La ojiva: La Crisis de los Misiles en Cuba como nunca te la han contado
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Esta novela se desarrolla durante los días de la Crisis de los Misiles en 1962, cuando se realiza el despliegue de fuerzas coheteriles nucleares soviéticas en Cuba, un suceso que puso al mundo al borde del holocausto.
Un misil nuclear “Luna”, de tres kilotones, desembarcado en horas de la noche, es sustraído del puerto de La Habana, en pleno centro de la capital.
Los malhechores piensan que se han llevado un contenedor con efectos electrodomésticos, vestuario y latas de alimentos en conserva. Ocultan el contenedor robado en una finca urbana en Guanabacoa, ciudad de aproximadamente cien mil habitantes anexa a La Habana.
Dos oficiales de la contrainteligencia (de la URSS y Cuba, respectivamente) que responden por la seguridad del traslado y despliegue de las cargas nucleares, se percatan del robo y deciden tratar de recuperar el artefacto nuclear, antes de que sus jefaturas se den cuenta de lo sucedido, lo que podría significar largas condenas y, quizás, la muerte para ellos.
La CIA, por su parte, envía a uno de sus oficiales a buscar pruebas de la presencia de misiles nucleares en Cuba. Intensa y violenta es la persecución, en medio de una situación internacional en que las dos superpotencias ponen en alerta roja a sus fuerzas nucleares tácticas y estratégicas, y en Cuba la situación política es complicada y combaten revolucionarios y opositores con igual violencia.
Prepárese para un thriller sin respiro.
Jorge Luis García Hernández
Jorge Luis García Hernández (Jhernández, como es conocido) nació en La Habana en 1945. Es ingeniero químico y experto en Armas de Exterminio en Masa. Fue asesor de la delegación cubana en la ONU en los temas de desarme en el periodo que va de 1982 a 1989. En 1996 es seleccionado por la ONU para desempeñar el cargo de Inspector Internacional de la Comisión para la Prohibición de las Armas Químicas, cargo que desempeñó hasta el año 2002, cuando renunció para dedicarse a escribir. Tiene publicadas las siguientes obras: Eva, siempre Eva, Los fantasmas del Don, Los hijos de Glorian, Proyecto Sicklemia-E, Diamantes para el duque y El mensaje del Royal Bank. Ha incursionado con éxito en los géneros policíacos, ciencia ficción, históricos, bélicos, así como en el realismo mágico. Actualmente es experto del Centro de Estudios de Desarme y Seguridad Internacional con sede en Cuba.
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La ojiva - Jorge Luis García Hernández
La ojiva
La Crisis de los Misiles en Cuba como nunca te la han contado
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Derechos reservados © 2018, respecto a la primera edición en español, por:
© Jorge Luis García Hernández
© Editorial Guantanamera
ISBN: 9788494894435
ISBN e-book: 9788417283353
Producción editorial: Lantia Publishing S.L.
Plaza de la Magdalena, 9, 3 (41001-Sevilla)
www.lantia.com
IMPRESO EN ESPAÑA – PRINTED IN SPAIN
A las ciudades mártires de Hiroshima y Nagasaki.
A las personas que, de alguna forma, estuvieron al borde del holocausto en aquellos días de la «Crisis de los misiles» o «Crisis de octubre».
A quienes no vivieron entonces, y no saben de la existencia de tantas armas nucleares; y que nos mantenemos en ese mismo borde.
A quienes luchan por la paz.
Prefacio
Situada en el mar Caribe, entre la América del Norte y la del Sur, Cuba ha sido considerada siempre como la llave al continente. Fue la última colonia española en el área de las Américas en independizarse. Desde entonces fue presa de gobiernos corruptos y poco, o nada, entendida por los Estados Unidos de América, lo que generó serias diferencias y sentimientos encontrados entre ambas partes.
En 1959 triunfó una revolución que, incomprendida y bajo la presión del gobierno norteamericano, pronto derivó hacia el socialismo y ocasionó la invasión de Bahía de Cochinos (Playa Girón) en 1961.
Un año y meses después, en medio de una confrontación política, social y en cierta medida, militar, el gobierno cubano, previendo una agresión directa anunciada, autoriza a la URSS a desplegar en el territorio nacional cohetes con ojivas nucleares.
Esto último originó la llamada «Crisis de octubre» o «Crisis de los misiles». Durante esos días de 1962, estuvimos al borde del holocausto.
