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Desandando caminos: Angaco - Fisonomía de un pueblo
Desandando caminos: Angaco - Fisonomía de un pueblo
Desandando caminos: Angaco - Fisonomía de un pueblo
Libro electrónico225 páginas1 hora

Desandando caminos: Angaco - Fisonomía de un pueblo

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Desandando caminos, nos lleva a recorrer el pasado de Everto y con él, la historia de su pueblo Angaco, enclavado en la Provincia de San Juan. Un desandar, que nos lleva a transitar un espacio de tiempo antiguo en aquella fisonomía cuyana, acercándonos por último a una porción de geografía de la Patagonia norte, en la provincia de Neuquén, la ciudad de Zapala lugar en dónde, junto a otros pueblos le dieron cobijo.
Una obra llena de historia, experiencias, paisajes, aromas y colores, que mantendrán tus sentidos alertas.
Una conexión y mirada al pasado, sin perder de vista el presente. Nos lleva a descubrir un mundo, que, pasado el tiempo, aun podemos descubrir y sentir muy profundamente.
La música es parte de este libro, en sus composiciones, letra y música plasmada en siete partituras.
La historia de Everto, en su desandando caminos, es tu historia; es la misma que vos quisieras registrar, para vos y tu posteridad. Todos tenemos la nuestra, pujando por querer salir y hacerse evidente a los demás.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 may 2022
ISBN9789878724089
Desandando caminos: Angaco - Fisonomía de un pueblo

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    Desandando caminos - Everto Adrián Pérez

    DESANDANDO CAMINOS

    Tras desandar los caminos.

    Mis años de niño vuelvo a recordar.

    Con mi sombrero chiquito.

    Saltando los charcos, corto pantalón.

    Con el orgullo en mi pecho;

    Detrás de mi padre con el azadón.

    Tardes soleadas, el patio.

    La pava resuena allá en el fogón.

    Mate con cara lavada.

    Rodaja tostada de pan, e ilusión.

    Vieja guitarra encordada;

    desentono y timbro alguna canción.

    Reuniéndose la familia.

    La tarde se extingue, la noche llegó.

    Mientras espero la cena,

    desgrano maíces, bajo el corredor

    Los Chalchas lejos me dicen:

    Changuito, tu rumbo será la canción.

    Pelota, escondidas y bici.

    Los niños felices, jugando al sol.

    Los trompos giran cansados,

    Sus vueltas quedaron en mi corazón.

    Llega el duende de la siesta;

    Obliga a dormirse hasta otra ocasión.

    Mi madre me pide que coma,

    Que tome la sopa: ¡usa el tenedor!

    Mi padre se ve preocupado;

    Lo que hubo sembrado su fruto ya dio.

    ¡Una vez más en su vida!

    De nuevo este año, no tiene valor.

    Reuniéndose la familia.

    La tarde se extingue, la noche llegó.

    Mi abuela observa y corrige modales,

    exige más cooperación.

    Los Chalchaleros me dicen:

    Changuito, tu rumbo será la canción.

    ANGACO – FISONOMÍA DE UN PUEBLO

    Los veranos transcurrían entre días de calor, con días de más calor, el verano transitaba implacable en cada rincón de la tierra sanjuanina. Las templadas noches de mercurio petrificado en treinta asfixiantes y fastidiosos grados, se estrellaban con un nuevo amanecer que prometía escalar a temperaturas impensables. Los pájaros apuraban con sus cantos al nuevo día, que venía acompañado de rojizo cielo; ardiente e impetuoso astro rey, naciendo tras las sierras Pie de Palo, macizo formidable, que en vano se esmeraba en contener arrolladora bola de fuego, sierras de pedregoso manto, pintadas de verdes chilcas, jumes y jarillas. Crujientes y quebradizas piedras. Los cardales imponentes, sus brazos implorando al cielo, en busca, quizás, de alguna nube de lluvia, que la temporada anterior olvidó pasar y dejar su húmeda fuente de vida. Imponentes cardales que todo lo ven, desde lejos, desde muy lejos, simulando ser sus vigías.

