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Secta Mariposa: Imposible Libertar a Un Pueblo Que Ya No Existe
Secta Mariposa: Imposible Libertar a Un Pueblo Que Ya No Existe
Secta Mariposa: Imposible Libertar a Un Pueblo Que Ya No Existe
Libro electrónico626 páginas9 horas

Secta Mariposa: Imposible Libertar a Un Pueblo Que Ya No Existe

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La Historia, es una mujer bella y caprichosa, que le encanta maquillarse para agradar principalmente a gobernantes. Ella me cont, que en el nacimiento del siglo XVI las botas espaolas aplastaron a los gloriosos Seoros de Amrica: los laboriosos Incas, los ilustrados Mayas, los guerreros Aztecas y los indomables Araucanos... Tiempo despes, ella misma me dijo, que al asomarse el siglo XIX, los hijos de aquellos conquistadores espaoles, tres hroes legendarios: Simn, Jos y Bernardo, emanciparon a dichos pueblos... Cmo! Es posible liberar a pueblos que ya no existen?.
En Secta Mariposa, novela histrica, aparecen, en estricto desorden de aparicin, adems de los hroes ya citados: las intrigas britnicas, la esclavitud, la crueldad, la sangre de Francia, el abuelo, la pasin prohibida, que es la ms dulce de las pasiones, los cotidianos pleitos de familia, el amigo, las guerras... las eternas guerras, el nieto, y por supuesto, nuestros primersimos actores: el Romanticismo y el Amor. Todo esto, escenificado entre los aos 1749 y 1836. Teniendo como marco las campias medievales de Europa y los fascinantes paisajes de Amrica del Sur; sin olvidar la buena mesa y el vino.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento7 dic 2012
ISBN9781463343132
Secta Mariposa: Imposible Libertar a Un Pueblo Que Ya No Existe
Autor

Salvador Sergio Brizuela

Salvador Sergio Brizuela Curto, naci en la Ciudad de Mxico, el ao 40 del siglo XX. En los aos 60s, inici sus estudios en Procesamiento de Datos, en Mxico y E.U., y tuvo la suerte y privilegio de ser pionero en la materia. Fue as, que siendo Asesor Internacional en Informtica, visit varios pases de Amrica del Sur y el Caribe, situacin que le brind la maravillosa experiencia de caminar por ciudades, pueblos y villas; andar por calles y veredas admirando claveles amarillos, embelesarse con palacios y balcones amoriscados de Lima, perderse en selvas tropicales, recorrer valles y sierras de los Andes y navegar por los mares lejanos que se pierden en el sur formando los esplendorosos fiordos chilenos, adems de entrar al alczar de Diego Colon en Santo Domingo, y sentir en sus venas las historias legendarias al contemplar una frase, al parecer irreverente, Por la Razn o la Fuerza en el palacio presidencial de Santiago de Chile. Frase que en un principio fue O por Concejo o por Espada. Posteriormente, iniciando el siglo XXI y devorando varios libros de historia un buen da naci en su mente Secta Mariposa. ste, su primer libro, que termin siete aos despus de su retiro profesional.

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    Secta Mariposa - Salvador Sergio Brizuela

    Secta Mariposa

    IMPOSIBLE LIBERTAR A UN PUEBLO QUE YA NO EXISTE

    SALVADOR SERGIO BRIZUELA

    Copyright © 2012 por Salvador Sergio Brizuela.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:   2012920633

    ISBN:     Tapa Dura                          978-1-4633-4314-9

                   Tapa Blanda                       978-1-4633-4315-6

                   Libro Electrónico               978-1-4633-4313-2

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coin-cidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido uti-lizados en esta obra de manera ficticia.

    Fecha de revisión: 07/08/2018

    Palibrio

    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    432032

    Índice

    Preludio

    I.- Déjame que te cuente

    II.- El Nuevo Mundo

    III.- El Viejo Mundo

    IV.- Claveles Amarillos

    V.- La Dolce Vita

    VI.- Mar, mariposas y palomas

    VII.- La hermandad

    VIII.- El color de los suspiros

    IX.- Le Sang de la France

    X.- Detrás de la Bruma

    XI.- Al final de los sueños

    XII.- Los húsares del emperador

    XIII.- Criollos, cañones y caballos

    XIV.- La última batalla

    XV.- Te seguiré contando

    XVI.- El Ocaso

    Bibliografía

    A la novia de mi soledad

    Mi eterno agradecimiento a:

    Ana Cecilia García y Nohemí Sandoval,

    por su invaluable apoyo en la revisión.

    Alejandro, Angélica, Laura, por su

    aportación en el proceso de revisión.

    Karem Zamora Burgos, por la creación artística de la portada.

    Palibrio, Publicación y Distribución de Obras de Arte Independiente,

    Andrea, por caminar junto a mí, compartiendo emociones, lágrimas, personajes, tramas, historias y paisajes; desde el nacimiento de la idea en Santiago de Chile, hasta su culminación en el esplendoroso bosque de Bosencheve, México.

    Preludio

    A zabache cabellera, pendientes de jade, piel de almendra, senos al viento, sonrisa triste… se llamaba Flor de Luna… Por el mar, inesperadamente aparecieron aquellos hombres de barba dorada, ojos de zafiro, aceros afilados, palos fulminantes vomitando fuego y animales fabulosos que hacían temblar la tierra; además de varias cruces por si fuera necesario apaciguar almas espantadas. Rebautizaron a Flor de Luna, la encadenaron, de sus entrañas arrancaron plata, oro, esmeraldas; minerales de valía suficiente para levantar palacios en España, desnudar princesas en Europa y conquistar alejadas comarcas. Flor de Luna, a quien ahora se nombra América, está llorando en los cañaverales recolectando azúcar, pues le exigen endulzar la crueldad de los reyes malditos. Los hombres amantes del sol y la luna han muerto pisoteados por bestias de cuatro patas o atravesados por hierros desconocidos que se tiñen de sangre, otros han abrazado las montañas y aquellos que pretendieron ser héroes, han sido descuartizados en nombre de Dios. América espera, pues siendo mujer, sabe esperar… Algunos de los nietos de los nietos que por el mar vinieron, ahora se sienten hijos del sol, aunque les digan criollos insurrectos, y ambicionan independizarse de sus padres, abuelos, bisabuelos. Se avituallan de sables, arcabuces, cañones, caballos y vírgenes bienhechoras de batallas; han cruzado los océanos para beber la excelsa cultura castrense. América se ha despojado de su tristeza, sueña que romperán sus cadenas, que nuevamente será Flor de Luna y caminará libre por las verdes praderas de Huamanga, de Mayapán, del Anáhuac y del Arauco. Fantasía desdichadamente irrealizable pues han desfilado tres siglos. Imposible libertar a un pueblo que ya no existe.

