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La Barranca Del Cadejo
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Libro electrónico160 páginas1 hora

La Barranca Del Cadejo

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Las inocentes aventuras de muchachos con lucida fantasa se tornan de pronto en una investigacin que habr de llevarlos a la solucin de un misterio donde se funden el mundo trivial y el legendario.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento19 jul 2011
ISBN9781463301972
La Barranca Del Cadejo

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    La Barranca Del Cadejo - Calixto Acosta

    CAPÍTULO I

    EL COMANDO

    ESA TARDE LA lluvia había caído acompañada de una suave nostalgia. El cielo permanecía gris, reflejándose en los ovalados charcos que jalonaban el camino hacia las casas. El guayabal ofrecía el espectáculo de latente serenidad y húmeda tristeza. Raquíticos remolinos de humo blancuzco subían en flojas columnas, delatando la ubicación de las chozas dispersas, donde cada compañero buscaba refugio contra el frío, y de donde huía en busca de aventuras.

    Recuerdo que caminé con las manos metidas en las bolsas del pantalón, cuyo ruedo acariciaba pesadamente el agua retenida en baches y cunetas. Como había mojado los zapatos, opté por cargarlos en el hombro como dos garrobos, unidos por las cintas manchadas de lodo, y proseguí a gusto chapaleando con los pies desnudos, haciendo hoyos leves con los dedos gordos.

    Había pasado frente a la ventana de Tacho, el relojero, quien siempre se hallaba allí, observando el ir y venir de los vecinos y transeúntes, envidiándolos quizás por la movilidad de ellos y la incapacidad de él. Y siempre pensando en sacarle ventaja al tiempo de los demás mientras aprovechaba el propio.

    Iba pensativo, y al mismo tiempo, alegre. Idea placentera: Estábamos en los exámenes finales, y la vacación venía a todo trote con la emotiva promesa de la diversión y las andadas. Esa fue una de las últimas lluvias del año; estaban aún delante los postreros y soleados días de octubre con sus vientos fríos, en contraste con la sensación de libertad ilimitada. El campo, reducto contra la civilización que terminaría ahogándonos, brindaba generoso el bullicio de las guaras, el luto del zanate y el pijuyo, el inconstante vuelo del gorrión, el flechazo arqueado de la golondrina, el nido inaccesible de la magnífica chiltota, el talapo taciturno con sus alas regias y lustrosas, la inquieta codorniz de andar acompasado, la parlanchina guacalchía, y la multicolor presencia de espléndidas mariposas

    Había ardillas saltando como acróbatas en las más empinadas y peligrosas ramas, así como iguanas, tenguereches y lagartijas ávidos de insectos o calor. Los sapos, con su perfil incapaz de sonreír, alternaban con los mapaches, simpáticos rateros de antifaz que merodeaban cerca de los maizales y del río. Era también posible toparse imprevisiblemente con la temible culebra zumbadora, capaz de dar riatazos más marcados que los del cincho de mi papá.

    La vegetación comenzaba en una planicie cercana al caserío, y se precipitaba en una verde hondonada rica en ejemplares silvestres. Florecía el humilde platanillo en la vecindad de las matas de chufle. Podía admirarse la campanilla morada, el gallito, la flor de muerto, el velo de novia, la ácida begonia, el matalí alfombrado y reptante, los bejucos de sabroso chupamiel, el cuchampel (comido crudo o cocido), los cujinicuiles, el tigüilote (manjar del arratonado murciélago), los obligados y deliciosos mangos, la guayaba con sus mil ochocientas semillas, el carrasposo copinol, los pequeños cafetales criadores de humus, y miríadas de zancudos y mosquitos.

    Era el mundo virgen del cipote, el reino de la brisa, el altar de cedros solitarios, la fiesta de la primavera y la furtiva borrachera de vida y acción. Sentía temor de profanar el bello ambiente con el vuelo artificial de la pizcucha zigzagueante.

    Pero habíamos nacido para héroes, no sólo para estar comiendo pupusas de papelillo y de loroco. En las doce casas ubicadas en sitios estratégicos, el primogénito era el símbolo de la crema y la salsa del valor. Eso iba yo ponderando al internarme en el guayabal. No debía llegar a la casa, sino evitar la calle para escurrirme por los pequeños zanjones. Era lo planeado esa mañana durante el recreo en la escuela, y habíamos jurado estar presentes. Varios días antes habíamos comenzado los preparativos en el mayor secreto, habiendo iniciado una cueva de entrada pequeña, ahora ensanchada en las entrañas duras del suelo pedregoso.

    Calculábamos sitio para los doce, y ese mismo número estaba ya completo a mi llegada. Yo completaba el número fatídico. Nadie elevaba la voz. Sólo se limitaban a juguetear con las hondillas y cachanflacas, o a murmurar serios comentarios. La sesión se inició de inmediato.

    -Lo que vamos a hacer será histórico para la humanidad—les dije en tono de misterio-. Cada uno deberá luchar fieramente con el valor de Tarzán, la rapidez del Durango Kid, el secreto del Fantasma, la inteligencia de Mandrake y la serenidad del Príncipe Valiente. Este día queda formado el comando de los Halcones, cuyo fin será combatir a todos los malos habidos y por haber. Donde el peligro amenace, allí estarán los halcones, de acuerdo al lema de Tamacún.

