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Las preferidas de entre mis muertes
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Libro electrónico276 páginas3 horas

Las preferidas de entre mis muertes

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Robert Shearman, con su visión tan personal de la fantasía, nos presenta unos personajes cuyas formas de enfrentarse a la vida desnudan, de un modo singularmente cómico, ciertas formas de vivir, ciertos roles adquiridos. Y consigue que exclames: ¡qué horrible es todo esto!
"Una brillante colección con una extraordinaria visión cómica. Las preferidas de entre mis muertes debería situar a Shearman junto a Roald Dahl, Douglas Adams e, incluso, Philip K. Dick, como un narrador excepcional y muy original" (Martin Jarvis)
"Alejados del morbo, cada uno de estos relatos posee una comicidad extraña y una peculiar lógica interior. Aunque su humor es indudablemente gótico, también es inteligente y extrañamente emocionante, melancólico, onírico, extraordinariamente bello. Shearman plantea estos relatos desde un inusual enfoque cómico que, sin negar la oscuridad de sus historias, las transmuta en algo que las hace comprensibles a través de su singularidad". (The Metro)
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 sept 2021
ISBN9788412305197
Las preferidas de entre mis muertes
Autor

Robert Shearman

Robert is one of our judges for the Solstice Shorts Short Story Competition and his story in the anthology is Simultaneous. Rob has written five short story collections (Tiny Deaths, Love Songs for the Shy and Cynical, Everyone’s Just So So Special, Remember Why You Fear Me, They Do The Same Things Different There), and between them they have won the World Fantasy Award, the Shirley Jackson Award, the Edge Hill Readers Prize and three British Fantasy Awards.His background is in the theatre, resident dramatist at the Northcott Theatre in Exeter, and regular writer for Alan Ayckbourn at the Stephen Joseph Theatre in Scarborough; his plays have won the Sunday Times Playwriting Award, the Sophie Winter Memorial Trust Award, the World Drama Trust Award, and the Guinness Award in association with the Royal National Theatre. He regularly writes plays and short stories for BBC Radio, and he has won two Sony Awards for his interactive radio series, The Chain Gang. But he’s probably best known for reintroducing the Daleks to the BAFTA winning first season of the revived Doctor Who, in an episode that was a finalist for the Hugo Award.

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    LAS PREFERIDAS DE

    ENTRE MIS MUERTES

    Un libro de

    Robert Shearman

    Traducción

    Roberto Pino Botella

    Ilustración de cubierta

    Juan Alberto Hernández

    Corrección de galeradas

    Santiago García Soláns

    Cristian Arenós Rebolledo

    ISBN 978-84-123051-9-7

    © 2007 by Robert Shearman

    © de la presente edición

    La máquina que hace PING!

    Primera edición Junio 2021

    La máquina que hace PING!

    Plaza Estación, 9 Bajo 12560

    Benicasim - Castellón

    España

    www.lamaquinaquehaceping.com

    maquinaping@gmail.com

    (+34).670.386.111

    A mi querida esposa, Janie —mi ratoncilla—, que cuando lee las cosas raras que escribo no se echa las manos a la cabeza. Y como no sabe ni una palabra de español no tendrá ni idea de lo cariñoso que estoy siendo con ella aquí.

    Espiral mortal

    A primera vista, parecía una disculpa. Pero cuanto más se releía —y se releyó mucho ese día, y se revisó, y se analizó, y los gobiernos de todo el mundo hicieron declaraciones al respecto, desestimándolo primero por considerarlo un montaje, pero tomándoselo más en serio a medida que avanzaba la tarde, hasta que por la noche podrías jurar que habían estado involucrados en todo esto desde el principio—, cuanto más se leía no podías evitar sentir un poco de decepción. Era casi paternalista.

    Esto es lo que decía el mensaje:

    «Lo habéis entendido todo mal. Y lo sentimos, porque es culpa nuestra. Si os hubiéramos dejado las cosas más claras desde el principio, nada de esto habría pasado.

    Os proporcionamos la noción de la muerte. Pensamos que os haría quedar por encima de los demás animales, que os daría una mayor perspectiva para vivir vuestras vidas de un modo fructífero, en paz y felices. Pero todo ha ido espantosamente mal, ¿no es cierto?

