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La melodía de los siete paraísos
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La melodía de los siete paraísos
Libro electrónico248 páginas3 horas

La melodía de los siete paraísos

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Información de este libro electrónico

Una aventura hacia el Nuevo Mundo, en busca de gloria y fortunas, llevará a nuestro protagonista Diego de Almada y su amor Lizette —oculta bajo el nombre de su alterego Dorien d’Auberg —a enfrentarse al ejército de Don Luis de Alcántara y su Maldita Melodía.
IdiomaEspañol
EditorialTinta Violeta
Fecha de lanzamiento16 mar 2022
ISBN9789874114174
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    La melodía de los siete paraísos - Marisa Emilce Arana

    PortadaPortadillaLegales

    INTRODUCCIÓN

    Cádiz, año del Señor de 1538. Un convento

    CLAUDINE: —Esta familia está maldita. No vayas, te lo suplico. No me resignaré a perderte a ti también. Por más que tu padre te haya entrenado para este momento, los peligros que corres acabarán con tu vida. Quedaré sola, sin nadie que consuele mis días.

    DORIEN: — ¡Qué más quisiera yo que quedarme contigo, cuidarte y acompañarte! Pero sabemos que las cartas están echadas desde hace mucho tiempo. Llegamos al punto del cual no se puede retornar. Solo reza por mí. Si Dios no nos ha olvidado, volveremos los tres a darte felicidad hasta el fin de tus días.

    CLAUDINE: —No ha escuchado mis plegarias. Créeme: nos ha abandonado.

    DORIEN: —Dios no nos abandona si nosotros no nos abandonamos a nosotros mismos... Pásame el aceite para el rostro, los ungüentos especiales, dame mi coraza y bendíceme. Debo abordar El Flamenco antes del amanecer.

    CLAUDINE: —Un beso —dijo, gimiendo —y todas mis bendiciones. Ojalá la Fortuna tenga en cuenta tu sacrificio y te sea propicia para bien de todos.

    DORIEN: —Te quiero —se despidió.

    CLAUDINE: —Te adoro.

    La puerta del convento se cerró tras aquel adiós.


    Plaza de Sevilla, 1516

    MULTITUD: — ¡Quemen a la bruja! ¡Que las llamas se lleven su maldad! ¡Que arda y se consuma en el nombre de Dios!

    MULTITUD: — ¡Intentó asesinar a su amiga con sus artes endemoniadas! —vociferaba el pueblo, exaltado.

    UNA MUJER. — ¡Yo fui testigo! ¡Hizo un pacto con Satanás!

    LUISILLO: — ¡Mamá! —gritaba entre la multitud y las llamas que comenzaban a lamer el cuerpo de la condenada.

    Era un adolescente. Lo habían obligado a presenciar aquel espectáculo macabro. Quiso correr hacia la hoguera, levantada en pleno corazón de la ciudad andaluza. Pero la multitud enardecida no le permitía avanzar. Llorando y maldiciendo, golpeando con sus puños en el suelo mientras su madre se consumía ante sus ojos, juró que no descansaría hasta no ver cumplida su venganza.


    En una taberna de Cádiz, año del Señor de 1538

    DON LUIS: —Isabel conocía mi secreto. Lo descubrió porque me descuidé. Por eso no me quedó otra salida que matarla.

    DON JOAQUIN: —Trabajo difícil, si lo fue. Fuiste tan cobarde que no atreviste a hacerlo tú. Y ahora, después de tu afrenta, me pides que sea tu cómplice y conduzca al muchacho por donde tú me digas, sin que se dé cuenta de nada.

    DON LUIS: —Tú lo has dicho.

    DON JOAQUIN: —De acuerdo. Lo haré tal cual me lo has indicado. Solo recuerda tu promesa. Si no, no tendrás escapatoria de mi venganza.

    DON LUIS: —Sabes que soy un hombre de palabra. Además, queda olvidado el pasado entre nosotros. Zarparán al amanecer. Ya tengo el barco listo. Yo cruzaré dos días después con mi propia expedición.

    DON JOAQUIN: —Entendido.

    DON LUIS: —Venga esa mano.

    DON JOAQUIN: —Compadres siempre, a pesar de todo.

