrabal pesquero cayó al resbalar mientras andábamos sobre una tapia. El pobre se partió el cuello ante nuestros ojos. El revuelo fue mayúsculo, pero no habiendo mano de hombre de por medio, oí a todos los mayores decir que eran cosas de la vida. Vi a sus padres llorar ese día y el siguiente, pero no más allá. Algunos de sus seis hermanos y hermanas ni siquiera llegaron a derramar lágrima alguna. Esa noche, mirando a mis padres, supe que yo era distinto a los demás. Era un tesoro en mi casa.

    Aquel primaveral día empezaba mi nueva vida en mi nueva ocupación y después, en uno o dos años quizás, me casaría y tendría los hijos que mis padres no pudieron, para que nunca faltase un Gálvez cabalgando estas olas que entonces venían del confín. Tendría tantos hijos como alcanzase mi amor. No querían abarcar más, pues no quería ver caer a ninguno de una tapia sin que mi corazón apenas se enturbiara unas horas ni una triste lágrima se deslizara por mi mejilla.

    Maniobrábamos dos embarcaciones muy próximas, tendiendo la trampa que llenaría primero nuestras redes y luego las despensas de Cádiz, quizás Sevilla y quién sabe si Toledo. Las miradas eran ansiosas dentro del barco y hacia el opuesto cómplice. Mi padre no lograba quitarme ojo de encima, y eso que aprecié sus intentos por evitarlo o, al menos, por evitar que yo me percatara. Los novicios nos intercalábamos entre los veteranos. Mi padre evitó estar demasiado cerca de mí, no sé si para poder llevar a cabo su vigilancia de forma más disimulada o para evitar ser objeto de mis inevitables mil tropiezos, tras alguno de los cuales me di de bruces en la húmeda tablazón de cubierta.

    Aquellos pescadores eran gente ruda y curtida. El sol y la sal ajaban sus pieles, bajo las que enérgicos músculos maniobraban, realizando las tareas perfectamente acompasadas y sincronizadas, bajo rítmicos gritos. Las miradas eran toscas, pero honestas. Todo lo honestas que deben ser las de quienes saben que cuentan el uno con el otro para volver a diario al mismo puerto, sabiendo que, además de con vida, lo hacen con alimento para ellos y sus familias. Sus recias zarpas asían con fuerza la trampa, auxiliando a las no menos fuertes pero inseguras de los aprendices.

    Primero fue una leve espuma. A la señal comenzamos a tirar de las redes en un trabajo acompasado y de severo esfuerzo bajo el gutural cántico. Y al poco fue como si el mar entre nuestros barcos fuera un enorme caldero puesto al fuego, en el que el agua comenzaba a hervir, tal y como me habían contado. Tiramos y tiramos hasta que, bien afianzada la trampa, nos aprestamos, arpón en mano, a recoger el fruto maduro.

    En parte por mi arrogancia, en parte por mi ignorancia, no pude dejar de ser el primero en clavar el garfio del arpón en aquella coraza plateada de la que al momento manó la sangre, aún más roja que la que les veía rezumar en el puerto, dejando el rastro de su paso en el que chapoteábamos. Ya fuera por mi anticipación o porque no elegí la mejor pieza —y pasara desapercibida a los demás—, no recibí la ayuda inmediata y esperada de los veteranos que me flanqueaban. La misma arrogancia e ignorancia que me llevaron a pensar que, si no mi pericia, mis músculos sacarían a aquella bestia de la mar que lo parió.

    En esas me las prometía cuando sentí un peso irrefrenable que tiraba de mi cuerpo fuera de la borda. De manera que, el día de mi estreno, el día de la primera levantá, me vi zambullido entre asombrados y combativos atunes, boqueando y pataleando para salvar mi vida, enredado y falto de aire.