    Estáis obsesionados con la muerte. Desde la infancia. Parece que desarrolla vuestra imaginación de una manera absolutamente enfermiza. Contáis todas las calorías de cada lata del supermercado, vais al gimnasio dos veces por semana solo para sentir que podéis retrasarla un poco más. Os inyectáis Botox en las mejillas y os ponéis bolsitas de plástico en los pechos para engañaros, para parecer más jóvenes, para sentir que la muerte aún no es una posibilidad. Y luego, cuando la muerte finalmente le acontece a algún conocido, vais a largos y aburridos funerales y os sentáis en duros bancos guardando un sombrío silencio, vestidos con ropas elegantes que pican, esperando ese vino del montón y esos rollos de salchichas. Y con la creciente certeza de que pronto será vuestro turno, los rollos de salchichas se comerán por ti.

    Estáis asustados y sois infelices. No podemos culparos. ¡Veros hace que también nosotros nos sintamos mal!

    Las moscas, los gusanos y las llamas saben lo que hay. Entienden que la muerte es sólo una parte del proceso. Tanto como lo son el nacimiento y la reproducción. Algo que hay que evitar cuando no es necesario, y aceptar cuando lo es. Y así, las moscas, los gusanos y las llamas tienen un mejor control de lo que se espera de ellas, para ser tan buenas moscas, gusanos y llamas como puedan ser, y no dejan que todo esa carga mortal se interponga en su camino.

    Como hemos dicho, lo sentimos. Cometimos el error de ofreceros un poco de conocimiento, cuando nada de nada habría sido lo más sensato. Teníamos la esperanza de que no necesitáramos explicároslo todo, pero no os preocupéis, es culpa nuestra, no vuestra. Así que vamos a acabar con esto.

    Consideramos que quitaros la noción de la muerte sería lo mejor. Pero flotaba un sentimiento general de que sería una pena volver atrás, y que ya tenemos suficientes moscas, gusanos y llamas en esas circunstancias. ¡Se nos salen por las orejas! Así que, a partir de mañana, esperad que las cosas sean de otro modo. Será un nuevo capítulo. ¡Para vosotros y para nosotros!

    Y mientras tanto, por favor, aceptad nuestras disculpas por las angustias que os hemos causado».

    Verás, era difícil ignorar ese tono de decepción paternalista. Sobre todo después de múltiples lecturas del mensaje. Algunos intelectuales muy conocidos aparecieron en los programas de debate, esa noche, para quejarse de que se les hubiera hablado de manera tan condescendiente con tanta nitidez.

    —Después de todo —refunfuñó uno—, ¿qué esperan? Si van a convertir los secretos de la vida y la muerte en un crucigrama, acabarán quejándose con contundencia cuando todos nos sentemos a tratar de resolverlo.

    El primer mensaje había cogido, naturalmente, a todos por sorpresa. En todos los países del mundo, en cada televisión, en cada radio y en cada periódico, aparecieron esas palabras. Todas en el idioma del país en cuestión, por supuesto. Muchos estudiaron las diferentes traducciones, sólo para ver si podían encontrar algún significado oculto, pero por toda conclusión dijeron que: a) las palabras alemanas pueden ser irritantemente largas y nunca emplean una sílaba cuando pueden emplear seis, y que: b) el francés es muy romántico. Así que nadie se lució.

    A la mañana siguiente todo el mundo se quedó pegado frente a la televisión. Incluso los escépticos, que insistían con terquedad en que todo era un elaborado número de magia. Esperaban, con la respiración entrecortada, ver qué trucos venían a continuación. Y en aquellos países donde el asesinato sin premeditación formaba parte de la vida cotidiana de todos, los ejecutores se sorprendieron a sí mismos conteniéndose por una vez, y sintonizando para ver si los asesinatos que ejecutaban tan despreocupadamente tenían algún significado más profundo. En Gran Bretaña, la BBC ni siquiera se molestó en preparar sus programas. Y así, cuando el segundo mensaje, finalmente, no apareció, dejando sin explicar la vida, la muerte y otros asuntos, a la BBC le pilló por sorpresa y se vio obligada a transmitir una serie de documentales de Sabiduría Normanda. En todo el mundo, la emoción dio paso a la decepción y, luego, a la ira. Es muy probable que hubiera habido disturbios en las calles, causando derramamientos de sangre y muertes, si no hubiera sucedido algo.

    Así que mejor que sucediese. Por supuesto, a algunas personas les llevó un tiempo darse cuenta de que sucedió. Estaban tan atentos a la pantalla de televisión que ignoraron el ruido en el buzón, el ruido del correo diario que caía sobre la alfombra. Si se hubieran parado a pensar que todos los carteros estaban en casa, igual que ellos, quizás hubieran prestado más atención.

