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Sewell: Luces, sombras y abandono
Sewell: Luces, sombras y abandono
Sewell: Luces, sombras y abandono
Libro electrónico309 páginas7 horas

Sewell: Luces, sombras y abandono

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"La mayoría de los mineros, como su viejo, viene para quedarse aquí, entre los cerros, la tierra y las piedras, donde no crece ni un yuyito para alegrar la vista y el alma. Quizas por eso los gringos pintan los edificios de colores tan fuertes, para que a uno no se le pegue en la retina, para siempre, ese color entre cobrizo y grisáceo de la tierra yesca".
Ambientada en Sewell, campamento minero enclavado en la Cordillera de los Andes, esta novela nos muestra la forma de vida, las costumbres y las situaciones históricas y políticas de los trabajadores del cobre, de sus familias, y de los norteamericanos que llegaron a administrar uno de los minerales más ricos de Chile.
Julio, el protagonista, es un joven dirigente sindical que lucha por los derechos de los obreros. Con la misma pasión con que manifiesta sus ideales, se enamora de Berta, la hija de un minero escéptico, que ya no tiene fe en el futuro. Juntos deben enfrentar primero la segregación, la falta de libertad y las normas de vida impuestas por los norteamericanos a los habitantes del campamento y luego los cambios sociales y políticos durante las etapas de chilenización y nacionalización del cobre.
Con una atractiva forma de narración, la autora logra una novela llena de realismo y sentimientos, en la que conviven el amor y el desencuentro, la lucha y la esperanza, plasmando lo estético con la búsqueda de las raíces de una ciudad que hoy es Patrimonio de la Humanidad.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 nov 2015
ISBN9789563381160
Sewell: Luces, sombras y abandono

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    Excelente novela que revela parte de la historia de los mineros chilenos, una vida de sacrificio, desesperanza, humillación, sobrevivencia.
    Relato muy bien llevado, nos mantiene atentos a los que pasará sorprendiéndonos con acontecimientos diferentes a los imaginado.

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Sewell - María Eugenia Lorenzini

SEWELL: LUCES, SOMBRAS Y ABANDONO

Autora: María Eugenia Lorenzini P.

Primera Edición, diciembre 2003

Segunda Edición, noviembre 2006

Tercera Edición, octubre 2008

Cuarta Edición, julio 2009

Quinta Edición, abril 2010

Sexta Edición, marzo 2011

Séptima Edición, mayo 2012

Octava Edición, junio 2013

Registro de Propiedad Intelectual N° 136.018

I.S.B.N.: 978-956-338-116-0

Editorial Forja

Ricardo Matte Pérez N° 448, Providencia, Santiago de Chile.

Fonos: +56224153230, 24153208.

www.editorialforja.cl

info@editorialforja.cl

www.elatico.cl

Diseño e imagen portada:

Ximena Milosevic D.

mxmilosevic@gmail.com

Prohibida su reproducción total o parcial.

Derechos Reservados.

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o trasmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

A Juan Manuel y a toda mi familia, por su amor, comprensión y apoyo.

Un especial agradecimiento a María Celia Baros, historiadora, ya que sin su ayuda este libro no habría sido posible.

LUCES

BERTA

Desde hace rato espero con impaciencia junto a mi madre que restriega incansablemente la ropa en la artesa instalada en el corredor del quinto piso, cerca de la entrada del departamento. Ya se está haciendo tarde. El sol ha comenzado a caer sobre los edificios de diferentes colores que parecen estar derramados sobre la falda del Cerro Negro. Todavía las escaleras que unen las construcciones están vacías, pero dentro de poco empezarán a llenarse con los mineros que, como hormigas oscuras, subirán a duras penas hasta sus camarotes, cargando sus cascos, loncheras y algunos atados de ropa. Vuelvo a mirar el sol que aún no se oculta entre los riscos y calculo que me quedan solo un par de horas.

Una y otra vez introduzco una de mis manos en el bolsillo del delantal y acaricio la nota que guardo allí como un tesoro, mientras me paseo intranquila entre los cordeles de ropa tendida que abundan en los corredores de todos los pisos del colectivo.

Mi mamá me observa de pronto, con extrañeza, como si recién en ese instante hubiera notado mi presencia. No me pregunta nada, creo que sabe por qué estoy aquí. No es la primera vez que me ve inquieta, esperando por la ropa del Julio. Seguramente se ha dado cuenta de que me pongo nerviosa cuando parto con el atado para el colectivo donde él vive.

