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Las almas de Cabo Blanco
Las almas de Cabo Blanco
Las almas de Cabo Blanco
Libro electrónico289 páginas4 horas

Las almas de Cabo Blanco

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Información de este libro electrónico

Un amor alemán-danés durante la Guerra Fría.
Una vida espartana en la selva costarricense.
Una dedicación incansable para la primera reserva natural.
Una muerte inesperada y misteriosa.
Una coatí consuela a una mujer con pensamientos suicidas.
Una lucha continua para la naturaleza más allá de la muerte.
Una historia verídica.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 oct 2022
ISBN9788411236973
Las almas de Cabo Blanco
Autor

Lola Pereira Varela

Lola Pereira Varela, Spanish author, environmentalist and teacher through the Narrative of tales of the Oral Tradition. She is a specialist in Applied Emotional Intelligence and a Yoga teacher. She lived in Costa Rica for 24 years, actively promoting reading and environmental awareness for the Ministry of Public Education. She is a co-founder of the Santa Teresa de Cóbano Rural Lyceum and host of the Santa Teresa Cultural Identity Rescue Program. Her previous publications include La Escuela del Mar (2013) and Recetas de Cuento (2014). She was the winner of the call for Artistic Experiences, Culture and Citizenship from the Ministry of Public Education, the Ministry of Culture and Youth and the OEI, in 2009.

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    Las almas de Cabo Blanco - Lola Pereira Varela

    Illustración de la portada:

    Cortesía del artista costarricense David Artavia.

    Sus maravillosas pinturas reflejan un amor por la naturaleza que es evidente en cada detalle.

    artavia.araya@gmail.com

    Instagram: @davidartaviaart_

    Facebook: David Artavia Art Gallery

    A mis alumnos y alumnas

    del Liceo Rural Santa Teresa

    A Álvaro Ugalde,

    que me regaló su afecto y dedicación

    …sé, que igual que las estrellas,

    él nos ilumina con su resplandor,

    aunque ya no esté entre nosotros…

    Si desaparecieran todos los insectos de la

    tierra, desaparecería toda la vida.

    Si todos los seres humanos desaparecieran de la

    tierra, todas las formas de vida florecerían.

    Jonas Salk (1914-1995)

    Karen y Olof en Costa Rica 1955

    Índice

    Prólogo

    Primera Parte

    Sueños angustiosos

    Salgo a buscarte

    ¿Dónde estás?

    Mirada atrás

    En el Astrid Bakke

    El Nuevo Mundo

    Costa Rica

    Cabo Blanco

    Te encuentro

    Capturan al asesino

    Tu entierro

    Juicio y sentencia

    Segunda Parte

    No olvidar

    La memoria de los fantasmas

    Las Cartas

    Lis

    Imágenes y recuerdos

    Puntarenas

    Clases de yoga e inglés

    Tu viaje a Punta Llorona

    Cabinas Karen

    Una holandesa en Montezuma

    Un bebé en la familia

    Joaquín Alvarado

    Tercera Parte

    El Sano Banano

    La televisión

    Visita de Eva Tellow

    Un costarricense en Suecia

    Un sueco en Cabo Blanco

    Mi viaje a Dinamarca

    El Corredor Chorotega

    Reconocimientos

    Los ciclos de la vida y la muerte

    Voy hacia ti

    Epílogo

    Más allá de la muerte

    Cronología

    Carta de un caballo

    Agradecimientos

    Acerca de la autora

    Información adicional

    Prólogo

    Karen Mogensen y Nils Olof Wessberg llegaron a Costa Rica desde Suecia en 1955 para vivir en armonía con la naturaleza. Muy pronto se dieron cuenta de que los costarricenses no trataban a las plantas y los animales de manera apropiada desde su perspectiva. Tuvieron una actitud intervencionista, lo que inicialmente recibió poca aprobación de los residentes. Pero Karen y Olof persevaron y en 1963 lograron fundar la primera reserva natural estatal de Costa Rica en Cabo Blanco. Sin embargo, sus incansables esfuerzos por proteger la naturaleza terminaron en una tragedia.

    Nils Olof Wessberg fue asesinado el 23 de julio de 1975 cuando hacía un inventario de especies en el Bosque Lluvioso de Corcovado, Península de Osa, convirtiéndose en el primer mártir de la lucha conservacionista en este país. Con su trabajo y sacrificio, Doña Karen y Don Nicolás, como llamaba la gente local a Karen y Nils Olof, se han convertido en Las almas de Cabo Blanco que protegen el bosque y sus animales por toda la eternidad.

