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Tres Días: La Búsqueda Del Niño Mesías
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Tres Días: La Búsqueda Del Niño Mesías
Libro electrónico343 páginas4 horas

Tres Días: La Búsqueda Del Niño Mesías

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En la Biblia se nos dice que Jesús se perdió en el Templo durante tres días cuando viajó con María y José a Jerusalén para la Pascua.

¿Por qué se quedó atrás? ¿Qué es lo que hizo? ¿Con quién se encontró? ¿Dónde durmió? ¿Alguna vez estuvo en peligro?

Esta novela bíblica es un cuento convincente sobre Jesús, a sus doce años, basado en el segundo capítulo del Evangelio de Lucas. Este libro cautivará tu imaginación, mientras exploras el Templo y experimentas el drama de las antiguas tradiciones hebreas con el niño Mesías.

Es una historia para el niño que hay en todos nosotros.
IdiomaEspañol
EditorialBookBaby
Fecha de lanzamiento1 may 2020
ISBN9781635821536
Tres Días: La Búsqueda Del Niño Mesías

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    Tres Días - Chris Stepien

    2:41-52).

    capítulo

    UNO

    Yeshua sonriÓ.

    Le encantaba sentarse en el techo de su casa de ladrillos después de la cena. Esculpía pequeñas formas de madera y juguetes con su cuchillo siempre que tenía tiempo. Su padre lo dejaba estar en el tejado plano desde que Yeshua había ayudado a repararlo el año anterior. Usaron ramas de sicómoro y las cubrieron con yeso y arcilla. La reparación había resistido hasta ahora.

    Casi cada vez que subía la escalera, Yeshua tenía que prometerle a su madre que no se sentaría en la cornisa del techo. Por motivos de seguridad, esta tenía dieciocho pulgadas de alto y se extendía por todo el perímetro de la casa. De pie en su percha favorita, Yeshua tenía una vista panorámica de las laderas circundantes. El punto más alto de Nazaret, su ciudad natal, estaba a mil trescientos pies sobre el nivel del mar.

    Había una brisa agradable que circulaba por los tejados. El sol caliente se ocultaría en una hora aproximadamente. Yeshua recibió con agrado el alivio que esto suponía. Su piel era de un profundo color marrón oscuro, incluso debajo de su camisa, la cual se quitó con cuidado, enrollándola y colocándola en la cornisa del techo. Se echó atrás su cabello oscuro y rizado, y se ajustó la túnica alrededor de las caderas para refrescarse. Su bronceado profundo lo hacía parecer aún más musculoso. Mientras más trabajaba con la madera y la piedra en compañía de su padre, más se parecía a él, todo un carpintero y albañil experimentado. Pero su rostro se parecía claramente al de su madre.

    Mirando hacia el norte, Yeshua se sentó y se recostó contra la cornisa. Podía ver la nieve del monte Hermón en el horizonte. El mar de Galilea estaba a unas quince millas al este. El monte Carmelo se encontraba al oeste y se extendía hasta el mar Mediterráneo. Cuando miraba hacia el este, veía el monte Tabor a su derecha. Y mientras Yeshua miraba por encima de su hombro hacia el sur, imaginó a la poderosa Yerushlem. Estaba a unos cinco días a pie, a través de una extensa llanura.

    A menudo saludaba a los viajeros en la distancia, mientras caminaban por la ruta de las caravanas que iban y venían de Egipto. Ocasionalmente, alguien lo veía en el techo y lo saludaba. El camino serpenteaba a través de las laderas de Nazaret. Yeshua podía arrojar una piedra con su honda y casi golpear el sendero desde su techo. Fue allí donde vio caballos por primera vez. Unos soldados romanos cabalgaban en ellos. Eran fuertes y musculosos. Sin embargo, también eran animales mansos y hermosos. Los caballos eran sus juguetes favoritos para tallar.