A la sazón, en las costas próximas a Cuba, los EE.UU. realizaban los ejercicios Unitas III, el Sweep—Clear III y el Phibriges; lo que incluía más de veinte mil soldados y cuarenta buques —entre ellos dos portaaviones y dos porta helicópteros—. A lo anterior hay que agregar que, por la grave situación creada, las principales partes del conflicto habían movilizado y puesto en completa disposición combativa las siguientes fuerzas:
—Los Estados Unidos de América: Las Fuerzas Coheteriles con más de cinco mil ojivas nucleares; dos mil ciento cincuenta aviones de combate y seis divisiones —de ellas una blindada y una de paracaidistas—, para un total superior a ciento veinte mil hombres; al tiempo que reforzaban la Base Naval de Guantánamo, ubicada en el oriente de Cuba, con cinco batallones y evacuaban de ella al personal civil.
—La antigua URSS: sus Fuerzas Coheteriles Estratégicas (más de 300 ojivas nucleares). Parte de esas fuerzas (la 43 División de la Guardia de Smolensk) estaba ya en un alto grado, en Cuba o se aproximaba; y cincuenta mil soldados y oficiales desplegados en el territorio insular.
Ambas potencias, también, habían puesto en situación de alerta roja a todas las fuerzas ubicadas en sus respectivos territorios y en los de sus aliados.
La República de Cuba: tenía en situación de alarma de combate a sus fuerzas armadas; las cuales estaban integradas (aparte de una pobre Marina y Aviación), por unidades regulares y batallones de milicias; todos bien armados, entrenados y situados en su propio territorio, lo que los hacía más fuertes. En total una cifra cercana a los setecientos cincuenta mil hombres; a lo que se debe agregar —y era de tener en cuenta—, que en esos momentos simpatizantes y opositores a la Revolución se mostraban unidos monolíticamente ante el peligro de una agresión extranjera al país.
El poderío nuclear desplegado entonces por las dos principales potencias mundiales, bastaba para eliminar a todos los seres vivos del planeta; y si no lo hacía estallar en pedazos, lo podía haber dejado inhabitable por miles de años.
Esta novela se basa en esa etapa de la historia.
Eran tiempos tormentosos, llenos de imprevistos y cualquier cosa podría haber ocurrido.
El fondo histórico ha sido rigurosamente respetado.
Capítulo I
El arribo
ARMAS DE EXTERMINIO EN MASA:
Son aquellas que producen gran mortandad y un número muy elevado de lesionados en reducido tiempo y en una amplia zona. Son capaces de mantener su efecto destructivo en el lugar desde horas, hasta años (esto último, en el caso de la nuclear).
Mientras se dirigía a la rotonda de Guanabacoa para tomar la llamada carretera vieja, no supo cómo pudo esquivar los postes de la electricidad y los árboles caídos, los carros incendiados con sus pasajeros dentro, o simplemente abandonados en la Vía Blanca; tampoco se escandalizó con los cadáveres que vio en medio de la carretera, carbonizados, humeantes o aún en llamas. «¡Tiene que haber sido una explosión atómica!», se dijo.
Principios de octubre de 1962
La inmensa mole de la motonave sovietica¹ «Kirguizia», avanzaba silenciosa en la noche sobre las calmas aguas. En su cubierta se movían algunos pocos soldados vestidos de civil, disfrutando su turno para refrescarse del sofoco que por horas soportaran en las bodegas, y lamentando que pronto tendrían que bajar nuevamente para dar la oportunidad a otros.
El barco estaba al salir del océano Atlántico y vislumbraba las tropicales aguas del Caribe. Cuba, país pequeño pero el mayor de las Antillas, estaba cerca.
Todos se sentían animados ante el próximo fin del viaje. Continuaría una aventura que nada bueno les auguraba, sin embargo, sería recordada por ellos y por la humanidad durante el paso de muchos, muchos años.
En el vientre del Kirguizia la oscuridad era total; en él viajaba hacía cerca de dos semanas, próxima a los hombres; pero no con ellos.
Podría haberse sentido asustada, no obstante, ignoraba qué era el miedo; por otra parte, no tenía turno para refrescarse como los soldados…, ni lo necesitaba. Para ella y sus congéneres, se había previsto la climatización adecuada. Podría haber estado ansiosa por entrar en acción presintiendo su terrible poder, porque algo en su interior se empeñaba en poner en funcionamiento los enrevesados mecanismos de que estaba construida, mas no era un ser vivo.
Era tan solo una ojiva nuclear táctica de tres kilotones²; y si hubiese detonado en el mar hubiese evaporado al barco, sus tripulantes, pasajeros y a unas cien o doscientas toneladas de agua; pero al parecer el destino había decidido otra cosa. ¿No era más extraordinario que no explotara en aquel momento, sino que lo hiciera en tierra…? ¡¿En una ciudad?!
Nuestra ojiva nuclear lo ignoraba. Viajaba en el Kirguizia esperando su momento; el momento para liberar la energía de su modesta potencia equivalente a más de tres mil toneladas de TNT que hicieran explosión al unísono.
