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Intriga En Banania
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Libro electrónico351 páginas5 horas

Intriga En Banania

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Qu importancia puede tener un candado violentado por pretendidos asaltantes? Para un joven frustrado por su inexperiencia, el caso lo conduce por un laberinto de interrogantes que no han de detenerse sino hasta la solucin de un acertijo cuya trama envuelve un conflicto internacional, donde los intereses creados provocan tragedias e intrigas en las cuales l nunca pens estar mortalmente involucrado.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento9 mar 2012
ISBN9781463320898
Intriga En Banania

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    Intriga En Banania - Calixto Acosta

    CAPITULO 1

    EL ATAQUE sobre las posiciones enemigas comenzó temprano. a la puesta del sol. Una serie de aviones en formación V dejaron caer un total de 55 bombas sobre el aeropuerto donde unos 105 aviones de guerra esperaban órdenes de levantar el vuelo. Habían incurrido en el error de esperar el ataque hacia la madrugada, dejando que los pilotos cenaran con toda tranquilidad. El estruendo sucesivo de las explosiones se escuchó en toda la capital, y el hangar quedó totalmente destruido. Enormes huecos en la pista de aterrizaje impidieron que los aviones ilesos pudieran elevarse de inmediato. Media hora después unos siete corsarios pasaron dejando caer una segunda dotación que alcanzó no sólo los aviones sino también un gran depósito de gasolina, haciendo que enormes llamas iluminaran la ciudad en un infierno de fuego y desconcierto.

    Lo ocurrido en la capital fue sólo uno de los ataques combinados que la Fuerza Aérea Guananiense llevó a cabo en diferentes puntos estratégicos. 25 aviones fueron parcialmente destruidos en la segunda ciudad más importante del país, y 19 más en la pista de Ayancayo. Cinco puentes principales fueron también volados y una represa quedó agrietada por una bomba perdida. Las agencias informativas del mundo estuvieron enviando noticias al minuto, haciendo ver la temeridad del país atacante, que no contaba con una aviación idónea, dado que la totalidad de sus aparatos eran chatarra volante que muy fácilmente podría haber sido derribada si los bananienses hubiesen estado pendientes del inminente bombardeo.

    Guanania había estado esperando ese desenlace por un par de meses, pues las tensiones entre ambos países se habían ido escalonando sin poder hallar una fórmula diplomática que permitiera detener el continuo flujo de indocumentados guananienses huyendo de territorio bananio y dejándolo todo para evitar el peligro o la muerte. En La Mosquera, en cuya orilla se concentraba una nutrida población guananiense, la limpia había sido sistemática. Grupos armados habían estado realizando una operación rastrillo, llegando a los guananienses con la noticia de que debían abandonar Banania en el término de 24 horas. De volverlos a encontrar serían flagelados. La invitación era, pues, de carácter perentorio, y miles regresaron de vacaciones a su país para volver a empezar.

    Los canales de comunicación quedaron inexplicablemente inoperantes, y los esfuerzos de los otros países de Istmania no habían dado el fruto apetecido. Parecía que todo estaba destinado a terminar en una guerra que podía evitarse si había sentido común y espíritu de hermandad. Pero todo intento pacífico fracasó, y esa noche, a la puesta del sol, la calma se vino abajo. Al eco de los aviones de guerra y las lejanas detonaciones siguió la alarma general en espera de lo peor.

    Y lo peor estaba por llegar. Al mismo tiempo que se iniciaba el ataque aéreo, la tropa guananiense comenzó a avanzar sobre posiciones contrarias, atacando a campo raso, sin poder ubicar las trincheras enemigas. Durante las primeras de cambio reinó la confusión en ambos lados, con una infantería que debía chocar con un adversario muy bien parapetado tras barricadas de piedra y desechos de construcción. Durante las primeras dos horas de combate el fragor de la batalla no dejaba intuir quién impondría su mayor capacidad de lucha, su superioridad numérica, su armamento o su táctica de penetración.

