Del río al cerro.: Mitos, leyendas y vivencias de la antigua provincia de Quillota
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La pluma de Claudio Bavestrello nos invita, con el estilo amable y acogedor del profesor, a adentrarnos en aquellos rincones de la provincia a los que no se puede llegar desde el texto formal. Leyéndolo, recordaba unas palabras de Lalo Meneses: la historia se cambia, pero no la memoria. Personajes de carne y hueso convertidos en leyenda, lugares por los que he paseado ignorante de su relevancia, objetos que ahora deseo observar con mis propios ojos. Del río al cerro es un libro que atrapa y enseña, que nos invita a poner más atención a lo que nos rodea, pues lo que nos rodea es cautivador y hermoso.
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Del río al cerro. - Claudio Bavestrello Ruz
Introducción
Escribir sobre lo que la gente dice ver es más difícil de lo que se cree. Sabemos que la historia oral tergiversa, pero quizás, en ese agregado o modificación que el relator realiza, la identificación de lo que nos caracteriza hace su aparición. Acá aparece la creatividad, hablamos del camino de tierra en pleno campo, de la vuelta del cerro en medio del bosque, del callejón típico, de la ruralidad de las zonas interiores. Entonces, nuestro mundo toma importancia. No se trata de mentir, sino de captar de la mejor forma posible el contexto en que se desarrollarían los supuestos hechos.
El área de investigación del siguiente trabajo pone como centro la provincia de Quillota. Pero no la actual, sino la antigua, es decir, Quillota, La Cruz, La Calera, Nogales, Hijuelas, Limache y Olmué. Lo que no significa que no nos escapemos a algún pueblito de Villa Alemana o a la provincia de Petorca. Pues, las limitaciones administrativas las pone el ser humano contemporáneo, en cambio los límites de lo legendario son propios de la tradición. Respecto de la temporalidad, aquí se encontrarán textos actuales y otros pre-colombinos, pasando por los coloniales. Lo importante es dejar el registro de lo fantástico.
El valle que atraviesa serpenteante el río Aconcagua nos trae una infinidad de relatos que muchas veces obviamos por carecer de eso que la gente llama realidad
. Quillota, La Cruz, La Calera, Hijuelas, Nogales, Olmué, Limache y otras ciudades de la región tienen mucho que decir en relación a eso que se oculta, pero que de vez en cuando sale a flote. Tampoco es correcto pensar en este trabajo como una maqueta representativa de la ciudad, ya que también busca captar la vivencia rural. Pueblos y caseríos como San Pedro, Ocoa, La Palma, Boco, Rautén, Pachacamita, Rabuco, Quebrada Alvarado, Lo Rojas, Lliulliu y Queronque tienen bastantes cosas que contarnos.
Prólogo
En relación a qué se va a encontrar. Este texto contiene relatos de seres mitológicos, historias de personajes legendarios, costumbres, apariciones por doquier, situaciones paranormales y cuanta cosa la oralidad puede aportar. Juzgar veracidad no es mi trabajo, es del lector, yo sólo recopilo e integro lo que encuentro en la boca del relator o en las letras del escritor.
Pase usted.
Antigua provincia de Quillota
Relatos
Quillota
La Procesión del Pelícano
Fuente: 13, 43, 85.
La plaza de armas de Quillota presenta un montón de simbolismos interesantes que aún perviven entre los nuevos rasgos de modernidad y remodelaciones constantes que sufre el casco histórico de la comuna. Al lado de la pajarera, un pequeño monumento, silente, pasa inadvertido para aquellos que se dejan llevar por otras características de la ciudad, tal vez más llamativas. Este monumento es lo único que hoy recuerda, una festividad que convocó a miles de seguidores, y que puso los ojos de la región en la zona.
Viernes Santo de inicios de siglo XX. Miles de fieles aglutinados en la plaza de armas de Quillota para formar parte del evento religioso más importante de la ciudad. Era tan importante esta festividad, que es nombrada en sus escritos por algunos autores como Joaquín Edwards Bello, Lautaro Yankas, Zorobabel Rodríguez y Benjamín Vicuña Mackenna. Incluso este último se refiere a la ciudad del Pelícano
al hablar de la comuna.
