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El María del Mar ha entrado en puerto
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El María del Mar ha entrado en puerto
Libro electrónico182 páginas2 horas

El María del Mar ha entrado en puerto

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Recuerdos de un tiempo en el que protagonizamos grandes aventuras.

Este libro es una galería de personajes y situaciones, unas veces ficticias y otras reales, con deliberada abstracción de fechas y cuyas acciones, sin que necesariamente sigan un orden cronológico, se pueden situar entre finales de la guerra civil española hasta nuestros días.

Presentes en el recuerdo...

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 sept 2017
ISBN9788417164379
El María del Mar ha entrado en puerto
Autor

Fernando Verdejo Vendrell

Fernando Verdejo Vendrell (Montblanc, Tarragona). Marino Mercante formado en la antigua Escuela Oficial de Náutica y Máquinas de Barcelona, hoy Facultad de Náutica, y en Boston, Massachussets. La mayor parte de su trayectoria profesional se desarrolló en buques de armadores ingleses y norteamericanos. Al completar, años más tarde, estudios empresariales en Estados Unidos, entró en el mundo de las corporaciones internacionales en los que durante años ha desarrollado su actividad como director de las filiales españolas, en un principio, y como responsable de las empresas europeas del Grupo en etapa posterior. Se jubiló en el año 2001 y desde entonces se dedica a viajar, leer, escribir y recordar.

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    El María del Mar ha entrado en puerto

    El María del Mar ha entrado en puerto

    Fernando Verdejo Vendrell

    caligrama

    El María del Mar ha entrado en puerto

    Tercera edición: agosto 2017

    ISBN: 9788417120177

    ISBN e-book: 9788417164379

    © del texto

    Fernando Verdejo Vendrell

    © de esta edición

    , 2017

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A mi esposa Mariluz,

    el faro que ha iluminado mi vida,

    convirtiendo la añoranza

    en dulce y soportable nostalgia.

    Prólogo

    Cuando el escritor José Fontdecaba Fuster, amigo y compañero de añoradas navegaciones, me habló de la convocatoria del premio Nostromo, animándome a participar, pensé que al hacerlo tendría para mí dos resultados prácticos inmediatos. Por un lado, me ayudaría a evadirme, por lo menos a intervalos, de las inevitables preocupaciones inherentes a la marcha de una empresa. Por otro, me permitiría, volviendo muy atrás las hojas del calendario, ignorar el paso del tiempo y rememorar hechos y situaciones de una época vivida con intensidad y que recuerdo como una de las etapas más gratificantes de mi vida.

    Tuve, hace unas semanas, la inesperada y agradable sorpresa de coincidir en Bilbao con un compañero al que no había visto desde los ya lejanos tiempos de la Escuela de Náutica. Manda en la actualidad uno de esos mastodónticos petroleros, dotados de la tecnología más moderna y toda clase de comodidades. Hoy, me decía, todo es más preciso, rápido y seguramente necesario desde el punto de vista de la rentabilidad. Sin embargo, añoro la época en que a la hora de la Meridiana, subían todos los oficiales al puente, en una diaria ceremonia, con el objeto de fijar la latitud. Añoro, la satisfacción de encontrar una minúscula boya en las bocas del Orinoco, después de cruzar el Atlántico, en a veces penosas y largas travesías, en las que el sextante y el cronómetro, eran los compañeros inseparables de nuestro diario quehacer.

    Me confesaba mi amigo que, muchos días, casi furtivamente, sube de madrugada al puente con su bien conservado Henry Hughes and Sons, observa un par de astros y fija la posición del barco, si no con la misma precisión que con el GPS, sí, por lo menos, con la íntima satisfacción de saber que lo que está haciendo es ya, o será pronto, historia para las nuevas generaciones de marinos mercantes.

