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La vida sin dioses
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Libro electrónico267 páginas3 horas

La vida sin dioses

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«La vida sin dioses» es literatura de la imaginación, son cuentos sobre personajes que rondaban la cabeza y los sueños del autor, y que pelearon para ser retratados en estas páginas. Lozano cree que toda literatura es autobiográfica, claro, y algunos momentos de su vida aparecen aquí, sobre todo de manera velada o lateral. La obra podría enmar
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 oct 2021
ISBN9789585162877
La vida sin dioses
Autor

Juan Lozano

Periodista cultural, ha escrito reseñas y crónicas en distintos medios colombianos. También ha trabajado en política y otras cosas horribles de las que no quiere acordarse. Estuvo encerrado en clínicas un par de veces debido a sus excesos, pero dice que ahora está en el sendero de la luz; para él la luz es leer, y escribir para leer más. Es un hijo del rock, Lou Reed, Morrissey y otro par de vagos geniales son sus santos; también le gustan el jazz –sobre todo el «Love Supreme» de Coltrane– y la salsa dura. «La vida sin dioses» es su primer libro, si sigue vivo y el mundo no se quema publicará un libro cada año a partir de ahora. No lo promete, pero lo intentará.

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    La vida sin dioses - Juan Lozano

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    LA VIDA SIN DIOSES

    ©️2021 Juan Lozano

    Reservados todos los derechos

    Calixta Editores S.A.S

    Primera Edición: Septiembre 2021

    Bogotá, Colombia

    Editado por: ©️Calixta Editores S.A.S 

    E-mail: miau@calixtaeditores.com

    Teléfono: (571) 3476648

    Web: www.calixtaeditores.com

    ISBN:978-958-5162-87-7

    Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado 

    Editor: Alvaro Vanegas @AlvaroEscribe

    Corrección de estilo: Laura Tatiana Jiménez Rodríguez

    Corrección de planchas: Ana María Sánchez y María Fernanda Carvajal

    Maqueta e ilustración de cubierta:David Andrés Avendaño

    Maldonado @art.davidrolea

    Diagramación: David Andrés Avendaño Maldonado

    @art.davidrolea

    Primera edición: Colombia 2021

    Impreso en Colombia – Printed in Colombia

    Todos los derechos reservados:

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

    A mis padres, por su paciencia y su apoyo incondicional.

    Wolf

    «Our frank and open

    Deep conversations

    They get me nowhere

    They bring me down, so

    Give it a rest, won’t you?

    Give me a cigarette

    God give me patience

    Just no more conversation

    Oh, give us a drink

    And make it quick

    Or else I’m gonna be sick

    Sick all over

    Your frankly vulgar

    Red pullover

    Now see how the colors blend».

    Our Frank

    Morrissey

    Wolf imitaba a Morrissey en el jardín de la entrada, hacía movimientos de tenor con un cigarrillo en la mano; Juan le lanzaba flores marchitas. Los niveles de depresión del gordo habían bajado –o subido– con la llegada de Wolf, al menos tendría con quién hablar, era el único que leía en serio en el lugar y eso ya era un gran logro. El nuevo había estudiado unos semestres de cine en la Nacional, hablaba con Juan de Harmony Korine y Nicholas Winding mientras los demás se dormían, soñaba con irse a la India y con hacer documentales sobre las nuevas corrientes místicas. Wolf usaba gafas de marco grueso como de hípster, su pelo ondulado y abundante le daba un aire a Bob Patiño –en las noches a Medusa–, siempre tenía el mismo saco negro y las mismas botas Dr. Martens vinotinto; prefería los pantalones ajustados, de rayas, un poco setenteros. Le gustaba llevar un libro bajo el brazo, cuando sus compañeros se descuidaban lo abría y les empezaba a leer fragmentos; clásicos de filosofía y esoterismo; la mayoría huían de allí lo más rápido que pudieran. Solo Juan lo escuchaba con atención, un poco escéptico, pero también admirado; era el plan que menos lo aburría en ese encierro elegido de rehabilitación; ya no tenía dinero para sostener aquella droga maldita.

