Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La España resignada. 1952-1960: La década desconocida
La España resignada. 1952-1960: La década desconocida
La España resignada. 1952-1960: La década desconocida
Libro electrónico602 páginas7 horas

La España resignada. 1952-1960: La década desconocida

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Los años 50 constituyen la época más desconocida de la historia reciente de España. Entre los terribles años 40 de la posguerra y los cambios que trajeron los 60.

Manuel Espín acude al rescate de esos tiempos en La España resignada (1952-1960). Una década desconocida, para devolvernos la imagen de un país que quiere dejar atrás los terribles recuerdos de la guerra y la posguerra para empezar a mirar hacia el futuro con esperanza.

Los 50 verán la llegada de los estadounidenses, con sus bases, costumbres exóticas, objetos de consumo y fascinantes iconos cinematográficos y musicales. También serán testigos del nacimiento de la televisión en 1956, y de los años dorados de la radio. Así cómo de nuestras estrellas locales, de Bobby Deglané a Sara Montiel hasta Di Stefano y Kubala, pasando por Joselito, Antonio Molina o el Dúo Dinámico.

Aunque el país sigue instalado en una autarquía alejada de la prosperidad, en 1959, se va a producir el doloroso, pero inevitable, Plan de Estabilización.

Mientras, las costumbres y la moralidad pública se rigen por una omnipresente y estricta catolicidad, con pocas concesiones a la libertad personal y colectiva, bajo criterios de 'doble moral'.

Ningún aspecto relevante de la vida española escapa a la aguda mirada del autor. Además, recrea pequeñas historias de personajes ficticios inspirados en la realidad, en un singular ejercicio de fusión de géneros. Y dedica especial atención al papel de unas mujeres que casi eran invisibles.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 feb 2020
ISBN9788417241599
La España resignada. 1952-1960: La década desconocida

Relacionado con La España resignada. 1952-1960

Títulos en esta serie (4)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Historia social para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para La España resignada. 1952-1960

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La España resignada. 1952-1960 - Manuel Espín

    América.

    1

    Una catolicidad de masas

    Flora es ama de casa, como todas sus amigas; tiene cuatro hijos y su misión en la vida es cuidar a su descendencia y velar por su marido. Ha entrado en la cuarentena, y en sus ideas y decisiones interviene una persona que no pertenece al núcleo familiar, don Narciso, el asesor espiritual, al que visita cada dos o tres semanas. De forma paralela consulta con su confesor, escogiendo entre dos o tres parroquias del barrio, pues no siempre quiere recibir la absolución del mismo sacerdote. Entre distintos curas, en caso de duda o discrepancia, siempre encontrará quien le dé la razón.

    Se considera una mujer hacendosa como la del anuncio de una máquina de coser que publica la prensa, donde se ve a la señora de la casa recibiendo al esposo, que retorna cansado del trabajo, a quien muestra el vestido recién terminado. El marido hace este comentario: «Gracias a que me casé con una mujer tan ahorrativa y arreglada podemos vivir muy bien».

    El texto publicitario añade:

    Acaso carezca para usted de importancia el ahorro que representa confeccionar en casa sus vestidos y labores: sin embargo, ¡con qué orgullo los mostrará a su esposo!… Dar pruebas de sus dotes de ama de casa y ostentar ante los suyos una capacidad de iniciativa y buen gusto es el verdadero anhelo de toda mujer.

    Lo cierto es que Flora visita a menudo a su modista, y no le apasiona adquirir la ropa ya confeccionada, no sea que se encuentre a otra señora vestida igual que ella. Hace años compró a plazos una máquina de coser, pero apenas la usa; cuando es necesario viene una costurera a casa por si hace falta arreglar ropa para los niños, y esa mujer es quien utiliza la máquina.

    Desde que nació su hijo mayor ha estado muy pendiente del bienestar de los niños; todos matriculados en colegios religiosos, incluso el más pequeño, todavía en párvulos. Por fortuna, el de los chicos queda cerca del de la niña. Los mayores asisten a catequesis, aunque al cumplir los siete años ya hicieron la primera comunión. Flora acude a misa con sus cuatro hijos una vez a la semana, sin faltar ni un solo domingo, y con Braulio, su marido, que es más distante en estas cosas y a diferencia de ella comulga «de pascuas a ramos». Eso no hay quien lo arregle, aunque se ha comprometido con don Narciso a que logrará convencer al esposo.

    Braulio trabaja de funcionario en Abastecimientos y Transportes, y a su vez complemente el sueldo con encargos de dos o tres gestorías, lo que le obliga a entrar y salir muy a menudo de casa. Flora reza para que aparezca por la puerta antes de que emitan «el parte» con las noticias a través de Radio Nacional de España. A veces, acuden juntos al cine, cuando la abuela se queda con los niños. Flora ha leído previamente las hojas de calificación moral sobre las películas cuyas notas de aviso se cuelgan en una vitrina de la parroquia.

    Siente mucha curiosidad por ver una marcada con el 4, «gravemente peligrosa», pero no se atreve; y además teme ser identificada por algún conocido cuando se encienda la luz de la sala, que la habría sorprendido in fraganti cometiendo un grave pecado. Si quiere acudir su marido lo hará en solitario y no se lo contará; aunque ella lo intuya y guarde silencio. En esto las mujeres son diferentes a los hombres: una señora, y menos madre de familia, jamás entrará sola a un cine, y nunca a ver una de esas películas «gravemente peligrosas».

    A Flora le obsesiona que su esposo salga de casa bien arreglado y lleve cortadas las uñas de las manos, lo que efectúa directamente con ayuda de un pequeño juego de manicura, fijándose en que no se olvide de colocar su anillo de casado, un amuleto que, en teoría, le debe proteger de cualquier tentación. A veces entre sus amigas escucha rumores de infidelidades de otros, pero está segura de que Braulio no pertenece a esa clase de hombres.

