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En Armonía Con La Ley: "Tu Justicia Es Justicia Eterna, Y Tu Ley La Verdad" (Sal. 119:142)
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En Armonía Con La Ley: "Tu Justicia Es Justicia Eterna, Y Tu Ley La Verdad" (Sal. 119:142)
Libro electrónico178 páginas4 horas

En Armonía Con La Ley: "Tu Justicia Es Justicia Eterna, Y Tu Ley La Verdad" (Sal. 119:142)

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EL VOCABLO "ley" ha sido a menudo citado en sentido deprimente y despectivo.
Considerndo la ley como un yugo inaguantable, o un cdigo arcaico y fuera de uso, el liberalismo religioso ha querido verla abolida, o por lo menos reducida en sus pre-
ceptos y demandas. Ello est a tono con la naturaleza humana en discordia con el Espritu divino.
Pero Jesucristo nunca la dio por obsoleta, y sus discpulos la integraron en la esencia de
su enseanza. Un estudio sobrio, detenido, puede revelarnos el lado positivo y benevolente de la Ley (amada por judos y cristianos) as como su relacin armnica con la funcin de la gracia divina.
Ello nos permitir ver tambin los usos errneos y los malentendidos teolgicos a que la Ley ha sido sometida, as como su verdadera misin dentro del campo de la tica cristiana, la moral prctica y la legislacin universal.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento23 oct 2012
ISBN9781463341527
En Armonía Con La Ley: "Tu Justicia Es Justicia Eterna, Y Tu Ley La Verdad" (Sal. 119:142)

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    Lo recomiendo si quieres tener una comprensión sobre los 10 mandamientos número uno

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En Armonía Con La Ley - Calixto Acosta

ÍNDICE

Prologo

Capitulo 1 Principios Y Leyes

Capitulo 2 Precisando Conceptos

Capitulo 3 Ley Antes De La Ley

Capitulo 4 Naturaleza De Los Pactos

Capitulo 5 Alianza Y Legalismo

Capitulo 6 Naturaleza De Las Leyes

Capitulo 7 El Sistema Ceremonial

Capitulo 8 Las Leyes Dietéticas

Capitulo 9 El Acta De Decretos

Capitulo 10 Las Tradiciones Judías

Capitulo 11 Potestades Y Sombra

Capitulo 12 La Ley En El Cristianismo

Capitulo 13 Bajo Ley Y Bajo Gracia

Capitulo 14 Un Día En La Ley

Capitulo 15 Sábado Y Festivales

Capitulo 16 La Justicia De La Ley

PROLOGO

L A LEY divina ha constituido siempre motivo de apasionados debates, análisis concienzudos, derivaciones prácticas y constante meditación. Hechura de Dios, rebasa el molde de los arquetipos literarios, remontándose a las regiones metafísicas dentro de su mística idealista. En el mundo tangible ha sido la expresión de mandatos discernibles para el intelecto y el corazón.

Los maestros judíos han dedicado tiempo y vida para plasmar los conceptos de la ley de manera clara y minuciosa. Desde las antiguas escuelas de Babilonia y Palestina, hasta nuestros días, la labor de precisar en detalle cada mandamiento, precepto y regulación ha hecho del código legal una realidad viviente, adaptada a las diferentes circunstancias que le ha tocado vivir al pueblo hebreo.

Por otra parte, la aproximación de las diferentes confesiones cristianas a este tópico tan abarcante ha resultado en una gama amplia de ideas y conclusiones que van desde los que desean lapidar al transgresor de la ley, hasta los que quisieran apedrear al que defiende su validez y su práctica.

Pero no ha dejado de ser un tema de actualidad, y al presente existe una más clara comprensión del papel que juegan los principios divinos en la conducta y el pensamiento del creyente en Cristo.