    I

    Déjame que te cuente

    Arequipa, 1830

    A ri quepay… Ari quepay… Santiago repite la frase quechua… Quédese aquí… Quédese aquí… Observa el cielo azul profundo buscando los trazos que aparecen en la tarde… Pinceladas rosas, doradas, violetas, sobre la Villa de Nuestra Señora de la Asunción del Valle de Arequipa, allá en la nueva y flamante República del Perú. Se arrima a la jofaina y alisa con agua su cabello rubio, mientras mira por la ventana las pálidas edificaciones labradas de ambarino sillar, con sus blancos muros de piedra volcánica. El sereno encanto de la calle y el atardecer esplendoroso le anuncian, como todos los días, que es momento de visitar al tío abuelo.

    ––Mi estimado SantiagoJugué con el viento, con los dioses pasajeros, las estatuas olvidadas y los sueños. Entonces las palabras fluyeron, cantaron, y temblaron como las hojas vagabundas en el agua… Déjame que te cuente querido nieto. ¿Sabes de qué color son los suspiros? ¿Sabes cabalgar con el viento indiferente en tus mejillas? ¿Dónde se acurruca el alma? Déjame decirte. Estás en la edad de saberlo todo. Te platicaré de la oscuridad de las estrellas. De noches interminables donde el infinito encuentra su destino. Te contaré por qué los ciegos tienen la cara inmaculada, por qué las mujeres se desnudan con los labios entreabiertos y dónde guarda el bosque los susurros. Te revelaré el misterio del clavel amarillo, qué sueñan las mariposas, a dónde van los hombres que no supieron rezar. ¡Acércate! Te mostraré los huecos de la lluvia, los amores del silencio, el llanto del olvido. Marchemos juntos por las regiones turbulentas del planeta. Vayamos a pueblos ensangrentados que despiertan cada siglo con banderas diferentes. Recorramos las tierras incas sacrificadas, antiguos señoríos de la España. Allí, en Oruro, en las fiestas de la Diablada, los aymaras disfrazados de demonios se enfrentan al Arcángel San Miguel; así se engañan, sintiéndose libres en la majestuosidad de los Andes. Los supuestos libertadores, ahora sus amos y patronos de Bolivia, los observan desatentos, pensando solamente en las riquezas de sus huasipungos. ¡Viajemos por el mundo! Vayamos a la ciudad amamantada por las lobas, donde los romanos, mimados por la mar mediterránea, olvidan sus desventuras derrochando fortunas en el Ridotto. En sus festividades, los hausa, los hibo y los yoruba del Imperio Kanem-Bornu del África Central, llevan piraguas de juguete atadas a su cabeza, escenificando el mito del arca que bajó del cielo, dando luz a la primera tierra cultivada de cacao, caucho y maní. Frente a las playas alabastrinas del Golfo de Benín, cantan y bailan para olvidar latigazos portugueses que los forzaron a subyugarse al otro lado del océano. Al llegar la primavera a la campiña piamontesa, en el ritual de Tschaggata, el pueblo ahuyenta los anticristos del invierno quemando una mascara avejentada. En Albania, mujeres campiranas, hijas de deslices entre turcos y griegos, lucen sus mejores ropas ataviadas de joyas y ramas aromáticas, proclamando la esperanza de bienes materiales y frutas deliciosas. Los sioux de la América de Colón y Vespucio, buscan su identidad en la danza del bisonte, tratando de reconocerse entre hombre y espíritu. En las lejanas regiones orientales, en el rito del Hanami, se reúnen amigos en torno a los cerezos; comen, cantan y beben sake anudando plegarias en las ramas pintarrajeadas de luna. En la antigua Grecia, Dionisio sobre pantera aterciopelada, celebra las vendimias seguido por un sileno borracho, ignorando a su eterno rival de Turquía. Cuatro pájaros voladores: guacamaya, águila, quetzal y calandria, encarnados por huastecos y totonacas, vuelan en Papantla atados a tronco gigantesco; así, mareados anulan los recuerdos malolientes de la Santísima Inquisición. Durante la siega los francos guardan un haz de trigo que prenden en la última carreta hacia la granja, ramillete que conservan hasta el ciclo siguiente para dar suerte a la nueva cosecha. En las milenarias tierras frente al Golfo de Cambay los elefantes ricamente ataviados marchan guiados por hindúes, quienes con quitasoles escarlata ribeteados de oro, evocan la reunión de los Dioses en el paraíso. En las fiestas del Purim se celebran danzas nativas en remembranza de Ester, quien siendo reina de Persia salvó del exterminio al pueblo Israelí. En la Ciudad Santa del Islam cobijada por el mar rojo, se pregona que todo musulmán debe peregrinar a la Meca, para alcanzar la gloria eterna. Los españoles enloquecen de fervor religioso en la romería de la Virgen del Rocío, confesando sus pecados en el Nuevo Mundo. Los zares dogmáticos y sus bellas zarinas…

    –– ¡Perdóneme Taita! Usted prometió platicarme de Huacaypata.

    –– ¡Ah! La matanza de Huacaypata ––musita el tío abuelo, tejiendo sus palabras a una sonrisita senil.

    Alberto carga con facilidad sus setenta y siete años junto a su eterna sonrisa. Casi siempre hizo de lado cualquier bebida embriagante, pero desde que resolvió que era tiempo de morir, decidió beber deprisa para recuperar lo que correspondía a su larga vida. Esta vez, deja la limeta de aguardiente en la repisa en la que de cuando en cuando encuentra a las perdices. Cuidadosamente entra por una puertita disfrazada de ropero y regresa con una botella de vino de la Toscana, que como buen corso sabe apreciar. Las conserva escondidas en aquel fantástico lugar cobijado de arrayanes, donde la luna tercamente se arrastra, intentando colarse por debajo de la puerta.

    ––Mi querido Santiago, la ocasión lo amerita, ya tienes quince años, estos vinos de consagrar no te harán daño, sobre todo si no le cuentas a Santa Soledad ––dice Alberto–– al tiempo que le sirve una copa de vino.

    –– ¿Esconde muchas botellas Taita?

    ––Recuerda nuestro compromiso, nada de hacer preguntas sobre el escondrijo. No debes hablar con nadie sobre esto. Cuando tengas veintiún años, no solamente te revelaré el secreto, sino que todo cuanto ahí se halle, será tuyo. Guarda con solemnidad nuestro pacto. La solemnidad distingue a los hombres de las bestias. Recuerda nuestras pláticas sobre el honor, la fidelidad, el valor, la justicia… ¡La matanza de Huacaypata! La matanza en la plaza menor del Cuzco. Plaza del pregón de los incas donde se construyó la catedral y la antigua iglesia de los jesuitas. Yo estuve ahí, estimado nieto, cuando reencontré al amigo Jacinto.

    Alberto narra a su nieto predilecto su amarga aventura en el Cuzco, incluyendo la visita a su buen amigo, sin olvidar sus arrumacos a la Galilea. No descarta los pormenores sanguinarios de hombres mutilados y de falsas religiones que predican la misericordia, mientras encajan hierros al rojo vivo en la nuca de los condenados ya muertos… La sentencia debe cumplirse sin importar los pretextos de la muerte.

    Santiago escucha con atención los relatos de su abuelo entre suspiros, asombros y gestos nerviosos. Aún lleno de espanto, no se le escapa el nombre de una tal Galilea del mesón de la Tomasa.