    A su casa acude una asistenta varios días a la semana. Es una chica de pueblo que arrastra un «problema», del que se suele hablar en voz baja y cuando no están los niños delante: tiene una hija pequeña y está soltera. Su pareja la dejó embarazada; dicen que se trató de un casado, pero sobre esto la muchacha no suelta prenda. Si alguien le pregunta el día que inscriban a la niña en la escuela de párvulos, dirá que es viuda o que él «ha desaparecido». En las pasadas Navidades, Flora regaló un corte de tela de hábito a la madre de la asistenta, a la que no conoce en persona. La chica puede ser poco refinada, pero es cariñosa y trabaja muy bien. Además, sabe de cocina y muchos días se encarga de la compra. Flora recuerda con persistencia las jornadas en las que obligatoriamente se debe cumplir con el ayuno y la abstinencia. A menudo, la asistenta se marcha cuando viene alguna de las amigas de Flora, dejando el chocolate con leche o el café ya preparado y la bandeja colocada en la mesita del gabinete.

    Esas damas, tan íntimas de la señora, llevan alteradas desde hace semanas. Preparan el gran recibimiento al brazo incorrupto de Santa Teresa, que se desplaza de ciudad en ciudad. El día tan esperado, padres e hijos asistirán juntos a la gran recepción en las calles más céntricas. Algunas amigas de Flora irán vestidas de mantilla, ella no. Tiene un traje negro que bien puede hacer las veces, con un tocado, pues no «se ve cómoda» con el velo negro de encaje ni le sienta bien a su pelo color caoba oscuro.

    Sabe de antemano que esa tarde sonarán a la vez las campanas de todas las iglesias y conventos, y, en bloque, las autoridades acompañarán a la comitiva en procesión hasta la catedral donde permanecerá expuesta la preciada reliquia. Habrá, como en Semana Santa, penitentes descalzos o martirizados recorriendo metros y metros de rodillas, o con el rostro tapado por un tupido velo negro. Más una masiva comunión al acabar el sonado recibimiento, proclamado en todas partes como una de las noticias más relevantes del año. Durante unos pocos días no se hablará de otra cosa que del multitudinario evento y, con suerte, dentro de dos o tres semanas aparecerá en el No-Do. El párroco está convencido de que «será una de las jornadas más importantes en la historia de la ciudad».

    Las clases se suspenderán después de comer, los comercios echarán el cierre y todo el mundo se irá a la calle para recibir la reliquia de la santa. Flora lo tiene bien organizado: los niños comerán bien pronto para no tener que hacer la digestión de pie, en plena procesión. Y ha conseguido de Braulio que suspenda todas sus visitas y compromisos laborales: no puede exponerse a que la vean sola y no del brazo de su esposo. Sus amigas congregantes les han reservado asientos en un reclinatorio, para que no se encuentren sin sitio donde sentarse cuando una parte del gentío se acomode en el interior de la catedral, y el obispo celebre el oficio, al que asistirán las principales autoridades con sus cónyuges. También ella ha hecho muchos favores a las de la congregación y ahora se lo devuelven permitiendo que se sitúen en el reservado, a cuatro filas del gobernador civil y del alcalde, que aparecen con sus respectivas esposas ataviadas con mantilla y el misal en la mano.

    *  *  *

    El resultado de la guerra pudo ser una catástrofe para el franquismo, que percibió desde poco antes del final del III Reich quiénes eran los «nuevos amos del mundo»; no precisamente aquellos con los que se había alineado. El boicot de Naciones Unidas de 1946 y la retirada de embajadores dejó al Régimen ante un espejo de soledades. Tan solo una poderosa influencia le dio apoyo e impulso: la Iglesia de Pío XII. La «catolicidad» fue uno de los elementos esenciales, por no decir el más importante, para la consolidación del franquismo en el poder; todavía más decisivo que el del Ejército surgido de la Guerra Civil. Sin la Iglesia el Régimen difícilmente habría sobrevivido en un ambiente internacional tan adverso.

    Se ha designado este sistema como «nacional-catolicismo», un término empleado ocasionalmente en los días de la Guerra Civil, luego desaparecido y recuperado en los albores de la Transición, aunque con un matiz irónico y despectivo. En nuestro caso preferimos la denominación «catolicidad», como una actitud muy propia del pontificado de Pío XII, y no solo en España, marcada por una visión omnicomprensiva y un intento de imposición sobre la sociedad civil en su conjunto y de rechazo o desconfianza ante el pluralismo. Concepto que debe ser separado del de «catolicismo»; es decir, el libre ejercicio de una creencia y de una práctica religiosa, con la capacidad para expresarse dentro de una sociedad plural, junto a la presencia de una cultura humanista protegida desde la perspectiva de la libertad religiosa, tal y como reconoce la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

    Sin confundir, por lo tanto, el derecho a desenvolverse sin cortapisas de otro concepto puramente sociológico de exhibición externa y de abrumadora presencia favorecida por la confusión de papeles entre lo político y lo religioso y, por consiguiente, bajo la conversión de esa expresión moral y social en una «única y exclusiva verdad» impuesta sobre las demás. La crítica al maridaje entre lo civil y lo religioso de esa época no lo sería, por lo tanto, a la práctica social o espiritual de sus creyentes, y a su capacidad para transmitir su mensaje, sino a la imposición de un modelo único donde se venía a excluir el ejercicio de la libertad a quienes no participaran de él; gracias a que el poder civil lo imponía. Anacronismo de una época en la que el sistema político se apropiaba del «traje» de teólogo para decir cuál era «la única religión verdadera».

    La aprobación en 1945 del Fuero de los Españoles —que no podía ser ni por asomo una constitución, ni siquiera una carta otorgada de derechos—, constituyó un intento de operación de maquillaje de limitado alcance. Mucho más importante, y a la larga eficaz, fue el relevo de una imagen de marcial simbología y estructuración vertical, con elementos emparentados con los del fascismo más clásico, por la de marcado signo de catolicidad, incluso en un elemento tan característico de esta época como los grandes actos de masas sociorreligiosos.

    La Iglesia se lo permitía perfectamente al sistema: desde los inicios de la Guerra Civil y el bautizo como «cruzada» de un sangriento conflicto donde se jugaban muchos intereses, el franquismo trató de presentarse, con la aquiescencia de la institución eclesial hasta el Concilio, como el «más perfecto ejemplo de gobierno católico». Controló no solo áreas tan importantes como la educación en todos sus niveles, incluida la superior, sino que su influencia fue decisiva en la formación, la implantación y la fiscalización de la moral pública. A finales de 1944, en una entrevista para la agencia de noticias United Press, Franco presentó al Régimen como «una democracia orgánica y católica».