El propósito de esta obrita no es, por tanto, hacer una exploración exhaustiva de este campo tan vasto. No pretende tampoco brindar un análisis erudito de cada aspecto y precepto de la ley. Simplemente desea presentar de manera simple y sencilla una exposición práctica y comprensible para el creyente dedicado al estudio de los principios de la ética cristiana.

CAPITULO 1

PRINCIPIOS Y LEYES

P UESTO que el Dios que creó el universo puso en función el orden admirable de la creación, le imprimió el sello de leyes naturales que gobernaran el funcionamiento de estrellas y galaxias, desplegando con ello, en el escenario gigantesco del Cosmos, un propósito grandioso de bondad y bienestar.

Esas mismas leyes y correspondientes propósitos se miran reflejados en el nivel diminuto del hombre y su mundo, denotando tando el principio de que como es arriba es abajo, de que el hombre lleva dentro de sí el sello del Creador, en un orden moral que refleja Su carácter.

El orden moral del universo -expresa I.I. Mattuck- que se ajusta a la naturaleza de Dios, está informado por la justicia y el amor, o éstos se hallan infusos en él. A pesar de que la una o el otro no pueden ser vistos con evidencia en algún acontecimiento particular, ambos están presentes en la totalidad del gobierno divino del universo. La severidad de los castigos acarreados por el pecado puede, acaso, ocultar el elemento del amor; y la seguridad del amor en el perdón divino, que no sólo acepta el arrepentimiento sino que lo pide, puede ocultar la severidad de la justicia; pero ambos -la justicia y la severidad- están entremez- clados en la ley que rige el universo…La justicia y el amor se integran en su concepto de Dios y la consiguiente justicia dentro del orden moral del universo (El Pensamiento de los Profetas, pag. 50).

Robert Aron escribe:

En la tradición rabínica existe un eterno conflicto entre la justicia y la misericordia, esos dos atributos de Dios. Tanto el uno como el otro, evidentemente, son indispensables para la marcha del universo. ‘Se puede -explica un Midrash -usar de una comparación. Un rey que tenía vasos vacíos decía: Si vierto agua caliente, estallarán; si los lleno de agua helada, se estrecharán. ¿Qué hizo el rey? Mezcló el agua hirviendo y el agua fría antes de verterla en los vasos, y éstos no sufrieron ningún daño. El único justo, (bendito sea) ha declarado lo mismo: Si creo el mundo únicamente con misericordia, los pecados desbordarán por todas partes; si lo creo con mi sola justicia, ¿cómo podrá durar el mundo? Voy, por lo tanto, a crearle sirviéndome de estos dos atributos, para que así pueda subsistir (Los Años Oscuros de Jesús, p. 221).

Ley y Gracia son términos profusamente empleados en literatura piadosa y controversial. La primera es esencialmente imperativa; la segunda, eminentemente misericordiosa. El amor genera la gracia; la justicia es la inspiración de la ley.

Abraham, el patriarca de la obediencia, argumenta con Dios a favor de Sodoma, la ciudad perdida: El juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?(Gén.18:25). El supremo Legislador aplicaría la justicia, pero no destruiría la ciudad por amor a los pocos justos que en ella se encontraran.

La rígida equidad se hace allí evidente. Muerte para el impenitente, y rescate para el temeroso de Dios. Pero la administración de los principios no es localista. Si el amor de Dios es para todos los hombres, ¿por qué no su justicia? Un amor parcial sólo es egoísmo disfrazado. Una justicia exclusivista sobre un pueblo elegido no sería verdadera ni aceptable. Sería, a lo sumo, disciplina unilateral.

Justicia y amor, pues, son principios universales. La insondable creación, con sus millones de seres inteligentes, conoce ambas facetas del carácter divino. El amor mueve los mundos; la justicia los ordena. El amor es palpitación sin límites; la justicia es el imperio del Cosmos.