    Gente acurrucada en la sala de espera, colmillos en la luz intermitente, carne que se retuerce, incómoda, frita; abismos más allá del infierno, sentimientos oscuros que nunca comprenderé, o que sí comprendo, que pudren mi alma de alien; no me gusta mi cara en el espejo, pero soy fuerte. Los insectos gigantes rezan, se arrodillan ante su Dios, pero no hay Dios, solo un médico ojeroso que viene a darles la pastilla de las once. Al fondo veo una luz, es Jesucristo que vuela afuera de la ventana, Jesucristo con fuego en el trasero, es el sol, ven, ven, me llama, voy siguiendo la lejana música. Fuma, bebé, fuma, ya no queda nada, dice, su barba brilla, vamos al patio, me da una pastilla blanca que me hace caer en el infierno o subir al cielo.

    Veo mi cara en el espejo, muy torcida, el hombre de barba empuja por detrás, parece muy feliz, a mí me duele un poco, pero no me molesta, es Jesucristo, es la luz, es el sol que me posee, hazlo de nuevo, amigo. Entran unas enfermeras que gritan, como pueden separan al hombre que no para de reír; él apunta su miembro hacia ellas y las orina con generosidad. Ellas intentan taparse y gritan más duro; el hombre defeca allí mismo. Entran unos gorilas que tumban la puerta y lo inyectan. Él sigue con la sonrisa en su cara.

    Estoy entre las mujeres que fuman en el patio, están sentadas con las piernas cruzadas, hablan de la tragedia de sus padres y de sus hijos. Alguna se queja por los golpes de su marido y por la falta de dinero, por el sueldo bajo. Una negra, muy robusta, que podría ahorcarnos a todos, me dice que no me acerque al hombre de barba rubia, que es un degenerado. Ellas no se explican porque andaba suelto por ahí si siempre está amarrado, es el más peligroso de toda la clínica de salud mental.

    —El doctor dice que tiene esquizofrenia, trastorno afectivo bipolar y unas cuantas cosas más. Y parece que, en él, el nivel de todas estas locuras es más alto. Pobre hombre, quién sabe qué está pagando, quién sabe qué pecado cometió la mamá para que el hijo le haya salido así. Tranquilo, hijo mío, de ahora en adelante la bestia estará más amarrada.

    —Lo peor es que el man está buenísimo, lástima lo loco y degenerado —dice una flaca que se lima las uñas muy concentrada.

    —Aguanta mucho, sí. Y usted, amigo mío, se me va a acostar ya —me responde la negra que me da un par de pastillas rosadas más—, hizo algo horrible y lo sabe, esas cosas las castiga Dios. Le pegó a su abuela y casi la mata, pero parece que no es culpa suya, el doctor dice que fue un ataque psicótico y que con el tratamiento que le dará no volverá a hacerlo. Estará aquí un buen tiempo, lo que el médico considere, seguro será bastante, usted se ve mal; y otra cosa, muchacho, recuerde que está prohibido fumar.

    —Pues estará el tiempo que cubra la EPS —comentó la compañera—, porque eso sí, mijita, esta clínica es muy costosa, si tenemos un hijo loco no podremos traerlo aquí, Dios nos libre. El Jesucristo vive aquí, es institucional, porque la estadía la paga la embajada española, parece que es hijo de alguien importante que no quería volverlo a ver y lo dejó aquí botado. Ahora nosotros tenemos que sufrirlo, paciencia, mujer, paciencia.

    Me da las pastillas, siento un mareo agradable, las piernas cruzadas de las mujeres flotan en medio del humo del cigarrillo, el suelo parece llenarse de agua. La enfermera negra me arrastra hasta la camilla, antes de acostarme me da una sopa con una cuchara de plástico, lo hace con rudeza, casi no me deja respirar. Se va, me desplomo en la cama, pienso en el pasado y me parece que he tenido una vida intrascendente y que el futuro no parece mejor.