    "Procedamos a la votación.

    El pequeño Piolín se había encargado de llevarnos varias hojas de papel arrancadas del cuaderno de su hermana Macaria. Y aunque no le permitimos entrar a la sesión, con gusto se ofreció a servir de centinela en las afueras del matorral. A mi hermano Guacho no lo puse al tanto del asunto porque era un poco menor y se habría burlado de mi proyecto. Así que partimos las hojas, y cada uno escribió un nombre en su respectivo papelito.

    Por unanimidad quedé elegido como jefe del comando (ya había hecho mi discreta campaña por canales no oficiales) y todos levantaron las palmas de las manos para hacerme el saludo de rigor. Me sentí embargado por una alegría mal disimulada, y prometí dirigirlos hasta la muerte o la victoria . . . aunque no en ese orden.

    El escuadrón quedó formado por los siguientes oficiales:

    Iván Mandrake.

    Beto Chiripiyo.

    Toño el Tanque.

    Angel Charol.

    Julián Pera.

    El chele Oscar.

    René Repollo.

    Saúl Chato Argolla.

    Miguel Chicharrón.

    Fabián Pirringa.

    Mario Chenquilo.

    Jorge el Zorro.

    El reglamento era simple: No rendirse jamás ante el enemigo. Llamar a los halcones siempre que se vieran en algún aprieto. Nunca ir sin camisa en las guerras de hondilla y cachanflaca. No revelar a nadie la existencia del comando, ni el santo y seña, ni los planes secretos, aunque los torturaran los propios tatas. No buscarse enredos con las cipotas, a menos que fueran bonitas. Asistir a la hora convenida, y bajo el más estricto secreto. Estaba prohibido fumar dentro de la cueva (advertencia para los extraños), dejar excrementos o papeles con idem, decir malas palabras o pelear. Se establecía además una cuota de cinco centavos semanales para afrontar gastos administrativos. Como yo era el presidente y comandante, dispuse ser por igual el tesorero.

    Ya desde antes usábamos máscaras, disfraces o pañuelos, pero añadimos el toque de echarnos negro de humo u hollín en la cara si teníamos que realizar una escaramuza durante la noche.

    Alguien propuso que nuestra primera operación fuera robar un cadáver del cementerio de Paleca, y adoptarlo como señal de advertencia para los intrusos. Chenquilo se opuso, alegando que ya estaba cercano el día de difuntos, y no debíamos provocar el susto de los familiares que no hallaren a su finado presente en el festejo.

    El más acertado fue el plan del Zorro: Recorrer todo el territorio, el guayabal y la hondonada, poniendo nuestras señales hasta la orilla del río Acelhuate, y hacerle la guerra a cualquier invasor que tuviera la temeraria idea de profanar nuestros límites, que habíamos declarado propios por derecho de descubrimiento.

    No nos dábamos cuenta de lo peliagudas que resultarían nuestras próximas aventuras. Una figura diferente había penetrado en la cueva de mi mente.

    CAPÍTULO 2

    APARECE MABEL CAÑENGUEZ

    LA PRIMERA VEZ que vi a Mabel no me pareció del todo fea. Tenía una sonrisa misteriosa y unos dientes desiguales, pero sus ojos eran negritos como pacunes, su cabello una cascada ondulante, y su cuerpo delgado una guitarra hawaiana. Aunque aún no conocía esas guitarras

    Ustedes se preguntarán cómo me las arreglé para acercármele y entablar amistad con ella. Bueno . . . siempre me escondía entre las matas de guineo, y para nada me dejaba ver. Eso sí, aprovechaba cuanta oportunidad de verla desnuda se me presentara. Siempre iba a lavar ropa y a bañarse en el pozo de la quebrada, y yo permanecía entre el monte y la hojarasca, atisbando con el corazón palpitante y las hormigas coloradas explorando peligrosamente mi anémico cuerpo. Y la cipota nunca se desnudaba. Simplemente se envolvía en un gabán de manta, regalo, quizás, de la abuelita, se persignaba y se echaba poquitos de agua en la mollera, el pecho y lo demás, para dejarse caer después una guacalada de agua fría.

    Ese era mi ritual, y el de ella, tres veces por semana, con la esperanza de contemplar el sonrosado físico de Mabel, la flaquita. No recuerdo si ese fue mi primer amor, pero sí los primeros ensayos de mi pluma. Cada vez eran más ardientes los poemas que yo le dejaba en el recodo de la bajada, entre las matas de guineo y el árbol de chilas, flores de filamentos rojizos. Y siempre me satisfizo ver la complacencia de ella al agacharse, abrirlos y tirarlos. Hasta aquella emocionante ocasión en que se guardó el papel dentro del pecho (del vestido) y miró con alegría hacia el sitio donde yo estaba escondido, rojo de vergüenza.

    Recordé con fruición: La había conocido una tarde en que los escasos vecinos del guayabal le

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