    En la posguerra, el marchamo de catolicidad era fundamental para la mejora de la imagen exterior, especialmente de cara a la potencia hegemónica, los Estados Unidos; así, se utilizó al episcopado norteamericano, con el Cardenal Spellman como referencia emblemática, y a los sectores católicos de las cámaras, singularmente la minoría de origen irlandés, como cabecera de un lobby que contribuiría a difuminar, aunque no del todo, las reticencias que las administraciones norteamericanas mantuvieron sobre el Régimen. El papel del tenaz, aguerrido, influyente y vibrante Spellman en defensa del Gobierno de Franco fue importante de cara a la sociedad norteamericana, en un momento en que el prelado se posicionó en primera línea de la batalla ideológico-propagandística contra el comunismo.

    No puede chocar la clamorosa acogida que se otorgó al futuro cardenal en sus viajes a España; de ello es buen ejemplo la intensa cobertura mediática de su recorrido por Cataluña en 1950 para visitar la Cova Sant Ignasi o Cueva Santa de Manresa, expresada en el propio No-Do en su edición del 20 de febrero de aquel año, con un gran despliegue de cámaras y de posiciones, en general con buena factura técnica, como era habitual en muchos de los contenidos del informativo, pese al fondo descaradamente propagandístico. Lamentablemente, en aquella ocasión, el sonido directo se estropeó y no pudo utilizarse. En el rodaje participó el luego director de cine Antonio Isasi Isasmendi.

    Pese a esa influencia, había un factor que tenía un gran peso en la opinión pública norteamericana y en sus administraciones, y que incluso llegaría a estar presente en la fugaz visita de Eisenhower a Madrid del 21 de diciembre de 1959, la más importante de todas las de Estado durante el franquismo: las dificultades para el ejercicio de la libertad religiosa a los no católicos. Frente a esa intensa labor de las legaciones españolas en Washington, previa al restablecimiento de embajadas, ante las minorías católica e irlandesa y el episcopado de aquel país, el presidente Truman había expresado públicamente sus críticas al Régimen, entre otros aspectos por la falta de libertad para las confesiones protestantes, en un tiempo en el que la Iglesia española mostraba toda clase de reticencias frente al desenvolvimiento de otras religiones amparándose en la defensa de la «unidad religiosa» que también proclamaba el franquismo. Tanto es así que una de las razones que se han aducido para que el Plan Marshall dejara fuera a España fue su permeabilidad a las críticas de las confesiones evangelistas ante las dificultades para el ejercicio de su actividad en la cerrada sociedad española de la época.

    La catolicidad se echa a la calle

    Un factor relevante incidió en los prolegómenos de la luna de miel entre España y Estados Unidos: el inicio de la guerra de Corea y el discurso fuertemente anticomunista de la Norteamérica de finales de los años 40 y buena parte de los 50. Aunque con otras características, ese mismo discurso era compartido por la catolicidad de la Iglesia de Pío XII. Hasta el punto de que los términos religiosos y políticos se entremezclaban, y el concepto «católico» implicaba en paralelo el del «anticomunista». Un discurso en el que el Régimen fue a encontrar un asidero fundamental para la supervivencia. A esas características hay que añadir un hecho primordial: sería imposible la descripción del catolicismo español de los años 50 sin hacer referencia a su intensa labor de publicidad social, a su enorme presencia en actos de masas, promovidos, hermanados y tutelados con los del propio Estado hasta ser percibidos por la población casi como un «todo conjunto». Los 50 y buena parte de los 60 van a ser los años de las grandes procesiones, de las manifestaciones religiosas en las calles, de la llamada Cruzada del Rosario en Familia, del traslado de las reliquias de los santos, de las ceremonias públicas de expiación de los pecados, de los contenidos de «misión católica» en la radio y en el cine, de las imágenes de Franco bajo palio, de la mezcla de autoridades civiles, militares y religiosas en toda clase de actos…

    Sin olvidar el decidido papel de tutela que la jerarquía adquirió sobre la mayor parte de las leyes, decretos y reglamentos, incluidos los de estricto nivel político, buena parte de los cuales fueron sometidos previamente a la consideración de obispos y cardenales. El ejemplo más característico sería la consulta al episcopado, que no se hizo pública, sobre lo que podía haber sido un decisivo proyecto político, el de José Luis de Arrese, último estertor de Falange, que en 1956 elaboró el borrador de una norma fundamental en la que se consagraba un hipotético futuro monárquico bajo un partido único. Sujeto al juicio de los prelados y evaluado negativamente, Franco archivó de manera definitiva una propuesta que, de haberse concretado, habría dado lugar a un régimen falangista sin pluralismo político, en línea muy distinta a la de los países occidentales. De la misma manera, altos representantes de la Iglesia se sentaban como tales en las Cortes, ejerciendo además una importante función de control sobre la autoridad civil, especialmente en materias como la enseñanza o la moral pública, que aparecían como territorios casi de competencia exclusiva.

    Dentro de esa visión, en la primavera de 1952 se celebraba el más importante acto de masas conocido desde el final de la Guerra Civil, con la convocatoria en Barcelona del Congreso Eucarístico, cuyas consecuencias rebasaron plenamente el espacio de lo religioso. Protagonista indiscutible de esta iniciativa fue el arzobispo de la Ciudad Condal, el futuro cardenal Gregorio Modrego (1890-1972), un prelado de origen aragonés cuyo perfil biográfico era muy semejante al de la mayoría de sus compañeros. Modrego había firmado en 1937, junto al resto de los 48 obispos españoles —con excepción del cardenal Vidal i Barraquer, mientras el cardenal Segura mantuvo reticencias—, la Carta Pastoral Colectiva, documento del episcopado español dirigido a la opinión pública mundial y a los católicos, donde se reforzaba moralmente el papel de los sublevados, calificando el levantamiento —al que varios obispos designarían posteriormente con el término «cruzada»— de «plebiscito armado», «contienda popular», «movimiento cívico-militar», «movimiento nacional» y mencionando su «sentido patriótico y religioso». Esta carta colectiva del Episcopado español de 1937 traslucía la desconfianza, habitual en esa época, respecto al mundo de la cultura. Decía:

    Otro pueblo poderoso, Rusia, empalmando con los comunistas de acá, por medio del teatro y del cine, con ritos y costumbres exóticas, por la fascinación intelectual y el soborno material, preparaba el espíritu popular para el estallido de la revolución (…).