    En el valle del Tulum, el contrapunto de los gallos anunciando el nuevo día. Mugido de vacas, valido de terneros, lo mismo hacen las cabras, como también los corderos. Los relinchos de caballos, el gruñido de los cerdos, algún burro en su rebuzno nace y muere allá a lo lejos, el perro fastidiado da un gruñido a modo de queja, se levanta, gira sobre sí mismo y de nuevo se acuesta.

    La brisa habla en secreto con las cañas. El agua de las acequias se escabulle en el cauce serpenteante, gambeteando, chuchos, pájaros bobos, cola de caballo. Flores de suspiros, abrazadas a las parras en eterno romance, zumbido de moscas, avispas, lechiguanas y abejas. Barullo de gorriones, Urracas, loicas y horneros. Como silenciosos testigos; sauces, eucaliptos, álamos, algarrobos. Tordos y tordas en los potreros.

    Destellan espejos de luz que decantan en paleta de colores, que se incrustan en los ojos con deliciosas y perfumadas formas; damascos, uvas y duraznos. Las granadas se entreveran con membrillos y ciruelas. Cuenta el nogal sus historias, la higuera relata las suyas, profundos perfumes y sabores de un paraíso encantado que de la nariz te llevan.

    En esa fisonomía de mi querido pueblo de Angaco, noble tierra sanjuanina, lo concreto, lo tangible, estaba presente en todo momento. No había tendido eléctrico, red de agua, televisión, el hombre a la luna en la mente de algún soñador o genio.

    Inimaginables los modos de conectividad que hoy conocemos, los que nuestros niños, jóvenes y adultos utilizan como una extensión de su cuerpo. Por lo que ante lo que pudiera parecer una falta de todo, un parecido a tener nada en ese momento. Lo suplíamos con lo que nos permitía el mundo natural: hacer con nuestro cerebro y cuerpo. Desarrollábamos destrezas y sentidos, con distintos juegos; pelota, bici, trompos, bolitas, figuritas, escondidas, muñecas, pillada o pilladita, manchas, gallito ciego, payana, piedra libre, trepar árboles, nadar en los canales, escapar en silencio de las fatídicas siestas, juegos de rondas, canciones infantiles y populares del momento, amasar arcilla en las orillas de las acequias luego de las tormentas y hacer vasijas con ella, hacíamos barquitos con las hojas de las cañas, con los que jugábamos en los distintos ramos de agua de la finca o que pasaban por delante de nuestras casas.

    Trabajábamos al lado de nuestros mayores. Abriendo surcos, limpiando las acequias, sembrando semillas, levantando cosechas. Cuidar y alimentar los animales; gallinas, vacas, caballos, cerdos. Patos y sus pateras, conejos, sus conejeras, más el cultivo y cuidado de toda verdura que una huerta produjera. Preparábamos el sistema de riego, tapones con yuyos, montes y tierra, en el mejor de los casos, una maltrecha compuerta de lata y madera, para conducir el agua en los surcos, parrales, potreros y demás labores camperas. Pala y azadón en mano; infaltables compañeras. Las niñas, aprendían las tareas propias del hogar, junto a sus madres, tías y abuelas. Hilar lana, armar y desarmar colchones, coser, cocinar y hacer dulces sobre el fuego, arrope de jugo de uvas, al que perfumaban con ramitas de albahaca, incorporaban buenos modales y gestos que, a los varones, no se les exigían en igual medida. Teníamos prohibido maltratar o proferir algún insulto contra ellas, el respeto hacia los mayores era una norma que se debía practicar a rajatabla, rigurosamente.

    Zapatillas rotas,

    dedos asomados afuera,

    pantalón con parches,

    desgastadas remeras.

    Nunca marcaron desgano,

    ni mucho menos tristeza.

    ÁRBOL GENEALÓGICO

    MI MADRE

    Va y viene, viene y va,

    anda y desanda su huella.

    Es el trabajo descanso o bien…

    Así lo vivía ella.

    Entre tanto trajín de idas y vueltas, no le faltaba un momento para acariciar tu cabeza o levantarte entre sus brazos, tierno beso en la mejilla y frases como esta: ¡Usted es mi negrito hermoso! ¡Dios me lo envió tan precioso! ¡Mamá lo ama hasta el cielo!