La sabiduría divina ha impreso concordancia a estos primigenios basamentos morales. Corresponden a la naturaleza de los seres pensantes. El no robarás tendría diferente connotación en otras partes del universo; mas, como tal prohibición emana de la ley celestial, es valedera en todas partes, aunque no en forma idéntica. Lo mismo ocurre con lo demás mandatos y prohibiciones.

Así, del principio general brotan los preceptos específicos. Estos se adaptan a la naturaleza humana, como el manual de la computadora a la función del artefacto. Las instrucciones del fabricante serán incambiables mientras la máquina sea del mismo modelo y funcionalidad. Mientras el hombre conserve la índole de su naturaleza original, la ley a él destinada será la misma.

El hombre es mortal. Para velar por su vida, la ley le ordena: No matarás. Necesita del descanso religioso, y Dios le prescribe: Acuérdate del sábado para santificarlo. Si el modelo original del hombre no cambia, los mandamientos tampoco han de perder actualidad.

La ley de Dios, escrita en el hombre al ser constituido -dice Kevan- y que requiere su semejanza moral con Dios, no pudo haber sido otra que la transcripción de las propias perfecciones de Dios en forma de exigencias morales. Aun más, toda vez que el hombre fue hecho a imagen de Dios, la ley moral escrita dentro de él debe formar parte de su imagen (La Ley y el Evangelio, p.51).

Si los mandamientos, como adaptación específica de los grandes principios, van para el hombre en general, sus disposiciones derivadas varían en detalles para cada región de la tierra. La prohibición del asesinato no lleva en sí la pena contra el transgresor. Esto último está en manos del legislador como instrumento ejecutor de la ley. No podría lapidarse al homicida si tuviese que pagar su delito en el Polo Norte. En riguroso paralelo, podría ser condenado a morir bajo bloques de hielo. Tampoco podría establecerse la puesta del sol para comenzar o terminar el descanso sabático, siendo que los días en el polo son mucho más largos. Los mandamientos, sin embargo, serían los mismos. Todos los códigos y constituciones del mundo podrían acogerlos en su legislación a pesar de las variantes de su ejecución circunstanciada.

La ley actúa para beneficio del hombre; la bondad y la felicidad son su objetivo. La ley no lleva en sí el germen de la destrucción o la condena. Es la expresión de un ideal placentero, y corre por los caminos de la libertad. La falta de ley conduce a la anarquía, y la aniquilación es la secuela de la desobediencia. Pero no fue ese el propósito de la ley antes de la caída del hombre.

En el plano divino, ley y gracia, justicia y amor, se complementan y tienen libre juego. Pero en la senda de las desventuras humanas, cual obligados subproductos, surgen dos vías correlativas: Condenación y evangelio.

Es un error contraponer la ley al evangelio, o viceversa. Ambos están a la sombra de los principios divinos. La contradicción no está en ellos sino en la psique del hombre. El contraste no se proyecta de Dios hacia la humanidad, sino de ésta hacia su Creador.

Si bien la ley y la gracia ejercen jurisdicción universal -todo emana de Dios, y El legisla en todo- el evangelio tiene la particularidad de ir únicamente hacia el pecador. Un ángel incólume, sin la mancha de la caída, no espera buenas nuevas que le anuncien liberación alguna. El es naturalmente libre, santo y perfecto.

Fue sólo para el pecador condenado por la justicia que las buenas nuevas resultaron necesarias. Si el hombre hubiese guardado perfectamente la ley desde el principio, no habría requerido el evangelio, ni éste habría sido concebido por Dios. De allí que la ley es anterior al pecador, y el evangelio posterior al pecado.

Pero la ley sólo ordena. Define lo que el ser humano debe ser o hacer. O no hacer. Es mandato, prohibición y balanza que no toma partido. Es la expresión del orden, y no puede hacer más que declarar la inocencia o la culpabilidad, sin poder regenerar al transgresor.

