SOMOS HIJOS DELAS ESTRELLAS
En 1865, el científico alemán Hermann Richter propuso que el principio de la vida en la Tierra se debió a algún tipo de migración biológica de origen extraterrestre. Años más tarde, el químico Svante August Arrhenius utilizó el término «panspermia» para explicar el proceso de la llegada a nuestro planeta de partículas biológicas procedentes del espacio exterior. Una hipótesis que cobró fuerza cuando le concedieron el Premio Nobel de Química en 1903 por su aportación en el campo de las propiedades conductoras de las disoluciones electrolíticas.
Según dicha suposición, la aproximación de un cometa, o incluso el impacto de algún meteorito durante el eón Hádico o Arcaico terrestre (entre 4.567 millones y 4.000 millones de años), habría conducido hasta nuestra pequeña esfera azul los microorganismos necesarios para que, en simbiosis con las condiciones naturales del medio ambiente, se produjera la reacción idónea para el desarrollo de la vida. Puede que, por aquel entonces, algunos planetas de la galaxia, incluso de nuestro sistema solar, albergaran partículas biológicas en su geosfera. Muchos de ellos contendrían agua, su atmósfera no sería demasiado densa y además podrían haber estado habitados por seres inteligentes. Mientras nuestro astro empezaba a gatear por el vacío sideral, algunos de esos planetas llegarían a colapsar, expulsando a la galaxia trozos de su corteza, los cuales alcanzaron nuestro mundo para fecundarlo.
Recientemente se ha descubierto que determinadas partículas pueden subsistir en el espacio exterior durante 30.000 años o más. En 1984, una expedición norteamericana halló en la Antártida un meteorito bastante particular. Me estoy refiriendo al (ALH84001), en cuyo interior se encontraron restos de formaciones bacterianas procedentes de Marte. Lo más probable es que el Planeta Rojo
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