    Lola Pereira Varela cuenta la historia en forma de un diario escrito por Karen. El sentimiento tierno por los animales salvajes, así como la descripción afectuosa hacia los árboles y el océano se puede percibir en la totalidad del relato. La vida rural de los costarricenses desde los años cincuenta hasta los noventa se muestra de manera impresionante con toda su alegría, pero también con su incertidumbre.

    Este libro preserva la memoria y dedicación de los fundadores de la primera reserva natural de Costa Rica. Su influencia en el movimiento de conservación no tiene precedentes y es difícil especular que habría sido de las zonas naturales sin su urgente intervención para frenar la destrucción del bosque y toda la vida que contiene. Hoy día un tercio del país está protegido y Costa Rica es mundialmente conocida por su llamado ecoturismo.

    Algunos de los personajes y entidades que se mencionan en esta historia son ficticios en cierta medida y los nombres reales fueron cambiados cuando se consideró prudente hacerlo. El editor queda eximido de toda responsabilidad sobre la veracidad de los hechos narrados.

    PRIMERA PARTE

    Karen esperando a Olof en su casa de Cocalito.

    Sueños angustiosos

    Madrugada del 23 de julio de 1975.

    El sonido monótono de las chicharras, de letanía repetida, porfiadamente, sin variar la cadencia de las notas, traía una somnolencia que me impedía abrir los ojos. Me pesaban los párpados como si tuviera una montaña de tierra sobre cada uno de ellos. Intentaba discernir la figura que avanzaba en medio del diluvio. Sobresaltada, vi que eras tú, pero había algo extraño en tu caminar, habitualmente pausado y de largas zancadas. Te acercaste trastabillando y vi tu rostro, pálido y empapado de lluvia gris, cenicienta. A mi pregunta de si te había gustado lo que viste en Corcovado, me contestaste que no; que en Punta Llorona siempre hacía frío, dijiste tiritando, la voz en un hilo.

    Te protegías de la lluvia con un capote como el que utilizabas en las maniobras militares, cuando vivías en Suecia y eras capitán de aviación. Destacaba del color verde caqui el escudo nacional, en azul y amarillo, con las tres coronas. Pero a mí me extrañaba, porque no habíamos traído en nuestro equipaje ninguna prenda del ejército, salvo la navaja y la mochila. Según avanzabas, el camino se iba borrando a tu paso, como diluyéndose en el torrente de agua…

    Me desperté sobresaltada por el canto urgente de los primeros gallos, en la finca de la familia Cruz, los más cercanos. Aunque pareciera imposible oírlos, por la distancia, sé que el sonido viaja diferente en las noches. Eran las tres de la madrugada. Me levanté tiritando, con un impulso precipitado. Escuché el eco de la noche y bebí agua, para sentir la densidad del líquido bajar por mi garganta y alejar el malestar provocado por la pesadilla. Necesitaba cerciorarme de que ya no soñaba. Aun así, te pregunté, con un grito desesperado que no quise evitar: ¿Qué te está ocurriendo, que no siento nuestra conexión?

    Salí afuera, al corredor. Poco a poco, el arrullo arrastrado de las olas en la arena, como una lengua de espuma blanca en medio de la negrura, calmó mis angustias. Sin embargo, no volví a dormirme. La noche se hizo eterna, hasta que el sol se levantó detrás de la montaña y despertó el día.

    Fue ese un día caluroso y húmedo; pegajoso. Al final de la tarde terminé de coser los ojales y pegar los botones a la última camisa, la sexta. El vagabundeo por Playa Colorada, contando los pelícanos mientras volaban en formación de uve, alargada y cambiante, me produjo la envidia confesada, una vez más. Su capacidad de recorrer el mundo y regresar al lugar de partida, sin necesidad de nada ni nadie, me conmovía. Diariamente los observo como a seres mágicos, autónomos y libres. Pienso que tienen sentimientos y emociones propias, independientes. Son capaces de vivir su autonomía y sustentar sus crías sin esa arrogancia de los seres humanos. Y además, viven en ese peñón como si fuera su castillo inexpugnable, su atalaya. Tal vez un día, en otra galaxia, yo también pueda volar…

    Me acordé de una hermosa leyenda bereber, de Marruecos, en África. Leí hace años en una revista de viajes que en Marrakech hay una plaza llamada Jemaa el Fna, y en todos los tejados de las casas que rodean la plaza hay grandes sarmentosos y circulares nidos de cigüeñas. Esas aves migratorias de porte elegante, con plumas blancas y las puntas de las alas negras, que siempre he envidiado en Dinamarca. La leyenda bereber dice que son los habitantes de la plaza, que sienten la llamada de la aventura y el conocimiento de otros lugares. Se convierten así, en cigüeñas, para ir a ver el mundo y regresan a su hogar cuando han logrado su propósito.