El evangelio no dice: Haz esto y vivirás. No ordena cumplir nada. El evangelio anuncia libertad a todos los seres; su tónica dominante es la misericordia y la alegría. No hay nada de ley en el Evangelio, ni nada de evangelio en la Ley. Pero la ley no impide el evangelio, ni el evangelio destruye la ley. El juez no encierra al libertador, ni éste quiere una tierra sin jueces. El evangelio no suplanta a la ley: Inicia su obra cuando la ley ha concluido su tarea.

El evangelio dice: Yo no te condeno. La ley intima: Vete y no peques más.

Desde el punto de vista cognoscitivo la ley revela el pecado. Produce aguda contienda entre la mente carnal y la espiritual. Retrata al hombre sin retoques ni añadiduras. No es de su incumbencia salvar ni perfeccionar a nadie.

El evangelio anuncia al hombre que la ley ha sido cumplida; que ya no está bajo maldición ni pecado. Que es libre en una nueva esperanza. Que su condena ha terminado.

La ley es la voluntad revelada de Dios; el evangelio es el amor libertador. Son la dinámica de la verdad y la benevolencia, y están por siempre, con su nitidez de diamante, ante la mirada del Juez y Redentor.

CAPITULO 2

PRECISANDO CONCEPTOS

E N LOS argumentos sobre la ley y la gracia reina a veces cierta confusión debido a que las características de un elemento del cuadro son puestas sobre otro que no las tiene. Los colores se superponen, fusionando los tonos y produciendo un mosaico impreciso.

Sucede esto en cuanto a la palabra testamento. Puesto que la Biblia habla del pacto antiguo y del nuevo pacto, (el vocablo es traducido del griego diatheke, también vertido testamento en la versión Reina Valera (Heb.9:17-20), surgió una igualdad de términos en lo literario, y con referencia a dos series de libros. Los libros que van de Génesis a Malaquías son el Antiguo Testamento; los que van de Mateo al Apocalipsis son el Nuevo.

Pero esa división no es enseñada por la misma Biblia. Pacto es un acuerdo entre dos partes. Es un hecho, una alianza, una ceremonia, un convenio, no una serie de libros. Es digno de notar que el vocablo diatheke es el equivalente del hebreo berith, que nunca significa testamento.

En el tiempo de Cristo las Escrituras no eran denominadas pacto ni testamento. Los hebreos las conocían como la Ley y los Profetas, (Luc. 16:16; Hech.13:15) y los maestros judíos en el concilio de Jamnia (año 90 D.C.) las clasificaron como Torah (Ley), Nebiim (Profetas) y Ketubim, (Escritos). Los protestantes adoptaron un orden distinto: Libros de la Ley, Históricos, Poéticos, Profetas Mayores y Profetas Menores.

Cuando Cristo o Pablo mencionan las Escrituras, se refieren a los libros sagrados del Judaísmo. Las subsiguientes revelaciones fueron incorporándose a la Escritura, sin colocárselas en una división especial (Ver 2 Ped.3:15,16; 2 Tim.5:18).

Al objetar que este o aquel texto no tiene autoridad porque proviene del Antiguo Testamento, se reconoce una clasificación hecha por criterio humano. Toda la Escritura -dice Pablo- es divinamente inspirada, y útil para corregir (1 Tim. 3:16). Los discípulos de Cristo predicaron usando las Escrituras Hebreas, pues para entonces el Nuevo Testamento no existía.

Fue Marción, hacia el año 140, quien influyó en la idea de dividir las Escrituras. El creía que el Dios de los judíos, Jehová, era vengativo e inmisericorde, y que el Dios de los cristianos, Jesucristo, era misericordioso y perdonador. Jehová era el Dios del antiguo pacto, y Jesucristo el dador del nuevo pacto. Por tanto, los libros que hablaban de Jehová eran las Escrituras del antiguo pacto, y las que hablaban de Cristo, las Escrituras del nuevo pacto. De allí al concepto de Antiguo Testamento y Nuevo Testamento no quedaba más que un paso.

"Es un tradicional error dividir la palabra

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