    Lilia Victoria Ortiz nació el 24 de febrero de 1932, en calle La Laja, en el departamento de Albardón, provincia de San Juan. En el seno de una familia de clase media, o clase media acomodada de buen vivir. Lo que se podría traducir como clase trabajadora de buen pasar. No siendo de mi gusto clasificar a las personas, ni sociedades. Hago esta clasificación a modo de exponer más claramente características de su hogar. Su padre, don Domingo Soriano Ortiz (mi abuelo). Empresario, exportador de uvas frescas primero y de pasas de uvas después. Frutas que disecaba en las lomas albardoneras de La Laja.

    Su madre doña Petrona Angelina Carrizo (mi abuela). Ama de casa muy prolija. Cuidadosa de la salud, aseo y presencia de sus diez hijos. Jorge Enrique, Olga Andrea, Mirta Victoria y Lilia Victoria (mellizas). Rodolfo Lorenzo, Mario Hipólito, Roberto Marcelino, Domingo Segundo, Hugo Marcelo y Lucrecia Susana Ortiz. Sus tíos, ¡profundamente queridos! e involucrados estrechamente en la crianza y educación de sus sobrinos: Valentín Ortiz, Noemí Carrizo, Ramón Hilario Morales y Rina Biagio, quienes tenían una hija: Silvia Morales.

    Dejó su casa materna para unirse en amor, matrimonio e iglesia, junto a Silvano Nicolás Pérez (mi padre). Amor que ratificaron con siete hijos. De los cuales soy el quinto. En orden cronológico fueron: Víctor Silvano (cacho), Domingo Eduardo (minguito), Daniel Augusto (gordito), Darío Guillermo (darito), Everto Adrián (yo- vetito- negrito), Gladis Viviana (pichona), Antonio Nicolás (colita - colacho).

    MI PADRE

    Silvano Nicolás Pérez. Nació el 11 de septiembre de 1929. En la calle Ontiveros, distrito La Cañada, departamento Angaco, provincia de San Juan. Hombre de campo. Ocupación parralero. Chacarero, otro oficio que llevaba al mismo tiempo, ajos, tomates, maíz, sandías, siembras diversas que acompañaba con la crianza de cerdos, faenas y cosechas, donde la vid se destacaba por sobre todas las frutas del vergel angaquero. Padre cariñoso, pero no menos riguroso a la hora de exigir responsabilidades, que dejaba bien delimitadas la noche anterior antes de ir a dormir. ¡Mañana entra el ramo! ¡Ustedes se encargarán del riego en el parral de moscatel! Ustedes traerán comida a los chanchos y bledo a los conejos, me juntan dos bolsas de arvejas y me las dejan sobre la mesa. Ustedes harán los mandados y ayudarán con lo que su madre necesite. ¡No quiero excusas a mi regreso! ¡Ni quejas de su madre por sus faltas de respeto! ¡Hagan las cosas bien y nos ahorraremos problemas!