    Parece aventurado deducir «intencionalidades comunistas» en el cine o en el teatro de la II República.

    La ordenación sacerdotal más masiva de la historia

    Ya con Franco en el poder, Modrego llegó a estar presente como procurador en Cortes durante ocho legislaturas seguidas. Con una gran iniciativa personal y bien visto en El Pardo, el prelado suscitó el interés del Vaticano por celebrar en Barcelona el más grande acontecimiento católico de la posguerra europea, en el Congreso Eucarístico Internacional. La denominación revestía una singular importancia para el Régimen en un momento en el que el retorno de los embajadores no significaba unas relaciones fluidas con la mayor parte de los Estados del mundo, y la condición de «internacional» venía determinada aún por la cercanía de Portugal, Andorra, Argentina y algún otro país iberoamericano. Bajo el lema La Eucaristía y la Paz, en el congreso celebrado del 27 de mayo al 1 de junio de 1952 —el primero tras la guerra mundial, dado que el anterior tuvo lugar en Budapest en 1938— estuvieron presentes delegaciones de católicos de 77 países, con una cifra de asistentes especialmente elevada: 300.000 congresistas, 302 arzobispos, cardenales, obispos y abades, y 15.000 sacerdotes y religiosos. Además, la consagración de 820 presbíteros en Montjuich fue considerada la ordenación más masiva de la historia. Junto a ello se celebraron seminarios y reuniones de expertos en temas como teología, sagradas escrituras, moral pública, derecho, sociología, pedagogía, pastoral, historia o arqueología religiosa, más distintas exposiciones donde destacaba el llamado «arte eucarístico» y representaciones sobre autos sacramentales del Siglo de Oro.

    En la presidencia de los actos multitudinarios del congreso se hizo bien presente la figura de Franco junto a su esposa, Carmen Polo. A su llegada a la Ciudad Condal el general desembarcó del crucero Miguel de Cervantes acompañado de su mujer. En un destacado lugar presidieron la concurrida misa de clausura celebrada en el cruce entre la avenida Diagonal y Pedralbes, con el protagonismo de monseñor Tedeschini, enviado papal en un momento en el que todavía los pontífices no solían salir de Roma.

    El cardenal Federico Tedeschini (1873-1959) tenía un dilatado conocimiento sobre la realidad española. Ordenado sacerdote en 1896 y con una brillante carrera dentro de la estructura eclesial vaticana, en 1921 había sido nombrado nuncio apostólico en Madrid, puesto en el que se mantendría de manera insólita —pese a la costumbre vaticana de variar de representante ante cada cambio de régimen— durante los últimos días de la Restauración, la dictadura de Primo de Rivera y la II República, permaneciendo en él hasta el 10 de mayo de 1936. Fundador de Acción Católica en España, durante este último periodo había mantenido frente a monseñor Eijo y Garay puntos de vista no concordantes sobre la representación de los católicos en las instituciones republicanas. Al ser nombrado cardenal en 1935 el Gobierno de la II República le concedió el Collar de la Orden de Isabel la Católica. En 1946 fue Franco quien le otorgó la de Carlos III. En 1952 regresaba como delegado del Papa al Congreso Eucarístico de Barcelona. Dos años más tarde, el Caudillo concedía el marquesado de Santa María de la Almudena a su sobrino Juan Bautista.

    Al acto asistieron cerca de un millón y medio de almas, y Pío XII envió un mensaje que fue leído en directo a través de Radio Vaticana. La mescolanza de contenidos religiosos y políticos fue absoluta. En La Vanguardia del 31 de mayo de 1952, página 7, se explicitan esas confusiones. Un titular informaba de que «La enorme multitud que asistió al magno acto tributó a los ministros un clamoroso recibimiento patriótico». Otro reflejaba el acto militar celebrado en la avenida de María Cristina «al que asistieron numerosos generales, jefes y oficiales [y en el que] la multitud que lo presenció estalló en entusiásticas manifestaciones de catolicidad y patriotismo». En un recuadro sin firma titulado «Y en el mundo la paz» se escribía:

    Ayer en el magno Congreso Eucarístico se exaltó la paz de los pueblos, esa paz de la que es centro refulgente la Eucaristía santa, y concurrieron en la jornada elementos diversos, pero concordantes, que vale la pena subrayar. En primer lugar nuestro glorioso Ejército, el que lógicamente debía ser instrumento de una agresión imperialista «contra el mundo», concurrió ante el altar de Montjuich para consagrarse al servicio de la doctrina del Príncipe de la Paz. Los muchachos del Frente de Juventudes que vibraron de entusiasmo y orgullo ante el Caudillo de España, el gobernante más tenaz que a favor de la paz general y del país ha producido nuestro genio (…) fueron por la tarde a presentarse al Legado del Papa, a vitorear con fervor las consignas pacíficas del Congreso Eucarístico y a pedir la bendición de la Iglesia para sus fines.

    La confusión de esferas y de papeles habitual en la época encontró una de sus manifestaciones más exaltadas en este importante evento.

