La Finta
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un pueblo cercano al valle, Cuilmas, en el norte del Estado de Sinaloa, en Mxico.
Azucena, una mujer de bella estampa, gera y de ojos verdes, y de fuertes convicciones,
en contra de su voluntad tiene que bajar de la sierra siguiendo al marido, que es
invitado por un gabacho a trabajar en una cementera. El esposo es acribillado en
la sierra, en una vuelta que se da al rancho llamado por su padre para atender un
confl icto relacionado con una parcela. Azucena, ante el temor de que la violencia del
rancho, que tiene tiempo desatada, pueda alcanzar a su hijo, viuda decide permanecer
en Cuilmas.
La vida de Azucena en Cuilmas no es fcil. Aparte de trabajar lavando y planchando
ropa ajena, su belleza le atrae el asedio del sndico del pueblo, que nunca se saldr con
la suya, no obstante creerla presa fcil por su viudez y soledad. Ren, su hijo, con los
aos asume la defensa de su madre, y a raz de la muerte del sndico y los problemas
que esto le puede acarrear con el comandante de polica, decide huir a la frontera
para con el tiempo convertirse en un hombre poderoso, que amenaza regresar a
Cuilmas para construirle a su madre una tumba bien chingona, y poner a cada quien en
su lugar.
Los hombres de la plazuela, mientras se la pasan jugando domin y bebiendo cerveza
y alcohol debajo de un sauce, nunca dejan pasar un mitote completo, hacen escarnio
y se ren de cuanta persona camina por la calle, y siempre cuentan con la piedra que
lanzan al pjaro o al perro que tiene el atrevimiento de acercarse a ellos.
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La Finta - Cuauhtémoc Cortez López
SOBRE EL AUTOR
Cuauhtémoc Cortez, es originario del Ejido 9 de Diciembre, poblado ubicado cerca de la ciudad de Los Mochis, en el Estado de Sinaloa, México. Realizó estudios hasta concluir la Preparatoria en la ciudad de Los Mochis y, posteriormente, prosiguió en la Universidad Autónoma de Sinaloa los estudios de Economía. Su vida profesional la desarrolló en el sector público, y actualmente es jubilado por el Gobierno del Estado de Sinaloa.
crow2.jpgCUILMAS
1
Si supiera por lo menos en dónde fue que estuvieron mis regadas, y cómo fue que la paloma se me escapó de las manos, te aseguro que no estaría en esta hamaca lamentándome agüitado, porque de que fueron varias las regadas, estoy conciente.
De lo que ya no tengo duda, y mira que decirlo me duele hasta el alma, es reconocer que en el asunto de la Güera ya no se puede hacer mucho. Ni siquiera volviendo a empezar lograría que me aceptara, y menos a como andan las cosas de embroncadas con el hijo.
Más de diez años correteándola se dice fácil, y a ti más que a nadie le consta lo mucho que le he terqueado para conchabarla, ¿y de qué me ha servido?, de nada, todo de oquis, y lo peor es que andando de pico lurio ya se me fueron los años, lo mejor de mi vida, mis aspiraciones políticas.
Todavía me acuerdo la tarde que la vi apear de la tranvía con el gesto mudo. Medio despistada volteaba a los lados como la venada que tenía en el corral, ¿si te acuerdas? Le quité el mecate para que corriera y así practicar el tiro con mi wínchester, pero el animal se quedó como pialado junto al bebedero, y de ahí no se quiso mover ni a mentadas de madre.
También recuerdo que estaba haciendo un chingo de calor, y eso que el sol ya iba de picada, pero aun así alcanzabas a freír muy bien un huevo en el cofre de la troca. Y ella que no se movía de la tranvía por nada del mundo, empapada de sudor parecía no saber qué hacer, apantallada de ver a tanto chúntaro que no le quitaba la vista de encima.
Para mí en lo particular, fue como la aparición de un faro en la oscuridad, porque me encandiló, sabes. En ese momento, por su culpa fue que me agarró una temblorina encabronada de piernas, al grado de no mentirte si te digo que de los nervios no encontraba mi lugarcito.
Qué difícil me resulta olvidar esa tarde que de pura chiripada pasé por la terminal, lo que no hubiera hecho sin el antojo de unos tacos sancochados. Lo recuerdo bien, porque medio pedo manejaba la troca a todo lo que daba rumbo a la plazuela.
Eran los días de julio, nunca se me va a olvidar. Una semana antes se habían iniciado las pizcas de algodón, ¿te acuerdas?, y como todavía no llovía, las nubes de tierra muerta no dejaban hueco sin cubrir, y mira que el sol, con sus rayos chillantes, parecía que aventaba láminas ardiendo.
De lo que mejor me acuerdo, cómo que lo estoy viendo, es de lo lurio que andaba por la aprobación del asfalto en las calles de la plazuela, luego de años de gestiones, cuando ingenuo creí que pavimentando unos metros me iban a dar la presidencia municipal. Porque no te voy a negar que andaba como niño con juguete nuevo, aunque haya sido por la aprobación de la obra nada más, ya que el dinero para la pavimentación tardó años todavía, y gastos, vueltas y más vueltas a San Miguel.
Habitualmente poco volteo a ver a la gente cuando paso por la terminal, por el miedo a que me quieran parar para plantearme problemas, y tú sabes que eso apenas en la sindicatura y en horas de oficina. Pero esa tarde qué miro a donde estaba la tranvía, y por mi santa madre que de volada se me bajó la peda. A distancia se notaba que ella estaba ahí. La bola de chúntaros embobados no dejaban de mirarla, y es que la Güera parecía una artista de película gringa, un verdadero cromo de mujer.