    Sentados en el hall del Hotel Ercilla, a resguardo de la intensa lluvia que caía fuera, intentamos recordar lo que había sido de algunos de nuestros compañeros. Unos cuantos, pocos, continuaban navegando. A otros les habíamos perdido la pista y bastantes, desgraciadamente, habían hecho ya su última recalada y descansaban definitivamente, no siempre cerca de sus seres queridos.

    Continuaba lloviendo cuando nos estrechamos la mano al despedirnos. Es curioso, me dijo, hacía años que no nos veíamos y los dos sabemos que probablemente no nos volveremos a ver. Es difícil que nuestros rumbos se crucen de nuevo. Así pues, deseémonos «buena guardia» y hasta siempre. Su silueta, perdiéndose bajo la lluvia en dirección a la Alameda Mazarredo, me dejó un sabor amargo, al pensar que probablemente tenía razón.

    El haber sido este libro uno de los finalistas del premio Nostromo ha sido para mí un motivo de doble satisfacción. Por una parte, ha cubierto mi modesto cupo de vanidad, pues por lo menos los miembros del jurado lo han leído. Por otra, que, al publicarse ahora, quizás lleguen a leerlo algunos compañeros que, como yo, sintieron un día la llamada de la mar y mantienen aún encendida la tenue llama de la nostalgia.

    Barcelona, Agosto de 2017

    El María del mar ha entrado en puerto

    ¿Cuántas veces me habías pedido, Mario, que te contara cómo fueron los comienzos de mis andaduras por estos mares de Dios? Los azares del destino hicieron que nuestras profesiones, tan dispares, no nos permitieran estar juntos con más frecuencia, como habría sido nuestro deseo. Esta obligada separación nos robó la posibilidad de unos añorados encuentros en los que poder compartir experiencias, anhelos e ilusiones, como han podido hacerlo otros hermanos, en familias más convencionales, y que no se han visto forzados a largas separaciones y esporádicos encuentros.

    Buscando en el baúl de los recuerdos, como dice la canción, intentaré rescatar algunos y contarte cómo empezó todo.

    Con el flamante título de alumno de Náutica en el bolsillo, nos sentíamos en aquella época invadidos por una mezcla de ilusión y desesperanza. Ilusión, porque creíamos posible que aquellos sueños y proyectos, nacidos muchos de ellos en el bar de la escuela o durante los largos paseos matinales por el puerto, podrían ahora convertirse en realidad. Desesperanza, porque éramos conscientes de lo difícil que era embarcar para realizar las prácticas de mar, si no se contaba con una recomendación de la que la mayoría de nosotros carecíamos.

    Decíamos por entonces: sin enchufe, si no eres hijo de obispo, no embarcas. Yo no reunía ninguna de las dos condiciones y por tanto el futuro inmediato se presentaba más que incierto.

    El largo peregrinar por las navieras de Barcelona y las innumerables cartas a las del resto de España acababan casi siempre con un «le ponemos en lista y si se presenta la oportunidad le llamaremos». Ni que decir tiene que aquella oportunidad raramente se hacía realidad y con frecuencia cundía el desánimo.