    Su impacto rebasó cualquier perspectiva estrictamente religiosa: los miles y miles de asistentes pertenecientes al ámbito eclesial regresaron a sus países de origen con la imagen de un Estado que hacía de la defensa de la catolicidad su más importante elemento de identidad. Además, el congreso era una exposición de un «modelo de sociedad». Modrego impulsó la promoción pública de un estilo de vivienda de características vinculadas a esa perspectiva social y religiosa. Meses antes había propuesto a la Asociación Católica de Dirigentes iniciativas para generar ese urbanismo, de resultas de las cuales en diciembre de 1951 se había celebrado en el Palau de la Música una asamblea para la recogida de fondos. Fruto de ese impulso fueron las actuaciones en diversas zonas de Barcelona en un momento en el que, como ocurría en las ciudades, los incipientes trasvases del campo a las urbes, unido a la escasa inversión en construcción social, provocaban un verdadero «problema de la vivienda». Las barriadas de Sants y Montjuich, Sant Martí y Nou Barris, y también otras alejadas del casco central y fuera de la ciudad, pero especialmente Sant Andreu, vieron crecer edificios residenciales. Entre ellas estaba el nuevo barrio del Congreso (Eucarístico) en este último distrito, con tres mil viviendas, trescientos establecimientos comerciales, la iglesia de San Pío X, escuelas, colegios e instalaciones deportivas básicas. Se alzó sobre las más de dieciséis hectáreas de una finca, Can Ros, adquirida a la familia Ros i de Ramis, en el citado barrio de Sant Andreu, caracterizado en otra época por las residencias construidas por indianos. Las primeras viviendas impulsadas por Modrego y la Iglesia, no por el Estado, se entregaron en 1954. Además, el Congreso Eucarístico Internacional motivó la apertura de las avenidas de Príncipe de Asturias e Infanta Carlota (hoy Riera de Cassoles y Josep Tarradellas, respectivamente), las fuentes en la Gran Vía junto al paseo de Gracia o el insólito «memorial a los caídos», exaltación del maridaje Iglesia-Estado franquista, eliminado en 2015, del que se salvó la escultura para ser conservada en el MNAC (Museu Nacional d’Art de Catalunya). Sin embargo, poco tiempo después del acontecimiento se derribó el impresionante altar con antena de radio, diseñado por Soteras, Vilaseca y Riudor, símbolo del congreso, que había sido instalado en la Diagonal y hubiera merecido otra supervivencia en ese o en otro lugar de la Ciudad Condal.

    Para la selección de los beneficiarios de esas viviendas del nuevo barrio del Congreso primaron los criterios de catolicidad; el objetivo era implantar un modelo de urbanismo católico, bajo la transición de las grandes manzanas cerradas a las edificaciones abiertas, aireadas y soleadas, con jardines «para los juegos infantiles, el reposo y todas aquellas atenciones que requiere la vida colectiva»1. Buena parte de las casas estaban concebidas para acoger familias numerosas. El plan se extendió más allá del Congreso Eucarístico a lo largo de la década, para concluir en 1959 debido a sus problemas de financiación y el desarrollo de los programas de vivienda por parte del Estado.

    El congreso sirvió al Régimen de tarjeta de presentación en multitud de países, gracias a la utilización de la Iglesia y las comunidades de creyentes como agentes activos a favor de la denominada «verdad de España». El franquismo utilizó dos cartas de la baraja en su política de ruptura del aislamiento internacional: por una parte, el discurso anticomunista, de gran resonancia en Estados Unidos tras la guerra de Corea, y por el otro, el católico, con el empleo de eventos masivos como el Congreso Eucarístico Internacional como un arma de primer nivel para vencer reticencias externas ante la falta de democracia del sistema. Se podría decir, incluso, que ambos elementos aceleraron los contactos con Estados Unidos tras la llegada de Eisenhower a la Casa Blanca para suscribir los decisivos pactos de 1953, el mismo año en el que se firmaba el Concordato con la Santa Sede, que nacía anticuado de principio pero que contribuía a vincular formalmente al Vaticano con el Régimen.

    En estos tiempos, la presencia pública de la Iglesia se acentuó en la vida española, no solo desde sus «espacios privilegiados» de influencia, sino con una omnipresente actividad en otros muchos estados y situaciones, con un gran eco desde los medios de comunicación, especialmente la radio y el cine. Fue el efecto de un marcado cambio por parte de la Iglesia de Pío XII desde el final de la II Guerra Mundial. En la etapa anterior se habían repetido las diatribas de prelados y sacerdotes contra esos medios a los que se atribuían intenciones malsanas de corrupción moral y ataque a la familia tradicional, en la misma línea en que en los Estados Unidos, al final de la década de los años 20 y los primeros 30, entidades católicas clamaron contra Hollywood y el «poder destructivo del cine». Incluso en España, en la primera posguerra, hubo mensajes y exhortaciones de sacerdotes deseosos de «que los cines se incendiaran» para evitar que fueran «templos del mal».

    Podemos comentar esta anécdota sobre la reticencia ante los medios y las cámaras: en 1943 el director Juan de Orduña preparaba el rodaje para la marca Cifesa de la comedia Deliciosamente tontos, en cuya trama un hombre y una mujer se casan por poderes en un templo muy representativo de Barcelona; la pareja estaba formada por Amparo Rivelles y Alfredo Mayo, dos de los actores más representativos de la época de posguerra. Cuando la productora quiso obtener el permiso para rodar una escena en Santa María del Mar, el párroco se opuso radicalmente, lanzando una contundente perorata sobre los «males del cine» y negando la autorización. Finalmente, fue necesario recurrir a un trucaje con mobiliario religioso y crear una transparencia de una fotografía al fondo para componer un plano visualmente atractivo pero irreal. Una década más tarde parecía extraño que el permiso para rodar en un templo hubiera sido denegado, cuando eran numerosas las películas españolas sobre sacerdotes y religiosos, y la mayoría habían adquirido un tono casi catequístico.

    El cambio fue espectacular a partir de 1945, el Vaticano y todas las Iglesias nacionales dieron paso a una fase radicalmente distinta, con la creación de medios católicos no solo en la prensa y en la radio, sino especialmente en el cine. Ese periodo corresponde en España a los años 50, cuando se puede decir que la cuarta parte del sector de la exhibición cinematográfica aparecía de alguna manera vinculado a la Iglesia católica o a sus entidades y empresas, en las que participaba o influía; a la vez, en paralelo, el Opus Dei desarrollaba una intensiva labor de penetración en este espacio, donde, a través de sus miembros logró el control de varias de las distribuidoras de cine más importantes de la época, como Dipenfa y Filmayer. De la misma manera que en esta década y en los primeros 60 haría otro tanto en el sector de la producción, con, entre otras, la firma Procusa bajo su radio de acción.