    Los sobres eran de color marrón claro, suaves al tacto, y parecían como hechos de pergamino, como los manuscritos medievales. No llevaban sellos, y los nombres no estaban escritos a mano, estaban impresos. Había uno para cada miembro de la casa, sin distinción de que fuese joven o viejo. Dentro, cada destinatario encontraba una tarjeta con su nombre y apellidos. Y, debajo, tan claro y sin disculpa ninguna, había un breve comentario de cuándo y cómo iba a morir su destinatario. Algunos pobres desafortunados, ya fuesen ancianos u obesos, se asustaron tanto con la noticia que murieron en el acto... y la tarjeta que tenían en sus manos muertas predecía eso mismo con exactitud. A veces, la explicación era ligeramente discursiva y estaba repleta de información. Arthur James Cripps se enteró de que: «morirás dentro de catorce años y seis días, ahogado, después de haber sido tirado desde un puente por un Nissan Micra; en realidad, si el agua no acaba contigo, morirás minutos después debido a que la colisión en cuestión te destrozará los riñones». Mucha gente se enteró de que iba a morir de cáncer. Sin fruslerías, sin más detalles, sin contexto. La palabra «cáncer» en la tarjeta lo decía todo, como si quién la tecleó se hubiera aburrido tanto de martillar la palabra tan a menudo que se le comían las ganas por pasar a muertes más interesantes, en otros lugares.

    Las emisiones de Sabiduría Normanda se interrumpieron, y las noticias se centraron en los buzones. El conocimiento por anticipado era algo espantoso, peor que consultar los resultados de un examen o el estado de la cuenta bancaria después de unas vacaciones particularmente caras. Los progenitores de familias numerosas tuvieron que pasar por esa tortura una y otra vez, obligados a enfrentarse a lo que les sucedería, no sólo a ellos, sino también a su descendencia. Y si bien, necesariamente, algunos se horrorizaron ante las malas noticias (una niña de doce años que iba a morir de meningitis, una niña de tres años cuyo destino final sería ser secuestrada al salir de la escuela, unos siete años más tarde, para ser violada y estrangulada y cuyo cuerpo nunca se encontraría), la mayoría se fue a la cama, esa noche, con cierta tranquilidad. Al menos, ahora lo sabían. Puede que sólo les quedara un mes, un año, cincuenta años, pero al menos lo sabían. De hecho, las ventas de cigarrillos casi se triplicaron de la noche a la mañana, ya que tanto los fumadores como los no fumadores se percataron de que todo el esfuerzo por no poner la salud en riesgo era, ahora, innecesario. Si no te iba a matar, ¿por qué no retomarlo? Y si te iba a matar, bueno... estaba predeterminado, ¿no? Además, podías disfrutar mientras durasen tus pulmones.

    La única persona que no se tranquilizó fue Henry Peter Clifford.

    Harry nunca pensó que fuese una persona especialmente importante. Incluso en sus momentos arrogantes o prepotentes (los cuales, en su opinión, habían sido pocos y ya quedaban lejos) tan solo se había visto impelido a describirse a sí mismo como alguien mejor que la media. Asumió con naturalidad, en esa fatídica mañana, que su sobre, simplemente, aún no había llegado. Eso no era nada nuevo para Harry, sus tarjetas de felicitación de cumpleaños siempre llegaban tarde, sólo recibía postales cuando todos los demás ya habían recibido las suyas. Su esposa Mary leyó su propio destino con manos temblorosas, y lo único que él podía pensar era que, probablemente, tendría que esperar hasta mañana para pasar por lo mismo. Pero al día siguiente tampoco llegó ningún sobre para él, ni al otro día. El mundo había cambiado ligeramente, pero para Harry todo parecía, más o menos, seguir igual.

    El Gobierno estableció, rápidamente, una serie de centros de ayuda para hacer frente a la crisis, por lo que al cuarto día en que Harry aún no se había enterado de cuándo iba a morir, cogió el autobús para ir a la oficina de asesoramiento al ciudadano. Ahora, las calles eran mucho más peligrosas; los coches circulaban a toda velocidad, pues sabían muy bien que no iban a sufrir un trágico accidente, y los peatones circulaban con una impunidad similar. El conductor del autobús lanzó su vehículo de ocho toneladas de metal rojo colina abajo con la certeza de que no se jugaba nada, mientras Harry se agarraba al asiento para evitar salir despedido por el pasillo. Únicamente deseaba estar a salvo.