    Cómo me gustaría poder hacer eso. De niña soñé tantas veces que volaba. Veía el mundo desde arriba. No sé cómo tenía registradas esas imágenes en mi cerebro, pero recuerdo con todo detalle las torres de las iglesias con sus picudos campanarios. Y también el verde de las briznas de hierba dibujando el contorno de pequeñas flores de color violeta que crecían entre las tejas y las grietas del tejado.

    Quizás fui yo también un ave en otra vida. Si pudiera elegir, me gustaría haber sido un colibrí de plumas verde brillante; un florisuga mellivora, con el pecho escamado, revoloteando entre las platanillas, de heliconia en heliconia, buscando el néctar maravilloso. Recorrería el bosque, viviendo dichosa entre los árboles. Si fuera un ser del bosque viviría en un higuerón. Me parece un hogar magnífico y acogedor, con su forma de hongo, sus hojas brillantes, y esas lianas que parecen flecos de un vestido hermoso, aéreo. Es el refugio perfecto.

    El paseo calmó mi espíritu inquieto y regresé a la casa cuando el sol se guardaba en el horizonte. Me bañé, sabiendo que no llegarías para la hora de la cena, ni compartiríamos el lecho común y las caricias atesoradas durante la ausencia de los días transcurridos. Lo interpreté lánguidamente, como un gesto que cumple el ritual de la espera.

    Casi había anochecido cuando sentí el motor de la lancha y corrí a la playa solo para verla, para que su imagen presagiara tu llegada al día siguiente, o al otro, saludándome desde la proa. Algunos días de mar bravo, la lancha atracaba delante de nuestra casa, en la serena Playa Colorada, por ser la orilla más tranquila que la de Montezuma, adonde llegaban las olas impetuosas, caracoleando y rompiéndose contra la arena. Pero hoy no era necesario, las olas arrastraban perezosamente la arena, moviéndola arriba y abajo, como un vals lento, acompasado. Salí a caminar hacia Montezuma mientras quedaba un resplandor del sol en el mar. Las nubes grises iban tiñéndose de rojo, intensamente, preparando la velada nocturna. El mar, zangoloteando, acunaba las rocas, dejando filigranas de espuma blanca sobre la oscura masa de rocas volcánicas. Lo veía desde lo alto del camino, sintiendo el privilegio de mi pertenencia al lugar. Es un paraje tan hermoso…

    Poco a poco fue tintándose la noche de negrura, apagando el naranja brillante del sol. Y llegó la luna casi llena, blanca, fría, dibujando un camino de plata bruñida sobre el mar, titilando y brincando sobre la piel irisada del Pacífico. Regresé a casa, añorándote tanto... me fui a la cama, temiendo la réplica del sueño de la pasada noche. A pesar de mis aprensiones, el cansancio me rindió.

    31 de julio

    El ring-ring del teléfono, repetitivo e irritante, sonaba amenazador. Alguien gritó ¡es Olof; al teléfono! Y yo corrí descalza hacia la puerta de la casa, sintiendo los nudos de la madera en la planta de mis pies, y busqué el teléfono en la mesa del corredor. Mi mano apenas podía levantar el pesado auricular negro, como un extraño escarabajo de azabache brillante, gigante, articulado. Reventando de emoción, te conté que me hacías tanta falta. Que un pizote nuevo había llegado a la casa herido, y que la vida sin ti no valía gran cosa, ni siquiera en el Paraíso. Te pregunté cuando regresabas y no entendí tu respuesta. Grité más, para decirte que ya casi era mi cumpleaños y habías prometido regresar para celebrarlo juntos. Todavía grité más fuerte, forzando mi garganta al preguntarte ¿Dónde estás? ... pero tu voz se iba perdiendo como si la tierra se la fuera tragando por un sumidero. Me despertó el dolor de garganta de mi propio grito, la respiración alterada y las sábanas revueltas en torno a mi cuerpo, mustio, lastimado de tu ausencia…

    No teníamos teléfono en Cocalito. No lo había ni en Montezuma ni en Corcovado. Era imposible poder hablar contigo, ni sentir el timbre de teléfono alguno. Mi subconsciente me anunciaba algo, pero yo no entendía el mensaje. O quizás era una forma de negar, de resistirme a lo que mi intuición ya sabía: algo no andaba bien.