Los preparativos de la festividad iniciaban una semana antes, cuando los cucuruchos¹ pasaban solicitando limosna para los gastos propios del evento.
Sobre su creación, la leyenda cuenta que la figura de este pájaro gigante de madera fue esculpida por un reo como pago de una manda.
Otra de las teorías, es que un importante y rico devoto de Quillota, se encontraba rezando, y tuvo una inspiración divina, en la que comenzó a repetir, contra su voluntad, la frase: pelícano amoroso, que de amor tu pelo rasgas.
También se cree que el pelícano fue encomendado a hacer por una mujer llamada Nota Álvarez de Araya, quien solicitó la creación de unas andas para viernes santo, dejando el modelo a elección del creador.
Una de las particularidades de la figura del pelícano, era justamente, que no se parecía a un pelícano. La figura se parecía más a una garza; se cree que esta confusión se debió a que la persona que hizo la figura no conocía a los pelícanos, ya que en ese tiempo no era algo cotidiano viajar hacia la costa y ver esta especie de ave; en cambio las garzas habituaban mucho en el borde del río Aconcagua, y era muy común verlas.
El pelícano construido tenía un tamaño importante. Era de color blanco, destacando la forma que tenía su cuello, en intención de picarse el corazón, para alimentar a sus hijos con su propio cuerpo. Sus alas estaban apenas separadas del cuerpo, permitiendo que se pusieran velas para iluminar en las procesiones. Soportaba la estructura una base de madera, que era la que cargaban los devotos. También es interesante contar que el andar de los encargados de mover al pelícano asemejaba el movimiento de los patos, pareciendo que el animal cobraba vida y se movía al ritmo de un ánade. El resto del cuerpo estaba cubierto con telas, en el lugar que debía ir el cuerpo de Jesús, y se movían cordones dorados con lentejuelas que brillaban con la luminosidad de las casas y el fuego de antorchas.
Una particularidad interesante de la preparación de La Procesión del Pelícano era que todos los íconos de las iglesias eran tapados con fundas moradas en señal de duelo y los feligreses que las recorrían, tras rezar unos minutos, besaban los pies del Cristo, aportaban su dinero, se persignaban y acudían a la capilla vecina a hacer lo mismo. También estaban los monaguillos, que llamaban a las misas utilizando una matraca. En esas fechas, el ayuno era cosa seria, lo único que se podía comer eran mariscos y pescados, a los niños se les tenía prohibido siquiera silbar, no había música y el silencio reinaba mientras durase el duelo
.
Pero a pesar de todo lo antes nombrado, Quillota tenía un aire de fiesta. La ciudad estaba abarrotada de visitantes, que copaban los hoteles, hostales, pensiones, casas de familiares y más. Incluso los vecinos preparaban habitaciones extras para recibir la oleada de gente deseosa de participar de la festividad. En cada calle, se armaban ferias de ventas de productos del campo y de la ciudad.
Llegado el día de Viernes Santo, temprano iniciaban las actividades con el paso desde la parroquia frente a la plaza a la antigua iglesia de San Agustín, donde hoy está el Instituto Rafael Ariztía, de cucuruchos, otros caracterizados de soldados romanos, penitentes vestidos de trajes morados, soldados de la policía, frailes y fieles en general.
Ya a eso de las seis de la tarde, bajo el sonido de los tambores de los músicos, iniciaba la procesión por la calle O’Higgins en dirección a la plaza, donde daban unas vueltas para entrar al templo parroquial. La caravana era liderada por varias figuras y personajes bíblicos en andas, para luego dar paso al Pelícano, que era rodeado de personas caracterizadas como verdugos romanos, además de feligreses y sacerdotes.
Las puertas de las casas se cerraban en señal de duelo, pero a través de estas y por ventanas, calles y en adoquines, las personas se arrodillaban en señal de homenaje mudo a Jesús crucificado. Así, el recorrido conmovía a todos, hasta llegar a la parroquia, lugar en que el sacerdote los recibía con palabras amargas y melancólicas, oficiando la correspondiente misa, mientras afuera los faroles se encendían y dejaban ver la triste imagen del momento, donde el silencio reinaba.