    Dicen que no solté mi arpón ni aun en ese trance. Dicen que el primero que saltó, incluso antes de yo llegar al agua, fue mi padre. Los gritos del arráez paralizaron el peligroso arponeo de mis cofrades. Y al pronto volaron cabos de todas las direcciones, que no lograba alcanzar entre tal marabunta.

    Aferrado a mi arpón firmemente clavado en la pieza, no le fue fácil a mi padre asirme para mantener mi nariz o boca unos pocos segundos fuera del agua para permitirme rescatar el aliento. Así que, viendo y conociendo mi determinación, se concentró en rendir mi objetivo como la más segura forma de conseguir que me dejara salvar.

    No recuerdo ya salir del caldero, hasta que dos buenas bofetadas de mi progenitor me devolvieron a la vida a la que mi madre me trajo. Atontado, vi sus ojos frente a mí. No eran de cólera, como esperaba y temía, pero eran pura incógnita en mi aturdimiento. Vi en sus ojos que me había caído de la tapia. Pero ahora sé que también vi en ellos orgullo de sangre. Y al poco de recibir tan sonoras campanadas en mis carrilladas, los cofrades prorrumpieron en un ruidoso griterío de júbilo, oyendo al instante un segundo jolgorio proveniente de la otra embarcación.

    Al parecer, había capturado el primer atún del año, no sin cierta ayuda, claro. También es cierto que había echado a perder parte de la jornada. Pero mis cofrades, entonces sentí lo que eran, celebraban mi vuelta al mundo despreocupados, de momento, por esa merma. Hay pequeñas felicidades que nos alienan por instantes, hasta que la realidad nos golpea de nuevo.

    De ese día me llevaba dos premios. El de proclamar por ese año el orgullo de haber realizado la primera captura y el más palpable, el de la pieza que casi me lleva al otro mundo. Este, además de premio, era adelanto de soldada, por lo que, desde ese día, disfrutaría de ese crédito, mientras mis cofrades debían ganarlo cada día. Lo que aún no sabía es que de aquel día me llevaba otro premio. Ese aún me persigue y es el origen de mis tribulaciones. Pero aún falta un poco para que pueda mostrarles de qué se trataba, porque ni aun hoy podría decir a ciencia cierta qué era.

    Desembarcamos en el puerto, mi padre y yo, dispuestos a vender mi precoz pieza y a hacer dineros lo antes posible. Sin embargo, la ceñuda tez de mi padre me puso sobre aviso de que algo no iba bien. De las veinte piezas que ese día llevamos a puerto, la mitad de lo que hubiera sido normal, todas fueron vendiéndose una tras otra hasta quedar las dos menos agraciadas. Entonces me percaté de que mi atún no era, ni con mucho, el más grande de los que habíamos llevado ese día. Tampoco el más brillante y lustroso, sino más bien agostado y abatido. Además de la herida de mi arpón, mi atún contaba con otras heridas de mordeduras y golpes, lo que era signo evidente de su debilidad, si no enfermedad, lo que no pasó desapercibido a los peritos ojos de las mujeres que realizaban la compra.

    Me di cuenta de que mi impaciencia me impidió ver esa mañana que el atún que peor se defendía del arrastre era el más débil y enclenque. Y a ese fue al que me tiré de cabeza, sin cabeza. Por eso no le dolieron prendas al arráez otorgarme tan «suculento» premio a cambio de mi soldada de toda la temporada. Mi padre se acercó cabizbajo a mí y me dijo en un susurro:

    —Gonzalo, hijo, envuelve el atún en aquel resto de red y toma una buena vara, que lo llevaremos a casa y tu madre lo troceará para tratar de venderlo por partes mañana en el mercado. Así evitaremos que se perciba tan claramente la mala pieza que es.