    Diario de Diego de Almada, diciembre de 1545

    ¿Cómo se da comienzo a un diario de memorias? ¿Es más coherente narrar los hechos en forma cronológica, aunque no se presenten prolijos los recuerdos; o quizá darles vuelo y dejar que la espontaneidad le imprima al relato esa frescura que lo hace interesante para quien acceda a él? No lo sé. Aunque una cosa es segura: no por nada es un diario de memorias. La misma palabra presupone un orden de sucesos del principio al fin. No obstante, debo reconocer que el arte de la buena escritura y narración de historias no es mi especialidad. Sin embargo, no quiero dejar velada esta parte de mi vida, pues ha sido de una intensidad tan excitante, que se quiere salir de mi corazón para compartir su ansiedad con todo aquel que pueda y desee entenderla.

    Luego de lo que nos ocurrió, de ese periodo trágico, de aquello que me tuvo como testigo y actuante a la vez; y que pasaré a relatar enseguida en este, mi borrador, he tenido tiempo de meditar acerca de las terribles connotaciones y denotaciones de una palabra, tanto como sus implicancias a nivel personal y social: desaparecido.

    ¿Qué quiere decir eso? ¿No está ni vivo ni muerto? ¿Simplemente tuvo lugar un pase mágico —dado siempre por alguien —para borrar toda huella del registro de una persona en la tierra? ¿Cuál es el propósito detrás de tan sombría intención? Tal vez que no haya nadie que estorbe la escalada de ambición de poder de quien ordenó destituirlo del mundo ¿Puede haber mayor crueldad que no saber si a esa persona tenemos que llorarla o esperarla, si ni siquiera tenemos el derecho de enterrarla en el caso de su muerte, algo que tampoco hemos de saber nunca por más empeño que pongamos?

    Algunos afortunados de aquellos que conseguimos rescatar durante nuestra travesía al lado del miedo y la desazón, refirieron su cautiverio: la soledad y la incertidumbre eran sus mejores amigos. El desarraigo, la ausencia de la familia, las interminables horas de un terror sordo, preguntándose si quizá Dios podía tocar las almas de quienes los mantenían en esa situación. El lector comprenderá en breve a qué me refiero.

    Muy a pesar mío, aprendí muchas lecciones que debo lamentar sobre la condición humana, cuando me tocó en suerte ayudar a Dorien en su viaje de fe por los Siete Paraísos. Una de ellas fue que el valor de la verdad no está en quién la dice, sino en aquel que no la calla. Nada se pierde. Y lo que estaba oculto encuentra camino hacia el sol de las revelaciones.

    ¿Quizá deba anticiparles que soy músico? No he dado demasiados datos sobre mi persona hasta el momento. Soy valenciano, nacido bastardo en una familia de artistas callejeros. Parece que mi madre, Clara de Valencia y Salerno, fue hija de un hidalgo y seducida por las promesas de aquel hombre bohemio y seductor que fuera mi padre. Así me lo han contado.

    En mi temprana adolescencia rasgaba la guitarra junto a él en casi todas las plazas de nuestra ciudad y aledañas, ganándonos la vida según lo quisiera la buena voluntad de la gente. Nuestra posición mejoró cuando mi padre, ese mismo amante de muchachas inexpertas, llamado Don Francisco de Almada y Riberos, fue contratado en calidad de concertista del rey Fernando. Después sobrevino la desgracia: la prisión de mi padre por deudas, la muerte de mi madre, víctima de la peste; y mi posterior indigencia, que, con solo catorce años, me obligó a trabajar como esclavo de varios nobles desconsiderados; eso, en el mejor de los casos, cuando no debía pedir limosna en la caridad y asilo en los hogares para menesterosos. Muchas veces, la música fue mi único consuelo, y muchas otras, mi medio de sustento. Pero, basta. No es ahora el momento de quejarme del pasado. Ya lo iré relatando a medida que la historia así lo requiera. Tan solo menciono mi vocación porque dicha profesión estará muy involucrada en los hechos que narraré más adelante.

    ¿Qué podemos decir sobre la música? ¿Cómo caracterizarla? ¿Cómo catalogarla? Hay música antigua, moderna, alegre, salerosa, triste, quejumbrosa, etc. ¿Pero alguien puede definir su esencia última? Intentaré hacerlo, con vuestro permiso.

