El “Desastre”, con mayúsculas, es una expresión asentada en el imaginario español para referirse a la pérdida en 1898 de las últimas colonias ultramarinas –encabezadas por Cuba, Puerto Rico y Filipinas– y sus consecuencias. El calificativo podría resultar admisible para la derrota militar por el coste en vidas, pero ¿fueron tan calamitosos sus efectos en otros ámbitos? La historiografía de los últimos años tiende a reconocer que se habían sobredimensionado.
El Desastre no deja de ser un concepto difundido por ciertos sectores intelectuales y políticos, que, en unas circunstancias determinadas, presentaron los hechos como una tragedia que inauguraba la postración más absoluta. Sin embargo, fuera de las élites y de amplios porcentajes de las capas medias de la sociedad, la impresión dominante parece otra. En el orden económico y en el político hubo, desde luego, consecuencias, pero nada que justifique el catastrofismo.
¿Una pesadumbre colectiva?
Si se piensa en las clases populares y en sus intereses, debió de suponer un formidable alivio el final de una guerra para la que sus hijos se resistían a ser movilizados. Carlos Gil ha escrito un original libro de microhistoria, , sobre un campesino que desertó en 1895 para no ir a luchar a Cuba. Sus motivaciones eran parecidas a las de miles de españoles humildes que rechazaban el servicio militar, y esa aversión se tradujo en un elevadísimo número de prófugos: mozos que, a pesar de las duras penas que imponía la ley, huían antes incluso de ser declarados soldados. La incidencia de este fenómeno fue especialmente alta en lugares que facilitaban la fuga, sobre todo costeros o fronterizos (así en las provincias gallegas –hasta el 45% de los alistados en 1896– y