Entonces estacioné la troca a un costado de la carreta de tacos de Candelario Buitimea, y desde la cabina la vi apear callada con el niño en los brazos. El niño, tendría cuatro años a lo sumo, se le prendía al pescuezo como cachora a un horcón, y suelto y brilloso el cabello se le venía a la frente como a la alazana de Zamora, ¿sí la has visto? Tenía la cara empapada de sudor, pero no te estoy hablando de un sudor salpicado, no, era más bien abundante y cristalino, como el de las cacaraguas bañadas por las gotas tempraneras de los veranos chubascosos.
Al rato de apearse de la tranvía, tomó asiento en la banca de madera para después mezclarse en el argüende del gentío. Luego se acomodó el niño en los muslos, le ajustó los alfileres de la sapeta y le amarró bien los guaraches. Como si el pinche plebe hubiera sido cosa buena, se puso a secarle el sudor de la frente con un trapo franelero y enseguida le dio la tetera con la leche, la que el plebe agarró para mamarla con desesperación, mira, como becerro lepe prendido a chichi ajena. Y ella a secarle el sudor, a echarle aire con el abanico de mano.
Fue al ratito que llegó el fulano ese con el sombrero atejanado, como el que acostumbro a usar cuando voy a San Miguel, con una facha de bronco mal encachado que no podía con ella. Al verlo sentarse junto a la Güera, y ver que acariciaba los pies del plebe, a mí que me cargaba la chingada del coraje, por la forma tan pendeja de perder el tiempo con aquel cuerazo por un lado. Porque lo que es yo, de haberla tenido cerca, le hubiera acariciado el cabello que parecía un macollo de jilotitos, o la hubiera visto a los ojos que desbordaban el verdor de las bebelamas.
Ya estando en mi elemento, prendí el radio de la troca en donde escucho la novela del Ojo de Vidrio para que no se me pasara, pues ya ves que la escucho todos los días, pero tuve el cuidado de buscar alguien que me hiciera el paro, para de esa manera disfrazar mi presencia en donde nunca duro más allá de comerme unos tacos. La Güera y el marido estuvieron en la terminal más de la media hora, ¿por qué crees que mandé a Tanito por una Coca? ¡Qué chula se miraba! Y se me fue. Si algún día le anduve cerca, el tiempo me la alejó.
Dónde fallé, chingada madre. ¡Dónde!
Sin negar que la gente lo viera con rareza, la verdad pienso que nadie se imaginaba porque estaba con la troca estacionada frente a la terminal, ni siquiera el mismo Candelario, con quien me quedé platicando luego de comerme dos órdenes de tacos. Y mira, todavía le seguí con un plato de birria para la cruda, por eso tuve que mandar a Tanito por otra Coca. Por si fuera poco, ya ves que siempre escucho la novela sentado en una de las bancas de la plazuela. Pues esta vez la escuché completa frente a la terminal, con eso te digo todo.
Cuando me avisaron que llegaron ustedes de la pizca de algodón, no quise ni moverme de ahí, y te puedo asegurar que no escuché los troques con el ruidajo que hacen. ¿Cómo los iba escuchar si estaba lelo? Un detalle de ella no me lo quería perder, y claro, no dije nada a Candelario del por qué me encontraba ahí, no lo conociera de mitotero. Inclusive, me acuerdo que todavía me dijo: Mire la güerota, Don Eugenio, parece gringa. Lléguele, usted las puede, al cabo que el hombre que viene con ella se ve muy inservible. A los días me enteré que Candelario Buitimea conocía la razón.
Pero por mientras yo nada le quise contestar. Como si no me diera cuenta de lo que me decía me hice el guaje, entonces fue que tuve el presentimiento de que a la mejor iban de paso. Ahí fue que sentí una desesperación difícil de explicar, algo que nunca en mi vida había sentido y que algunos sabiondamente llaman ansiedad. Nomás sé que sientes algo que te pone a sudar y se lo achacas al calor. Pero no era calor, fíjate. ¿Cuántas veces en días calurosos no estuve frente a viejas y nada me pasó?
Y al rato que una bola me empieza a recorrer la garganta y a taponearme el resollamiento, como cuando comes pinole y se te acaba la saliva. Y es que aparte de darle leche al plebe, pensé que esperaban la tranvía para seguirle a la costa. Pensé también, y lo pensé ahí por primera vez, que a la mejor se trataba de paracaidistas sierreños, de los que bajan al valle en busca de dotaciones de tierras. Pero fíjate que siempre no iban de paso, lo supe en el momento que ella sacó el helecho para cepillarse el cabello, mientras el fulano platicaba entretenido con las viejas noveleras de la terminal.
2
Salieron de la terminal, tomaron la calle por donde está el changarro de la Manina, ¡y ay cabrón!, lo que te dije hace rato vale madre en comparación con lo que sentí viéndola caminar. Y es que la Güera, con cada paso se movía suavecito, empinadita. ¿Has visto los carros nuevos con la trompa parada hacia delante? Pues ni más ni menos.
Me cae que daba miedo de lo bonito que se movía sobre el polvo de la tierra muerta, contoneando la cintura al vaivén de una máquina de coser, por eso la seguí varias cuadras de la calle con los ojos bien abiertos, hasta que no vino a perdérseme en la esquina, al otro lado del muro de la tortillería.
Al ya no verla, no niego que no tuve ganas de seguirla, pero fue grande mi esfuerzo