Era solo una bomba atómica táctica; las estratégicas tenían un poder destructivo miles de veces superior a ella.
En esos días, comenzó la Crisis de los Misiles.
La Habana
Hacía un tiempo magnífico y la actividad era intensa en la Avenida del Puerto que bordea a la fascinante bahía de la capital; en particular en los muelles. Vehículos cargados o no, pasaban en una u otra dirección; sudados estibadores se acomodaban a la sombra para almorzar llevando en las manos los anchos cinturones de tres hebillas, que utilizaban para evitar las hernias, y el gancho de acero propio del trabajo.
En la zona de parqueo de los muelles, algunos niños jugaban toreando el tránsito sin mayor preocupación, y los burócratas de la Lonja del Comercio y otras oficinas cercanas se incorporaban a la calle en busca de la completa³ de la fonda de chinos; pues ir al restaurante El Templete, casi frente a los muelles y famoso por su tortilla con jamón y camarones de dos pesos, ni soñarlo.
Todo estaba tranquilo; tan tranquilo como podía estar un país en el que había triunfado una revolución radical hacía poco más de tres años y bufaba de acción de extremo a extremo.
Cada día pasaba algo nuevo y todos vivían apurados hacia cualquier parte; pero que se robaran una ojiva nuclear del puerto de La Habana pensando que era otra cosa, iba más allá de cualquier imaginación. Eso pasó, y pasó en esos días.
Desde hacía varios años, la situación en Cuba era candente, aunque en ese año de1962 se pondría peor. La posibilidad de una intervención extranjera, factible en esos tiempos, se había hecho inminente y la confrontación interna entre una mayoría que entonces apoyaba al nuevo gobierno y los que se le oponían, era cruenta y alcanzaba todas las esferas de la vida.
Las calcomanías con letreros de «Gracias Fidel», que abundaron a principios de 1959 en gran número de casas, mansiones y parabrisas de autos, habían sido eliminadas por quienes no compartían ya el rumbo político tomado por el proceso. Los Comités de Defensa de la Revolución (CDR), creados poco tiempo atrás, se esforzaban por impedir los frecuentes atentados con bombas y las inscripciones clandestinas de letreros tales como MRR, MRP, DRE⁴ y ¡Abajo la Revolución y el Comunismo!
Desde enero del 59 hasta agosto del 62, en el país se habían cometido más de cinco mil setecientas acciones en contra del gobierno revolucionario; setecientas dieciséis de las cuales habían sido sabotajes de envergadura contra la gran industria nacionalizada o intervenida, centros comerciales y organismos del Estado.
Con razón o no y a riesgo de ser reprimida, la minoría, tenía que someterse a la consigna del momento: «La calle es de los revolucionarios», se decía y todo, con justicia o sin ella, se subordinaba a eso. La animación primaba.
En cualquier pared se podían leer consignas de apoyo al gobierno. En ocasiones con faltas de ortografía increíbles, pero con las ansias por el cambio y la feroz hambre de justicia popular que dejó en la generalidad la dictadura del general Fulgencio Batista y Zaldivar⁵.
Había pasado más de un año del frustrado desembarco de Playa Girón (Bahía de Cochino) y los uniformes de las milicias formadas por obreros, estudiantes y campesinos, con gorras, boinas o sin ellas, seguían pululando por el país. Hombres y mujeres mostraban oscuras ojeras por las noches de guardia, las prácticas militares interminables y el trabajo voluntario; tenían viejos fusiles máuser, garands, carabinas dominicanas San Cristóbal; también abundaban los poderosos fusiles FAL recién llegados de Bélgica, los nuevos fusiles R-2, checos, con la bayoneta plegadiza y las metralletas de ese país o rusas, que los milicianos guardaban en las casas, arriba de cualquier armario al más puro estilo de la Revolución Mexicana. Usaban pistolas y revólveres de cuantas marcas y calibres existían, con cananas repletas de balas y cuchillo comando de acero inoxidable con cabo de pata de venado o chivo, comprado a tres o cuatro pesos en cualquier comercio, y se retrataban en los jardines del Capitolio con cámaras de cajón. Hacían obedecer lo que creían justo solo con su presencia; sin tener que recurrir a otra autoridad, y eran acatados por ser honestos, por representar la voluntad popular y, en particular, porque la justicia, todos lo sabían, era expedita.
Muchas familias se habían dividido a muerte, o comenzaban a hacerlo y otras tantas que aún mantenían la unidad, lo harían más tarde. Se incrementaba el éxodo que llegaría a lacerar tanto a los cubanos.
En esos días de 1962, aún sonaban bombas en las noches, corrían los carros de la policía hacia todos los lugares, eran muertos soldados y milicianos en cualquier posta, descubiertos y encerrados en prisión o fusilados opositores de acción; y los milicianos combatían, en todos los macizos montañosos de la nación, contra las guerrillas anticomunistas alzadas.