    De pronto las trincheras fueron ubicadas por la infantería, y la tropa de asalto comunicó las coordenadas a la artillería. Momentos después el zumbido de los morteros se dejó oír sobre las tropas en combate, y de modo estridente se estrellaron en las trincheras bananienses, provocando una desordenada maniobra de repliegue. Los soldados guananienses, quienes habían estado avanzando penosamente, arrastrándose por el terreno yermo e irregular, y disparando de manera alternada, ahora pudieron disparar con mayor libertad. Los muertos iban siendo ya retirados, y los heridos siendo atendidos por la enfermería militar o por unidades de la Cruz Roja en ambos lados. La efectividad del armamento guananiense había dado resultados muy evidentes, pues la tropa de Banania llevaba casi uniformemente fusiles pesados, de proyectiles explosivos descomunales que debían ser cargados para cada disparo. La tropa guananiense con sus G-3 y B-4, que podían disparar 20 balas una por una o en ráfaga, no tuvo inconvenientes en adueñarse del teatro de operaciones en cuestión de cinco o seis horas. El cuartel bananiense, emplazado a unos diez kilómetros de distancia, fue alcanzado por los morteros y posteriormente reducido a cenizas.

    A todo lo largo de la frontera se escuchó el fragor del combate. Aviones bananienses bombardeaban las líneas contrarias, pero poco a poco sus vuelos se tornaron esporádicos, y hacia las dos de la madrugada la bandera de Guanania fue izada en la plaza central de Granada.

    Por la mañana los periódicos de Guanania informaban que tres ciudades importantes de Banania habían caído ante el avance del ejército nacional, mientras que por su lado las emisoras y los periódicos de Banania hablaban de una rápida arremetida de su ejército, el cual había logrado penetrar 65 kilómetros, habiéndose tomado unas siete ciudades de Guanania. La huida del ejército guananiense por el sector oriental –decía un comunicado- ha posibilitado a nuestra heroica tropa una rápida victoria sobre un ejército guananiense desmoralizado y casi reducido a la impotencia. La aviación bananiense había alcanzado casi todos sus objetivos, lamentándose la pérdida de un avión artillado, que previamente había derribado tres aviones guananos.

    La euforia en Banania rivalizaba con los cantos de victoria de la población guanana, si bien las acciones bélicas continuaban y los noticieros no paraban de reportar nuevas conquistas territoriales de ambos contendientes. La carretera internacional era escenario de fieros combates, en los que se llegó a la lucha cuerpo a cuerpo. Los periódicos daban cuenta de innumerables prisioneros de guerra que habían preferido rendirse antes que sufrir una vergonzosa derrota en el campo de batalla.

    Ya no existe la fuerza aérea de Guanania, informaba un periódico. Entretanto, los noticieros guananienses señalaban el derribo de 24 aviones enemigos, uno de ellos siendo abatido por el heroico sacrificio de un piloto que fue a estrellarse con el enemigo.

    La Liga de la Paz, que había desestimado la gravedad del problema, mandó apresuradamente a varios diplomáticos y observadores en un fútil ensayo de apaciguar la miniguerra, tratando de salvar vidas humanas más preciosas que los intereses en contienda. Entre la polvareda del conflicto se pidió que las capitales no fueran objeto de ataques aéreos, en tanto que en la periferia los combates desmentían los rumores de un acuerdo preventivo.

    Juan se había mantenido a cubierto de toda sospecha, pues se ocupaba presumiblemente de un trabajo caritativo y misionero. Ello le había permitido movilizarse a lo largo y ancho de Gibraltar sin despertar la más mínima sospecha. Había visto cómo los guananienses liaban sus bártulos y se marchaban a su tierra, pero él había ocultado su identidad a la mayoría de extraños, excepto a Josué Gaitán, y también había podido usar los binoculares que hallara en la bodega de los mecánicos, y que pertenecían al propio doctor.