    En contra de lo que pueda pensarse, Procusa, que se consideró cercana al Opus Dei o que al menos tenía a personas de la institución religiosa en puestos de influencia, no impulsó el denominado «cine de estampita» ni la hagiografía del cine de la catolicidad de los 50, sino que produjo títulos de género que aspiraban a tener una buena presencia en el mercado, incluso de nuevos realizadores con inquietudes como Jorge/Jordi Grau (Noche de verano, 1962), Eugenio Martín (Hipnosis, 1962) o Antonio Mercero (Se necesita chico, 1963), y coproducciones como Los cien caballeros (1964, Vittorio Cotafavi) o La ley del forastero (1964, Roy Rowland). Todo ello dentro de la política que el Opus perseguía a finales de los años 50 y los primeros 60 de estar presente en los espacios de comunicación y de la cultura de masas a través de productos de una cierta modernidad conceptual y de proyección comercial, sin parentesco con los viejos contenidos «de parroquia».

    No se puede decir que fueran empresas «de la Iglesia» o «del Opus Dei», sino que miembros pertenecientes a la organización tuvieron un gran peso en sus órganos de gestión, en sus materiales y contenidos, que sin necesidad de atender a un planteamiento confesional respondían a un ideario respecto a sus valores y su identidad. Sin olvidar un aspecto paralelo tan relevante como fue la búsqueda de la rentabilidad y las perspectivas de comercialización. Entre los grandes éxitos de esas distribuidoras durante los años 50 estuvo la trilogía de Sissi.

    La acentuación por el Régimen de su imagen de catolicidad creció desde la segunda mitad de los años 40 y especialmente en los 50 como réplica a los boicots internacionales, cuyo principal exponente fue, en 1946, la retirada de embajadores por la ONU. En plena guerra de Corea una identidad apoyada en la catolicidad y el anticomunismo tenía mucho valor. Con Alberto Martín Artajo (1905-1979) en el Ministerio de Asuntos Exteriores se trataba de ofrecer una «faz católica». Colaborador de Ángel Herrera Oria y vinculado a los Propagandistas Católicos, cuando en 1945 Franco le ofreció convertirse en ministro de Asuntos Exteriores, en una astuta jugada por mostrar otras imágenes frente a los aliados, era presidente de Acción Católica. Martín Artajo acudió al Cardenal Pla y Deniel para preguntar si debía aceptar ese cargo. Tras la favorable opinión de la jerarquía asumió la cartera, suscribiendo durante su etapa de gobierno la firma de los acuerdos con Estados Unidos de 1953.

    En paralelo, a partir de 1951, con Joaquín Ruiz-Giménez (1913-2009), de la misma «familia», se garantizaba el peso de la Iglesia en un área tan importante como la educación. Ruiz-Giménez fue un personaje abierto y con muchas inquietudes, con curiosidad hacia lo que en ese momento en Europa se entendía como democracia cristiana, aunque el contexto fuera muy distinto. En la Italia de la posguerra la Iglesia había aceptado el parlamentarismo y el liberalismo político, mientras en España esos sistemas eran denostados tanto por el franquismo como por la jerarquía. Ruiz-Giménez, despectivamente llamado por Nicolás Franco, hermano del Caudillo, Sor Intrépida —el título de una película de Rafael Gil, de 1952, en torno a una monja con mucha decisión lanzada hacia la labor misionera—, iniciaba primero de manera muy tímida, y tras su salida del ministerio en 1956 de modo más decidido, un camino que le llevaría a la plena aceptación y a la defensa de un sistema democrático, asumiendo sin reticencias las posiciones progresistas del catolicismo posconciliar.

    A lo largo de su historia, el franquismo se había presentado a sí mismo como el «sistema católico» por excelencia. En una carta de Franco fechada el 2 de abril de 1946 al arzobispo de Zaragoza, Rigoberto Domenech (1870-1955) —antiguo obispo de Mallorca (1916-1924) y luego de Zaragoza (1924-1955), que habría de convocar en la capital del Ebro en 1954 el Congreso Nacional Mariano, en réplica al Eucarístico del 52, al que también asistió el Caudillo— expresa que «el español es el único Estado verdaderamente católico que hoy existe» y por eso «le acechan la masonería y el comunismo, por su condición de católico y anticomunista».

    Cuando tras la retirada de los embajadores se inicia una intensa labor de lobby en Estados Unidos, considerada la clave de la política mundial, dejando en segundo plano al Reino Unido o a Francia, uno de los centros de atención será —como se ha expresado ya— el de los influyentes grupos católicos, especialmente la minoría irlandesa en las cámaras, y la Iglesia católica norteamericana, con la figura de Spellman como base de actuación. Pese a ese apoyo indiscutible del catolicismo norteamericano, las quejas para el desenvolvimiento de otras confesiones en España y la falta de libertad religiosa están presentes, incluso públicamente, en las opiniones de altos representantes de ese país, empezando por el presidente Truman, como hemos tenido ocasión de comentar.

    Los grupos, especialmente protestantes y judíos, transmitieron las dificultades para llevar a cabo su actividad en la España de la época. Una orden del Ministerio de la Gobernación de 23 de febrero de 1948 «condenaba» a la clandestinidad al ejercicio religioso no católico, pese a que el Fuero de los Españoles admitiera tibiamente la práctica de otras confesiones:

    No cabe la práctica de cualquier clase de proselitismo o propaganda de las religiones no católicas, sea cual fuera el procedimiento utilizado, como por ejemplo, la fundación de colegios para la enseñanza, donativos con apariencia benéfica, centros de recreo, etc., ya que ello implicaría, forzosamente, una manifestación externa no permitida.