    SU PADRE: (mi abuelo). Víctor Pérez Rodríguez. Según documentación existente, nació en 1879. Férreo y curtido hombre. Surgido de la más aplastante pobreza. Según historias de familia transmitidas en forma oral por mi padre y tíos, hoy rememoradas por mis hermanos, primos y primas mayores, también los míos propios. Contaban que un carrero sanjuanino de apellido Rodríguez hacía viajes en carro, tirado por mulas desde los molinos de Mogna llevando harina, y otros productos artesanales hechos por manos de obra de las comunidades de San Juan, Ullum, Pocito, La Cañada de Albardón y Angaco, tales como orejones, pasas de uva, e higos entre otras cosas, incluso harina venida de los Molinos de Huaco. Tales materias primas eran llevadas al puerto de Rosario sobre el río Paraná, trayendo otros productos a su regreso; no solo de Rosario sino también de Córdoba, que era el paso obligado dentro de ese largo trayecto. Cuentan los relatos de familia que, como dije, nos dejaron por transmisión oral. Que, a este señor, al pasar por Córdoba, una señora le habría regalado un niñito de corta edad, tal vez seis o siete años, emprendiendo el retorno por los polvorientos caminos, sin más diálogo que el viento susurrando sus oídos. Ya tras las sierras en un pequeño pueblito hoy Cura Brochero. La flota de carros fue alcanzada por milicias montadas, cordobesas, quienes habrían sido alertadas del robo de un niño. Como los carros venían cargados con muchas bolsas de carpa trayendo distintos productos destinados a la provincia de San Juan. Estas milicias se dieron a la tarea de revisar bolsa por bolsa, intentando descubrir al niño escondido en alguna de ellas. El modo que utilizaron fue el que cuento a continuación: se habrían subido a los carros con unos rebenques (tipo látigos) y azotaron cruelmente esas bolsas sabiendo que, si una de ellas contenía al niño en su interior, este gritaría ante los guascazos (azotes), los carreros sostenían la respiración mientras un sudor frío los cubría, no solo calor, sino también sopor de saber que habían escondido al niño en una de esas bolsas, imaginando lo que sobrevendría en caso de ser descubiertos. Tragar saliva, seguramente, no aliviaba la falta de aire, ahogo y angustia, que sentían. Más, para su grata suerte, el niño soportó los violentos azotes sin tan solo un gemido soltar al viento. Las milicias convencidas de un mal entendido, de haber realizado y cumplido la orden establecida por sus superiores, regresaron sobre sus pasos. Los carreros transportistas siguieron el viaje rumbo al terruño sanjuanino, una legua más adelante detuvieron la marcha, para cerciorarse del estado de ese pobre niño. Los azotes contaban su historia en el diminuto cuerpo, rayones rojo sangre y azules machucones que apechugó sin resuello.

    Así llegó a La Cañada de Angaco, donde este hombre de apellido Rodríguez lo entregó a sus dos hermanas, solteras y sin hijos. Pasado poco tiempo lo habrían entregado en calidad de préstamo a dos viejos pastores, para que cuidara rebaños de cabras en los valles precordilleranos, terruño de Huaco, departamento de Jáchal, en el norte sanjuanino. Ante comentarios que trajo un arriero angaquero que habría pasado y reconocido a aquel niño desprovisto de calzado y abrigo, sin más compañía que las cabras, y el implacable sol jachallero, sugirió a su regreso a la señora que enviara a buscar al niñito, quien sufría el maltrato del hambre y el abandono en esos páramos sedientos. Ante este relato lo hacen traer al valle de La Cañada nuevamente. Pasado un corto tiempo esta señora, Fructuosa Rodríguez, se casa con Daniel Pérez. Quien lo adopta poniéndole su apellido.

    De joven aprendió a manejar muy bien el cuchillo, con dos antiguos cuyanos (chinos sanjuaninos), que fueron parte de las milicias que se adentraron en la Patagonia, en la incursión llamada Campaña Conquista del Desierto, durante la presidencia de Nicolás Avellaneda contra los originarios de la nación mapuche, con la cuarta división al mando de Napoleón Uriburu, con milicias formadas por paisanos de Mendoza, San Juan y San Luis, esta estuvo al mando del ministro de Guerra Julio Argentino Roca. Logrando ambos paisanos regresar con vida luego de duras peripecias propias de esa campaña. Esto de aprender a manejar el cuchillo habría sido a cambio de ayudarlos a terminar las tareas de cada jornada de sol a sol como era en esos tiempos, a estos antiguos veteranos de guerra del desierto, que por sus edades avanzadas no llegaban a terminar en tiempo y forma las tareas diarias asignadas. El rigor de la lucha contra los originarios, el sol del desierto, la sed, los angustiantes recuerdos de la muerte, se podía reflejar en los rostros con profundas cicatrices, largos y profundos silencios de estos hombres de mirada perdida en sus adentros. Pero la destreza y agilidad intactas a la hora de estocadas, adelantaban la agilidad de los jóvenes, anticipando sus movimientos, golpeando a su antojo con los puntales de madera que utilizaban a modo de los fierros. La destreza que logró en el arte de la esgrima con cuchillo Víctor (mi abuelo) fue tan grande que la policía de San Juan recurría a él para rastrear

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