    ––Perdone Taita ––interrumpe Santiago–– ¿Quién es Galilea?

    Otra vez la sonrisita maliciosa del viejo se perfila en su rostro.

    –– ¿Hablé de Galilea? ¡Ah, sí, Galilea! Un guisito primoroso para chuparse los dedos. No es tiempo para esta historia, la sabrás al momento que conozcas Etruria.

    –– ¿Etruria?

    ––Así nombro al escondite detrás del ropero. ––Contesta Alberto a la interrogante, agregando––: mi madre Simonetta nació en la Toscana… Tierras de la legendaria Etruria.

    ––Taita, cuénteme de Galilea ––insiste Santiago.

    –– ¡Carajo! Deja de poner esa cara de vinagre, olvídate de Galilea, también de Etruria. ––Agrega Alberto––, mostrando su carácter indomable en las venas retorcidas de su frente. No rumiéis ni habléis de esto, ni conmigo ni con nadie.

    Alberto finaliza la arenga escupiendo sobre el piso de tierra, sin dejar la menor oportunidad de rebeldía.

    –– ¿En que estábamos?

    ––En el amigo Jacinto ––agrega tímidamente Santiago.

    –– ¡Ah sí! Al amigo Jacinto lo encontré entristecido por sus desventuras. Él es un hombre maravilloso, culto y con la fuerza que es menester para vencer a españoles, peruanos o vikingos. Jacinto me hizo ver que el alma de los negros es tan blanca como la nieve de los Andes.

    Alberto alcanza la botella de vino y vuelve a llenar las copas. En esta ocasión su sonrisa no es senil, sino una expresión decidida que implora por algunos años más de vida.

    ––Mi querido Santiago. ¿Qué opinas de Huacaypata?

    ––Debió ser un imperio formidable. Deseo conocer todo, por más sanguinario que resulte. Es importante saber de la muerte del precursor de la independencia del Imperio del Perú.

    –– ¿De qué independencia me hablas? ¿De cuál libertador? ¿Cuál imperio? ––Inquiere Alberto Landaburu-Vivar Moretti a su nieto predilecto: Santiago Castilla Ramolino, nacido en Tacna––. No entiendo. Pensé que tu interés por los acontecimientos de Huacaypata, se debía a tu avidez de cultura. Ahora me vienes con el cuentito de ideologías políticas y patriotas.

    ––Taita Alberto. Es necesario conocer los sucesos de nuestro país.

    –– ¿Nuestro país? ¿Eres peruano con esa cara de europeo arrogante? ¿De dónde es tu madre? ¿Dónde nació este abuelo tuyo? ¿Qué apellidos tienes?

    ––Escúchame bien Santiago. Si José Gabriel Condorcanki Noguera Túpac Amaru, hubiese ganado la revuelta que inició, él sí hubiera sido un verdadero libertador, y ni tú ni yo residiríamos aquí. Yo estaría muerto o exiliado por segunda vez. Tú tal vez ni hubieras nacido. Todos los pucacuncas o españoles habrían sido aniquilados y los que hubiesen escapado, aún estarían remando en la mar océano rumbo a las costas de Sevilla. Y no obstante el pregón de Túpac Amaru por la igualdad y fidelidad al rey Carlos III, a cambio de un virrey cuzqueño; ese acontecimiento hubiera terminado en el desmembramiento total de las colonias de España. Así como en la reconstrucción de la identidad de los pueblos subyugados, justamente como lo hizo la propia España al aniquilar y expulsar a los Moros de su territorio, reconstruyendo sus provincias desmembradas.

    –– ¿Y Simón Bolívar, Taita? Él continúo la lucha de independencia.

    –– ¡Querido Santiago! El venezolano don Simón… Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar Ponte Palacios y Blanco, es un hombre de nobilísima cuna y cuantiosa fortuna, tiene sus propios esclavos, haciendas de tabaco, añil y cacao, así como las minas de Cocorote. Además Simón, de prosapia y cultura europea, heredó por vía de mayorazgo vinculado por su primo Juan Félix Jerez de Aristeguieta y Bolívar: casa en Caracas, las haciendas de Tuy de Yare, de Taguaza y Macayra. ¡Bolívar no continuó la lucha de nadie! Emprendió su propia odisea, sin que los naturales de esta tierra intervinieran, en el mismo instante que vio en la catedral de Nótre Dame la coronación de Napoleón Buonaparte, advirtiendo como el pueblo francés idolatraba y vitoreaba a su emperador en París. Supo entonces que reinar es la cima de las grandes ambiciones humanas. Se declaraba republicano, pero en su mente anidaba la monarquía republicana. Estando en Inglaterra, ingresó a la masonería, entidad clandestina y libertaria que enarbolaba la ciencia, tolerancia y progreso, siendo aceptado como compañero de la Respetable Logia Madre Escocesa de San Alejandro. Su ideal, como líder de los criollos, hijos de los conquistadores españoles, fue usurpar las colonias de España, y unir los pueblos nacientes en los territorios del antiguo Imperio Inca y de la indomable Araucanía, uniendo a los Virreinatos de Nueva Granada, del Perú y del Río de la Plata; incluyendo a la audiencia de Charcas y las Capitanías de Caracas y Chile. Así los criollos explotarían las riquezas del territorio sin tener que enviar a España los Quintos Reales, deshaciéndose de los molestos visitadores y por ende no rendir cuentas absolutamente a nadie. Y si para esto fuese necesario conquistar aldeas, pueblos, provincia, audiencias, capitanías o virreinatos; él lo haría, como así fue con la ayuda que supo ganarse del Reino Unido. Redactó personalmente las constituciones, a su medida como lo hizo Napoleón, de los pueblos arrebatados a los españoles. Para eso tuvo la audacia necesaria, el temple y la cultura que había adquirido con profesores particulares, en colegios para privilegiados y en sus asiduas lecturas de los Voltaire, Locke, Corneille, Livio, Rousseau, Montesquieu, Helvecio, Holbach y Maquiavelo. Por demás está decirte que se embelesa con la lectura del Código Napoleónico. Vivió en Europa por más de siete años, estudiando además de historia y filosofía: esgrima, francés e italiano. Tuvo oportunidad de frecuentar las animadas cafeterías de la Fe y de Caveau, oyendo a los filántropos come curas, sobre la necesidad de ordenar el impacto de la Revolución Francesa. Asistió a galerías de arte, a los teatros de ópera, escuchó los versos alejandrinos y los recientes valses austriacos interpretados por excelsas orquestas. Admiró El Juramento de los Horacios, pintado por Jacques-Louis David. Aspiró el buqué de chufas, manzanilla y horchata en la Puerta del Sol, cenando callos con vinos de Valdepeñas frente a la puerta de Alcalá. Recorrió varias veces los jardines de Tívoli desvistiendo con los ojos a las aristocráticas damas, vagando enseguida por las callecitas cercanas al Palais Royal para desnudar a las putas perfumadas de las arcadas, ya no con los ojos, sino con monedas que retozonamente colocaba en la alcancía de sus pechos. ¿Qué tiene que ver todo esto con el esplendor del Imperio Inca, Maya o Azteca? ¿O con los aguerridos mapuches de la Araucanía? Tu sabes querido Santiago, que a pesar de todas las vírgenes y santos, ahí anda Simón Bolívar saltando de escondrijo a madriguera perseguido por los diablos del poder: realistas, republicanos y dictadores, sin faltar por supuesto uno que otro generalillo traidor y algún romántico, que como tú, piensa que en estos lugares se puede sembrar la semilla de la patria. ¡Las razas esplendorosas de estas tierras, no han independizado a los reinos y señoríos que les pertenecían! Y para su desgracia, supongo que jamás lo harán. Se tendría que cambiar la historia de los últimos siglos, para amontonar a los caucásicos en Europa, a los negros en África y en América a los oriundos del Nuevo Mundo; baste ver que la Araucanía no es libre no obstante su tozuda resistencia, que el Perú que encontraron los españoles, continuará por siempre desmembrado y que Mayapán y Tenochtitlan seguirán entrelazados a diferentes castas e intereses ideológicos. Yo diría que los europeos de esta orilla de la mar, se han independizado de los europeos de la otra orilla, fundado países nuevos encima de los escombros de imperios desaparecidos a fuerza de latigazos, de tres siglos de miseria para los que aquí habitaban y de esplendor diabólicamente cristiano para los que llegaron––. Te pregunto Santiago… ¿Es posible libertar a un pueblo que ya no existe?