    Dos semanas antes había visto cómo un vehículo lleno de soldados se detenía en el centro de la aldea, y vio cómo la mancha se dispersaba en busca de guananienses. Estos eran sacados de sus casas e invitados a regresar a su patria contando cuán amables habían sido las autoridades bananienses al permitirles llevar una mudada y un par de zapatos. Algunos de ellos se las habían ingeniado para esconder algunos billetes dentro de la suela del calzado, pero otros no habían tenido la suerte de tomar dicha precaución. De todos modos sabían que volver a empezar era una lección provechosa, y les sobraban ímpetus para repetirla cuantas veces el destino lo exigiera. Muchos bananienses se habían enriquecido comprando propiedades guananienses a precio de regalo, incluyendo casas, ganado y cosecha.

    Durante varios días había estado haciendo anotaciones minuciosas, pero consideraba que de nada servían porque era muy improbable que Guanania arribara con sus soldados a esa remota región. Pero esa era su tarea sin paga, bajo la presión de las circunstancias, y con el recóndito temor de ser descubierto y llevado al ancho lago para cantar entre zambutida y zambutida. Gaitán le había dado la seguridad de que cualquier agente de la autoridad no lo detendría si le decía que era amigo del inspector. Carlos dudaba que tal seguridad funcionara en presencia de la mancha.

    Se había atrevido a internarse en sitios montañosos, buscando la mejor ubicación para el caso de que la tropa de su país quisiera hacer una incursión rápida y sorpresiva. Esa mañana, después de tomar notas para su propia mente, se había quedado comiendo cerca de la carretera un par de sándwiches que le había regalado la jefa de cocina. Sentado entre el monte no sentía la inquietud del peligro cercano. Tenía la conciencia tranquila y a gusto. Con el último trago del refresco que acompañaba a los emparedados se dispuso a bajar a la carretera e internarse en el monte para iniciar el retornos a los terrenos del plantel.

    Pero una vez había hecho el primer movimiento, un camión lleno de soldados hizo aparición y se detuvo precisamente enfrente de él.

    En ese instante, una rápida sucesión de escenas desfilaron por su mente. Y la reflexión que se hizo lo trasladó a su patria.

    El rabino ignoraba en qué líos me estaba metiendo.

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    CAPITULO 2

    JUAN CARLOS se acomodó en el asiento de la Tecabús y quiso reposar. Sus recuerdos, no obstante, le impidieron mantener la mente en blanco: Había muchas remembranzas deprimentes en su pasado.

    Se sentía un fracasado, como un peón al azar de las circunstancias. Había ensayado una serie de trabajos improductivos, como el de obrero de limpieza en Radio Intercom Co., ordenanza de la logia La Razón, fotógrafo para Nipon-USA, y por último, el de portero de la sinagoga de San Sebastián, la capital del país. Por alguna razón este último trabajo le había gustado porque le permitió conocer gente interesante. El mismo rabino, Alexandre Poignat, le había hecho una revelación insospechada: A partir de su apellido, hizo el descubrimiento de que Juan era de ascendencia judía, y eso estrechó aún más la amistad de ambos.

    Pero eso mismo lo llevó al abandono de su trabajo. El rabino le dijo:

    -Tenemos un dilema: No podemos retenerte como portero de la sinagoga porque eres de nuestra misma sangre. Es decir, no deseamos que te olvides del cuarto mandamiento, pues a estas alturas tú estás convencido de esto. De modo que vamos a proponerte un trato.

    "En Banania viven miles de guananienses, y no les va mal. Prosperan. Tú podrías trasladarte para allá y probar suerte.

    -Pero yo no conozco ese país -dijo Juan, receloso ante tan extraña proposición. -Me temo que no podría hacer nada.

    -Sí podrías –insistió el rabino-. Nosotros conservamos algunos amigos allá que gustosamente te darán un trabajo fácil. José Hassim está dispuesto a darte una carta de recomendación, más instrucciones. Recibirás, además, una cantidad de dinero como compensación.