    Yeshua masticó un hueso de aceituna mientras tallaba y pulía un pedazo de madera de sicómoro con su nueva cuchilla. La había rescatado de la chatarra que había en el taller de su padre. Se estaba volviendo muy diestro para hacer juguetes. Su padre Yosef había vendido un par recientemente. Pero este era especial. Era un regalo para su amigo Esdras. Irían juntos a Yerushlem para la Pascua. Qué increíble sería visitar el templo por primera vez. El simple hecho de pensar en esto lo hizo reír y gritar de alegría en la azotea: «¡Ye-ru-shlem!».

    Miles y miles de personas viajarían para celebrar el festival en la Ciudad Santa. Tanto él como Esdras cumplirían trece años este mismo año. Cada uno haría su dedicación formal al judaísmo frente a toda la comunidad de la sinagoga de Nazaret. Pero el rabino había dicho que su primer viaje a Yerushlem sería incomparable. Se unirían a los peregrinos hebreos de todo el mundo, verían el templo del sumo sacerdote, y tal vez conocerían a algunos de los más grandes pensadores del mundo; hombres judíos con mentes brillantes. Esto era impresionante.

    La madre y el padre de Yeshua hacían el peregrinaje de Pascua cada año, pero él estaba muy pequeño para ir. Todo era un poco aterrador e intenso en la época del festival. Por cada visitante, había un bandolero, un carterista, un mendigo profesional o un vendedor ambulante. Los niños más pequeños eran vulnerables en las grandes ciudades. Así que, cada año, Yeshua se había quedado con su abuela o con una de sus tías abuelas. Celebraban la cena del Séder, comían cordero con los vecinos y oraban por el regreso seguro de sus padres y de todos los habitantes del pueblo que hacían la peregrinación.

    Pero este año sería radicalmente diferente. Yeshua viajaría a Yerushlem al lado de su amigo. La ciudad rebosaría de peregrinos provenientes de lugares como Egipto, África, Persia y Grecia. Todos los judíos soñaban con observar la Pascua en Yerushlem y deleitarse con el festival. Había más de un millón de creyentes hebreos repartidos por todo el mundo romano, y cientos de caravanas seguirían los cuatro caminos que llevaban a Yerushlem. Y, por supuesto, los ejércitos de centinelas romanos estarían de guardia. Algunos soldados montarían corceles probados en batallas para controlar las enormes multitudes con mayor eficacia.

    Yeshua esculpió el caballo de Esdras con orificios nasales como el del libro de Job. Se sabía de memoria el pasaje de las Escrituras y lo recitaba mientras raspaba la madera con su cuchillo.

    «¿Acaso fuiste tú quien dio fuerza al caballo,

    quien adornó su cuello con la crin?

    ¿Acaso tú lo haces saltar como langosta,

    con ese soberbio resoplido que impone terror?

    Escarba arrogante en la llanura,

    y sin temor se lanza a la batalla.

    Se ríe del terror y no se asusta,

    ni se acobarda ante la espada,

    por más que resuene la aljaba del jinete

    y lancen chispas las lanzas y las jabalinas.

    Con ímpetu incontenible devora las distancias;

    suena la trompeta y ya no puede estarse quieto.

    Contesta con relinchos al toque de trompeta;

    desde lejos siente el olor de la batalla

    y oye las voces de mando y el griterío». (Job 39:19-25)

    Esculpió el corcel con sus manos mientras decía estas palabras. Podía imaginar fácilmente al animal majestuoso en la vida real, casi bailando de emoción. Una vez había visto a un caballo bailar. Al escuchar la música durante la celebración de una boda, el semental brincó al ritmo de la música. El pensamiento hizo que el corazón de Yeshua palpitara de emoción. Cuando cerró los ojos para imaginar la escena de nuevo, vio a varios caballos junto a una gran multitud. Había un hombre montado en un burro, y la gente agitaba ramas de palma y lo aclamaba.

    «¡Yeshua!».