    ––Creo que no Taita.

    Alberto pasa el brazo por la espalda de Santiago, apretuja su hombro izquierdo acercándolo a su pecho, sin lograr contener algunas lágrimas que caen en el cabello dorado de su nieto, al recordar las fallidas luchas por la independencia de su amada Córcega.

    ––Y sin embargo. ¡Amén de sabias opiniones! Este viejo expatriado presume que es posible. Pero fuese indispensable desenterrar identidades olvidadas, porque has de saber que en este mundo solamente perduran los pueblos con identidad. No obstante, si desentierras identidades, exhumarás inevitablemente almas ensangrentadas y… es bien sabido, que ante este hecho apocalíptico… nadie, absolutamente nadie sobrevive. Mi querido Santiago, el verdadero libertador de la América Latina, sí es que se le puede nombrar libertador, fue Sebastián Francisco de Miranda y Rodríguez, el venezolano que siempre tuvo en jaque al reino español. Este ilustre militar, fue comandante en jefe del Ejército de Bélgica durante la revolución francesa, insigne filósofo y reformador admirado y acogido por los grandes hombres de su época: príncipes, reyes, sabios, científicos, emperadores e intelectuales del viejo mundo, además de contar con la envidiable amistad de la emperatriz de Rusia, Catalina II. En su biblioteca tenía enmarcada la declaración de independencia de los Estados Unidos de América, regalo personal y autografiado de George Washington, reconociendo su aportación militar en las guerras de emancipación de las trece colonias inglesas de Norteamérica. Indudablemente este gran hombre aprovechó la situación propicia generada por el emperador francés, el glorioso y más grande militar de todo los tiempos: Napoleón Buonaparte Ramolino, quien nació y creció en Ajaccio escuchando las campanas de la catedral, alimentándose con el pan que se hacía en los molinos de la familia, con la leche y queso de cabra de su propia hacienda y por supuesto con el vino y aceite que derramaban sus viñedos y olivares; todo complementado con los manjares del mar que acaricia la isla de Córcega. ¿Tú sabes, mi querido Santiago, que las colonias españolas en América se separaron de España mientras Napoleón nos hacía el grandísimo favor de mantener prisionero en el castillo de Valencay al mediocre reycillo español Fernando VII? Tú bien sabes que a falta del gato, los ratones tienen fiesta…

    –– ¿Taita, Napoleón es corso como usted? ¿Lo conoció? ¿Napoleón se apellidaba Ramolino, igual que mi madre? ¿Bolívar desciende de familias europeas adineradas? ¿Túpac Amaru hablaba de fidelidad al rey?

    –– ¡Así es! Sí, es la respuesta a tus interrogantes. También tuve el privilegio de contar con la amistad de Francisco de Miranda, quien motivó a Simón Bolívar, José de San Martin y Bernardo O’Higgins… allá en las juntas secretas en Inglaterra. ¿Ahora reconoces que tienes mucho que asimilar, analizar, recapacitar?

    –– Taita Alberto, perdone mi ignorancia. Que tristes son las historias de guerra.

    ––Tal vez mi apreciado nieto. Sin embargo, las historias de guerra también son de alegría y excelsitud, ofrecen títulos de nobleza y majestuosas estatuas para los vencedores. Medita un poco… Si matas a un hombre, te encadenan, aprisionan, guillotinan o estrangulan; si matas a miles, te nombran General y tal vez, excelentísimo guía de la patria… designándote Sir si tienes la sutileza de enmarañar las guerras en beneficio de los británicos.

    –– ¿Cómo es que usted sabe tanto?

    ––No te aflijas Santiago. Debes saber que cuando llegué al Callao de la Mar; en aquella maravillosa época de mi juventud, mis veintiún años no se tranquilizaban solamente con los platillos de Gina y Lin Liu en el mesón La Dolce Vita o las butifarras del inglés; a diario era inexcusable apropiarme de un libro, ya sea comprado, ganado en las cartas o robado; no importaba el método, lo importante era el libro del día, así tuviera que saciar las calenturas de alguna hembra pasada en años y con demasiada plata. Sin gastar el oro que traía de Santo Domingo, logré recopilar más de quinientos libros por año; y no obstante la censura de la iglesia, siempre protegida por los Regidores, obtenía los libros prohibidos por los curitas, gracias a mi clandestina afiliación a la Hermandad de los Caballeros Lectores Libres de Santa María de Los Buenos Aires. Esta asociación, que contaba con su propio correo, funcionaba con una representación oculta en las más miserables bodegas del puerto, donde almacenaba libros, gacetas y pasquines importantes de diferentes ciudades, disimulados en las mercancías llegadas del Viejo Mundo. Por supuesto existían pactos honorables para no revelar los hechos, las contraseñas, y los procedimientos de contrabando, además de no mostrar a extraños la información así adquirida. La desaparición misteriosa de los conspiradores se efectuaba con la mayor sagacidad y frialdad, previa aplicación de la condena al estilo mazorquero de la Santa Federación de las Provincias Unidas del Río de la Plata -degüello y serrucho-. Cuando esto sucedía, la Hermandad se reinstalaba en otro lugar. Fue de esta manera que acumulé, antes de llegar a los cincuenta años, más de diez mil libros, gacetas y periódicos, así como algunos documentos secretos que adquirí en pueblos lejanos, algunas veces a cambio de mercancía y animales de granja. Mi oficio de arriero, que me permitió amasar la base de mi fortuna, me ayudó en dicho asunto, ya que yo mismo transportaba información de los acontecimientos del mundo; fueran teológicos, científicos, históricos, literarios, de gobierno o simplemente comidillas de moda de la aristocracia y burguesía. Así mismo este quehacer me permitía recoger información reciente en las diversas provincias por donde arriaba mi recua de magnificas mulas, acompañado de mis leales y bizarros ayudantes. Sin embargo, estimo que la mayor ventaja fue la envidiable posición obtenida al tratar directamente con gallardos capitanes de galeones, goletas, corvetas y fragatas que osadamente luchaban con la mar océano por las rutas comerciales entre el Viejo y Nuevo Mundo, de los que transportaba su mercancía tierra adentro. Así pude siempre estar informado, muchas veces mejor que la nobleza, varias ocasiones antes que los propios gobernantes.