    Andrea peleaba con Rodríguez en la entrada del jardín, su novio había estado en rehabilitación con la psicóloga por cocaína. El joven gritaba y le pegaba a un árbol, ella estaba un poco asustada, pero sabía cómo calmarlo. Ya le había hecho un par de fellatios detrás de los árboles. Él iba a la casa a consulta externa, pero sobre todo a visitar a su nuevo amor. Los otros tres pacientes hablaban frente a la casa, Paco tenía en la mano Cinema árbol de Efraim Medina Reyes, lo elogiaba. Hugo se lo quitó y lo tiró al pasto, se patearon y discutieron unos minutos; Juan tan solo reía.

    La casa campestre era de una exministra de Cultura de Valledupar que vivió allí durante el ejercicio de su cargo, en esos días estaba en el exterior huyendo de la justicia que la investigaba por compra de votos y paramilitarismo en su región. El lugar en esos días estaba a cargo de César Gnecco, primo de la exministra, una especie de oveja negra de la familia, un alcohólico al que la prima, por caridad, se había llevado a Bogotá y le había regalado una casa pequeña al lado de la suya. César conoció a una mujer del lugar que quedaba a las afueras de la ciudad, se casó, pero ella resultó muerta poco tiempo después, en extrañas circunstancias. Las chismosas de la zona decían que él la había matado en una noche de pasión. César no trabajaba, era un hombre de fiesta vallenata constante, vivía de lo que su prima le enviaba para que mantuviera arreglada la casa, para que no la dejara caer. Él se quedaba con la mayor parte del dinero, por supuesto.

    María Adelaida, una de sus amigas de fiesta y psicóloga venida a menos, le habló una noche sobre el negocio de moda entre los profesionales de la salud mental: la rehabilitación de adictos a las drogas y de loquitos de todo tipo que «lo único que necesitan es cariño de madre, buena comida y unas cuantas pastillitas». Una noche de borrachera y vallenatos, planearon el negocio y llamaron a algunos contactos que seguro conocían a drogadictos burgueses, «muchachos depresivos, llorones, que no saben resolver problemas, solo quejarse; de una generación perdida». Ella estaba dispuesta a darles amor y sabiduría, por algunos pesos, claro; en el último tiempo no le llegaban muchos pacientes. Sabía que había bastantes jóvenes perdidos en las drogas cuyos padres pensaron que resolverían todo con dinero; el negocio era próspero. La celebración con el nuevo socio fue muy buena, se tomaron un par de botellas de aguardiente, incluso se esnifaron algunas rayas de cocaína que tenía César. Borrachos y «embalados» intentaron hacer el amor en la cama de la exministra, pero César no pudo tener una erección.

    El lugar era muy amplio, tenía una mesa de veinte puestos. María Adelaida casi llora al verla. Excelentes réplicas de cuadros costosos adornaban las paredes: Picasso, Dalí, Goya y el gran dios Saturno devorando a su hijo, le daban color y sofisticación a esa casa lúgubre a pesar de los lujos. La cocina estaba equipada con todo lo que requería la psicóloga, que además era excelente cocinera; los pacientes quedarían encantados con sus recetas internacionales y la fina presentación de sus platos. En la casa había una biblioteca portentosa, con clásicos literarios, novedades y algunos libros de autosuperación que eran los únicos gastados y subrayados. También estaban muy leídas las revistas Jet-set y Tv y novelas, tenían páginas arrancadas y dibujos obscenos hechos con lapicero: bigotes mexicanos adornaban los rostros de mujeres sensuales; mientras que pestañas largas y labios carnosos y besucones los de hombres poderosos. El presidente de ese momento estaba untado de mierda seca, al parecer alguien creativo se había limpiado con la página en cuestión. María Adelaida sospechó que habitantes de la calle habían entrado alguna vez a la casa, o tal vez el de la gracia había sido el «mañoso» César. Sintió una gran repulsión, escupió en el suelo; luego botó la revista a la basura y limpió su escupitajo. Hizo el aseo general en su nuevo hogar.

    Juan temblaba hundido en una ruana gruesa. Sentía mucho frío, pero sobre todo tristeza; veía todo con los lentes más oscuros. La música que antes disfrutaba mientras se inyectaba, The Stooges o MC5, en ese momento le parecía una tortura china, como cantada por demonios risueños que se burlaban de su anterior alegría y que le decían que toda felicidad es una farsa, que todo tiene un fondo de terror. Que la vida no vale nada. Los árboles de afuera estaban flacos y las ramas eran como garras; en realidad, esos árboles eran robustos y frondosos, llenos de manzanas. Pero Juan en ese momento no podía ver nada bueno, la abstinencia lo tenía seco; siempre estaba a punto de defecar o de vomitar y sentía que en cualquier momento podía morirse. Eso hubiera sido un alivio.