Desde Puerto Rico la organización contrarrevolucionaria Alpha-66 hacía planes para atacar a los mercantes que fueran hacia, o salieran de Cuba; y los aviones U-2 de las fuerzas armadas de los Estados Unidos, particularmente desde mediados de octubre, sobrevolaban a diario los cielos cubanos haciendo miles de fotos, ¿en busca de qué? Nadie, o muy pocas personas sabían. Pero sí: buscaban algo y, como posteriormente fue del conocimiento general, algo muy concreto.
Los acontecimientos que propiciaron el robo que nos ocupa tuvieron lugar a principios de octubre, cuando el Chino: estibador de los muelles, mariguanero, ladrón y poseedor de otras «virtudes» aún peores, de las que hablaremos en su momento, convenció a su compadre, Panchito, para organizar el hurto de mercancía. «Es fácil. Allí las cajas están pol tonga», le había dicho; «Lo único que tenemos que hacer es esperar la oportunidad; y cuando veamos una caja arrinconada en el muelle, cargamos con ella; así de fácil. Lo hice una vez en el espigón dos, y nadie ha preguntado nada», había asegurado el Chino y continuado: «Yo me encargo de darte los papeles para que entres con un camión, y salgas con una o do caja y dividimos: sesenta por ciento para mí y un cuarenta para ti. No hay embarque».
Panchito, mulato delgado, de unos cuarenta años y no muy alto; cabeciredondo; con ojos crédulos y tan grandes como la sonrisa que facilitaba ver unos dientes fuertes y separados, había mirado al Chino lo más serio que pudo y contestado:
—Te creo y estoy de acuerdo, mi socio, sin embargo, soy yo el que se juega el pellejo. Vamos al fifty-fifty…
—¡Nada deso! Yo soy el celebro del negocio. Además, tengo que buscarme a otro para que me ayude a separar la mercancía, subírtela al transporte y que vigile cuando salgas; y a ese tipo tendré que darle algo… Lo tuyo será afanarte el camión, conseguir identificación falsa…, y tener lo que tienen los hombres…
—¿Qué bolá?⁶, compadre! —había protestado Panchito.
—Etá bien —siguió el Chino sin hacerle caso—, dipué manejarás hasta la casa de Lola; esperamos unos días y salimos del material. ¡Y má dipué a dividir! ¡Será un burujón de pesos! ¿Qué, le entras?
—¡Vamos a meterle caña! En esta misma semana consigo el camión —decidió Panchito sin dudarlo, pues no tenía un centavo ni trabajaba: nunca trabajó; y la mujer le recriminaba la falta de plata constantemente y él no quería darle un guantazo. Darwin le había dicho que no permitiría que le pegara a su madre otra vez.
Lo otro significativo de ese día fue que cuando el Chino regresó a los muelles, al parecer no se percató de que era observado por un viejo conocido:
«¡Mira quién está ahí!», pensó el hombre, y en lugar de adelantarse a saludar al Chino, lo que hizo fue tratar de ocultarse.
Romerito tenía más de cincuenta años. Había pertenecido al Ejército de la República desde los tiempos del gobierno de Ramón Grau San Martín cerca de quince años atrás, y solo fue ascendido a sargento cuando Batista. Sirvió en el cuartel «Bartolomé Masó» de la capitanía de Manzanillo, en el oriente, y a seguidas, en 1957, en el «Regimiento 1, Maceo», de la Guardia Rural en Santiago de Cuba. Al caer la dictadura de Batista, se acogió al retiro ya que le dijeron que la Revolución era comunista y así resultó. Él nunca había comulgado con esa ideología.
El exsargento, sin problemas con las nuevas autoridades, se fue a La Habana donde vivía con su hija María Julia y trabajaba en los muelles. Era listero. Ese día por desgracia, había visto al Chino.
Al observar a su antiguo conocido aproximarse al barco que se descargaba, Romerito sintió que la úlcera se le revolvía llevándole el ácido estomacal a la boca.
Recordaba al Chino en el lejano Santiago de Cuba, cuando él se preparaba para partir con la compañía a que pertenecía hacia la Sierra Maestra, a combatir a los fidelistas.
A Juan Francisco Villa Font le decían el Chino, debido a que lo rasgado de sus ojos mostraban alguna pizca de esa raza. Igual le podían haber puesto otro alias, debido a que por la abundancia del sol oriental su piel tenía el tinte de los pieles rojas americanos; el pelo, reseco, escaso y lacio, negaba lo anterior. Era de baja estatura, pero correoso.
Había sido miembro del Servicio de Inteligencia Militar del régimen de Batista y nunca tuvo amigos, sino «socios».
Sus socios habían sido