    Debió ver la decepción y vergüenza que me asolaron, porque mis ojos no encontraban suelo que detuviera mi mirada abatida, y al instante añadió:

    —Hijo, me siento muy orgulloso de ti. Hoy no salté presto solo porque fueras mi hijo, sino porque fuiste el más valeroso de cuantos íbamos en esos barcos. —Interrumpió sus animosas palabras para aferrar con fuerza mis hombros—. Ya tendrás tiempo de poner sensatez y miedos en derredor de tu valor, de manera que no pongas tu vida ni la de tus cofrades en peligro. O quizás no lo hagas y, en contra de mi inconsciente ilusión, abandones un día la mar para hacer algo solo a la altura de los auténticos héroes.

    No sabía mi padre cuán cierto podía estar. Ni nunca lo llegó a saber.

    Disculpen vuestras mercedes si mi impaciencia los lleva a revelarles cosas que en el relato debieran acontecer con posterioridad, pero ya conocerán el motivo de mi lamento.

    Al llegar a casa, mi madre nos aguardaba con la inquietud de quien ha visto partir a su más querido retoño y no está segura de si regresa retoño u hombre. Aunque al menos regresaba, lo que ya era un alivio. Si bien la visible batalla del atún la puso rápidamente sobre aviso de que algo no había ido todo lo bien que debiera. Ni siquiera llegó a abrazarme cuando su vista quedó fija en el inusual fardo que portábamos.

    —Amalia, tu hijo ha capturado hoy el primer atún de la temporada —se adelantó mi padre con parco júbilo.

    —¿Y por qué lo traéis con vosotros y no lo habéis vendido? No sacaremos mañana más de lo que hubiéramos sacado hoy. Y él. —Movió su barbilla refiriéndose a mí—. No obtendrá más dineros en toda la campaña.

    Mi responsabilidad en este naufragio familiar me lanzó al quite de la obviedad que mantenía a mi madre en el mayor de los asombros.

    —Madre, no lo pudimos vender porque es una pieza pequeña y enfermiza. —Respiré hondo y proseguí—: Y lo es porque mi ignorancia e insensatez me arrastraron tras él hasta caer al mar. —Me atraganté al borde del llanto, sorbiendo la humedad de mi nariz—. Fue padre quien me sacó de allí, lleno de agua hasta las orejas y de magulladuras como las que ves. —Y no pudiendo más, rompí a llorar en el hombro de ella, liberando la tensión de todo un día en el que amanecí anhelando una nueva vida y a duras penas pudieron devolverme a la que tenía.

    Mi padre dio un paso al frente poniendo una mano en mi hombro tras de mí y, sosteniendo una mirada cómplice con mi madre, añadió:

    —No hagas caso, la valentía le nubló unos segundos en su primer día. Ahora trocearemos este condenado atún y mañana lo llevaremos al mercado, disimulando lo que hoy era evidente. —Y haciéndome alzar la cabeza pellizcando mi barbilla, añadió—: Y serás el mejor Gálvez que haya visto Cádiz sobre estas aguas o el mejor gaditano fuera de ellas.

    El abrazo familiar confirmaba que, si bien no creíamos las palabras de mi padre, al menos nos queríamos y estábamos dispuestos a compartir nuestras tribulaciones. Enjugadas las lágrimas, dispusimos la mesa de la casa para despiezar a la bestia. Tuvimos que prender la lumbre, no solo por el frío de aquel abril, sino para poner luz en tan delicada operación. Mi madre asió con fuerza el cuchillo y de un certero tajo, fruto de su pericia y experiencia, abrió el atún de la cabeza a la cola, rajando el vientre.

    Y entonces pasó.

    Al principio no supimos lo que vimos. Ni tampoco identificamos el seco, duro y sonoro golpe contra el suelo empedrado. Los tres alzamos los ojos para mirarnos, desplazándolos inquietos de uno a otro, para volverlos de nuevo al suelo donde ahora reposaba mi tercer trofeo.

    Noticias

    Memorias de un cartujo

    Tres fuertes golpes nos despertaron del trance en que estábamos sumidos. Padre y madre se miraron y yo lo hice alternativamente a uno y otro, sin saber qué hacer. Silencio.