    No teníamos ya que acudir a la escuela náutica pero inevitablemente allí nos encontrábamos a primera hora de la mañana, siempre con la remota esperanza de que, como en ocasiones había ocurrido, algún barco se encontrase a la hora de zarpar sin agregado y alguno de sus oficiales se presentara en la escuela, para preguntar al conserje si sabía de alguien que esperase embarque. Aunque la lista era larga, la suerte favorecía al que se encontraba allí en aquel momento y esta rara oportunidad era el motivo por el que hacíamos acto de presencia todos los días, aquellos de nosotros que aún confiábamos en el milagro. Seguía luego el recorrido por el puerto y nos sumergíamos en su ruidoso trajín y frenética actividad en la que esperábamos poder un día participar. Con el paso del tiempo, sabíamos ya qué barcos atracaban en que muelles, de dónde venían y a dónde iban. Nos gustaba ver la Ciudad de Alcira o la Ciudad de Salamanca embarcando pasaje los miércoles para Canarias y escalas, o al Villa de Madrid y la Ciudad de Cádiz los sábados con el mismo destino pero en ruta más directa con una sola escala. No se nos escapaban las llegadas quincenales de los barcos de la Compañía marítima frutera con nombres de ríos: Sil, Tajo, Duero y otros, siempre pintados de un impecable color blanco y abarrotados de fruta, casi siempre plátanos de Canarias. Estos barcos, de mediano tonelaje, alternaban en los muelles con los motoveleros de la naviera mallorquina, naviera valenciana, Masiques y otras, que, con su presencia y laboriosa actividad, alegraban la vida del puerto. Era una auténtica gloria coincidir en nuestro recorrido con estos pequeños barcos a las doce del mediodía, cuando cesaba toda actividad y se disponían en cubierta unas toscas mesas de madera en las que comía la tripulación. En más de una ocasión fuimos invitados a compartir unos maravillosos arroces azafranados, que salían de la pequeña cocina de carbón, instalada en un minúsculo tambucho a popa, que con un modestísimo presupuesto, preparaban entrañables cocineros de Mazarrón o Torrevieja. El cántaro de vino que circulaba generosamente nos hacía ver con algo más de optimismo nuestro futuro inmediato. El pasar revista a los carboneros y viejos candrais del muelle de San Bertrán, completaban la jornada antes de volver a casa, diciendo antes de que se nos preguntara: hoy no ha habido suerte. Veremos mañana.

    A veces, es difícil, Mario, distinguir entre casualidad, suerte o providencia. El caso es que un hecho inesperado, y llamémosle casual, marcó el final de una etapa y el inicio de otra en la que muchos de mis sueños se convertirían en realidad y otros se quedarían en solo eso, sueños de los que la dura vida de la mar me haría despertar.

    Estaba como tantas otras veces en la estación marítima viendo como embarcaban en el cabo de Hornos de Ibarra emigrantes con destino a Sudamérica, cuando uno de los compañeros que como yo esperaba embarque y que había venido a despedir a unos familiares, se me acercó y me dijo, que le habían ofrecido la oportunidad de enrolarlo en un barco de bandera extranjera, pero que no le aceptaban porque exigían un buen dominio de inglés y él solo tenía nociones. Como sabía que el idioma no era para mí un problema, me dio la tarjeta del armador y me dijo que probara suerte. Me cubría la frente un sudor frío, mientras marcaba el número de teléfono en la cabina más próxima, al pensar que la plaza podía estar ya ocupada, que alguien se me podía haber adelantado y que difícilmente se volvería a presentar una ocasión parecida en la que el valor añadido de mis conocimientos de inglés, me diera una cierta ventaja sobre mis compañeros.

    Me contestó una amable señorita, a la que expliqué el motivo de mi llamada y que después de una breve consulta me citó para el día siguiente a las cuatro de la tarde. Ni que decir tiene que no pude cenar ni apenas dormir aquella noche. Pensaba y no sin razón, que del resultado de aquella entrevista podía depender mi futuro y creía injusto que algo tan importante para mí, pudiera decidirse en el curso de una entrevista que imaginaba sería relativamente breve.

    La cita era en una casa particular del barrio de Pedralbes y una hora antes de lo previsto ya estaba yo paseando por los alrededores, haciéndome mil preguntas y dando imaginarias respuestas a lo que creía que, sin duda, se plantearía en la reunión. A las cuatro en punto, llamé al timbre y una chica joven del servicio me pasó a un elegante despacho diciendo que enseguida me atenderían.