    La sugerencia tenía el aspecto de una velada orden, y ya que acababa de perder otro trabajo, decidió tirarse en aguas desconocidas. Curiosamente, el cheque que le dieron provenía ¡de una iglesia! La recomendación escrita afirmaba que Juan Carlos Espinoza había trabajado en la obra de la Iglesia Fundamentalista, y era un obrero de eficacia e iniciativa.

    De modo que ahora iba en el bus cuya primera etapa concluía en El Jícaro. Otro bus lo llevó a Nueva Guanacaste, ya entrada la tarde. Allí mismo consiguió hospedaje, y fue a la estación de buses para comprar un pasaje de la Consuelo. Anduvo recorriendo el pueblo silencioso, y se dio cuenta que Nueva Guanacaste no ofrecía buenas perspectivas de trabajo o de negocio. Calles empedradas y casas de adobe; algunas de ladrillo, muy resistentes, bien repelladas y adornadas. Esa noche durmió bien hasta las cinco de la madrugada, cuando el bus llegó para transportarlo.

    La carretera a San José la Sabana le parece interminable. El bus interrumpe el sueño y las conversaciones, dando saltos a cada rato. A las ocho de la mañana se detiene frente a un restaurante estratégicamente situado: Cabal a la hora en que el hambre azota a todo el mundo.

    El viaje prosigue monótono y cansador. Juan se da cuenta que también puede agotarse estando sentado. Pero finalmente, hacia el mediodía, arriban a la ciudad y los empleados de la gasolinera que atienden el tanque del bus saludan con una frase turística: Bienvenidos a San José la Sabana, verdadera capital de Banania.

    Juan no conoce la capital de Banania, pero gusta de San José la Sabana. Hay un flujo constante de peatones y vendedores ambulantes. La tarde palpita en calma muda, mas en algunos lugares hay movimientos furtivos, como si la gente supiera ya que Juan es un completo extraño.

    Juan advierte que, sin proponérselo, le está dando un giro nuevo a su vida. Ha dejado su querido San Sebastián para dirigirse a un punto desconocido del mapa de Banania: La aldea de Gibraltar. Consulta la hoja de direcciones que el rabino le diera, y va ahora en busca del otro bus, siempre halando su maleta de pequeños rodos. Después de unos quince minutos logra dar con el microbús. Voy para Gibraltar –informa.

    -Salimos dentro de diez minutos –le asegura el cobrador. Pero el bus no sale de inmediato, sino que durante una hora va de aquí para allá buscando pasajeros. Alguien le comenta que las leguas y los minutos bananienses son más largos.

    Cuando finalmente toman la carretera hacia el distrito de Payín, el bus está topado pero Juan va cómodo en su asiento. Ahora la velocidad es mayor, la brisa más fuerte y las conversaciones más animadas. El, por su parte, se entretiene leyendo un libro que acaba de comprar, La Historia de Richard Sorge, acerca de un famoso espía alemán que trabajara a favor de Rusia.

    Llegan a Ríocobre y hacen una pausa para estirar las piernas, pero nota una figura que lleva un gorro con adorno de cola de castor y que se introduce en un carro. La tarde empieza a declinar.

    El resto del viaje es corto, pero hacia arriba, en una calle lodosa. Cuando finalmente llegan a Gibraltar, sólo van Juan y otros dos pasajeros. El conductor le pregunta: ¿Va para la hacienda o para el hospital? Juan sabe la respuesta:

    -Lléveme al hospital.

    Y él es el último pasajero del bus, el cual lo introduce en un sitio que parece un acertijo de casas y barracas. El bus se detiene en el centro del plantel. Juan baja y paga las dos coronas del pasaje.

    Camina halando la maleta, aproximándose a la casa que se halla en un nivel dominante. Dos mapaches juguetones corretean sobre el caballete de la casa. Cuando llega se asoma por la ventana y ve a un hombre entretenido en buscar afanosamente en una caja metálica entre cientos de llaves. Es la primera voz que le habla en ese laberinto.