    –– ¿Y quién le metió en la cabeza el hábito de leer?

    –– ¡Ah! Mi querido Santiago. Tocas cuerdas sensibles… Desgarras mi corazón cansado. La adorable Letizia, Letizia Ramolino, una mujer de soberbia belleza; tierna, valiente, decidida. Me hubiera unido a ella para siempre, de no ser que el destino le tenía reservado ser la madre de Napoleón Buonaparte, pues me embelesé desde que la vi con mis ojos de niño. Yo, de once años, estaba asido a la mano de mi padre, ella con sus catorce, a la mano de Carlo Buonaparte, con quien se estaba casando en medio de una melodía inolvidable, interpretada con aleteo de palomas y el repicar de las campanas broncíneas de la catedral de Ajaccio ––responde suspirando el viejo.

    –– ¡Taita Alberto! ¿Qué habrá hecho mi padre Augusto, antes que lo mataran, para dejarme con el mejor abuelo del mundo?

    ––Si fuera el mejor abuelo del mundo, como dices, ahora estaría sentado en la silla presidencial de la flamante República de Córcega. Y mírame, sólo soy un expulsado de aquellas fallidas guerras. Pero… os agradezco porque reconfortáis mis sentimientos, y más ahora que ya no tolero a las viejas de la casa, incluyendo a tu madre Santa Soledad, tu tía Isabel y tus tres abuelas; esas mis altivas hermanas que seguramente me enterrarán. Doy gracias al cielo que tú y tu hermano Sebastián, estén a mi lado y por supuesto que aún nos viva la negra Gabriela y mi perro Yorch, que ya huele a difunto como yo. Anda, alcánzame el gorro y vayamos a sosegar el hambre. Tal vez, al rayar el alba, platiquemos algo más sobre las guerras.

    Santiago, con el corazón exaltado, le da al tío abuelo su eterno gorro puntiagudo de terciopelo negro, lo toma del brazo y más que caminar, flotan suspendidos en el perfume de arrayanes, madroños y retamas del huerto ajardinado que Camelia, hermana de Alberto, cuida afanosamente detrás del patio principal. Al entrar al comedor abovedado, un delicioso aroma los espera.

    Inesperadamente, un ciervo blanco merodea por la calle de Santo Domingo en Arequipa… Es insólito… ese animal es muy grande… no se le parece a los ciervos de la cordillera andina. Murmura la gente sorprendida al verlo pasar. Don Juan Pio de Tristán y Moscoso cruza el enorme salón de recepciones, se apresura por el patio alumbrado con antorchas de resina y llega hasta el portón. Cuatro de sus esclavos lo esperan asombrados…

    ––Venga mi señor… ¡Venga! Esto debe ser una señal de Diosito nuestro señor…

    Don Juan al ver aquel animal que deambula con elegancia mística, recuerda su infancia y juventud, cuando su hermano Mariano lo llevó a Europa para ser educado en el colegio de La Fléche, y luego enrolarse en el soberbio regimiento de los walones… y cuando vacacionando por la Gran Bretaña, vio un ciervo blanco en los bosques de Cornwal… Pero qué hace ese inmenso animal vagabundeando tan campante por las calles de Arequipa. Don Juan se pregunta mientras calcula que el noble ciervo alcanza hasta la cruz, más de metro y medio y su cornamenta a lo alto y ancho, poco más de un metro. El ciervo se dirige a la plaza de armas, tuerce en la calle de Santa Catalina rumbo al Monasterio.

    ––No le hagan daño, solamente síganlo y me indican a dónde fue.

    Los negros siguen al extraño mamífero, éste tuerce por la calle de Santa Marta y se mete a la mansión de los Landaburu-Díaz de Vivar Moretti que tiene los portones abiertos. Al informar del hecho a Santa Soledad, sobrina de don Alberto y señora de la casa… se extrañan por la respuesta.

    –– ¿De qué ciervo me hablan? Aquí no tenemos esos animales… y mucho menos blancos… vayan con su barullo a otro lado.

    Santa Soledad cierra los portones y se dirige al fogón a cocinar, ya que el tío y su hijo Santiago, seguramente reclamarán la cena tan pronto dejen de platicar en la covacha, como varias noches lo hacen al fondo del patio principal, conviviendo con las perdices.

    ––Tío, hace un rato vinieron los mozos de don Juan de Tristán con la bulla de que un ciervo blanco ¿Blanco? Se había metido a la casa. ––Dice Santa Soledad durante la cena de perdices con almendra.

    Una relampagueante expresión de pavor se dibuja en el rostro del tío…"Los ingleses ya saben, me han localizado… El Jefe Ciervo… Deer Boss, se salió con la suya". Se dice en silencio Alberto tratando de disimular su temor. Sin embargo la palidez de su cara no pasa desapercibida a la mirada aguda de su sobrina.

    Santa Soledad no concilia el sueño. Al amanecer su hijo Sebastián ingresará al ejército de la nueva y flamante República del Perú. Cumplió sus diecinueve años, único requisito faltante. Presentó su solicitud de ingreso en Tacna, aprobando brillantemente los exámenes de salud, cultura y carácter. Adicionalmente jineteó, sin que fuera necesario, a su caballo palomo, enjaezado con estribos, bocado y adornos de oro macizo, haciendo gala de cabrioles a la más pura escuela andaluza. Santa Soledad había sufrido la muerte de su esposo Augusto Castilla, en forma por demás deshonrosa en Lima, al ser descubierto por el tío Alberto entre las sábanas de Isabel… la mismísima hermana de Santa Soledad. Los susodichos confesaron en el lecho, que siempre se habían amado, y que si Augusto desposó a Santa Soledad, sólo fue para vengarse de Isabel, que en un principio lo había rechazado. Una bala se incrustó entre las cejas de Augusto, saliendo por la nuca, sacando astillas de roble de la cabecera. Un hilo de sangre acarició la cara santificada del recientemente matado y resbalando por el pecho velludo llegó a manchar las sábanas de seda ribeteadas con encajes de Flandes. Isabel, abrigando sus senos con sus manos de pianista, mantuvo cautivo en su garganta aquel grito que nunca dejó escapar. No te mató, puta de mierda, porque no pretendo condenarme por el resto de mi vida. Había vociferado Alberto con los ojos clavados en el cuerpo semidesnudo de su sobrina. Utilizando sus magníficos aliados en la esfera de gobierno, Alberto disfraza los trágicos sucesos en una comedia de decoro familiar. A los pequeños hijos de Santa Soledad -Sebastián y Santiago- se les dice que su padre murió en defensa del honor. Los integrantes de la familia se toman de las manos, juramentando jamás revelar la verdad. Alberto dispuso el traslado de la familia a Arequipa, huyendo del fantasma de Augusto que no lo dejaba dormir, ya que por las noches llegaba a suplicarle que pidiera por su alma. Isabel se quedó en Lima, sin hacer caso a los ruegos y absoluciones de Santa Soledad que nunca volvió a casarse, no obstante que era una hembra majestuosa, codiciada por los caballeros de la alta burguesía limeña. Meses después las hermanas se reconcilian, consolándose solidariamente de la perdida de su amante común. A la primera oportunidad, Santa Soledad viaja a Lima y duerme con su hermana en la antigua casa. Ambas platican de sus amores con Augusto.