    Con el paso de los días me he ido arrepintiendo tanto de no haberte acompañado en ese viaje. Me sentía cansada de cortar y coser durante toda una semana tus camisas de manga larga, para evitar los abundantes mosquitos de Corcovado. Nunca encontramos camisas de ese tipo en las tiendas, por tu altura, nada corriente aquí. Pero tú no quisiste esperar, tenías prisa por buscar el lugar para instalarnos a vivir y comenzar el inventario. Ahora no sirve de nada lamentarme por la leche derramada, como en el viejo cuento de La Lechera.

    Lancé una mirada resentida hacia la pila de camisas que reposaban dobladas, repetidas en verde oliva, tu color favorito. Eran seis, una sobre otra en la repisa, esperando el estreno. Respiré hondo posando mi cara y enterrando la nariz en ellas, buscando inútilmente tu olor corporal, y me senté a meditar, cruzando mis piernas, en la postura de padmasana. Mis manos reposaban unidas, en oración. Necesitaba calmar mi espíritu desazonado. Conmovida, busqué mi guía interior y pedí paz para mi alma inquieta.

    El sonido de la vibración del universo, ommmmm… salió por mis labios ondulando levemente, acariciando la parte posterior de mi garganta. Siguió su éxodo, fundiéndose en el ulular de los congos, que, potente y vibrante, recorría el aire desde el viejo pochote. Continuó flotando, sobre las sombrillas de las grandes hojas verdirrojas de los almendros, estremecidos por la brisa del mar, que llegaba desde Playa Colorada y prosiguió su viaje errabundo hacia la montaña.

    Intenté respirar profunda y alternativamente en Anuloma Vilona, y concentrarme después en el Suryanamascar, el saludo al sol. Pero terminé la práctica sin que la calma me habitara, como en otros días. Y me dije a mí misma que ni el cuerpo ni el ánimo están todos los días parejos.

    Ese fue un día extraño, pues los pizotes y las ardillas no pararon de entrar y salir de la casa. Estoy segura de que te buscaban; especialmente Lis, la pizota, que nos había adoptado como familia. Al no encontrarte, recorría los sitios habituales una y otra vez, en un ritual establecido. Los movimientos de sus cabezas, mirando a un lado y otro, me recordaban comportamientos humanos en un partido de tenis y me hacían reír. Luego me miraban, como interrogándome y volvían a salir. Fueron realmente la mejor compañía para mi ánimo decaído.

    A la hora de arribada de la lancha me dirigí a la playa, deseando intensamente verte abordo. Fue tan desalentador comprobar que ni la lancha ni tú habíais atracado...

    Casi había anochecido cuando sentí el motor y corrí de nuevo a la playa, pero sólo pude ver su rastro en el agua. Te esperé en vano casi dos horas y me fui a la cama abatida y sin cenar.

    No tenía hambre, ni sueño. Sólo un agotamiento causado por la frustración y el miedo, que me dejaba una sensación de muñeca de trapo; sin nada que me sostuviera. Miedo a tener miedo. Miedo a pensar en el significado de tu ausencia.

    Salgo a buscarte

    5 de agosto

    Caminabas hacia mí por un camino de tierra, sombreado por los árboles. Caía una garúa densa, mezclada con jirones de niebla gris, que se movían arrastrándose lentamente de los árboles al piso de tierra. Abrí la puerta y la niebla me envolvió. Me asomé al corredor; tú venías acercándote, ofreciéndome una rama de hibisco rojo en tus grandes y elegantes manos. La sostenías con tu brazo derecho y, doblándola delicadamente con tu mano izquierda, me la entregaste con ternura. La depositaste en mis manos suavemente, como si me transmitieras el cuidado de una criatura divina, un legado para salvar el mundo. Me mirabas desde las cuencas de tus ojos hundidos, oscurecidas por el cansancio. De igual forma te había visto otros días, agotado por el trabajo en la construcción de la casa. Ahora, notaba tu abatimiento y tu tristeza infinita, tan densa que podía palparse…

    El alba apuntaba fría y gris cuando me desperté estremecida, en ese momento en el que la noche comienza a dejar de serlo y el día todavía no lo es. Ayer fue el día de mi cumpleaños, 4 de agosto. Por la ventana vi las nubes que se apelotonaban en el cielo, mientras el aire las arrastraba hacia los cerros, amenazando con lluvia. Aparté las sábanas, y puse mis pies en el piso, sintiéndome minúscula, sin fuerzas para tirar del aliento y con un presentimiento aciago que me rondaba. Era muy extraño que no estuvieras en casa para mi aniversario. Tú sabes que los sueños siempre me revelaron augurios, a largo de mi vida, desde que tengo recuerdos. Por eso no puedo estar tranquila. Algo hay que no estoy entendiendo o tal vez resistiéndome a entender.