    Apareció el armador al cabo de unos minutos y después de presentarse, me dijo sin más preámbulo: tengo dos barcos y acabo de adquirir un tercero a un armador finlandés. Los primeros navegan por el Mediterráneo y la costa occidental de África. El último está en el puerto de Marienhamn en la costa finlandesa del Báltico y una vez traído a Barcelona, y transformado convenientemente, se dedicará al transporte de productos químicos entre Inglaterra y puertos del mar del Norte. Tengo ya una tripulación comprometida de probada competencia, pero con muy escasos conocimientos de inglés. Creo imprescindible, tanto para ir a hacerse cargo del barco como para su buen funcionamiento en su posterior destino, contar con un oficial abordo con el suficiente dominio del idioma para poder ayudar al capitán en todas aquellas funciones que exijan la buena marcha y la administración del barco. Comprenderá ahora mi exigencia de un agregado que pueda cubrir esta necesidad. No me preocupan sus conocimientos náuticos pues me basta con que se haya formado en la Escuela de Barcelona y, por otra parte, estoy seguro de que podrá aprender mucho del capitán y del primer oficial, excelentes profesionales, de probada experiencia e impecable trayectoria profesional. Para terminar por hoy, me va a permitir que hagamos una comprobación de sus conocimientos de inglés y, para ello, nada mejor que llamar por teléfono al naviero finlandés que me ha vendido el barco y que le haga unas preguntas en mi nombre, de acuerdo con unas notas que yo le daré.

    No perdió tiempo el armador y me escribió en una hoja de papel una serie de preguntas que no recuerdo en su totalidad, pero que tenían que ver con la fecha de entrega, cambio de bandera, nombramiento de consignatarios y otra serie de detalles referentes al cambio de propiedad. La llamada se prolongó bastante, con frecuentes interrupciones para consultas que mi interlocutor finlandés quería que trasladase al armador. No hubo problema alguno con el idioma y el expropietario del barco me dio toda clase de detalles. Me dijo que su nombre actual era Hanna, de la matrícula de Marienhamn y que a la llegada de la tripulación se abanderaría en Panamá con el nombre de María del Mar.

    Terminada la conversación, pareció el armador muy satisfecho y me preguntó si podría sostener la misma parrafada en francés. Mi respuesta afirmativa pareció gustarle y sin preguntas de ningún otro tipo me dijo: Venga el próximo sábado a la misma hora y le presentaré al Capitán y resto de oficiales, hablaremos de condiciones y fijaremos el día de partida para Finlandia. Hemos de darnos prisa, no me gustaría que el Báltico empezara a helarse y tuviéramos que demorar la operación hasta el próximo año. Sin más, me acompañó a la puerta y me dijo: me he alegrado de conocerle y poder contar con usted, espero que le guste el María del Mar.

    Salí a la calle tan desconcertado que no sabía qué hacer, no acababa de creer lo que me estaba sucediendo. Me parecía imposible que en unos minutos mis perspectivas de futuro hubieran cambiado tan radicalmente. Finlandia, un barco llamado Hanna, el María del Mar, navegaciones por el mar del Norte, todo daba vueltas por mi cabeza y me sentía sumergido en un fantástico y maravilloso mundo que me parecía irreal. Quería serenarme antes de ir a casa y dar la noticia. Entré en un bar, pedí un doble de coñac y salí andando lentamente, sin prisa alguna. No quería que nuestros padres me vieran en aquel estado de excitación. Poco a poco me fui serenando y una suave laxitud se apoderó de mí haciendo volar la imaginación. Recreaba cada momento de la conversación con el armador y pensaba en cómo sería la próxima entrevista, en la que estarían presentes el capitán y demás oficiales del María del Mar. Recuerdo, Mario, que llegué a casa a la hora de cenar y conté en detalle todo lo ocurrido. Nuestro padre no podía disimular su alegría. Mamá, en cambio, me miraba y lloraba en silencio. Su único comentario fue: quién sabe, hijo mío, cuando te volveremos a ver.

    Pasó lenta la semana y al llegar el sábado, con la misma sensación en el estómago que teníamos en los días de examen, me dirigí a casa del armador con una mezcla de ilusión y mal disimulada preocupación. Me costaba creer que el triste peregrinar por las navieras en busca de embarque

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