–No se quede allí –me dice de pronto–. La ropa del Julio ya está lista sobre la mesa. Llévesela no más, y pídale que le pague al tiro. Cuidadito con pasarse de la hora y quedarse conversando por ahí. Que no la vaya a pillar yo jugueteándose con uno de los fulanos del camarote.

–¡Ay!, mamá, no me diga esas leseras. Ve que usted es bien mal pensada. Se está poniendo igualita a las vecinas de los colectivos. Cómo se nota que no tienen otra cosa en qué entretenerse, metidas entre estos cerros.

Me dan deseos de gritar cuando empieza a hablar así, como si yo ya no lo supiera. Bueno, para qué pierdo el tiempo explicándole, mejor ordenaré la ropa de Julio en el cesto y le pondré entre las prendas unas hojas de lavanda secas de esas que manda mi abuelita de Rancagua. Pobre abuela Luisa. Puedo verla con sus grandes ojos que parecen siempre estar cuajados y a punto del llanto. Se le pusieron así cuando se quedó sola, me contó una vez mi madre cuando era pequeña, mientras apretaba muy fuerte mi mano.

–Yo a ti nunca te voy a dejar –le dije entonces, pero la verdad es que ahora ya no me atrevería a asegurarlo.

Tenía ocho años la primera vez que bajé a Rancagua. Se me hicieron interminables las cinco horas encerrada en esos vagones del tren que se movía como una cuncuna entre los cerros. En la escuelita de Sewell, la maestra nos había mostrado fotos y dibujos de árboles, plantas y animales, pero fue tan lindo cuando mi abuela me llevó a una plaza que estaba llena de pájaros y flores de diferentes tonalidades. ¡Qué distinta a las plazas del campamento, donde las flores son piedrecitas de colores pintadas por los niños!, le dije a la abuela. Desde entonces ella, cada vez que puede, me manda plantas o flores secas, y yo sueño con vivir en la ciudad y conocer el mundo, andar por tantos lados como lo ha hecho el Julio, porque, como me dijo, está en Sewell de paso para juntar algún dinero, ya que luego seguirá camino hacia el norte buscando nuevos horizontes. Y yo partiría con él a los confines de la luna si me lo pidiera.

Me arreglo un poco el cabello y bajo las escalas del edificio a toda prisa, con el canasto a cuestas.

Los mineros ya vienen subiendo. Me gusta ver cómo algunas esposas los esperan apoyadas en las barandas de los edificios y les hacen efusivas señas cuando los ven aparecer.

Menos mal que ya estoy a punto de llegar al colectivo del Julio. Desde el hueco de la escalera, escucho a Tomás, quien cada vez que me ve se sonroja, a pesar de que prácticamente me conoce desde chica. No me queda otra cosa que detenerme a saludarlo.

–¿Cómo está, Tomasito? ¡Tanto tiempo! ¿Ya no se junta con Lucho que no lo hemos visto por el colectivo? –le pregunto, dándole un beso en la mejilla.

–¡Qué gusto de verla, señorita Berta! Recién estuve con su hermano. Teníamos el mismo turno –me contesta Tomás con la voz apagada y mirándome casi de reojo, mientras aún sostiene una de mis manos.

–Bueno, ha sido muy agradable encontrarme con usted. Lo dejo para ir a entregar unos encargos –le digo, besándolo nuevamente en la cara.

–¡Hasta lueguito! –me responde Tomás, con la voz cada vez más ahogada.

–Visítenos uno de estos días –le grito, mientras me alejo lo más rápido que puedo.

No sé por qué, pero me parece tener la mirada de Tomás clavada en mi espalda y no puedo evitar sentir una enorme satisfacción, a medida que voy subiendo. Me gusta ver el nerviosismo y la turbación de Tomás cada vez que se encuentra conmigo. Me cae bien y me agrada que me mire, pero nada más. Es raro, ni siquiera me dieron deseos de ir con él cuando me invitó a ver la primera película mexicana que pasaron en el teatro. Me gustaría ir con Julio alguna vez para ver juntos la función, tomados de la mano. Pero tendría que ser otra película porque la historia ya me la sé de memoria. Cada vecina que fue, llegó contándola y le agregó algún detalle que se le había olvidado a la anterior.

La puerta del dormitorio que Julio comparte con otros cuatro jóvenes aún está cerrada. Golpeo suavemente varias veces hasta comprobar que no hay nadie. Todavía es temprano. Me siento en la escalera a esperar unos momentos, hasta que la voz alegre de Julio me hace sobresaltar.

–¡Hola! ¿Está hace mucho rato? –me pregunta, mientras me toma de las manos y se acerca a mí.