    María Adelaida le sobaba la cabeza con amor en el amplio sofá de cuero, trataba de consolarlo con sus dulces palabras.

    —Eres muy lindo, Juan, deja esa droga, eres muy inteligente para matarte con esa basura; en serio, niño hermoso, yo te ayudaré. Y aguanta un poco, sabes que no te puedo dar más metadona, el síndrome de la abstinencia de la meta es peor que el de la heroína, no cambies una cosa por otra. Yo te las rebajaré poco a poco, debes soportar, todo este infierno pasará. Ven te doy un besito en ese gran cachete, a ver si te quito un poco la palidez; en estos días seré tu madre, solo confía en mí.

    Juan no podía sacarse de la mente la bolsita Ziploc de heroína que bailaba y se abría, el polvito mágico salía y llenaba el aire, y unos niños hermosos saltaban recibiéndolo como nieve. La bolsita luego tenía una carita de furia, se convertía en un cuchillo oxidado y se ensañaba con su adolorido estómago. Otra vez a defecar. Juan no encontraba consuelo en nada, intentó leer algunas novedades colombianas, pero tiró los libros contra la pared; María Adelaida le llamó la atención, claro. Paco y él planearon quemar en una fogata algunos libros de Héctor Abad y Juan Gabriel Vásquez, no los habían leído, pero les cayeron mal por las fotos de las solapas en donde lucían demasiado intelectuales y pretenciosos.

    —Caguémonos en esos gafufos, o mejor, botémoslos al fuego, deben arder rico —dijo Paco con su habitual mirada pícara—. Deberíamos quemar la mayor parte de esta condenada biblioteca que nadie va a leer, o mejor quememos la casa entera y huimos, viejo Juan. A inyectarnos por siempre.

    —Calma, Paquito, calma, hay muy buenos libros, eres un animal; leer es lo mejor que podemos hacer para aliviar esta tristeza. Es la mejor manera de pasar el tiempo, el mejor escape ante la cruda realidad.

    María Adelaida les daba metadonas, un opiáceo legal que no generaba euforia y era lo que se les daba a los exheroinómanos según los protocolos médicos. Pero las tres pastillas al día, la dosis recomendada, no satisfacía a los muchachos de la casa; se quejaban de los espasmos y demás síntomas de abstinencia y le pedían más, siempre querían más. Ella a veces cedía con tal de que estuvieran contentos. Paco encontró el escondite de los tarros en una bodega y empezó a robarse las pastillas para dormir mejor y con fines comerciales. La psicóloga se dio cuenta, cómo no.

    —No crean que soy estúpida, sé que se están robando las metadonas, ustedes pierden, después no podrán salir de ellas. Ya les dije que el síndrome de abstinencia es peor que el de la porquería que metían.

    Andrea dormía en la habitación principal con la psicóloga, con el baño ocupaban todo el segundo piso, el lugar era prohibido para los pacientes hombres que dormían en el primero. La joven en las mañanas se recostaba en la balaustrada del balcón y contemplaba el sol y las nubes rosadas que le recordaban sus mejores momentos con la marihuana, cómo la extrañaba. Sus padres la habían internado allí por encontrarle una caja de Marlboro llena de cigarrillos mágicos; su madre incluso probó uno, cinco minutos después tuvo un ataque de pánico y entre sus alucinaciones creyó ver a Satanás. Ellos eran cristianos ejemplares, habían conocido a María Adelaida en su iglesia Casa sobre la roca. Andrea era muy blanca, tenía ojos grandes y nariz y boca pequeñas; para sus compañeros parecía una muñeca hentai. Cada vez que iban al baño, y lo hacían mucho por las ganas de vomitar de la abstinencia, se masturbaban pensando en esa linda mujer.