    –– ¡Un marido muerto en la deshonra! ¡Dos hermanas que se aman! ¡Un tío muy gallo, mandón, gruñón y sabelotodo! ¡Tres viejas rancias que apestan a cadáver! ¡Un hijo demasiado romántico! ¡La bastarda sobrinita Sofía! ¡Un país en constantes revueltas! ¡Y Ahora, lo que me faltaba! ¡Un hijo que apetece ser General, tan sólo para matar a cualquier pendejo que lo mire feo! ¡Que vida tan falta de solemnidad! ––Murmura Santa Soledad con los brazos en alto, al terminar de despabilarse la mañana.

    Besa, como todas las mañanas, el gran espejo que tiene en su aposento, finaliza de arreglar la bandeja de plata, siempre con mantelito azul. Coloca el tenedor, el vaso de jugo de limón, un plato con sardinitas frescas traídas de Puerto Islay agregándoles aceite de oliva y dos panes recién horneados. Se dirige como de costumbre, a las siete de la mañana, a despertar a su protector y no muy bien querido tío Alberto. Toca la puerta de encino con cerrojos y remaches de bronce, de la habitación ubicada al extremo del corredor enladrillado del patio principal, aquel que huele a naranjos y guayabas.

    ––Buenos días tío Alberto, aquí tiene su desayuno, como a usted le gusta.

    ––Buen día hija, tú como siempre… con tu belleza salvaje.

    Santa Soledad, deja el recipiente en la mesita del vestíbulo sonriendo vanidosamente. No se le notan sus treinta y cinco años y mucho menos que sea madre de dos jóvenes inquietos. Al verla, nadie imagina las turbulencias que lleva en el corazón y las calenturas que ocasionan sus encantos. Realmente tiene un porte perfecto, heredado de la belleza etrusca de su abuela Simonetta. Figura delgada, piel de pétalos de rosa, cuello de cisne, boca grande y carnosa en el labio inferior, cabellera negra y sedosa acariciando su espalda, grandes ojos verdes siempre mostrando el alma, manos estilizadas y bien cuidadas, cejas arqueadas apuntando al horizonte y sus curvas muy firmes y bien acomodadas. Sin embargo, lo que más provoca al viejo Alberto, es la insoslayable imaginación de verla siempre caminando desnuda entre una nube de mariposas azules.

    ––Tío Alberto ¿Qué tanto le dijo a Santiago la noche de ayer? Me lo dejó entristecido, sensible, desubicado.

    ––Conversamos de emancipados y emancipadores. O sea, de liberados y libertadores, de patrias esclavizadas, libres y enterradas. O lo más infame, de patrias engañadas.

    ––Tío Alberto tenga usted cuidado. Ese tipo de charlas disfrútelas con Sebastián, no con Santiago que es un poeta a punto de enamorarse; en cambio Sebastián es un guerrero excedido. Así, no me confundirá a Santiago, prestándole atención a Sebastián, que tanto lo necesita.

    ––Tú sabes mi respuesta.

    ––Sí tío, la sé. Yo sé lo que hago ––contesta Santa Soledad abandonando la habitación y masticando palabras pecaminosas. Una vez lejos de las orejas de Alberto, por las que crecen pelos grises, vocifera––: muérete viejo desgraciado, deja tu plata, llévate tu maldita sabiduría.

    Alberto termina el desayuno escuchando los pasos que se alejan de Santa Soledad, llevando consigo el revoloteo de mariposas azules. Entra al cuartito de aseo, comunicado a su recámara y al patio. La negra Gabriela lo espera con bateas de agua caliente, le quita su bata, bañándolo enseguida a enjabonaduras y jicarazos entibiados. Gabriela limpia el cuartito, saliendo por el portoncito que da al patio, no sin antes recibir indicaciones de Alberto, siendo enterada de su paseo matinal. Alberto regresa a su habitación, se afeita frente a la comodita francesa, perfuma con lavanda de madera y viste elegantemente para salir con Santiago, tal como acordaron durante la comilona de perdiz con almendras. Sentado sobre la banca de piedra del gran pórtico envigado de la casona en la calle de Santa Marta, Santiago espera a su abuelo. Camilo, el primer negro, monta la cabalgadura de la calesa con dos asientos en verde olivo, presto a iniciar el paseo que el amo indique.

    ––No, Santiago. ––Dice Alberto al llegar––. El vagabundeo que haremos hoy ha de ser caminando. Gracias Camilo, avisa a la negra Gabriela que regresaremos para el almuerzo.

    Alberto toma del brazo a Santiago, caminan por la calle amplia de fachadas de piedra blanca y balcones de madera amoriscada, se dirige hacia la esquina del Convento de Santa Catalina, indicándole que torcerán a la derecha; continúan hasta la siguiente esquina, virando nuevamente a la derecha por una calle de pequeños comercios. A media cuadra se detienen, frente a la iglesia de San Francisco. Están justamente atrás de la mansión de los Landaburu-Vivar Moretti. Precisamente delante de una pequeña casa de aspecto descuidado, al parecer deliberadamente, y a la que sólo llega de vez en vez una negra sesentona, que en opinión de los vecinos debió ser una mozuela muy deseada. Alberto mira a ambos lados, no viendo alma alguna merodeando, saca de sus ropas dos grandes llaves de hierro ricamente forjadas, una con el escudo del Campeador Rodrigo Díaz de Vivar, la otra con el escudo de Córcega. Se inclina cumplidamente ante la figura azorada de Santiago Castilla Ramolino, y dice solemnemente:

    ––Os ruego a usted, mi ilustre heredero, que por vuestra gracia e hidalguía os habéis hecho merecedor, abráis los cerrojos de Etruria, tomando como legitima propiedad todo cuanto en ella encontréis.

    Un ángel que merodea por la nostálgica callecita de Arequipa, detiene el cuerpo de Santiago, para que no se abata en las losas y piedras de sillar que enmarcan el portón. Sin embargo Santiago está desmayado en pie. Puede mover tan sólo sus párpados para enjugar sus ojos, evitando se le fugue el alma. Sus lágrimas caen en las manos del anciano, que estrecha las de Santiago y entre todas las manos anidan las llaves.

    ––Mi querido Santiago, respira profundamente… Entremos.