Al notar su proximidad me siento agitada, me cuesta respirar.

–Le traje la ropa –le digo, mirando hacia el suelo–. Mi mamá dijo que se la debe cancelar hoy mismo.

–No se preocupe –me responde Julio, acercándose cada vez más–. Adentro tengo la plata. ¿Por qué no me acompaña a buscarla?

Me río nerviosa y no sé qué contestar. Mientras tanto, Julio abre la puerta y me empuja, tomándome de los hombros hacia el interior del dormitorio. Inmediatamente saco del cesto la ropa limpia y la pongo sobre una mesa que está frente a las cuatro camas puestas en hilera con un pequeño espacio entre ellas. Julio, sin mirarme, busca el dinero en una caja de madera que esconde bajo el somier.

–Aquí la tiene. Cuéntela no más si quiere –me dice, poniéndome un pequeño rollo de billetes en una de mis manos.

Yo vuelvo a reír y, como una autómata, lo guardo en el bolsillo del delantal.

–Recibí su carta –me atrevo a decirle, después de tocar el papel que permanece junto con el dinero.

–¿Y qué me dice entonces? –me pregunta, mientras me atrae suavemente.

No alcanzo a contestar. Siento los brazos y los labios del Julio. Después, ya nada me importa.

ANA

No sé qué voy a hacer con esta chiquilla. ¿Creerá que no me di cuenta de lo que esperaba desde hace tanto rato? Nunca antes cumplió los encargos con tanto deleite. Todavía recuerdo cómo reclamaba hace un par de años cuando la mandaba a los camarotes de los solteros. No ve que son puros hombres solos, me decía, y cuando una pasa la miran con unos ojos no sé cómo, que hacen sentir un dolorcito en el estómago y unos tremendos deseos de salir arrancando. Yo entonces me reía y le decía que no fuera tonta, que las miradas no sacan pedazos, que solo debía preocuparse de salir de allí antes de las siete, como lo indica el reglamento. Que no te vaya a pillar el sereno por ahí después de esa hora, porque va corriendo con el cuento donde el gringo, y nadie se salva de las furias de Mister Jack, le recordaba siempre. Ahora es distinto, ya cumplió los quince años y no me gusta que tenga que llevar el lavado a los camarotes de esos hombres sin mujeres, la mayoría mineros desde hace tiempo, que vienen de Rancagua o de las minas de carbón, huyendo de la pampa, como mi viejo, para quedarse a vivir aquí, entre los cerros, la tierra y las piedras, donde no crece ni un yuyito para alegrar la vista y el alma. Quizás por eso los gringos pintan los edificios de colores tan fuertes, para que a uno no se le pegue en la retina, para siempre, ese color entre cobrizo y grisáceo de la tierra yesca. Más encima, ahora está ese tal Julio que no le despinta los ojos y la deja como flotando entre los cerros cada vez que aparece. Y yo no soy de las chacras, como dicen, aunque venga del campo, y todavía me acuerdo del día en que conocí a mi viejo. Estaba a la orilla de un tranque de aguas cristalinas a las afueras de Rancagua, sentada a la sombra de un sauce y con los pies en el agua, cuando vi acercarse a un afuerino. No me di ni cuenta cuando lo tuve frente a mí con el sombrero en la mano y secándose el sudor de la frente con algo que parecía un pañuelo, mientras me saludaba con una reverencia. Inmediatamente me gustaron esos ojos tan negros y como sacados de entre las aguas que chasqueaban bajo mis pies. Recuerdo que él, nervioso, me preguntó si era de por esos lados, porque necesitaba que le indicaran el camino a la estación para tomar el tren que subía a Sewell.

Nos fuimos juntos hacia el pueblo. La estación quedaba unas cuadras antes de llegar al conventillo, así es que me ofrecí para guiarlo, aunque yo sabía que no era bien visto que conversara con extraños. Cuándo iba a imaginar que unas semanas más tarde partiría con él, aferrada a su cuello, en el mismo tren en que lo vi perderse esa tarde. Aún recuerdo el rostro de mi mamá, quien como todos los días, después de terminar con el lavado que las señoras acomodadas del pueblo le encargaban, estaba rociando el suelo de la pieza para apisonarlo. Si parece que todavía siento el olor a tierra húmeda, y casi puedo escuchar sus inútiles palabras que entonces me sonaron tan huecas como las que ahora se me vienen a la cabeza para aconsejar a mi niña. A lo mejor no me queda otra cosa que confiar en ella, pero no quisiera que terminara viviendo en dos piezas igual que nosotros.