    Abrió los ojos, como si lo hubieran despertado luego de una siesta. Era Miriam, su madre, llamándolo para que bajara del tejado antes de que oscureciera demasiado. El sol se ocultaba ahora mientras él se ponía la camisa y guardaba el cuchillo y la talla en el cinturón antes de bajar la escalera. Aún estaba muy pequeño para dormir solo en el tejado. En los abrasadores meses de verano, seguía a su padre por la escalera y pasaba la noche bajo el cielo estrellado. Una vez, a Esdras le permitieron pasar la noche con ellos. Sin embargo, no hacía tanto calor como para convencer a sus padres de que lo dejaran dormir en el tejado esta noche.

    Además, tal vez podría tallar un poco más antes de acostarse. Tenía que terminar el caballo pronto si quería dárselo a Esdras para su viaje a Yerushlem. Ponerle ruedas al caballo de juguete sería la parte difícil. Pero tenía una idea de cómo hacerlas. Muchas veces había visto a su padre hacer ruedas de carretas. Yeshua haría el caballo como si estuviera parado sobre sus patas traseras. Uniría los cascos a una plataforma de madera con ruedas que podía halarse con una cuerda o empujar con la mano. Esdras y Yeshua eran muy competitivos en los juegos de mesa y en los boliches. Ambos jugaban para ganar. El caballo les daría la oportunidad de disfrutar juntos y de divertirse simplemente, sin ganadores ni perdedores.

    Yeshua bajó la escalera y guardó el caballo en el taller de su padre. Yosef estaba a punto de cerrar la puerta. Sus herramientas eran valiosas. Tenía hachas y hachuelas, una azuela para desbastar la madera; un punzón y un taladro para hacer agujeros; clavos, martillos para piedra y madera; cuchillos, cinceles, cuñas, sierras, cepillos, un raspador, una regla, una plomada y un compás. Cada una de estas herramientas tomaba horas, e incluso días para hacerla a mano. Yosef había encargado algunos de sus componentes de metal a un herrero de Ptolemaida en la costa. Era mejor asegurar las herramientas con cuidado. La ruidosa campana de la puerta de madera sonó al cerrarla. Yeshua había ayudado a su padre a arreglar las bisagras con correas de cuero. La puerta colgaba mejor ahora y disuadiría a los merodeadores. Yosef no podía permitirse cerraduras para el taller, pero ató y anudó una correa alrededor del pestillo. Nazaret era básicamente un pueblo pequeño y seguro.

    Los burros, ovejas y cabras de la familia descansaban ahora en la estancia exterior de la casa, mientras Yeshua y Yosef agachaban la cabeza para cruzar la puerta estrecha. Yosef la cerró con llave. Se apresuraron al interior y dejaron sus sandalias en el umbral. Yosef introdujo su taza en el balde con agua y tomó un trago largo y lento. Se sentó lejos del fuego, cerca de su esposa, para verla trabajar. Miriam estaba en el rincón junto a la ventana, cantando en silencio mientras enrollaba lino en un carrete. Cuando la brisa refrescante sopló a través de su pelo largo y negro, ella se inclinó hacia atrás y cerró los ojos para disfrutar el alivio que esto suponía. Su lámpara de aceite parpadeó en el viento. Ella dejó de trabajar para cepillarse el pelo. Miriam había traído el cepillo de Egipto hacía varios años. El mango de madera, anteriormente decorado con conchas, ya estaba desgastado, pero las cerdas de sílex todavía hacían su trabajo. Yosef puso su mano en el hombro de su esposa y le ofreció un poco de agua.

    Yeshua estaba en la cocina, cerca del resplandor tenue de otra lámpara de aceite. Trabajó un poco más en el caballo de madera, y su cuchillo reflejó la luz.