    Santiago abre una cerradura, enseguida la otra. Al empujar la puerta ve un pequeño pórtico resplandeciente por una luz ajazminada. Entra con su Taita siguiéndolo y quien cierra la puerta. Contempla en las paredes de ambos lados de aquel pequeño vestíbulo, los mismos escudos de las llaves, grandes, ricamente coloreados en paredes azulejadas. De frente un pequeño jardín, a un lado una puerta que conduce, según dice Alberto, a un estudio acogedor. Continúan atravesando el patio ajardinado, entran a un amplio salón de columnas intermedias con tres grandes ventanales que miran al jardín. Hay varios estantes de encino muy pesados, no muy altos, que almacenan, según calcula Santiago, más de treinta mil libros, además de paquetes de periódicos añosos, papeles diversos y variadas partituras de música europea. En el centro, una gran mesa rectangular adornada con fuertes herrajes en las patas que simulan garras de león. Del techo, dividido en tres bóvedas artísticamente trabajadas, penden tres bellos candiles con tantas velas y cristales que seguramente alumbrarán espléndidamente. Tienen un sistema de fuertes sogas y poleas que facilitan su ascenso y descenso, encendido y limpieza. En aquel salón no hay ventanas en las blancas paredes laterales ni en la del fondo, rodean la mesa central, ocho magníficos sillones forrados de terciopelo color sangre de toro, que facilitan la lectura en cualquier lugar. Por supuesto no faltan plumas y diversos utensilios para escribir, además de lentes convergentes y candelabros individuales que en pequeñas mesitas, están por todos lados. Santiago está en otro mundo, extasiado en la gloria; no solamente del lugar sino que se siente acurrucado en el corazón de su Taita.

    –– ¿Por qué? Usted dijo que cuando tuviera veintiuno.

    ––La verdad mi querido Santiago, existen dos razones que violentan mis pensamientos: ella no se da por enterada, pero he visto a la muerte que me anda merodeando, y últimamente tu madre Santa Soledad está muy pensativa, y no hay nada que más me inquiete que una mujer pensando. No solamente aumentan la percepción de su sexto sentido, sino también su habilidad de enredar las cosas. Y yo, ya no estoy para enredos. A pasos decididos… Pasos dados. Más vale un Por si acaso que un Válgame Dios. No vaya a ser la de malas que mañana tiemble, y no como el volcán Misti hace temblar a Arequipa; debes saber que las mujeres saben producir mayores terremotos para atolondrar a los hombres, someterlos y suicidarlos.

    Santiago sonríe, tal vez por lo que dice Alberto o tal vez porque no entiende… eso de suicidarlos. Para distraer un poco el tema, prefiere aclarar su curiosidad.

    –– ¿Adónde conduce aquella puertita del fondo?

    ––A un ropero.

    Santiago estalla de risa, se carcajea como no lo hacía desde niño. Su hilaridad le traba las mandíbulas, así es que Alberto tiene que interrumpirlo, terminando él mismo con una culpable sonrisita.

    ––Desde que empecé a coleccionar libros e información por varios medios, tuve dificultades en su almacenamiento. En un principio los guardé en el mesón La Dolce Vita, en El Callao de la Mar, luego alquilé pequeños locales y algunas bodeguitas, posteriormente casas pequeñas. Finalmente, ya has visto lo hecho. Nunca he permitido a nadie el acceso al acervo cultural, incluyendo a mi propia familia. Ellos no están enterados. Al trasladarnos a Arequipa, se presentó la ocasión para diseñar mejor la nueva morada. Ahora entenderás mis enojos, por el cielo que fingidos, con los integrantes de la familia para evitar que se acercaran a mi saloncito de estudio, al que solamente podía entrar la negra Gabriela con el pretexto del aseo. Mis hermanas decían burlonamente: no lo molesten, seguramente enseña escritura a las perdices. Adquirí una casona grande, junto a una pequeña a sus espaldas y llevando al cabo la remodelación, así percibí la mansión: los salones de recepción al frente, en el centro el patio principal rodeado de portales que comunicaran a habitaciones confortables bien ventiladas, un patio lateral con habitaciones para invitados; atrás de dicho patio, los cuartos para la servidumbre y las bodegas, detrás del patio principal un pequeño huerto ajardinado y en el fondo, un corral de perdices que siempre quise tener, para mi entretenimiento, buenas comilonas y regalos exclusivos, ya que nadie tiene esas aves por aquí. Finalmente, el rinconcito mágico… un cuartucho al fondo del corral, desprovisto de lujos que me permitiera poder trabajar, leyendo tranquilamente sin más molestias que el chismorreo de las aves corraleras. Un buen sillón avejentado, una mesa regular… y por supuesto un roperito inocente que me trasladara al paraíso cultural. ¿Ahora comprendes mi querido Santiago?

    ––Sí Taita, agradezco las atenciones que me tiene. Haré lo necesario para no defraudarlo. Y si el cielo me orilla a pelear por usted, lo haré con la mayor hidalguía.

    Y Santa Soledad piensa que Santiago es un chiquillo romántico, creo que el romántico es Sebastián. Medita Alberto, justo cuando se oyen cuatro golpecitos en la puertita del fondo. Santiago mira asombrado a su tío abuelo.

    –– ¿Oyó usted Taita?

    Y se vuelven a escuchar cuatro golpecitos, a manera de contraseña.

    ––No te sorprendas Santiago, espérame ––dice Alberto––, quien entra por la puertita trasera del ropero, volviendo de inmediato con un mensaje lacrado en la mano.

    ––Era la negra Gabriela, La hermandad me envió esto. Ellos tienen mis indicaciones de entregar cualquier mensaje a la negra cuando no me encuentre en casa. Ella lo recibió, trayéndolo de inmediato ––Explica Alberto.

    –– ¿Qué hermandad Taita?

    ––La Hermandad de los Caballeros Lectores Libres de Santa María de Los Buenos Aires. ¿Recuerdas?

    ––Ahora recuerdo.

    ––Observa la H en el lacre. Es la señal de la Hermandad.

    "El excelentísimo General don Simón Bolívar, ha entrado en un laberinto de pensamientos, arrepentimientos y maldiciones del que estamos ciertos no saldrá vivo. Está muy fatigado, al grado que se le dificulta llegar a su habitación. Vagabundeando por las costas atlánticas le han llegado noticias del desmembramiento de la gran Colombia y del asesinato de su amadísimo Mariscal José Antonio de Sucre y Alcalá, calamidades que lo han afectado a tal grado, que lo único que anhela es reunirse con la muerte. A la sombra de los laureles, entre aroma de tamarindos de la Hacienda de San Pedro Alejandrino, sentado en un añoso sillón, demacrado, con una tos tan cavernosa que espanta a las palomas y de hora en hora lo estremece; más que un enfermo parece un celebre moribundo sumergido en una profunda meditación. Se la pasa musitando una cancioncita de las tradiciones peruanas, que evoca su estadía en Jamaica… Morena del alma mía… morena, por tu querer… pasaría yo la mar… en barquito de papel. Le confiesa a su doctor de cabecera que se siente atormentado, no por su proximidad a la tumba, sino porque tiene la idea de haber edificado sobre el fango y arado en el mar. Seguramente, amigos míos, al recibir esta noticia, el gran conquistador del sur estará muerto.