    -¿Qué deseya, amigo?

    Juan tiene programada la respuesta:

    -Vengo de Guanania y necesito ver al doctor.

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    CAPITULO 3

    EL DOCTOR Samuel Khun era un hombre de edad madura y de complexión recia. Tenía una sonrisa que no llegaba a convencer del todo, y su piel un tanto reseca daba testimonio de la vida que había sobrellevado. Su apretón de manos era franco, a juzgar por la presión que ejercía sobre la otra mano. Como si dentro de su guante de terciopelo se anidara una mano de acero inoxidable.

    -Sin duda usted habrá pasado muchas experiencias interesantes –dijo a Juan Carlos-. Su expediente es muy detallado y convincente.

    -Mis hermanos son benévolos conmigo –repuso Juan, recordando su curriculum en la Iglesia Fundamentalista. –He tratado de hacer lo mejor que he podido.

    -Ya lo veo. Aquí conocerá a muchos ex miembros de diferentes confesiones que al final se han decidido por la verdad.

    En efecto, era noche de presentaciones y de planes inmediatos, pues poco a poco la casa del doctor se fue llenando con una variedad de personajes. A simple vista pudo ver que la concurrencia estaba compuesta por un grupo de muchachas jovencitas, una sección de obreros y campesinos, una hermandad de serenos (huachimanes) y los dirigentes y empleados especializados.

    Elías Noriega era un individuo de figura fornida, tez blanca y conversación frívola. Había sido importado del lejano México para dar clases de primaria a los niños del orfanato. Pero tiempo después de que Jorge Brizuela le hiciera la sugerencia indirecta de que entrara en la Masonería, descubriría que Noriega no fungía solamente como profesor sino también de capataz, según el calificativo dado por Sarita Nieves, la mejor de las enfermeras en el decir de sus compañeras.

    Leónidas Fernández no necesitaba identificarse como el capitán de huachimanes. Iba vestido de camisa y pantalón negros, un sombrero de ala templada, un machete que valía tanto o más que la vaina que lo contenía. A veces aparecía con su canana llena de balas, pero sin alardear de matón. Daba un aire de despreocupado, si bien su ojo y su nariz de águila contradecían las apariencias. Los huachimanes le hacían barra con cada chiste que contaba.

    -Le presento a Miss Jelly –le dijo el doctor a Juan-. Ella es muy cristiana y amante de la actividad misionera. Se entenderán de maravilla.

    Creo que muy poco –se dijo Juan-. Esta señorita tiene más edad que una señora.

    Por un momento se sintió en el paraíso. La cantidad de muchachas era estimulante, y entre ellas sobresalían dos o tres de carácter muy bien definido. Ada era menudita de cuerpo, pero de fibra contráctil. Lidia era hermosa y cortés; Paula, servicial y un poco tímida. La asistente del doctor… Ella sí que atrajo su interés vivamente.

    -My name is Tomo Kitabashi –repuso.

    Juan tuvo que sostener una conversación con su inglés medio podado. La japonesita no sólo era atractiva sino muy inteligente. Había llegado unos meses antes que Juan, recomendada por personeros de una iglesia de California, USA. Tenía 22 años, tocaba el piano y la flauta, hablaba también chino, y se destacaba sobre todo como enfermera de clase. Su uniforme blanco y nítido hizo que Juan mentalmente le añadiera el velo de novia.

    Doña María Bárbara era la jefa de cocina. En concordancia con su trabajo, llevaba un exceso de peso disimulado por el delantal, que no era blanco pero lo había sido. Contrastaba la cocinera con la jefa de enfermeras, de líneas sometidas a dieta, y no tan seria como su puesto. Doña Felícita era tenida por sus subalternas y aprendices en la misma estima que gozaba Leónidas con sus huachimanes. Uno manejaba el machete y la otra la jeringa.