    Cuando Yosef terminó el agua, se dirigió hacia Yeshua, se inclinó y tomó la talla de sus manos. Sujetó la lámpara y luego volteó cuidadosamente el juguete bajo la luz parpadeante, inspeccionando la artesanía, sonriendo y asintiendo con aprobación. «De tal palo tal astilla», dijo Yosef. Sonrió mientras le devolvía el juguete. Yeshua se sonrojó por el cumplido y sonrió. Yosef no perdió tiempo en ir a su cama iluminándose con la lámpara y se quitó la túnica. Su cuerpo era muy musculoso, y su pelo largo y entrecano. Se arrodilló en su estera para rezar su oración antes de dormir. Yeshua cerró la puerta que daba a la estancia exterior, y Miriam y él se unieron a Yosef.

    «Alabado seas tú,

    Adonai, nuestro Dios,

    rey del universo,

    que haces caer el peso del sueño,

    sobre mis ojos

    y la somnolencia

    sobre mis párpados.

    Que sea Tu voluntad,

    Adonai,

    mi Dios y Dios de mis antepasados,

    que me acueste en paz

    y que me levante en paz.

    Que ningún pensamiento perturbador me trastorne,

    que no tenga sueños negativos ni fantasías inquietantes

    que mi cama esté completa y entera

    a Tu vista.

    Concédeme la luz

    para que no duerma el sueño de la muerte,

    pues eres Tú quien alumbra e ilumina.

    Alabado seas Tú,

    Adonai,

    que ilumina al mundo entero con su gloria».¹

    Cuando Miriam apagó la lámpara, Yeshua dijo: «Amén». La habitación estaba ahora totalmente oscura, salvo por el tenue brillo anaranjado de las brasas en la cocina. Yeshua podía sentir la luz y el calor de su Padre celestial. Estaba presente en la brisa que entraba por la ventana, acariciando el rostro de Yeshua mientras se dormía.

    capítulo

    DOS

    El aroma del pan fresco cocinándose en el horno al aire libre despertó a Yeshua. Su madre era una buena cocinera. Le encantaba remojar el pan caliente y suave de Miriam en el aceite de oliva prensado por ella. Hacía panes de cebada y ocasionalmente de trigo, cuando podían permitírselo. Miriam mezclaba la harina de granos gruesos con agua y sal, añadiendo solo un poco de masa ácida de la levadura del día anterior. Eso haría que el pan se esponjara.

    «¡Mmmm!», decía Yeshua tras darle el primer mordisco a un pan redondo, caliente y esponjoso. Pero sus favoritos eran los pasteles de miel fritos. Su abuela le había enseñado a Miriam cómo hacerlos. De vez en cuando, ella preparaba los pastelillos dulces y pegajosos. Chisporroteaban en el aceite caliente de la sartén. Pero la miel era cara, así que no la consumían a menudo. La abuela de Yeshua siempre hacía pasteles cuando él la visitaba.

    Yeshua podía oír a Miriam moler granos para hacer más harina con la piedra del molino del patio. El sol apenas salía, pero Miriam siempre se levantaba con el gallo. Ya había ido al pozo, alimentado a las gallinas, recogido huevos y ordeñado las cabras. Más tarde hacía cuajada de queso, cuidaba el jardín y luego lavaba la ropa en la tina de piedra que le había hecho Yosef.

    Antes de abrir los ojos, Yeshua rezó en silencio:

    «Te doy gracias, rey vivo y eterno.

    Por devolver mi alma a mi interior, con compasión.

    Grande es tu fidelidad».²

    Lo primero que vio esa mañana fue su cuchillo y el caballo de madera que había estado haciendo. Se veía extraordinario bajo la luz matinal. Nada le hubiera gustado más que subir de nuevo al tejado y terminar su obra maestra. Sin embargo, ya era hora de prepararse para la escuela.

    Como la mayoría de los niños de Nazaret, Yeshua comenzó a asistir a clases cuando tenía cinco años. Pero Yosef y Miriam le habían enseñado las oraciones y las historias de la Torá desde el momento en que aprendió a hablar. Cuando tenía cinco años, lo habían acompañado a la sinagoga para las clases que comenzaban al amanecer, seis días a la semana. Al mediodía, y diariamente, Yeshua se encontraba con Miriam o Yosef en la puerta para regresar a casa.