    Agustín de Iturbide… (Edecán)… a los once días de noviembre del año un mil ochocientos treinta.

    p.d. Por su inminente muerte, el pueblo ha empezado a quemar, grabados y pinturas del ilustre señor, ya que no olvida la segregación del Perú".

    Alberto lee el mensaje y se lo da a Santiago, pidiéndole que a su vez lo observe él mismo.

    –– ¡Que desgracia! ––musita Santiago.

    ––No se puede negar que fue un hombre audaz, emprendedor, que sacó rajada de las propias guerras de Napoleón y de los ingleses que impedían el dominio francés y español. Hechos que mantuvieron atada de pies a cabeza, por el tiempo necesario, a la Corona Española que sometía varios reinos y señoríos de América.

    ––Taita, ¿Quién es Agustín de Iturbide?

    ––Como ya ves en el mensaje, el edecán de Simón Bolívar. Dicen que es hijo del fusilado emperador mexicano, debe pertenecer a la Hermandad, estando a cargo de informar a los hermanos de esta comarca. Santiago te puedo garantizar que la noticia no ha llegado a Europa, así como a otros varios países. Estamos a diecinueve de diciembre, la carta está fechada el once de noviembre. Seguramente darás crédito a la Hermandad y a los medios que tengo para conseguir información.

    ––Sí, Taita, pero… con todo respeto. ¿Por qué le tiene tanta confianza a la negra Gabriela? Ella conoce Etruria con su entradita misteriosa. Usted le pidió a Camilo que le avisara en que tiempo volveríamos, ahora ella recibe papeles de una sociedad secreta; no deja de sorprenderme Taita.

    –– ¿Recuerdas que ayer hablamos de Etruria? El escondite. Que preguntaste sobre Galilea, y que te contesté que al momento de conocer Etruria te diría quién es Galilea.

    –– ¡No puede ser! ––Exclama Santiago asombrado–– ¿Gabriela es Galilea?

    ––Yo diría que Galilea es Gabriela, agrega Alberto. Ella no solamente fue tu nana, sino que además, te salvo la vida cuando siendo niño te escapaste de los brazos de tu madre rumbo al río; e igualmente cuidó de Sofía, mi bien amada esposa y aún venera su imagen encendiendo ceras en su altar…

    ––Recuerdo a la tía Sofía, ella era muy bonita Taita… pero no hablaba… sólo sonreía. ¿Por ella la primita de Lima se llama Sofía? ––Agrega Santiago con cara de ignorante.

    ––Así es, por ella se le bautizó Sofía ––contesta Alberto, agregando–– Volvamos a Galilea-Gabriela. Cuando volví a Europa por tu abuela, madre y tías para que radicaran en Lima, se hizo necesario contar con servidumbre; y qué mejor que Galilea que conocía desde sus piecitos a la cabeza. En una de las veces que pasé por el Cuzco, ya no con mi recua de mulas, que aún conservaba, sino con el servicio de Calesas, Berlinas, Carrozas y Diligencias, con las que inicié en forma importante mi fortuna; le propuse a Galilea que encestara sus trapitos floreados y viniera conmigo a Lima. Galilea, que cuando la conocí tenia catorce años, y que para entonces tenía treinta y ocho; colocó su espalda en mi pecho y se arrimó voluptuosamente, diciéndome: No conozco a hombre que me haya tratado tan ostentosamente como tú, por eso nunca me casé. ¡Cuando se ha probado la miel, no te contenta un caramelo! Acepto tu proposición de patrón a empleada, siempre y cuando, puedan viajar conmigo mi hermano Camilo, mi madre Tomasa y la sobrinita Natalia, además que ocasionalmente incluyas en mi paga, algunos de tus manoseos excitantes; y por supuesto que me cambies el nombre para acallar los chismorreos que pudieran florecer entre las personas que te han visto arribar al mesón de la Tomasa y despertar entre mis sábanas. Te ofrezco a cambio: lealtad, discreción y velar por ti toda la vida.

    ––Por supuesto que acepté, y esa noche festejamos con toda su familia la clausura del mesón. Hubo música afro-peruana, baile, bebida fuerte y gallina caldeada con toda la bullanguera comunidad negra que fue a despedirnos. Terminé ajetreado y bien bailado, y ya muy noche, casi dormido, le dije a Galilea: ¡me encanta mordisquear tus curvas Gabriela! Ella sonrió por su nuevo nombre y me aprisionó en sus piernas y su nuevo perfume de violetas que ella misma preparaba. Desde entonces ha sido la persona de mi mayor confianza, cumpliendo cabalmente su ofrecimiento de lealtad y discreción. Como tú sabes, ella maneja a toda la servidumbre de la casa, incluyendo a su madre que no quiere morirse hasta que yo lo haga. Les he pagado y tratado dignamente. Siempre he tenido empleados, nunca esclavos. Pero he de agregar, para tu tranquilidad, que Galilea es una mujer que sabe llorar. Solamente confía en mujeres que no aprisionan sus lágrimas por orgullo. Ven, es tiempo de mostrarte el saloncito placentero que tanta curiosidad te causó en la entrada.

    Alberto y Santiago cierran la puertita trasera del ropero, los ventanales que habían abierto para ventilar el salón principal, la puerta de acceso a la magnifica biblioteca y atraviesan el patio apretujado de jazmínes. Llegan al portal por donde una puerta lucidamente entablerada, conduce a un salón que debe medir veinte por cinco pasos.

    ––He de agradecerte tomar posesión de este lugar cuando veas que la muerte me lleva de paseo. Antes, concédeme la privacidad de dicho estudio.

    ––Por supuesto Taita, sus deseos serán cumplidos.

    Alberto extrae otra llave, pequeña, bronceada. Abre la puerta que despide un perfume de cedro. Coloca su mano arrugada en la espalda de Santiago. Con un movimiento considerado lo invita a pasar. Ambos pisan una mullida alfombra floreada de lana procedente de Kermán que cubre todo el espacio, y se atragantan con un aroma de espliego y sándalo. A su espalda, el muro de la puerta está decorado con baldosillas azules representando el paisaje excelso de la antigua Villa de Lisboa, donde se aprecia el Monasterio de los Jerónimos de Belén y el caudaloso río Tajo. Los tres muros restantes, laterales y el del fondo, se cubren con duelas de cedro ensambladas al estilo inglés, con amplias cornisas, frisos, arquitrabes; además de cenefas, zoclos y plintos bellamente tallados y con agraciado trabajo de ebanistería. En la pared de la derecha se yerguen orgullosos dos esbeltos libreros afrancesados de encino con dos puertas alargadas cada uno y vidrios engarzados en una red de madera afiligranada. A través de cristales adiamantados se distinguen libros ricamente empastados con piel de cordero y cantos de oro viejo. Entre los libreros y a sus lados, tres espadas de Toledo cuelgan estéticamente. En el suelo, debajo de las hojas

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