    Sin embargo, Juan estaba equivocado al suponer que el mandamás era el doctor Khun. Pronto se hizo evidente que quien llevaba la batuta (y bien apretada) era Mrs. Rebeca Khun. En la reunión se había destacado por la ausencia de frases diplomáticas o elusivas. Su esposo no parecía muy ganoso de contradecirla.

    Esa noche se sirvieron bocadillos y se dieron órdenes para las actividades del mes. Eran los días finales de abril, y se presentían cambios inminentes. Juan fue presentado como el nuevo instructor de Historia Sagrada. Todos aplaudieron.

    Eran casi las once de la noche cuando se despidieron. Todos tenían sus cuartos respectivos, y a Juan acababan de asignarle uno cercano a la carretera. Vio a cada silueta perderse en la oscuridad, pero alcanzó a despedirse de Tomo con un sayonara que quiso ser expresivo, pero sólo arrancó una tenue sonrisa de la muchacha.

    En los días siguientes hizo toda tentativa de entablar conversación con Tomo, sin éxito aparente. La japonesita se hallaba constituida a prueba de intimidades. Para su edad es muy introvertida, pensó Juan.

    Sus tareas, sin embargo, le consumían suficiente tiempo como para no darle expansibilidad a sus alas de poeta no laureado. Antes le había gustado componer poesías, pero en español. Componerlas en japonés estaba en chino. No obstante, sentía una secreta afección por Tomo, como si existiera entre los dos alguna afinidad incomprensible, un lazo subconsciente.

    Por cierto la joven aparecía aislada incluso de sus compañeras de trabajo. Sólo fue en ocasión de la llegada de Berenice Price, voluntaria del Cuerpo de Paz, cuando pareció entablar amistad seria y comunicativa. Sus jornadas eran compartidas por esa infatigable enfermera nutricionista.

    Una mañana quiso acercarse a Tomo, pero ella lo miró en silencio y se apartó del alfeizar de la ventana. Cuando Juan se aproximó, pudo ver un trozo de papel con una palabra extraña: Tugenbund. Lo deslizó en su bolsillo, ilusionado con la idea de tener por lo menos una palabra escrita por la muchacha. Por encima de todo, Juan sintió una aprensión súbita, una ilógica preocupación, un pálpito inexplicable.

    Por la noche dio una vuelta por los diferentes sectores del plantel. La casa de los Khun se hallaba casi en el centro, en posición prominente. Casi en línea estaban los dormitorios de las muchachas, la habitación de Berenice Price y el pequeño local que hacía de aula. En esa misma dirección, al otro lado de la calle de entrada, se ubicaba un templo de madera. Allí hacía contacto la tela metálica que circundaba el orfanato, formando un cerco impenetrable. La cocina se hallaba también dentro de esa valla inexpugnable. Lo que llamaban comedor era nada más un pequeño cuadrángulo donde no cabían todos ni comían todos. El pequeño edificio de la clínica, oblongo y silencioso, tenía la entrada al otro lado del predio bordeado por matas de zacate limón. En el centro del predio, un enorme cedro irregular dominaba la perspectiva, como un mirador natural.

    Pero la propiedad de los Khun, como pudo comprobarlo, se extendía más allá del predio y la carretera. Enormes barracones se habían adueñado de las colinas al lado sudoeste, mientras al oriente verdeaban los sembrados de frijol, arroz, piñas y patatas. Cerca de la entrada estaba el comisario, a la orilla de la calle polvosa, donde una zapatería y una gasolinera competían por los clientes errabundos.

    Juan habría de recordar con nostalgia el día en que pusieron un rótulo nuevo, pintado por él, entre los fuertes caños del portón. American Missionary se estaba convirtiendo en un centro de silenciosa actividad, porque todo el mundo trabajaba frenéticamente para agradar a los Khun o sobrepasar la marca impuesta por sí mismo.