    Cuando creció un poco más, empezó a quedarse en la escuela después de clases. Yeshua solía ayudar a sus compañeros de clase con sus tareas. No era raro que permaneciera en la sinagoga para darle clases a Esdras o a otro, o que fuera caminando a casa con un amigo para explicarle la lección del día.

    «Yeshua, te han engordado con la Torá», le decía su maestro, aunque no estaba gordo en absoluto. Afortunadamente, tampoco tenía la cabeza grande. La mayoría de sus compañeros de clase lo admiraban, pero no era popular por su apariencia. Yeshua era corriente por fuera, pero su pasión por la Palabra de Dios era extraordinaria, y muy contagiosa.

    Esa mañana, Yeshua llegó un poco tarde. No había escuchado la primera llamada de su madre para despertarlo. Estaba soñando con el caballo que se encontraba tallando y con lo mucho que le gustaría a Esdras. Cuando olió el pan horneado, supo que se había quedado dormido. Yeshua se puso la túnica con rapidez.

    Estaba cursando estudios avanzados, y todos sus compañeros eran muy competitivos. Yeshua tenía clases por la mañana y otra sesión por la tarde. El estudio era exigente. Cuando los chicos cumplieron diez años, las lecciones se ampliaron para incluir tanto la ley escrita de la Torá, como la compleja ley oral judía. Eran interpretaciones rabínicas y filosóficas sobre el significado de la Torá. Muchas generaciones espirituales de Israel habían dejado sus huellas en la tradición judía. Estas ideas sobre la Torá fueron escritas y compiladas eventualmente cientos de años después del nacimiento de Yeshua. Se convirtieron en el Talmud.

    Yeshua disfrutaba de estas lecciones en secreto porque su maestro solía usar el Midrash como parábolas para explicarlas. En lugar de simplemente plantear una pregunta y luego referirse a la ley para responderla, su rabino contaba historias. Y las historias ayudaban a los estudiantes a entender sus enseñanzas. Al menos funcionaba para Yeshua.

    No era raro que Yeshua cerrara los ojos y se imaginara la historia que estaba escuchando. Tenía una imaginación vívida. Tal vez por eso era tan bueno para tallar. Pero cada vez que cerraba los ojos en clase, Yeshua se arriesgaba. El rabino castigaba severamente a los soñadores, durmientes y holgazanes. A veces incluso había azotes. Yeshua se estremecía al pensarlo. Llegar tarde tampoco era nada recomendable.

    Yeshua se limpió rápidamente en la pila de agua detrás de su casa, cerca del jardín. Los frijoles y los pepinos estaban creciendo. Cuando terminó, Yeshua vertió el agua de la pila en la huerta. Corrió alrededor de la casa y a través del patio, sacudiendo sus manos para secarlas antes de sacar un pan del horno. Miriam le dio un dátil que tenía en su delantal, y él la besó en la mejilla.

    Inclinó la cabeza y se detuvo para dar gracias mientras le sonaba el estómago. El pan se había enfriado un poco, pero aún estaba tibio en su mano y sería delicioso de camino a la escuela. Las gallinas cacareaban mientras corría entre ellas hacia el sendero. Yosef no estaba a la vista, y la carreta y el burro no estaban en su lugar habitual. La puerta del taller estaba cerrada.

    Afortunadamente, la escuela de la sinagoga no estaba lejos, pero Yeshua tuvo que correr por el mercado para tomar el atajo. Siempre había algo que podría retrasar a un niño de doce años. Un comerciante extranjero podría estar vendiendo pimienta de la India o un fino aceite de oliva de Palestina. Un mendigo podría tener noticias de un pueblo lejano. Tal vez el pescadero tenía pescado fresco y también seco para vender. Todo el mundo tenía historias. Muchos conocían a Yeshua porque Yosef era el principal carpintero del pueblo. Su padre también había sido carpintero. También el abuelo de Yosef y su bisabuelo. Pero Yeshua tenía otros planes. Aunque le gustaba mucho trabajar con las manos, estaba siguiendo su corazón. Quería ser rabino.