    Encendí nuestras dos velas, juntas, en un gesto inusual siendo casi de día, pero algo me impulsó a hacerlo. Me asomé al corredor para recibir la brisa del mar en mi cara y al volverme, estremecida, pude ver que tu vela se había apagado, mientras la mía seguía alumbrando. Lo interpreté como un presagio fatídico. Todas las cosas tienen un significado, un propósito. Nada ocurre por casualidad. Las coincidencias no existen y yo lo sé.

    Estos mensajes en los que era la destinataria única, me estaban trastornando. Ya no pude aguantar más la incertidumbre y salí en dirección a Puntarenas, al cumplirse quince días de tu partida. Y aquí vamos, mi alma y yo, encogidas en esta avioneta, con mecates sujetando las puertas, a merced del viento y a voluntad del destino…

    Salí para Cóbano ayer por la mañana, en cuanto pude encontrar a Edwin, ese muchacho que tiene un Toyota medio destartalado. Cuando íbamos por la carretera de tierra infestada de huecos y barro, para tomar una avioneta exprés, hubiera querido ser invisible, para que nadie me preguntara a donde iba o por qué. Hoy no quiero ser el animal social que soy. Ese que necesita la interacción con los otros seres humanos.

    Atravesamos la intersección de los dos pueblos sigilosamente. La gente de Cóbano, afanada en sus quehaceres, parecía suspendida en el aire, como personajes de una foto envejecida, irreal. Mi pensamiento entero lo llenabas tú, no había espacio para nada más. Era tu existencia mi único anhelo. Vivía aletargada en un estado hipnótico y todo lo que me rodeaba no parecía real.

    Antes de subirme a la avioneta, desde el puesto de control de la pista de aterrizaje, llamé por teléfono al hotel habitual de San José. Acaso habrías estado allí, para comprar la tienda de campaña y otras cosas necesarias para el viaje que planeábamos juntos. Me contestaron que no habías llegado, aunque te esperaban varios días atrás.

    Subí trastabillando las graditas de la avioneta que me trajo en el trayecto desde Cóbano a Puntarenas. El piloto me ofreció su brazo, preguntándome si me sentía mal. No fui capaz de decirle nada. No sé si estoy bien o mal. Noté su mirada de reojo mientras encendía los motores de aquel artefacto que parecía de juguete. La hélice comenzó a girar y el juguete se deslizó por la pista de tierra; levantó el vuelo hacia el oeste, la parte despejada de vegetación. El mar apareció al instante y fuimos bordeando la costa, en vuelo de poca altura, entre el azul del cielo y el verde Pacífico. La sombra de la avioneta parecía una minúscula sardina que flotaba en el aire intensamente azul.

    El trayecto duró quince minutos eternos, acuciada por la incertidumbre. Sentía dentro de mí la interrupción del hilo conectivo. Ese que ambos conocemos tan bien y que hace posible la sincronía de imaginar la misma cosa, en el mismo instante, e intensifica nuestra alianza desde siempre.

    No lograba, por más que cerrara los ojos, imaginar lo que estarías haciendo; visualizar lo que tú estarías observando. La niebla cubría mis ojos. Solo la imagen de mis sueños volvía una y otra vez, dejándome sin fuerzas, inerme, vaciándome de vida.

    Me consolaba intentando pensar que el paso del tiempo jugaba a mi favor; que al día siguiente, a esta misma hora, las cosas serían diferentes, porque ya te habría encontrado. Intentaba decirme a mí misma que sólo era una cuestión de tiempo. Y Cronos, en este caso, era mi aliado.

    Años atrás, solíamos hablar de lo peor que nos podía ocurrir cuando viajábamos en avioneta. Pensábamos en el hipotético caso de que se estrellara y nos mirábamos serenamente, aceptando ese destino, como tributo de la vida que habíamos elegido ambos. Pero ahora yo no quería pensar en ello. Porque quizás la posibilidad estaba más cerca de lo que nunca habíamos imaginado. Además, el suceso, cualquiera que fuera, ocurría en singular, cuando tú y yo seguimos siendo una unidad y lo que nos ocurra, para bien o mal, es común.

    Aterrizamos en la pista de Chacarita a trompicones, sintiendo en las ruedas las irregularidades del

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