    La veo como la despiadada traductora de todos los infiernos y de todos nuestros cielos. Es el alma descarnada que grita en el desierto, y al mismo tiempo, el bufón travieso que ríe entre las sedas reales. Es la verdad. La verdad de lo que somos. La verdad del hombre. La verdad del mundo. El pilar de la existencia del universo. La armonía fundacional de todo lo que existe.

    A ella le debo la plenitud de una nueva vida, lo que ahora tengo. Soy Diego de Almada, otrora conquistador español en las Indias Occidentales.


    Diario de Diego de Almada, Natividad de 1545

    ¡Qué equivocados estábamos! ¡Cuánta ambición desmedida! En aquella época teníamos la seguridad, soldados y capitanes, de estar llevando a cabo una obra de bien, incluso la obra de Dios, al conquistar aquellas tierras inhóspitas, pobladas, según nuestra visión, de salvajes criaturas dejadas de las leyes divinas. No sé mis compañeros, no puedo hablar por ellos, pero yo me arrepentí de haberlo creído, y más aún, de haber participado en una expedición cuyo único objetivo era la rapiña de una serranía fabulosa que no encontramos —aunque de algún modo sí lo hicimos—. Si las derivaciones de aquella aventura no hubiesen sido tan positivas, todavía estaría haciendo penitencia por la culpa de haber hollado la inocencia edénica de la humanidad.

    Sería bueno discutir de parte de quién estuvieron las leyes de Dios cuando masacramos aldeas enteras en nombre de la ambición. Ahora, en mi madurez, cuando la sensatez se impone a los ímpetus, tengo la sensación de que no merezco la recompensa que encontré durante mis andanzas, y trato de ser una mejor persona, y de inculcarles a mis hijos el amor al prójimo.

    Pero no me comporté así en aquellos tiempos; hasta una mañana diáfana en que mi corazón dio un vuelco, encandilado por una luz externa, que se metió en mi ser y me hizo recordar lo importante de ser hombre; me hizo recordar el honor, el amor a la familia, la lealtad entre amigos, y, por sobre todas las cosas, el sentido del sacrificio. Porque esta es una historia de sacrificio, un sacrificio impuesto, una de esas cargas que se llevan en nombre de los que amamos hasta olvidarnos de nosotros mismos.

    Voy a terminar mi escudilla y a recordar junto al fuego: el amanecer en que zarpamos, el trasegar de los marineros de Cádiz, con sus aparejos y utensilios; de qué manera los vientos se ensañaron con El Flamenco en alta mar y cómo pusimos pie, en buena o mala hora, en el territorio de acceso a las Sierras del Rey Blanco, para no encontrar plata, sino frustraciones, aunque en mi caso no fue así.

    Debo pedir perdón a quien esto lea si el recuerdo ha dejado imprecisas las fechas de los acontecimientos. No soy bueno en eso. Para mí, lo importante son los hechos. A ellos me referiré. Esto es lo que recuerdo.

    I

    HACIA EL TESORO DEL REY BLANCO

    Puerto de Cádiz, junio de 1538

    A Dorien lo conocí en Cádiz, unos días antes de zarpar al Nuevo Mundo, cuando ya mi suerte no podía ser peor y acepté la propuesta por parte de un amigo marinero, de embarcarme a las Indias para intentar dar un giro a mi adversa fortuna.

    Aquel era un muchacho desgarbado y flaco; aunque dudo que alguien fuera, o sea aún en el presente, tan diestro con la espada como él. Realmente sobrecogía su habilidad, a pesar de que parecía no estar muy bien dotado para grandes esfuerzos físicos.

    Las tabernas anejas al puerto se llenaban de codiciosos cazafortunas que soñaban con el oro americano con que los hizo soñar el Gran Almirante cuando trajera escasas muestras al regresar a España y presentárselo a su protectora. Desde los comienzos de la Conquista, en la época de los adelantados, corrían serios rumores sobre la existencia de las sin par Sierras del Rey Blanco, donde, según las leyendas, ríos de plata invitaban a los ambiciosos a descubrirlos. Sin embargo, Dorien, quien pronto partiría con nosotros rumbo al Mar de Solís, no realizaba aquel viaje por intereses mezquinos.