    Mientras masticaba su desayuno y caminaba a la escuela, pensó que podría hacer ambas cosas. Después de todo, la sinagoga siempre necesitaba reparaciones y mejoras. Podía enseñar y predicar en el Sabbat, y sacar tiempo para practicar su oficio entre clases el resto de la semana. Pero mientras consideraba las posibilidades, comprendió que probablemente no tendría tiempo suficiente en un solo día para hacer bien ambos trabajos. Yeshua se estaba volviendo más sabio.

    Se acercó al aula y vio que no había nadie afuera. Corrió lo más rápido que pudo, golpeando el camino de tierra con sus sandalias. Cuando miró por la puerta, el aula estaba vacía. ¿Qué estaba sucediendo?

    A través de la ventana, Yeshua vio al rabino sentado bajo el almendro y a los estudiantes acercándose a él. Corrió alrededor del edificio para alcanzarlos. Cuando dobló la esquina, vio que Esdras lo estaba esperando. Ya había tomado la tablilla de cera de Yeshua y el lápiz. Yeshua le dio una palmadita en la espalda y le dio las gracias.

    «No hay problema», respondió Esdras.

    Los dos chicos eran tan unidos como hermanos. Yeshua había conocido a Esdras antes de asistir a la escuela. Esdras tenía problemas para caminar. Algunas mujeres del pueblo dijeron que no lo habían envuelto bien cuando era un bebé. En realidad, su pierna derecha era un poco más corta que la izquierda.

    Cuando Esdras tenía alrededor de dos años, su madre, Débora, había acudido a Yosef para pedirle que le hiciera una pequeña muleta a su hijo. Yosef hizo la muleta y fue con Yeshua y Miriam a entregársela a Esdras y a su madre. Débora era viuda, así que Yosef no pensó en cobrarle. Débora insistió en darle algo a cambio. Miriam sugirió que Yeshua y Esdras jugaran juntos porque Yeshua necesitaba un amigo. Se volvieron inseparables.

    Mientras los dos chicos se sentaban para recibir la clase al aire libre, Yeshua se cercioró de que el bastón de Esdras estuviera en un lugar seguro. De hecho, Yeshua lo había hecho para él, y grabado el nombre de Esdras en la empuñadura.

    La lección de hoy trataba sobre la celebración de la Pascua y los alimentos que se prescribían o prohibían durante esa temporada sagrada y especial. Inmediatamente, Yeshua y Esdras compartieron una sonrisa. Sabían que estarían en Yerushlem solo una semana después, celebrando el festival en la Ciudad Santa. Visitarían el templo y compartirían el Séder del cordero, el pan sin levadura, el vino, las hierbas amargas y especias con una gran multitud de judíos.

    «¿Por qué esta noche es diferente a todas las demás?», preguntó el rabino.

    Yeshua había hecho la pregunta todos los años en la Pascua desde que tenía memoria. Era tradición que el niño más pequeño fuera curioso y preguntara sobre los eventos divinos que habían liberado al pueblo judío de Egipto y de la crueldad del faraón.

    Cada estudiante de la clase de Yeshua estaba bien versado en las preguntas del Séder y en las respuestas correctas.

    El rabino continuó. «¿Por qué todas las otras noches del año comemos pan leudado o sin levadura, pero esta noche solo comemos pan sin levadura?».

    En su mente, cada niño podía oír a su abuelo o padre responder: «Solo comemos pan sin levadura porque nuestros antepasados no podían esperar a que sus panes crecieran mientras escapaban de la esclavitud en Egipto». Y los panes eran planos cuando salían del horno».