    María Adelaida tenía una cruzada contra la industria farmacéutica, pero si no les hubiera dado metadona a los heroinómanos, la hubieran matado a cuchillo y quemado la casa. Era la única manera de paliar la abstinencia. César compraba las pastillas a mitad de precio en el mercado negro, sin embargo, a los padres de los pacientes se las cobraban a precio de droguería. Estos eran ignorantes respecto al consumo de sus hijos, solo querían ‘salvarlos’, solo querían que no los desprestigiaran más ante sus familiares y amigos.

    La luz está en la ventana, viene del parque en donde juegan los niños cabezones, el hombre está detrás del árbol. El hombre se parece a mi profesor, el que más quise, el que me invitaba a quedarme después de clases y me enseñó el amor por la lectura, y alguna buena cosa más. Mi abuela grita, me dice que la ayude a hacer el almuerzo, me distrae, pero voy. El hombre está ahí, me susurra algo al oído. La abuela me regaña, le agarro la cabeza con ternura, la empujo y se revienta contra la pared. La anciana cae, sangra, le aplasto el rostro con mi bota, intento asfixiarla, pero llega mi hermano menor. Disimulo.

    Wolf apareció en la puerta una tarde, tenía el Así habló Zaratustra bajo el brazo. Juan se alegró de ver a alguien nuevo con pinta de lector. Hugo y Paco lo miraron de arriba abajo y se burlaron un poco, les pareció un payaso ridículo, alguien que quería mostrar que era un intelectual. Una especie de hípster extraño con «mal gusto», y, según ellos, su energía era un poco negativa. Andrea lo miró curiosa, pero después no le prestó mucha atención. María Adelaida lo recibió con un abrazo, se lo presentó a los nuevos compañeros y lo invitó a recorrer la casa.

    Wolf fumaba demasiado, moviendo los labios, mirando el suelo; le gustaba dar vueltas alrededor de la casa, caminar en círculos. María decidió disminuirle los cigarrillos para que se concentrara más en las terapias, pero no lograba enfocarlo. A Juan le gustaban mucho los personajes así, pensó que tal vez escribiría un cuento sobre él.

    La psicóloga y los pacientes estaban sentados en un círculo en el jardín, el sol era intenso y el cielo estaba despejado.

    —Mi problema es espiritual, así podré resolverlo, no necesito pastillas. Los psiquiatras son charlatanes, las pepas que me dieron me mantenían dormido, sin vida, no era yo. Vengo a probar la terapia holística de María Adelaida, creo que me servirá mucho más —les comentó Wolf a sus compañeros.

    —El problema de Miguel Ángel es espiritual, soy la indicada para salvar a este muchacho. Su madre soltera lo abandonó cuando era niño, se fue para Estados Unidos y lo dejó con su abuela junto a su hermano. A la abuela la conocí en mi iglesia, no tenía dinero, pero entre varios feligreses generosos hicieron una colecta para el tratamiento. Aquí encontrará a Dios, aquí encontrará la libertad, espero que ustedes también, hijos —dijo María Adelaida muy convencida.

    —¿Miguel Ángel?

    —Mi primer nombre fue Miguel Ángel, pero para renacer me cambié el nombre a Wolf, va más con mi personalidad. Vi una conferencia del artista y psicomago Alejandro Jodorowsky por YouTube, en ella decía que a veces era necesario cambiar de nombre para renacer, que había que quemar la identidad fracasada y bautizarse de nuevo para ser quien uno es en realidad. El nombre Wolf es perfecto para mí, me da una fuerza y energía especiales —dijo el ex-Miguel Ángel, ahora Wolf.

    Andrea, Hugo y Paco soltaron una carcajada. María Adelaida les pidió que respetaran.

    —¿En serio? —dijo Paco.

    —Ese man es un idiota, hay que ser muy pendejo —le digo Hugo a Paco en voz baja, por supuesto, Wolf los escuchó.

    El programa incluía una tarde de sauna y jacuzzi en el Club Cafam, solo para los hombres. El paseo estaba a cargo del entusiasta César. Iban en su Land Rover Defender, en la radio sonó One more time de Daft Punk. Juan se alegró, cantaba y

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