    —Mi padre y mi hermano esperan su salvación. Solo yo puedo llevar a cabo la tarea —me confió entre sendos jarros de jerez —Todo está en mis manos.

    Hacía unos momentos que Don Joaquín de Murcia, el nuevo adelantado y mi superior, nos había presentado. Almirante al mando de El Flamenco, la fortuna nos había cruzado hacía pocos meses en Sevilla, durante un espectáculo callejero del que yo formaba parte interpretando piezas diversas en mi vihuela.

    Por ser nuestra relación tan flamante, tan embrionaria, no me atreví a indagar más sobre los motivos de alguien a quien recién conocía, como mi santa madre me lo había recomendado mil veces. «Es descortés indagar demasiado sobre la vida privada de alguien». Sin embargo, encontré, entre las idas y venidas del discurso, una pregunta adecuada para hacerle:

    — ¿Conoces el lugar donde viajas?

    —No, ni en sueños, aunque quién no oyó hablar de él. Es un referente de todo intrépido que tenga el valor suficiente para vérselas con todos sus obstáculos. Dicen los marinos que un gran río semejante a un mar interno se adentra en una costa salvaje, y a la vez de ensueño. Mi padre fue allí con Don Pedro de Mendoza, luego mi hermano acompañó a Don Sebastián; y finalmente, yo haré la travesía bajo la guía de Don Joaquín de Murcia.

    Me alegré al oír este último dato.

    —Entonces seremos compañeros —le dije —Don Joaquín de Murcia me comisionó en esta misma expedición como uno de sus lugartenientes. No tenía claro a dónde ni con quién viajaría. Me da gusto saber que vendrás con nosotros.

    Y le extendí la mano. Me la estrechó con firmeza y amabilidad.

    Entonces comprobé que la suya era pequeña, aunque bien curtida; uñas desarregladas, en extremo carcomidas y secas por el sol y el trabajo. Todas sus facciones y piel eran ásperas. Hasta ostentaba una seria cicatriz en el rostro, tal vez una quemadura, lo que, a mi entender, impedía el crecimiento de la barba, tal como la llevábamos en aquel tiempo. Me confirmó después que, precisamente, no podía dejar crecer pelo en su mentón porque no era una cicatriz cerrada. Supuraba de tanto en tanto, así que hubiera constituido un foco de infección. A pesar de estas rusticidades, no sabría decir si a causa de su juventud, se notaba una ligera fineza de rasgos. Tal vez también se debiera a su condición de extranjero, me dije, aunque por sus venas corría sangre española por la rama paterna. Dijo haber nacido en París, y que había dejado a su madre a resguardo en un convento carmelita, en Cádiz, ciudad que nos vería partir.

    Con el fin de corresponder a tanta sinceridad, a mi vez le conté un poco de mi propia historia: mi niñez en Valencia, de calle en calle y de pueblo en pueblo; el fracaso con mi primera mujer, Rocío Burgos, con la que me había casado casi se diría en mi pubertad. No dejé de mencionar mi ambición de aventuras. Pese a mi honestidad, en ese momento omití un detalle que luego resultó ser trascendental.

    Estábamos entrando en la época de los grandes descubrimientos geográficos y del auge del Nuevo Mundo. Zarparíamos en tres días, y debíamos tener todo listo.

    Antes de partir en El Flamenco, se acordó realizar una gran fiesta de despedida en el antro de Don Buero de Granada, cueva y nido de contrabandistas y mercenarios de la peor calaña. ¿Qué íbamos a hacerle? Fue el único que nos prestó el lugar. Allí fuimos. Dorien estaba invitado, y se presentó al festejo.

    Me extrañó muchísimo que lo hiciera en su uniforme de soldado, con su coraza reluciente. En fin, pensé, cada uno se viste como quiere. Bebió sin excesos el mejor aguardiente que el tabernero fue capaz de encontrar en sus mugrosas estanterías, y pagó sendos tragos, el mío y el suyo; con unos cuantos doblones. Protesté por esta generosa prodigalidad, pero no me permitió rechazarla.

    Don Joaquín de Murcia lo saludó con efusividad. Abrigaba gran cariño por aquel muchacho. Yo sabía que se conocían, pues se me había explicado que las familias de ambos habían trabado amistad hace tiempo, de modo que, por más que

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