    Al cabo volvieron a resonar con más fuerza e insistencia. Entonces, mi madre tomó el paño que descansaba sobre su hombro, que utilizaba para limpiar sus manos, y lo arrojó en el suelo sobre el recién descubierto objeto, encaminándose con paso firme a la puerta mientras gritaba:

    —¡Un momento que retire la tranca! —Y señalándonos a ambos con anular e índice, nos indicó que ocupáramos los taburetes junto a la mesa.

    Tomé el más cercano y lo posicioné sobre el trapo, tratando de ocultarlo con mis pies. Mi madre quitó el madero, abrió ligeramente el portón y saludó afectadamente:

    —Buenas noches nos dé Dios.

    Una voz conocida le respondió:

    —Buenas noches, Amalia. Disculpa las horas y la impaciencia, pero tengo necesidad de hablar con tu esposo. ¿Se encuentra en casa?

    —¿Dónde si no iba a estar mi Andrés? Parece que no lo conocieras. Como si no llevara años trabajando para ti. Pasa, que nos has pillado en plena faena de despiece del bendito atún. —Y levantando la mano, le mostró el cuchillo que portaba al barbudo arráez de Vejer.

    Se hizo a un lado y terminó de abrir la puerta, mirando a mi padre con ojos muy abiertos y un «ahora qué hacemos» en ellos. El visitante dio un paso al frente y quedó inmóvil, con las manos caídas sujetando su gorro. Miraba a mi padre sin atreverse a decir palabra, lo que nos puso sobre aviso de que no eran precisamente buenas noticias las que lo llevaban a esas horas a casa de unos humildes pescadores.

    El arráez Beltrán era un hombre robusto y bien curtido en la mar. Respetado por todos, no era necesario que impartiera orden, pues cuanto decía se tomaba por tal y como lo más adecuado, tal era su experiencia. En la mar, el respeto hay que ganárselo, no es algo que nadie pueda imponer sin más, ni siquiera por nombramiento del propio duque. Y él hacía tiempo que se lo había ganado. Su poblada barba y su tez ajada pero serena aportaban determinación e imponían una inconsciente sumisión a su tripulación. Si en alguna de las salidas aquel arráez le dijera a alguno de ellos «tírate al agua», lo haría sin dudar. Y si en trance de muerte le dijera «no se te ocurra morir», trataría de no hacerlo por no contradecirlo. Pero, además, era un buen amigo de mi padre, amén de su protector, y por ende, de toda la familia.

    —Buenas noches tengas, Beltrán —dijo mi padre adelantándose y sobresaltándolo, al tiempo que lo sacaba del trance.

    —Buenas noches nos dé Dios, Andrés —balbuceó repitiendo la fórmula de su saludo.

    —Veremos si lo son. Anda, siéntate y toma una copa de vino —le invitó. Al punto se me encogió el estómago y me recompuse en mi asiento, nervioso, tan cerca como estaba del recién descubierto objeto.

    —Verás, prefiero que hablemos un momento a solas, si no te es inconveniente. La noche es buena, podemos pasear al fresco.

    —Malas horas para andar por la calle son, pero sea porque me tienes en ascuas y preocupado con tan súbita aparición. Y esa palidez que me traes mejor se quitaría con una buena copa de vino o aguardiente. Anda, vamos camino de la taberna, que puestos a dar que hablar, que sea con motivo —le contestó con desasosiego.

    Dando unos breves pasos, se puso junto al recién llegado. Y, poniendo su fuerte mano sobre el hombro, le invitó a girarse en dirección a la calle, al tiempo que miraba fijamente el bonete en manos de su patrón. Beltrán aún no debía de haber vuelto a casa desde el desembarco, porque ya hacía un par de horas que se había puesto el sol y no precisaba de la sombra de su tocado.