    Es decir, la práctica religiosa no católica quedaba restringida al culto privado, imposibilitándose cualquier actuación pública. Ello implicó que durante estos años los grupos más notorios, especialmente protestantes, se vieran obligados a celebrar sus actos religiosos en locales sin identificación exterior, como garajes, salones o viviendas particulares, carentes de cualquier posibilidad de comunicación normalizada, casi como sectas en una zona social de sombra. Este asunto, que incluso parecía que había sido superado en los dos mandatos de Eisenhower, cuando predominó una retórica de aparentes «buenas relaciones», emergió, como veremos con detalle, en su fugaz visita a Madrid del 21 de diciembre de 1959, cuando el general-presidente republicano transmitió a Franco:

    Como usted sabe Estados Unidos es un país donde conviven muchas religiones y prácticas religiosas, y varias de ellas me han transmitido quejas por las dificultades para desarrollar su actividad con normalidad.

    En la época preconciliar todavía una parte muy importante de la Iglesia, y de la jerarquía española, rechazaba el principio de libertad religiosa que finalmente el Concilio iba a aprobar.

    El enfado de los «obispos díscolos»

    El maridaje entre la Iglesia y el Estado sería muy estrecho, y de ello es demostración que el primado de España fuera uno de los tres miembros del Consejo de Estado. La relación funcionó casi sin fisuras hasta el Vaticano II. Pese a esa estrechísima relación, en los años 50 se habían producido algunos roces, especialmente en el ámbito de la pastoral y del asociacionismo católico; por ejemplo, en la HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica), con fricciones ocasionales con la estructura institucional y los grupos vinculados al Movimiento. Todo ello a pesar de las prebendas de que gozaba la Iglesia en todos y cada uno de los ámbitos de la vida social y cultural. Se puede poner el ejemplo de Ecclesia, el órgano oficial de la institución, que llegó a ser la única publicación que no estaba sometida a la censura. En esta época, finales de los 40 y primeros años 50, los apuntes de conflicto tuvieron mucho que ver con choques de estilo personales y discrepancias con algunas de las personalidades más «intrépidas» o «agrestes» de la Iglesia. Singularmente hubo dos prelados que generaron tensión con El Pardo: el cardenal Segura y monseñor Pildain, obispo de Canarias.

    En sus anotaciones el primo hermano del dictador, Francisco Franco Salgado-Araujo, escribe un comentario del Caudillo en el que este llega a preguntarse si el cardenal Segura está bien de la cabeza. Pone en boca de Franco el 4 de noviembre de 1954: «Lo había aguantado como una cruz que Dios me mandaba y la llevaba con la máxima paciencia»2. Además, consideraba Franco:

    Yo no he pedido la destitución del cardenal, pese a su actitud violenta contra mí sin motivo alguno para ello, antes al contrario, pues siempre le traté con toda consideración (…). Lo que sucedió es que a Roma han llegado informes sobre la violencia del cardenal contra todo el mundo; el abuso de las excomuniones; el no querer tomar parte en actos a los que asistan las más elevadas autoridades del Estado y de la Iglesia (…). En una palabra, el cardenal Segura, por motivos de perturbación mental u otros que se desconocen, actuaba en plan de tal violencia, con manías persecutorias que no conducían a nada bueno, y por ello, la Iglesia cortó por lo sano destituyéndolo3.

    El estrambótico caso de este «príncipe de la Iglesia» viene a ser un exponente no solo del oscurantismo en esa época dentro de la institución, sino de las complejas relaciones de convivencia entre la Iglesia y el Estado franquista. Pedro Segura y Sáenz (1880-1957) había nacido en un pueblo de Burgos, en el seno de una familia de maestros rurales, lo que en aquella época era una modesta condición social. En 1906 se ordenó sacerdote, al igual que iban a hacer otros hermanos. Profesor del seminario de Burgos y canónigo en la catedral de Valladolid en 1916, Pedro Segura fue elevado ese mismo año a obispo auxiliar de la capital del Pisuerga, y en 1920 de la diócesis de Coria. Personaje de una energía autoritaria, de carácter intransigente y duro, su vida cambió tras acompañar a Alfonso XIII en su viaje a Las Hurdes. El rey quedó muy impresionado con su personalidad, tanto que supuestamente instó al Vaticano a una promoción en su carrera eclesiástica. Tras ser designado arzobispo de Burgos por Pío XI, en 1926 es nombrado cardenal, alcanzando un año más tarde el puesto de primado en la sede de Toledo.

    De una falta de tacto notoria, sin poseer la menor habilidad diplomática, monárquico a ultranza dentro de un sistema integrista y antiliberal, identificado con el carlismo más reaccionario, no espera más de quince días tras proclamarse la II República para lanzar una diatriba contra el nuevo sistema político parlamentario, a través de una dura pastoral. En esa época Segura es amigo de Sanjurjo y de Manuel Val, y no se recata en proclamar que «la causa del carlismo es la de Dios». Tan incómoda se vuelve su presencia que el Gobierno de la República ha de hacer gestiones diplomáticas en la Santa Sede para que, finalmente, Segura sea «reclamado desde Roma», donde va a permanecer hasta 1937. Ese año se hace cargo de la archidiócesis de Sevilla, la ciudad más importante de la llamada «zona nacional». Desde el primer momento proclama su intransigencia sobre temas de moralidad pública, dentro de una obligación que representa una añoranza del Antiguo Régimen y del mundo medieval, con la autoridad religiosa imponiéndose sobre la civil.

    Sus años al frente de la diócesis de Sevilla van a ser notorios por dos constantes: su obsesión fanática por el control de la moral y el desdén con el que trata a Franco y a la Falange. Tanto que en 1940 el gobierno civil transmite a El Pardo el texto de diversos sermones en los que Segura critica que se coloquen los nombres de «caídos por Dios y por España» en fachadas, muros y exteriores de centros religiosos, como impone el Nuevo Régimen, e incluso llega a despreciar el término «caudillo», citando a san Ignacio de Loyola, que lo asimilaba al de «diablo», y comentando que tal denominación se aplicaba al «jefe de una banda de forajidos». Tampoco quiere que el yugo y las flechas, símbolos falangistas, aparezcan adheridos en el exterior de los templos, lo que motiva fuertes críticas desde la Falange, con pintadas de ese icono a cargo de militantes del partido único. Segura, además, ha pedido a Franco clemencia para que no se cumpla la pena de muerte impuesta al general republicano Escobar, un católico que jamás ocultó su condición ni su práctica religiosa pese a servir a la legalidad republicana; pero la sentencia se ejecuta y Escobar muere.