    Había una cola sorprendentemente larga en el centro de ayuda, lo cual le animó un poco. A pesar de la larga espera que tendría que soportar, le tranquilizó el pensar que otros también estaban sufriendo complicaciones. Pero resultó que estas personas de la cola sólo buscaban asesoramiento sobre el duelo por unas muertes que aún no habían ocurrido. De hecho, la rubia bastante sosa de detrás del mostrador le indicó a Harry que él era la única persona que no había recibido un sobre de defunción.

    —Bueno, ¿qué puedo hacer al respecto? —preguntó Harry, y ella se encogió de hombros como si el descuido fuera, de alguna manera, culpa de él—. ¿Hay alguien a quien pueda escribir? —la mujer le dijo que como nadie sabía de dónde habían salido los sobres, no había nada que ella pudiera hacer—. Pero si no sabéis nada de todo esto, ¿por qué habéis creado un centro de ayuda? —la mujer se encogió de hombros otra vez, y llamó al siguiente de la cola.

    —¿Puede que la haya perdido por ahí? —le dijo su secretaria alegremente—. Que cayera por detrás de los cojines del sofá o algo así. A mí siempre me pasa eso —la secretaria le dijo todo esto con alegría, pues sabía que su propia muerte, dentro de sesenta y siete años, sería indolora. Moriría agónicamente por un fallo cardiaco en un congreso sexual junto a un chico sudamericano mucho más joven que ella—. Debería mirar debajo de los cojines otra vez —dijo, lo cual no le fue de mucha ayuda.

    El problema era que todos parecían compartir el escepticismo de la secretaria, y lo expresaban con mucha menos cortesía. Al principio se mostraron perplejos por las escandalosas afirmaciones de Harry de que no tenía ningún sobre. Se había quedado fuera de ese milagro global que los había cambiado a todos, como si fuese el único que todavía afirmaba que el mundo era plano cuando todos los demás habían aceptado que era una puta esfera, muchas gracias. Entonces se enfadaban pensando que estaba intentando llamar la atención.

    —¿Por qué no has recibido un sobre? ¿Qué te hace tan especial?

    Normalmente, Harry no pensaba de esa manera, para nada; al contrario, se preguntaba por qué el universo lo consideraba tan insignificante como para ser el único a quien ignorar. Se preguntó, a lo lejos, si le gustaba más la idea de ser señalado por ser la persona más importante del mundo, o por ser el menos importante. Y decidió que no le gustaba demasiado ninguna de las dos cosas, francamente.

    —Me temo que tengo que prescindir de ti —le dijo su jefe—. Ya sabes, no ha sido decisión mía. Pero tengo jefes, y ellos tienen jefes, y, ya sabes... —sonrió—. Ya sabes cómo funciona esto.

    Hubo cierta controversia sobre el derecho que tenían los empresarios a conocer la esperanza de vida de sus empleados. Las empresas argumentaban que, sin duda, era relevante el hecho de que pudieran esperar que su personal siguiera prestando un buen servicio, o que tuvieran que adaptarse al hecho de que cayeran muertos a diestra y siniestra. En las entrevistas de trabajo, los que no llegarían a ser empleados perdían frente a los candidatos que podían demostrar que tenían la longevidad de su parte, y los que ya trabajaban se encontraron con que sus jefes preferían deshacerse de ellos rápidamente antes de otorgarles costosos seguros médicos. El gobierno dijo algo poco comprometido sobre la ley de protección de datos y la confidencialidad de los empleados, pero también que cualquier organización tiene derecho a esperar que sus empleados sean productivos por completo. Nada de todo esto ayudó mucho a nadie. Cuando a Harry se le pidió, por primera, vez que mostrara su sobre de defunción en el trabajo, el hecho de que no pudiera hacerlo se interpretó como que tenía algo terrible, contagioso y, sin duda, funesto, que ocultar.

    Su jefe le mostró otra de esas sonrisas.

    —En verdad, tienes suerte —dijo—. Dejar este trabajo es lo mejor que te puede pasar. Diviértete. Disfruta el resto de tu vida. Ojalá yo pudiera —añadió con aparente pesar—, pero parece que a este viejo que hace tic-tac le quedan otros cuarenta y siete años. ¡Puta mierda! —extendió la mano para darle un buen adiós a Harry y, a su pesar, Harry se la estrechó.

    Más tarde, esa noche, su esposa le dijo que se marchaba.