Luego de ello, con el toque de queda de las nueve de la noche, cada habitante de la ciudad se guardaba para esperar el alba.
Al día siguiente, ya con mucho más ánimo, la gente, y en especial los niños se reunían frente a la Iglesia de la Merced, donde se quemaba una figura de Judas Iscariote. Esta tradición se mantuvo durante mucho tiempo, y se masificó en variadas partes de la zona, en que los niños tomaron parte de ella, creando sus propios Judas, pidiendo dinero en las calles y poblaciones, y finalmente quemándolo con monedas y todo.
Hasta que llegaba el domingo, el cierre del evento. Ese día, muy temprano en la mañana, antes del alba, salía la Procesión del Señor Resucitado. Con ello finalizaba la festividad, e iniciaban las despedidas. Trenes, carruajes y calles repletas de personas que se despedían no sin antes apartar una carga de productos de la zona que llevaban consigo.
Esta festividad habría tenido una extensa duración, hasta aquel fatídico terremoto que en 1906 destruyó parte de la ciudad, incluyendo la figura del Pelícano.
Sin embargo, se cree que el fin drástico no fue tal, y se plantea este como algo gradual, pues ya desde 1890 su realización presentaba dificultades, llevando algunos años a no realizarse y luego retomándose hasta el terremoto, para inicios de la década de 1910 nuevamente realizarse, con poco éxito. Se cree que fueron varias las causas del fin, algunas atribuidas al comercio y fiesta que generaba, algo que incomodaba a la iglesia, pues, al ser parte de la Semana Santa, según la visión católica, debía ser mucho más solemne y recatado.
Con todo lo anterior, la ciudad del Pelícano aún espera el retorno de la antigua celebración.
¹ Véase el relato El Cucurucho
.
Atardecer en la plaza de San Pedro
Fuente: 2.
El rápido andar de Quillota como ciudad de crecimiento pujante muchas veces no alcanza para contagiar a las localidades vecinas, que, aun perteneciendo a la comuna, viven a su propio ritmo. Lugares donde todavía es posible encontrar al señor que atiende el negocio de la esquina, la misma panadería, el taxista afable o la señora que sale a barrer la calle, como trasladándonos a ese pasado que evocamos cada cierto tiempo. San Pedro, en muchos sentidos aún mantiene esa estampa. Y aunque existen cambios buenos, como la pavimentación de sus calles, también los hay malos, como la desaparición de su icónica estación (a raíz de las llamas). Con todos esos bemoles, el sector parece resistirse a la modernidad. Son sus personajes quienes también permiten el recuerdo. El típico borrachito o el orate consumado ponen su granito de arena para darle ese toque de identidad al pueblo.
Esta historia la escuché de mis ex compañeros de escuela en el pueblo. Acostumbraban a jugar en la plaza del distrito, frente al Ramal San Pedro-Quintero. Vale decir que esta plaza, en ese entonces era un lugar de mucha actividad, sobre todo los días de verano, cuando los niños no asistían al colegio y las pichangas
eran eternas. El nombre del protagonista nunca lo supe. Lo que sí recuerdo era su afición por el alcohol. No había día en que lo pillaran sobrio. Y precisamente, ese traicionero amigo le jugó una mala pasada.
Estando el ocaso en su apogeo, enfiló por el medio de la cancha improvisada en la plaza en dirección a la estación ferroviaria. Eran las siete de la tarde y el frescor que avisa el término de la luz natural hacía su aparición. Este mismo frescor, era, a su vez, acompañado del incesante chirriar del convoy que anunciaba su presencia pitando un sonido grave e inconfundible.
El hombre, detrás de su triste aspecto, recordó esos momentos de su vida en que era un niño, tal vez de edad similar a la de aquellos que corrían tras de él cuando, junto a otros amigos jugaban a colgarse del tren para viajar gratis a la playa en Quintero. Por un instante sintió que volvía a ser joven. Creyó poder volver a hacerlo, apuró la marcha para subir, pero la agilidad ya había abandonado su cuerpo, generando el espectáculo dantesco.
Fueron los propios niños, quienes, en shock por lo observado, reconocieron al joven, y aprendieron de la forma más dura la consecuencia nefasta de la ebriedad.