    Si bien verlos salir me relajó considerablemente, reparar en el semblante taciturno de mi madre me devolvió a mis oscuros pensamientos. No era nada normal que el de Vejer viniera a casa a estas horas, si no era precisamente para acompañar de vuelta a mi padre. Rápidamente, mi madre recogió el trapo y lo utilizó como envoltura. Y quitando una de las piedras más grandes del suelo, junto a la lumbre y bajo un perol, lo depositó en la oquedad que albergaba el poco ahorro que teníamos. Tomó de nuevo el cuchillo y continuó con la tarea que se traía entre manos antes de la irrupción del inesperado visitante.

    Los dos amigos caminaron despacio, uno junto al otro, pero el arráez con un cierto descompás, como si fuera mi padre quien tirara de él. Tampoco sus frases hechas le arrancaron más que meros balbuceos.

    —Poco vino has tomado para ser el día de la primera levantá, compadre Beltrán. Grave tiene que ser el asunto —le dijo mirándole fijamente mientras se paraba ya en el umbral de la taberna.

    —Pasa y hablamos —le conminó Beltrán mientras, ahora sí, se adelantaba y abría la tosca y robusta hoja de madera, cuyo chirrido apenas se dejó oír entre la jarana que detrás escapaba.

    El habitual y sonoro jolgorio continuaba aún en el establecimiento. Ambos quedaron plantados mirando en derredor, buscando una mesa libre, a ser posible en un discreto rincón. Al poco de hacer acto de presencia, el bullicio se había convertido en susurro y, seguidamente, en silencio. Todos se volvieron a ver a los recién llegados, parroquianos y pareja de vinos y juegos frecuentes. Todos conocían de su sólida amistad. Mi padre pudo reconocer a muchos de sus cofrades y aun a otros muchos del gremio. Aparentemente, todos celebraban el primer día de faena. Dos de los que ocupaban la mesa del fondo, a los que Beltrán miró insistentemente, tomaron sus jarras y cuencos y se levantaron presto, con la vista puesta en el arenoso suelo.

    Mi padre, que no sabía mucho de números, sí que sabía sumar dos más dos en lo que a las personas respecta y, al ver la actitud de compañeros y conocidos, así como la de su capataz y amigo, comprendió que todo aquello era por el chico. O sea, por mí. Echó a andar hacia la mesa ahora vacía, con la cabeza bien alta y sin más indicación a su acompañante, quien le siguió, buscando la mirada cómplice de los demás cofrades, quienes le rehuían.

    —No era buena idea venir aquí —le confirmó Beltrán—, pero eres tozudo como una mula.

    —No hace falta mucho más para saber lo que vas a decirme, pero te adelanto que no me parece justo —le advirtió— y voto a… que no pienso perdonártelo —le amenazó.

    —Compréndeme, son como bestias, no atienden a razones. Y como marineros, supersticiosos como viejas. —Levantó dos dedos hacia el tabernero, que hacía rato que los miraba expectante y prosiguió—: El primer día, Andrés. Parece que no lo hubieras aleccionado, habiendo mamado el oficio a tu vera y criado prácticamente entre el puerto y el mercado. Y para colmo, el maldito atún que ha sacado… Sin duda, la peor y más escuálida primera captura que he visto en mis muchos años en la mar.

    —¿Cuándo?

    —Mañana ya no vendrá. Y conste que yo soy el que más pierdo en esto, que ya le he dado la captura como adelanto —se excusó falsamente.

    —Como si mañana pudiéramos venderlo, después de que haya corrido la voz —le reprochó mi padre, con el pensamiento puesto en otra cuestión, pues en realidad él mismo pudo percibir sus propios sentimientos encontrados, tras mi caída y rescate—. No sé qué va a ser de él. Era lo que le correspondía como hijo mío: ingresar de aprendiz en la cofradía tras su decimoquinto aniversario. Lo poco que sabe es de mar y peces —se

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