    Doña María Bárbara no parecía tener sobrepeso alguno, dada la acuciosidad incansable que desplegaba. Una mañana la vio andar de cuarto en cuarto, despertando a las obreras tardías o apaciguando a las revoltosas. Cuando Juan se acercó a ella, la jefa de cocina lo recibió con una generosa sonrisa.

    -Mucho me gustaría que viniera a la cocina para que probara un pastel de piña que he confeccionado –le dijo-. Al instructor anterior le gustaba mucho, y creo que Ud. tendrá la misma opinión.

    -Con mucho gusto, doña Bárbara –correspondió Juan, recordando la novela de Rómulo Gallegos.

    Pero con su vista el joven seguía buscando a la japonesita que lo tenía intrigado con su belleza y sus habilidades. Tuvo la impresión de que a doña María no le pasaba por alto el afán de Carlos por la joven nipona. Poco a poco había ido sintiendo una secreta obsesión, quizás exacerbada por la indiferencia o la invisible barrera del idioma.

    Esa tarde, mientras se dirigía a la cocina para saborear el prometido pastel, se cruzó con Armando Poquianchi. La paridad en años posiblemente los hacía identificarse con una afinidad sobrentendida.

    -Mire, Carlos –dijo-. Me parece que nosotros podemos ser muy buenos amigos. Especialmente porque usted sabe escribir, y yo necesito de sus servicios.

    -¿Para alguna composición?…

    -Sí. Para componer una carta. Usted ve, detrás de esa barrera de tela ciclón está la india de mis sueños. Y quiero mandarle una carta que exprese mis mejores sentimientos.

    -Para eso no se necesita saber escribir…

    -¡Claro que sí! Mis pobres letras no le dirán nada al corazón de ella. Pero usted sí que tiene arte.

    -¿Y cómo se llama?

    -Rut. Rut Inestroza. Llegó hace algunos días, pero me parece que estoy enamorado de ella desde hace siglos.

    -Pues el tiempo es oro, –dijo Juan, entusiasmado.

    Cerca se perfiló la figura de otro personaje, no extraño para Carlos, pues era la persona que lo saludara el día de su llegada. Armando se volvió, bastante inquieto.

    -Mire a ese tipo –repuso en voz baja-. Es de lo más chismoso y sobalevas que hay por aquí.

    -Humm…¿Chilo?

    -Sí. Usted debe tener mucho cuidado con él. Constantemente anda poniendo en mal a todos sus compañeros de trabajo.

    -Pues él no tiene motivos para malquistarme –repuso Juan-. De todos modos, gracias por la advertencia.

    No supo Juan cómo el tiempo iba de rápido. Por la noche decidió dar una vuelta por la panadería, y allí encontró a Ada preparando una buena dotación de pan integral. La muchacha le regaló una buena tajada de pan con miel, algo que al joven le pareció muy apetitoso. Pero al salir de la panadería estuvo por primera vez consciente de un ruido chillante. Era sin duda un radio de aficionado, posiblemente colocado en el sótano de la familia Khun. Los chillidos se prolongaron durante largo rato.

    Parecía que no había serenos o huachimanes a la vista. Anduvo por detrás de los cuartos del dormitorio, y sin casi darse cuenta se vio ante la pequeña ventana resguardada por una gruesa zaranda que dejaba traslucir la silueta que más deseaba ver. Tomo estaba inclinada sobre un pequeño escritorio, leyendo un voluminoso libro. Cerca de la cama había un florero muy grande, brillante, con flores un tanto exóticas que se balanceaban suavemente al paso de la fuerte brisa de esa noche. Juan se dijo que la soledad de la enfermera le pesaba más a él.

    Volvió cerca de la panadería, y escuchó ahora la voz de Miss Jelly, dándole a Ada una recomendación sencilla: Guardar el frasco bien cerrado…Esto lo hizo sentirse un poco culpable, pues seguramente la gringa se refería al pote de miel de donde Ada había tomado

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