Las andanzas del toro Bartolo
Fuente: 2, 3.
Hace unos años atrás, los vestigios de quien en vida había sido una enorme y casi mítica bestia, se podían ver en los aún no explotados cerros de Lo Varela en San Pedro.
Famoso en esa localidad, Bartolo era un toro negro, y uno muy bravo. Lo que más impactaba es que era bastante grande, y parecía no tener intenciones de ser domesticado. Así nacieron un montón de historias de personas y niños que debían arrancar a esconderse del animal cada vez que este se les escapaba a los campesinos que estaban encargados de su cuidado.
Ocurrió que una joven paseaba con su sobrina recién nacida en coche por uno de los caminos cercanos a los cerros. Esta era una imagen habitual, pues tenía a su cuidado al bebé de unos pocos meses de edad, en ausencia de los padres, que trabajaban en las cercanías.
Lentamente movía el coche por los caminos de tierra del sector, cuando en eso, a lo lejos oye un sonido estruendoso. Asustada, la joven mira hacia atrás, y lo que vio la dejó perpleja: el toro Bartolo se dirigía hacia ellas a toda velocidad, secundado por una polvareda que apenas permitía ver a los huasos a caballo y con lazos que iban a la siga del animal.
El camino no ofrecía muchas opciones. De seguir, era muy probable que el toro les diera caza con facilidad; o podrían lanzarse al canal cercano, pero eso no les aseguraba que el animal no se acercase, así que la joven optó por la tercera.
Habrá sido el instinto de supervivencia, sumado al pánico del momento, lo que la hizo pensar rápido. Del otro lado del camino, una cerca de alambres de púa resguardaba el ingreso al campo de ese lado. Con extrema rapidez, sacó a la bebé del coche y la lanzó sobre unos pajonales que estaban del otro lado de la cerca. Acto seguido, atravesó el alambrado como pudo. Un par de segundos después, la tragedia se había evitado.
Así, historias como esta eran pan de cada día cuando el Bartolo andaba cerca. En otra ocasión, mientras dos hermanas volvían del trabajo por uno de los callejones de la localidad, se les apareció el toro, que rápidamente comenzó a acercárseles con actitud de pocos amigos. Por ambos costados del camino, canales de regadío de dos metros de ancho recorrían el mismo trecho, siendo ésta la única forma de escapar que encontraron las mujeres para ponerse a salvo. Una vez que el rumiante continuó su andar, salieron todas rasguñadas de entre las zarzamoras y llenas de barro para retomar el camino a casa.
También se dice que, por sus características era frecuente utilizarlo para las domaduras y rodeos. Cuentan que, en uno de estos últimos, justo al momento de ingresar a la medialuna para la competencia, arrancó dando un espectacular salto por las barandas, lo que derivó en la escapada monumental de los asistentes al evento. En su camino arrasó con todo. Algunas personas más afortunadas escaparon sólo por centímetros, mientras que otras no tan suertudas conocieron la fuerza de Bartolo al atravesarse en su camino y no alcanzar a esquivarlo. Fueron necesarios varios huasos de a pie y a caballo los que lo lacearon para poder capturarlo. Incluso los días posteriores se comentaba sobre la brutalidad de la escena, que cual San Fermín, había dejado a varios lesionados.
Después de este suceso, el toro nunca más fue utilizado en estas prácticas, y sólo se ocupó para la reproducción de más animales. Sus últimos días los vivió pastando en los cerros del sector, los mismos que se convirtieron en sus aposentos para el descanso final.
Todavía es posible, en ciertas noches, escuchar el bramido del Bartolo. Se dice que su andar, como alma en pena, nos recuerda la inmortalidad de su leyenda.
La anciana del cementerio del cerro Mayaca
Fuente: 1, 2, 108.
Su figura pasa inadvertida para muchos de los que visitan de vez en cuando el cementerio del cerro Mayaca en Quillota. Puede ser barriendo un pasillo, poniendo flores nuevas y sacando las viejas, o simplemente contemplando la despedida de alguien. Lo cierto es que, la Anciana
, como se le denomina, merodea por todo el camposanto. Todo lo que describo sería normal, si no fuera por un pequeño detalle: la Anciana, es el fantasma de una viejecita, que cuida las tumbas de los que ya partieron y se aparece a los desprevenidos, muchas veces, sin que ellos lo perciban.