    —Puedo conseguir otro trabajo —dijo Harry—. Nada importante, lo sé. Pero hay muchos trabajos temporales, a ellos no les importa si desapareces o no. Podemos conseguir que esto funcione, Mary.

    —No, no podemos —dijo Mary. Y le contó que cuando tuvo el sobre de defunción en su mano, asustada por abrirlo y averiguar cuánto tiempo le quedaba, se hizo una promesa. Si sólo tengo un par de años, pensó, si eso es todo lo que me queda, entonces me voy de aquí. No voy a desperdiciar más la vida. Porque sólo andamos por aquí una vez, y se me está escurriendo entre los dedos. Debería estar escalando montañas, explorando desiertos, buceando y durmiendo con gente que funciona sabiendo lo que hay. Ese será el regalo que me haga. Si tengo dos años o menos, dejaré a Harry.

    —Pero —señaló Harry con delicadeza—, no te quedan dos años. Te quedan treinta y ocho. El cáncer no te pillará hasta dentro de treinta y ocho años.

    —Lo sé —dijo Mary—. Y me sentí muy frustrada. Entonces, me di cuenta. Si estoy tan frustrada que prefiero estar muerta antes que vivir contigo, entonces no debería vivir contigo. Adiós, Harry.

    No pudo rebatir eso.

    Mary no era una mujer despiadada. Comprendió que Harry no sería capaz de ganar dinero con facilidad, mientras que para ella, gracias a su estado vigoroso y aún no cancerígeno, el mundo era una ostra. Le dejó la casa y mucho dinero. También le dejó el gato, lo que a Harry le pareció una lástima, ya que nunca le había gustado mucho. Mary le dijo que quería empezar el resto de su vida lo antes posible, y se fue por la mañana. Y, por supuesto, mucha gente de aquí y de allá siguió el ejemplo de Mary. Aquellos que se dieron cuenta de que el final estaba a la vista decidieron que esta era su última oportunidad de ver mundo. Miles de ancianos ingleses volaron a América, y miles de ancianos americanos volaron a Inglaterra, de forma que, al final del día, más o menos el mismo número de enfermos y moribundos deambulaban por las calles de ambos países, sólo que con otro acento. Con su típica habilidad, Disney decidió explotar esta nueva tendencia del turismo del fin de la vida. Usaron un lema: «Haz que el final de tu vida sea el momento de tu vida», el cual tenía cierto atractivo. Si podías demostrar que te quedaban tres meses o menos, tenías derecho a descuentos en todos los parques temáticos, y a tratamiento VIP una vez que pasabas los tornos. Había una cola especial para los casi muertos. Un Mickey Mouse o Goofy, del tamaño de un hombre y sobriamente vestido, les mostraba con respeto los recorridos. Resulta que la iniciativa tuvo tanto éxito que la cola de los casi muertos era, a menudo, más larga que la ordinaria, pero eso no importaba, los poseedores de esas entradas seguían sintiendo que se les daba un trato especial. Y la asistencia aumentó aún más cuando los ancianos, que siempre habían jurado que ser centrifugados por el aire en una montaña rusa sería su muerte, se percataron de ahora tenían pruebas concretas de que, de hecho, no lo sería.

    Harry no tenía muchas ganas de visitar Disneyland, aunque si su tiempo fuera a acabarse pronto, seguro que hubiera querido irse a algún lado. Pero no podía permitirse unas vacaciones. Los subsidios de desempleo no habían sido exactamente abolidos, pero era difícil justificar por qué se debía dar una ayuda cuando el sobre de defunción mostraba que quedaban otros saludables cincuenta años por delante y que no se estaba a punto de morir en la miseria. Y todo intento de Harry por conseguir dinero se frustraba ante la ausencia de ese sobre. Así que, cuando una mañana llegó, a través del buzón, Harry se puso contentísimo.

    Al principio no pudo creer que de verdad estuviera ahí. Había perdido la esperanza de que apareciera en algún momento. Pero no había duda, ese color marrón que no se encontraba en ninguna otra parte, la suavidad al tacto.

    Lo abrió a toda prisa. No le importaba cuándo o cómo moriría. Mientras tuviera pruebas de que, de hecho, finalmente moriría.

    Ponía estampado:

    «HENRY PETER CLIFFORD»

    Y abajo, tipografiado:

    «Esperando más información».

    Harry lo miró fijamente. No se podía creer lo que veía. Le dio la vuelta a la tarjeta, esperando algo más. Algo que le dijera que era una broma, que no se preocupara, que iba a ser empalado en una estaca de

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