Cuando recién llegamos no me parecieron un mal lugar para pasar un tiempo. Era pleno invierno, todo estaba cubierto de nieve, y resaltaban más aún los coloridos edificios del campamento, que daban la sensación de estar brotando de uno de los cerros de la cordillera. Escaleras interminables se perdían entre las construcciones que en cada piso estaban rodeadas de corredores que llevaban a los dormitorios y a los espacios comunes. Todo lo que me había dicho Joaquín era cierto, tendríamos dos piezas solamente para nosotros, en uno de esos edificios de madera, algunos de hasta cinco pisos, revestidos con planchas de zinc. Recuerdo cuánto me impresionó ver que en el mismo piso estaban, en un extremo, los servicios higiénicos para los hombres y en el otro, bastante más cómodos, los destinados a las mujeres, no como en mi casa de Rancagua que estaban instalados en una caseta en el medio del patio. Sin embargo, lo que me causó más sorpresa fue conocer el edificio asignado a los baños que funcionaban al igual que hoy: con un bañero a cargo de las calderas y con horarios especialmente designados para las mujeres, hombres y niños. En ese lugar, por primera vez, me di una ducha de agua caliente.

Lo que nunca imaginé fue que terminaría viviendo donde mismo casi por 20 años.

Me acuerdo que en cuanto nos bajamos del tren, nos mandaron para la Oficina de Bienestar. Mister Jack, bastante más joven entonces, inmediatamente nos hizo llevar a su despacho. Frente a ese hombre rubicundo y de mejillas rosadas me sentí diminuta, no solo por sus casi dos metros de estatura, sino por el tono de su voz y esos ojos azules que parecían traspasarlo todo. Nos pidió los papeles y la libreta de matrimonio. Joaquín me miró extrañado. Yo lo había seguido sin hacer preguntas, como si mi destino ya hubiera estado escrito junto a ese hombre, pero no hablamos nunca de casamiento. Ahora pienso que si lo hubiéramos hecho, para mí las cosas habrían sido mucho más fáciles y no habría tenido que soportar las miradas recriminatorias de mi madre mientras nos alejábamos. Pero no quise arriesgarme a perderlo. Ya entonces sabía que hay hombres que son como el viento y, si se les trata de retener, se escurren entre los dedos y desaparecen sin dejar más huellas que las semillas que reparten a su paso.

–Aquí únicamente hay hombres solteros que viven solos y hombres casados que comparten habitaciones con sus esposas –nos dijo el gringo en un castellano mal chapurreado, cuando vio que no le contestábamos–. Nadie vive amancebado –agregó.

Yo no había oído nunca esa palabra, pero inmediatamente comprendí qué significaba.

–Irán ahora mismo donde el padre Alberto. Él lo arreglará todo. En caso contrario, pueden volver a Rancagua en el tren que baja de regreso en un par de horas –nos dijo después.

Joaquín, entonces, me tomó de la mano y nos dirigimos a la salida. Afuera, un futre bien vestido que parecía haber adivinado las palabras del gringo, nos dijo que él nos indicaría el camino hacia la iglesia y comenzó a andar delante de nosotros sin esperar respuesta. Volvimos a transitar por lo que me pareció ser la escala principal adonde llegó el tren que nos trajo de Rancagua. Desde allí salían, sin ningún orden, innumerables escalinatas por las que subimos y bajamos no sé cuántas veces, mientras el viento de la cordillera se nos metía entre los poros, a pesar del brillo intenso del sol.

–Dicen que las mujeres de por aquí tienen las piernas más bonitas –me dijo Joaquín.

Yo me sonreí y pensé que seguramente algún día mis piernas debiluchas tendrían unas hermosas pantorrillas, si es que nos quedábamos viviendo allí un tiempo.Y así fue, con los años, cada vez lucen más torneadas y muchas veces, los mineros se instalan en las escaleras a mirármelas cuando subo, igual que a muchas de las jóvenes que viven aquí.

Recuerdo que, en cuanto llegamos al pequeño edificio, supe que era la iglesia por el techo de dos aguas con la aguja que sobresalía frente a la entrada. Al igual que hoy, estaba pintada de un azul intenso, con ventanas y puertas blancas, e inmediatamente el joven que nos guiaba nos explicó que acogía a los fieles de todos los credos que vivían en el campamento. La encontré pequeña por dentro, pero me gustó que fuera del mismo azul brillante y sin imágenes. Solo un Cristo tallado en madera resaltaba sobre el altar, al fondo de la nave principal. Nos hicieron esperar hasta que apareció el padre Alberto, envuelto en su sotana y con el rostro tan curtido por el sol y por el viento como el resto de los mineros que se habían cruzado en nuestro camino. Sin lugar a dudas habíamos interrumpido una de sus partidas de brisca, ya que aún tenía un mazo de cartas en la mano. En cuanto el sacerdote se acercó a nosotros, el acompañante nos hizo una venia y se retiró.