Se trata de una abuelita, de unos ochenta y algo, pelo largo, amarrado y canoso, que viste con una falda celeste y que se mueve siempre con un balde en el antebrazo. A veces provisto de hermosas rosas blancas, y otras sin nada en su interior.
Las apariciones de la dama casi siempre tienen que ver con solicitar ayuda a los más jóvenes, a quienes les pregunta donde podrá estar su familia, o en qué parte se ubica tal tumba. Apenas el consultado voltea a mirar a la familia o la tumba que busca, esta desaparece, aterrando a los incautos.
Cierta ocasión, una mujer que acostumbraba a visitar sola el cementerio, acudía a dejar flores a la tumba de sus padres, cuando de pronto, se encontró con la anciana, que se acercó en busca de ayuda. Le contó que su familia la había dejado y que no los podía hallar. La mujer, preocupada, escuchaba atentamente las palabras de la viejecita, y no pudo sino sentir pena y rabia por al abandono que hacen algunos de sus ancianos.
Decidida, le dijo que estuviera tranquila, que ella le ayudaría y sólo debía esperarla hasta sacar una libreta de su cartera para anotar el nombre. Mientras miraba el interior del bolso buscando entre sus pertenencias, aprovechó de preguntarle hace cuanto no veía a su familia. La respuesta la dejó helada: ya son diez años
dijo la anciana. En ese mismo instante, la mujer, aterrada, dio un salto, al percatarse que frente a ella no había nada más que tumbas y el paisaje del serpenteante río Aconcagua, único testigo de lo que había ocurrido.
Otro relato dice que unos hermanos visitaban la tumba de la matriarca cada cumpleaños de ésta, llenando con flores, fotos y girasoles el entorno. En eso estaban cuando tras de ellos, una anciana lentamente subía por el cerro. Los jóvenes, con buena intención la ayudaron a llegar hasta donde estaban, le preguntaron que necesitaba.
—Sólo agüita mijos, es para la tumba de más abajo que estoy arreglando —señaló.
El más joven de los hermanos tomó el balde que traía la viejita y partió de inmediato a buscar el líquido. Mientras subía a la fuente, los dos hermanos restantes aprovecharon de conversarle para hacer más ameno el rito de limpieza.
—¿De dónde es? —le dijeron casi al unísono.
—De más abajo —fue la respuesta, y continuó.
—Hace harto frío acá, sobre todo cuando llueve, pero no sería tan terrible si a una la vinieran a ver —cerró.
Los hermanos se miraron contrariados, y luego dirigieron la vista a donde estaba la viejita, notando que ya no había nadie. Luego de buscarla por toda la zona, se dieron cuenta que simplemente la anciana se había esfumado. Después de unos minutos el más joven apareció con el balde. Miraron la inscripción y leyeron un nombre.
Quisieron investigar, y unos veinte metros más abajo, la verdad los desencajó.
El nombre del balde estaba en una tumba con cruz de madera, que en el centro tenía una foto gastada por el paso del tiempo, pero en la que se divisaba claramente la cara de la anciana que rato antes había hablado con ellos.
Chunchulito
Fuente: 43, 102, 13.
La misma ruta, la misma rutina, distintas personas. Bueno, casi todas, porque, entre el tumulto, un asiduo participante de estos eventos, engalanado con su vistoso chunchul, hacía más llevadero el momento. Enrique era su nombre, pero el pueblo quillotano le había puesto el apodo por su Chunchulito, al ir a todos los eventos con corbata. Y cuando hablamos de eventos, nos referimos a los funerales. No era coincidencia que ayudara en la funeraria Ramírez, donde fue muy querido.
Chunchulito tenía una pena inmensa, su madre había muerto hace mucho tiempo y según algunos, eso provocaría en el personaje un gran dolor, conociendo la muerte desde su propia vereda, y juramentándose acompañar en esos difíciles momentos a cuanta familia perdiera