    «¿Por qué las demás noches comemos todo tipo de vegetales, pero en esta solo comemos hierbas amargas?», preguntó el rabino.

    Les recordó a los estudiantes que solo comían maror, una hierba amarga, para recordar la amargura de la esclavitud que los israelitas soportaron en Egipto.

    Hizo la siguiente pregunta: «¿Por qué el resto de las noches no mojamos la comida ni una vez, pero esta noche la mojamos dos veces?».

    El rabino explicó: «La primera inmersión de vegetales verdes en agua salada es un símbolo que dice que estamos reemplazando nuestras lágrimas con gratitud. La segunda inmersión de maror en jaroset, una pasta frutal, representa el endulzamiento de nuestra carga de amargura y sufrimiento».

    —¿Por qué las otras noches cenamos sentados o reclinados, pero todos nos reclinamos esta noche? —añadió.

    La respuesta vino de Benjamín, el hijo del rabino.

    —Nos reclinamos en la mesa del Séder porque en la antigüedad, una persona libre se reclinaba ante una comida, mientras los esclavos y sirvientes permanecían de pie.

    Finalmente, el rabino planteó la quinta pregunta:

    —¿Por qué en todas las otras noches comemos carne asada, marinada o cocida, pero la de esta noche es completamente asada?

    Miró directamente a Esdras, quien respondió rápidamente con una sonrisa confiada.

    —Solo comemos carne asada porque es así como se prepara el cordero de Pascua durante el sacrificio en el templo de Yerushlem.

    Yeshua cerró los ojos e imaginó el aroma del cordero y las cabras sacrificadas en el templo. La carne no era parte de las comidas diarias, pero el festival de la Pascua era una celebración única, y la comida siempre había sido un elemento importante de la tradición. Honraba la gloriosa salvación de Dios a Su pueblo. Él los había rescatado de los egipcios y de su gobernante opresivo y terco.

    Yeshua y su familia habían pasado varios años escondidos en Egipto cuando él estaba muy pequeño. Irónicamente, en lugar de huir de un faraón, tuvieron que escapar del rey de Israel, quien quería matar a Yeshua cuando era un bebé. Así se lo explicaron Yosef y Miriam a su hijo. Había nacido en Belén, la ciudad natal de su padre. Yosef y Miriam habían viajado allí desde Nazaret para obedecer la ley romana y presentarse al censo. Los judíos detestaban la idea de un censo. Este sugería que eran contados como sirvientes y controlados por hombres, en lugar de ser el pueblo de Dios. Sin embargo, casi todos acudieron al censo.

    De hecho, había tanta gente en Belén cuando Yosef y Miriam llegaron que no pudieron encontrar un lugar para quedarse. Y Miriam ya había empezado a tener dolores de parto. Yeshua era su primer hijo, así que tenían un poco de tiempo. Su trabajo de parto probablemente duraría todo el día. Sin embargo, llevaba varios días montado en un burro desde que salieron de Nazaret. Los movimientos bruscos aceleraron el parto.

    Cuando viajaban, las personas se alojaban con sus familias siempre que podían. Todos sabían que las posadas al lado de la carretera eran lugares peligrosos. Los propietarios podían ser personajes sombríos, que explotaban a sus clientes tanto como podían. A cambio, los viajeros recibían poca comida y un alojamiento simple y básico. Los romanos habían formulado un conjunto especial de leyes para proteger a los viajeros cansados de los posaderos codiciosos.

    Yosef había visitado a sus parientes, pero sus casas estaban ocupadas con otros huéspedes, algunos de los cuales estaban enfermos. La pareja no se atrevía a tener su hijo donde hubiera gente enferma. Las posadas estaban atiborradas. Todas las alfombras habían sido recogidas del suelo. Los baños y letrinas estaban obstruidas. Por todas partes se levantaban ciudades de tiendas. La gente abarrotaba los comedores, tenía que comprar alimentos a los

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