El cazador de osos
Por Rosario de Acuña
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El cazador de osos - Rosario de Acuña
El cazador de osos
Copyright © 2020, 2021 SAGA Egmont
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ISBN: 9788726687019
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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A un soldado español voluntario en el ejército francés durante la Gran Guerra
¡Compatriota mío! Soldado español, voluntario del ejército francés, te ofrezco mi amistad, mi madrinazgo. ¿Quieres ser mi ahijado?
Te tuteo porque soy ya vieja y todos los mozos y mozas me parecéis hijos míos. Entre las varias coronas que ciñe la ancianidad; la de las canas, la de los desengaños, la de los dolores y la de la fealdad física, hay una que es como de oro purísimo; la del amor a la juventud con todas las potencias del alma. Como a hijo y como a joven te tuteo.
Si quieres ser mi ahijado es preciso que me conozcas y voy a permitir, por tanto, enviarte esta larga carta presentándome a ti.
Toda vida es, en realidad, una novela, un cuento. Que estas páginas puedan ser para ti como un reposo de tus horas heroicas; léelas, ahijado mío, como un sedante de la actividad guerrera de tu existencia.
No sé en qué sitio de esta hermosa España habrás nacido, mas, en todas las regiones de nuestra patria hay sol brillante, cielos límpidos, campos espléndidos, almas selectas. En toda ella canta la naturaleza sus himnos más conmovedores. Eres español como yo, y nuestras cunas, mecidas por las suavidades del norte, o por las fulguraciones del sur, se apoyaron en la tierra de esta península, perla colgante del continente europeo, bañada por el Mediterráneo, el mar de las civilizaciones latinas, y por el Atlántico, la ruta por donde la humanidad camina a fundar nuevas civilizaciones.
Vas a conocerme, tanto como sea posible, a través de la distancia y de las diferentes situaciones en que estamos ambos: Tú, ayudando, con tus energías y tu generosidad, a domeñar el ciclón de odios que se ha desencadenado en esa espantosa guerra; yo, envuelta en la luz del sol, en un humilde hogar, levantado sobre una escollera cántabra, donde toda la furia del océano –juego de niño ante la furia de los hombres en esos combates– se estrella al pie de mi morada en torbellinos de argentada e inofensiva espuma.
Nací en Madrid hace sesenta y seis años; viví ciega, con cortos intervalos de luz, más de veinte (desde los tres hasta los veinticinco)[1]. En todo ese tiempo aprendí historia de España e historia universal, no en compendios, sino en obras amplísimas y documentadas. Mi padre me las leía con método y mesura; yo las oía atenta, y en mis largas horas de oscuridad y dolor, las grababa en mi inteligencia. ¡Desde tan lejos viene mi amor a España y a la humanidad!
Después quise pagarle a mi padre, con un átomo de amor consciente, el amor inmenso que durante tantos años me dio, y cuando mi salud se hizo normal, busqué ávidamente mayor cultura, y volé a los estadios de la literatura, largo tiempo vedados para las mujeres españolas, y en los cuales apenas cosecha –la que se atreve a desafiar el ridículo y la desestimación– otra cosa que la pobreza, el desamor y la soledad. ¡Achaques de razas gastadas, que dieron mucho sin recoger nada para ellas!
Escribí versos, poemas, himnos, cantos, dramas, comedias, cuentos, y una labor continua, como trama de todo esto, en artículos para la prensa patria y extranjera. ¡Juegos todos casi infantiles para lo que la mente y el corazón humanos pueden dar de sí, pero que era lo único que yo –¡pobrecita mujer española! ¡Sin voz ni voto para nada que no sea el trabajo doméstico– podía darle a mi padre por aquella labor que, para ilustrar a su hija semiciega, hizo durante tanto tiempo!
Conseguí la gloria inmarcesible de hacerle llorar muchas veces de alegría y orgullo cuando en la primavera de mi vida, caían las flores y resonaban los aplausos ante mí, y tuve la dicha inmortal de que sus santas manos, posadas sobre mi cabeza, me bendijeran, con augusta unción, cuando le llegó la hora del supremo reposo; y aún conservo en mis labios el aroma del beso que, con sus dedos casi paralizados por la muerte, me enviaba, desde los umbrales de la sombra, como el último adiós de su gratitud y de su ternura. No, no hay tesoros, ni glorias, ni bienaventuranzas mundanales comparables, para mí, a la postrera comunicación de mi alma con el alma de mi padre. ¡Que su memoria y la de mi noble madre iluminen la hora final de mi existencia!...
A partir de entonces viví la vida...¡Cuán intensa!