–Bienvenidos a la casa del Señor –nos dijo el padre, mientras con una sonrisa nos extendía afablemente la mano.

Ambos, bastante cohibidos, no sabíamos qué decir ni por dónde comenzar, hasta que el sacerdote, leyéndonos el pensamiento, nos preguntó si lo habíamos meditado. Yo miré a Joaquín, temerosa de su respuesta, pero de inmediato lo vi mover afirmativamente la cabeza.

–Haremos todos los preparativos para hoy mismo. Deben ir inmediatamente al Registro Civil a firmar primero los papeles. Yo los casaré después en la misa de la tarde –agregó, luego de informarnos con cuánto deberíamos contribuir a la iglesia para la ceremonia.

Según recuerdo, salimos de la mano, los dos muy nerviosos y en silencio. Aconsejados por el padre Alberto, nos encaminamos hacia la oficina del Civil, en donde un oficial, sin mayores ceremonias y solicitando como testigos a dos mineros que se encontraban allí presentes, nos hizo firmar una serie de papeles y luego un enorme libro de registro. Al finalizar nos dijo:

–Ya están casados. Llévenle este certificado al padre Alberto para la ceremonia religiosa.

Al terminar lo que casi me pareció un trámite, y siguiendo la sugerencia del Oficial Civil, nos fuimos nuevamente a la Oficina de Bienestar, donde a Joaquín se le asignó el trabajo y el colectivo en que se encontraban nuestras habitaciones.

Esa misma tarde, en misa de ocho, en una iglesia atestada de desconocidos y con un velo blanco por tocado, me convertí en la esposa de Joaquín Pereira. Ahora estoy notando en la Berta los mismos síntomas. Pero yo no quiero verla toda la vida enterrada entre estos cerros. Es linda mi hija, es cierto, pero también es muy habilosa, me lo dijo la maestra de la escuela del campamento, incluso me aconsejó que la mandara a cursar las Humanidades a Rancagua. Es muy capaz, doña Ana, me insiste cada vez que la veo. No la condene a estar enterrada aquí toda la vida, yo conozco unas monjas que la aceptarían interna. Yo quedé en pensarlo y la cosa no ha dejado de darme vueltas y vueltas en la cabeza, porque o si no tendría que quedarse ayudándome con el lavado o tal vez ganándose algunos pesos preparándoles la choca a los obreros solteros de la mina. No hay muchas cosas más que ella pueda hacer, pero aún no me decido. Además está mi viejo, no quiere separarse de la chiquilla. Son sus ojos y después de todo, no ha sido tan mala vida, ¿o no, vieja?, como él me dice siempre. Y es cierto, no ha sido tan mala, aquí nacieron mis dos hijos: la Berta y el Luchito, quien ya siguió los pasos de su padre y, gracias a Dios y a la Virgen Santísima, a ninguno les ha sucedido nada entre esos cerros que a veces se tragan a los hombres y no devuelven ni siquiera sus cenizas para rendirles culto. He tenido suerte, mucha suerte.

Ahora estoy inquieta. Berta se ha demorado más de la cuenta y, para colmo, tampoco llega mi viejo con Luchito. No hay caso, nunca puedo descansar hasta que no aparecen por la escala principal. Luchito comenzó a trabajar y le asignaron inmediatamente pieza en uno de los camarotes para solteros, pero él siempre vuelve con su padre y se queda a comer con nosotros. Para mí es como si nunca se hubiera ido, aunque él después siempre parte a su colectivo a dormir con sus compañeros de cuarto.

Al igual que las demás vecinas, espero apoyada en la baranda del corredor, atenta a cualquier sonido, hasta que los veo venir. Todavía no puedo olvidar lo del accidente por el incendio de la fragua. Nunca se supo bien por qué ocurrió, pero recuerdo que yo estaba instalada igual que hoy, conversando con la Rosita, mi vecina del lado y con mamita Fresia, la comadrona que vive un piso más abajo, cuando se escucharon sonar los teléfonos que se encontraban instalados uno por medio en los colectivos y en todas las oficinas cercanas. Junto con las bocinas de los aparatos que resonaban en forma intermitente, vimos bajar corriendo, primero a un grupo de camilleros, luego a otro y después otro, seguidos por los bomberos premunidos de sus cascos y escaleras. No sé

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