    Los desplantes son permanentes. En 1948, Franco, en el transcurso de un viaje por Andalucía, tiene previsto inaugurar el espectacular monumento al Sagrado Corazón en San Juan de Aznalfarache, y el prelado se opone radicalmente al protocolo que sitúa en lugar destacado a la señora Carmen Polo, mujer de Franco, afirmando que solo «puede ceder la presidencia al rey, la reina o al príncipe heredero», pero no a la esposa del Caudillo. En 1953, cuando este hace una nueva visita a Sevilla donde también acudirá a la feria, Segura se marcha a realizar ejercicios espirituales porque tampoco quiere que entre bajo palio a la catedral. Destituirá a su vicario cuando este permita que sea recibido de esa manera.

    Ramón Serrano Suñer, hombre fuerte de Falange y ministro de Exteriores en el momento de máximo alineamiento con las potencias del Eje, calificaba años después a Segura en estos términos:

    Fanático, de cabeza dura, aunque también de una digna consecuencia con sus prejuicios que ya habían causado quebraderos de cabeza a la República —y a Roma— y no tardaron mucho en dárselos también a Franco; mientras mantenía a su diócesis con la férrea intolerancia de un obispo medieval, prohibiendo regocijos, prohibiendo el culto en los pueblos donde se bailara agarrado, imponiendo un ascetismo casi lúgubre (…)4.

    Las obsesiones en materia de moral pública le habían llevado a múltiples prohibiciones —instando a las autoridades a actuaciones represivas contra fiestas, verbenas, espectáculos, bailes, teatros…—, muchas de ellas acompañadas de sermones o textos eclesiales de condena; amenazaba con la excomunión a quienes bailaran agarrados y prohibía que los sacerdotes celebraran misa en los pueblos o barrios donde hubiera bailes. De la misma manera amenazó con la excomunión a quienes acudieran a ciertos espectáculos teatrales, como fue el caso de la revista La blanca doble, una obra que hoy puede parecernos absolutamente inocente, o a ver películas como La fe (1946), dirigida por Rafael Gil, un «realizador del Régimen», en el mejor momento de su carrera. Finalmente, en el excelente clima con el Vaticano corroborado por el Concordato de 1953, El Pardo va a lograr de la Santa Sede que, en 1954, cuando Segura está de visita en Roma, se nombre a Bueno Monreal arzobispo adjunto de Sevilla, quitándole a aquel competencias, lo que genera una situación insólita: una sede con dos responsables.

    La coda de esta historia aparece muchos años después y llega envuelta en un halo de sorpresa, ante lo que supuestamente podría ser un caso de fariseísmo. En 2016 el sacerdote y escritor Carlos Ros publica el libro Pedro Segura y Sáenz. Semblanza de un cardenal selvático5, en el que revela un trasfondo sorprendente sobre el prelado, con rumores que se venían acumulando desde tiempo atrás6. En un reportaje firmado por Aurora Flórez7, Ros revela una supuesta paternidad de Segura.

    Entre 1916 y 1920, Segura fue obispo auxiliar de Valladolid. Allí residía Pepita, sevillana, a la que se casó con su único hermano laico, Vidal, dieciséis años mayor que ella. En 1918 nace un hijo, que en los 80 fue abogado de Milans del Bosch.

    Según el reportaje, no queda constancia de este casamiento en la partida de bautismo. Años después, se empiezan a airear —hipotéticas— relaciones entre obispo y cuñada. En 1929, Tedeschini, nuncio apostólico en España, sufre un atentado mientras pasea «leyendo el breviario» por la Casa de Campo de Madrid, donde su escolta resulta herido, atribuyéndose el misterioso ataque al «despecho de un marido airado». Presuntamente, Tedeschini habría abierto un proceso canónico por aquella relación de Segura que pudo transmitir a la Santa Sede. Pepita murió a los treinta y siete años al dar a luz a su séptimo hijo. Según Ros, Segura logró una rápida y fulgurante carrera con el apoyo de Alfonso XIII y «se le subió el cardenalato a la cabeza».

    Por su parte, Antonio Pildain y Zapiain (1890-1973) también compaginó una fuerte personalidad con un extremo rigor moral. Nacido en Guipúzcoa —su padre había sido marino mercante y práctico del puerto de Pasajes, y su madre maestra infantil—, fue becado en el Colegio Español de Roma en 1907, se doctoró en Teología en la Universidad Pontificia Gregoriana de la capital del Tíber, ordenándose sacerdote en 1913. En 1931 Pildain se presenta a las elecciones convocadas por la II República formando parte de la agrupación católica-fuerista, en la que participan desde distintas ramas tradicionalistas a sectores monárquicos alfonsinos, representantes católicos y el PNV, bajo la cobertura de la reivindicación del estatuto vasco. El sacerdote sale elegido y destacará en las Cortes de la República por sus discursos contra la libertad de cultos y la exclusión de la enseñanza religiosa del sistema educativo público, y a favor de los estatutos vasco-navarros eliminados en 1839. De la coalición acaba por distanciarse el PNV que representa al nacionalismo de raíz católica.

    Cuando acaba su ciclo en el parlamento, Pildain ejerce el apostolado obrero en Vitoria, y al estallar la Guerra Civil está en Roma, donde será nombrado obispo en noviembre del 36. Asignado unos meses después a la diócesis de Canarias, archipiélago rápidamente conquistado por los sublevados, donde se impone una fuerte represión, Pildain despierta inicialmente alguna reticencia por sus antiguos vínculos con el PNV. En su amplio trabajo biográfico Pildain. Un obispo para una época8, el también sacerdote Agustín Chil Estévez —que fue ordenado por el propio prelado en 1950— compone una obra exhaustivamente documentada en la que, sin acentuar la crítica contra el personaje que se mantuvo casi tres décadas al frente de la diócesis canaria, reconoce su «compromiso con los pobres y las clases trabajadoras», sin obviar su intransigencia en clave de moral, muy en sintonía con el discurso de la jerarquía de ese tiempo. Según su relato, el prelado se plantó ante el camión que, amparándose en la oscuridad, conducía a

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1